Capítulo III

Hacía ya doce días de la marcha de Jorge y, a pesar del calor y del polvo, Luisa se vestía para ir a casa de Leopoldina. ¡Si Jorge lo supiera no le había de gustar, no! ¡Pero estaba harta de verse sola! ¡Se aburría tanto!… ¡Por la mañana aún tenía los arreglos de la casa, la costura, la toilette, alguna novela! ¡Pero por la tarde…!

A la hora en que Jorge acostumbraba volver del Ministerio, la soledad parecía ensancharse en torno de ella. ¡Le hacían tanta falta su campanillazo, sus pasos en el corredor!…

Al atardecer, viendo caer el sol, se entristecía sin razón, sumíase en un vago sentimentalismo; se sentaba al piano, y los fados tristes, las cavatinas apasionadas gemían instintivamente en el teclado, bajo sus dedos perezosos, en el movimiento lánguido de sus brazos lasos. ¡Cuántas tonterías pensaba entonces! Y por la noche, sola, en la amplia cama francesa, sin poder dormirse con el calor, le acometían de repente terrores, presentimientos de viudez.

No estaba acostumbrada, no podía estar sola. Pensó incluso en llamar a tía Patrocinio, una vieja parienta, pobre, que vivía en Belem. Por lo menos era alguien; pero temió aburrirse más, junto a su larga figura de viuda taciturna, siempre haciendo punto, con los grandes lentes, de montura de carey, sobre la nariz aguileña.

Aquella mañana pensó en Leopoldina, muy contenta con ir a charlar, a reír, a secretear, a pasar allí las horas de calor. Se peinaba en chambra y enaguas; la camiseta, escotada, descubría los hombros blancos, de una redondez maciza; el cuello, blanco y terso, veteado de finas venillas, y sus brazos, torneados, un poco sonrosados en el codo, descubrían debajo, cuando se alzaban al prenderse ella las trenzas, unos hilillos rubios, rizosos, formando nido.

Su piel conservaba aún el rosado húmedo del agua fría. Había en el cuarto un olor penetrante a vinagrillo de tocador; los visillos, de hilo blanco, corridos, daban al cuarto una luz suave, de tonos lechosos.

¡Ah, realmente debía de escribir a Jorge que volviera en seguida! ¡Tendría gracia que fuera ella a sorprenderle a Évora, que apareciera un día por el Tabaquiño, a las tres! ¡Y cuando él entrase, lleno de polvo y cansado, con sus gafas azules, se le colgaría del cuello! Luego, al atardecer, del brazo de él, rendida aún del viaje, con un vestido fresco, iría a visitar la ciudad. La admirarían mucho por las calles, estrechas y tristes. Los hombres saldrían a las puertas de las tiendas. «¿Quién sería aquella señora? Es de Lisboa. La esposa del ingeniero». Y, ante el tocador, abrochándose el corpiño del vestido, sonreía con aquellas fantasías, a su cara, en el espejo.

La puerta del cuarto se abrió despacio.

—¿Quién es?

La voz de Juliana dijo, quejumbrosamente:

—¿Me da permiso la señora para ir ahora al médico?

—Vaya usted, pero no se retrase. Áteme por detrás esta enagua. Más fuerte. ¿Qué es lo que tiene?

—Vahídos, señora; un peso en el corazón. He pasado la noche en claro.

Estaba más pálida, con la mirada muy fatigada y la cara envejecida. Llevaba un vestido de lana negro, ceñido, y el acostumbrado moño de pelo, ya gris.

—Bueno, váyase —dijo Luisa—. Pero déjelo todo arreglado antes. Y no se retrase, ¿eh?

Juliana subió a la cocina. Estaba en el segundo piso, tenía dos balcones saledizos en la parte de atrás y era amplia, con el suelo de ladrillos delante del fogón.

—Me dio el permiso, señora Juana —dijo a la cocinera—. Voy a vestirme. Ella está también casi preparada. ¡Se queda usted de ama y señora de la casa!

La cocinera se puso colorada; empezó a cantar y fue después a sacudir y tender en el balcón una alfombra deshilachada; sus ojos no se apartaban de una casa de enfrente, pintada de amarillo, con un ancho portal: la ebanistería del tío Juan Gallo, donde trabajaba Pedro, su novio. A la pobre Juana se le caía la baba por él. Era un jovencito pálido y cansado. Juana, oriunda de Avientes, junto al Miño, era de una familia de labradores, y aquella cara delgada, de lisboeta anémico, le seducía con una violencia abrasadora. Como no podía salir durante la semana, le introducía en casa por la puerta trasera cuando estaba sola; tendía entonces en el balcón, como señal, la vieja alfombra, deslucida, en la que se distinguían aún los cuernos de un venado.

Era una joven muy fuerte, con pechos de ama de cría y pelo como el azabache, todo reluciente con el aceite de almendras dulces. Tenía una frente estrecha de plebeya terca. Y sus pobladas cejas hacían parecer más negra la mirada.

—¡Ay! —suspiró Juliana—. ¡La señora Juana es la que lo entiende!

La muchacha se puso toda roja. Pero Juliana añadió en seguida:

—¡No lo tome usted a mal! ¡Si fuera yo! ¡Hace muy bien!

Juliana adulaba siempre a la cocinera. Dependía de ella; Juana le daba calditos en sus horas de debilidad, o cuando estaba más postrada, le hacía un biftec, a escondidas de la señora. Juliana tenía un gran miedo a «que le diera el arrechucho», y a cada momento necesitaba ingerir «sustancia». Seguramente, como fea y solterona, detestaba aquel «escándalo del carpintero», pero lo protegía porque aquello representaba muchos regalos a su flaco de glotona.

—¡Si fuera yo —repitió—, le daría lo mejor del puchero! ¡Estaría bueno que la gente sintiera escrúpulos a causa de los amos! ¡Pues vaya! ¡Ven que se muere una persona y es como si fuese un perro!…

Y con una risita amarga:

—Dice que no me entretenga en el médico… Es como si me hubiera dicho: «¡Cúrate de prisa o revienta pronto!».

Fue a buscar la escoba a un rincón, y con un suspiro agudo:

—¡Todas son lo mismo, una recua!

Bajó y empezó a barrer el pasillo. Toda la noche había estado mala; su alcoba, en el desván, debajo de las tejas, muy ahogado, con un olor a ladrillo recocido, le producía mareos, como si le faltase allí el aire, desde el comienzo del verano. ¡El día anterior hasta había vomitado! Levantada desde las seis, no había descansado, limpiando, planchando, arreglando, ¡con el dolor del costado y el estómago revuelto! Había abierto la cancela, y entre grandes corrientes lanzaba furiosas polvaredas con la escoba contra la barandilla del pasamanos.

—¿Está en casa doña Luisa?

Se volvió. En los primeros peldaños de la escalera estaba un individuo que le pareció «extranjero». Era moreno, alto, tenía un bigotito levantado y llevaba un ramito en el ojal de su levita azul y unos zapatos de charol muy relucientes.

—La señora va a salir —dijo ella, mirándolo detenidamente—. ¿Su nombre, me hace el favor?

El caballero sonrió.

—Dígale que es un señor para un asunto. Un asunto de minas.

Luisa, ante el tocador, con el sombrero ya puesto, se prendía en el corpiño dos capullos de rosa de té.

—¡Un asunto! —dijo, muy sorprendida—. Será algún recado para el señorito Jorge, seguramente. Dígale que pase. ¿Qué clase de hombre es?

—¡Un gomoso!

Luisa se bajó el velillo blanco, se puso despacio los guantes de peau de Suède, claros, dio dos toques suaves ante el espejo a su corbatín de seda y abrió la puerta de la sala. Pero retrocedió casi, y dijo ¡ah!, toda arrebolada. Lo había reconocido en seguida. Era su primo Basilio.

* * *

Hubo un shake-hands prolongado, un poco trémulo. Los dos estaban callados: ella, con toda la sangre en la cara y una vaga sonrisa; él, mirándola muy fijamente, con admiración. Pero las palabras, las preguntas vinieron después muy precipitadas: ¿Cuándo había llegado? ¿Sabía que estaba él en Lisboa? ¿Cómo se enteró de las señas de ella?

Había llegado el día anterior en el paquebote de Burdeos. Preguntó en el ministerio y le dijeron allí que Jorge estaba en el Alentejo y le dieron la dirección…

—¡Qué cambiada estás, Santo Dios!

—¿Envejecida?

—¡Muy bonita!

—¡Vaya!

Y él, ¿qué había hecho? ¿Iba a quedarse?

Fue a abrir el balcón para dar una luz más fuerte, más clara. Se sentaron. Él, en el sofá, con gran dejadez; ella, cerca, colocada ligeramente al borde de un sillón, toda nerviosa.

«Había dejado su destierro», dijo él. Venía a respirar un poco en la vieja Europa. Estuvo en Constantinopla, en Tierra Santa, en Roma. El año último lo pasó en París. Llegaba de allí, de aquel villorrio de París. Hablaba despacio, echado hacia atrás, en actitud íntima, extendiendo sobre la alfombra cómodamente sus zapatos de charol.

Luisa le miraba. Le encontraba más varonil, más moreno. En su pelo ondulado había ahora algunas hebras blancas; pero el bigotito tenía su antiguo aspecto juvenil, orgulloso e intrépido, y los ojos, cuando reía, la misma blanda dulzura, impregnada de un fluido especial. Se fijó en la herradura de perlas de su corbata de raso negro y en las estrellitas blancas bordadas en sus calcetines de seda. Bahía no pudo embastecerle. ¡Volvía más interesante!

—¡Pero cuéntame cosas tuyas! —dijo él, con una sonrisa, inclinándose hacia Luisa—. ¿Eres feliz? ¿Tienes un pequeño?…

—No —exclamó Luisa, riendo—; no lo tengo. ¿Quién te lo ha dicho?

—Alguien me lo dijo. Y tu marido, ¿va a estar fuera mucho tiempo?

—Tres o cuatro semanas, creo.

¡Cuatro semanas! Era una viudez; se ofreció en seguida para venir a verla más veces, a hablar un rato, por la mañana…

—¿Por qué no? Eres el único pariente que tengo ahora…

¡Era cierto!… Y la conversación tomó una intimidad melancólica: hablaron de la madre de Luisa, la tía Jojó, como la llamaba Basilio. Luisa contó su muerte, muy dulce, en el sillón, sin un ¡ay!…

—¿Dónde está enterrada? —preguntó Basilio con voz grave, y añadió, tirándose del puño de su camisa de indiana—: ¿En nuestro panteón?

—Sí; allí está.

—Tengo que ir. ¡Pobre tía Jojó!

Hubo un silencio.

—¡Pero tú ibas a salir! —dijo Basilio, de pronto, queriendo levantarse.

—¡No! —exclamó—. ¡No! Estaba aburrida, no tenía nada que hacer. Iba a tomar el aire. No salgo ya.

Él insistió:

—Por mí no te violentes…

—¡Qué tontería! Iba a casa de una amiga a pasar un rato.

Y se quitó entonces el sombrero; con aquel movimiento, los brazos levantados atirantaron el ceñido corpiño y la forma del seno se marcó suavemente.

Basilio se retorcía despacio la guía del bigote, y viéndole quitarse los guantes:

—Éra yo quien te ponía y quitaba los guantes en otro tiempo… ¿Te acuerdas? Creo que tendré aún ese privilegio exclusivo…

Ella se echó reir:

—Seguramente ya no…

Basilio dijo entonces lentamente, mirando al suelo:

—¡Ah! ¡Son otros tiempos!

Y se puso a hablar de Collares; su primer pensamiento, apenas llegó, había sido tomar un coche e ir allí; quería ver la quinta; ¿existía aún el columpio bajo el castaño? ¿Y la glorieta de rositas blancas, junto al Cupido de yeso, que tenía rota un ala?

Luisa había oído decir que la quinta pertenecía ahora a un brasileño. Tenía un mirador sobre la carretera, con un tejadillo chino, adornado con bolas de cristal; la vieja casa solariega había sido reconstruida y amueblada por el decorador más famoso de Lisboa.

—¡Nuestra pobre sala de billar, color crema, con sus guirnaldas de rosas! —dijo Basilio, y mirándola fijamente—: ¿Te acuerdas de nuestras partidas de billar?

Luisa, un poco sonrojada, retorcía los dedos de los guantes. Alzó los ojos hacia él, y dijo, sonriendo:

—¡Éramos dos criaturas!

Basilio se encogió tristemente de hombros, contemplando los rameados de la alfombra; parecía entregado a una nostalgia remota, y con voz emocionada dijo:

—¡Eran los buenos tiempos! Fue mi buen tiempo.

Ella veía su cabeza de fino contorno abatida en aquella melancolía de las dichas pasadas, con una raya muy fina y las canas que le habían salido durante la separación. Sentía también su pecho henchido por una vaga nostalgia. Se levantó y fue a abrir el otro balcón como para disipar con la luz viva y fuerte aquella emoción. Le preguntó entonces por sus viajes, por París, por Constantinopla.

—Siempre tuve el deseo de viajar —dijo ella—, de ir a Oriente. Hubiera querido hacer excursiones en caravana, bamboleada a lomos de los camellos y no habría tenido miedo del desierto ni de las fieras…

—¡Estás muy valiente! —dijo Basilio—. Antes eras una cobardona, todo te asustaba… ¡Hasta la bodega de papá en Almada!

Se puso colorada. Recordaba muy bien la bodega, con su frialdad subterránea que daba escalofríos. El candil de aceite colgado en la pared alumbraba con una luz rojiza y humeante las gruesas vigas llenas de telarañas y la hilera oscura de toneles panzudos. Hubo allí algunas veces, por los rincones, besos furtivos…

Él empezó a contarle. Era curioso. Iba por la mañana un rato al Santo Sepulcro; después de almorzar montaba a caballo… No se estaba mal en el hotel, lleno de inglesas bonitas… Tenía algunas amistades ilustres…

Hablaba de ellas despacio, moviendo la pierna. Su amigo el patriarca de Jerusalén; su vieja amiga ¡la princesa de La Tour d’Auvergne!

—Pero lo mejor era el atardecer —dijo— en el Huerto de los Olivos, viendo enfrente las murallas del templo de Salomón, junto a la oscura aldea de Betania, en donde Marta hilaba a los pies de Jesús, y más allá, rebrillando inmóvil bajo el sol, el Mar Muerto. ¡Y allí permanecía sentado en un banco, fumando tranquilamente mi pipa!

¿Que si había corrido peligros? Sin duda. ¡Una tempestad de arena en el desierto de Petra! ¡Horrible! Pero ¡qué bonito viaje, las caravanas, los campamentos! Describió su toilette: una manta de piel de camello de listas rojas y negras, un puñal de Damasco en un cinturón de Bagdad y la larga lanza de los beduinos.

—¡Debía de sentarte muy bien!

—Muy bien. Tengo hasta fotografías.

Prometió darle una, y añadió:

—¿Sabes que te traigo unos regalos?

—¿Unos regalos? —y sus ojos brillaban.

El mejor era un rosario…

—¡Un rosario!

—¡Es una reliquia! Ha sido bendecido primero por el patriarca de Jerusalén sobre el sepulcro de Cristo y luego por el Papa…

¡Ah! ¡Porque había estado con el Papa! ¡Un viejecito muy limpio, todo encanecido ya, vestido de blanco, muy amable!

—Tú antes no eras muy devota —dijo.

—No; no soy una chiflada de esas cosas —respondió riendo.

—¿Te acuerdas de la capilla de nuestra casa en Almada?

¡Pasaron allí tardes encantadoras! Junto a la vieja capilla solariega había un atrio todo lleno de altas hierbas floridas, y las amapolas, cuando soplaba la brisa, se agitaban como alas rojas de mariposas posadas allí…

—¿Y te acuerdas de la alameda, donde hacía yo gimnasia?

—¡No hablemos de lo que se fue!

¿De qué quería entonces que hablase? Era su juventud, lo mejor de su vida…

Ella sonrió al oírle, y preguntó:

—¿Y en el Brasil?

¡Un horror! ¡Hizo la corte incluso a una mulata!

—Por lo demás —añadió en un tono de arrepentimiento triste—, ya que no me casé cuando debía —se encogió de hombros melancólicamente—, se acabó… Perdí la ocasión. Me quedaré soltero.

Luisa se puso arrebolada. Hubo un silencio.

—¿Y qué otro regalo me traes, además del rosario?

—¡Ah! Guantes. Guantes de verano, de peau de Suède, de ocho botones. Guantes decentes. Usáis aquí unos guantitos de dos botones, que dejan ver la muñeca, ¡un horror!

¡Por lo que había visto, las mujeres se vestían cada vez peor en Lisboa! ¡Era atroz! No lo decía por ella; hasta aquel vestido tenía chic, era sencillo y honesto. Pero, en general, resultaba horroroso. ¡En París, qué deliciosas, qué frescas las toilettes de aquel verano!

¡Oh, pero en París todo es superior! Por ejemplo, desde que llegó no había podido aún comer. ¡Verdaderamente no podía comer! Sólo en París se come, resumió.

Luisa daba vueltas entre los dedos a su medallón de oro, pendiente del cuello por una cinta de terciopelo negro.

—¿Y has estado entonces un año en París?

Un año divino. Tenia un appartement lindísimo, que pertenecía a lord Falmouth, en la rué Saint-Florentin; disponía de tres caballos…

Y echándose mucho hacia atrás, con las manos en los bolsillos:

—¡En fin, hay que hacer que este valle de lágrimas resulte lo más confortable posible!… Dime, ¿llevas algún retrato en ese medallón?

—El retrato de mi marido.

—¡Ah, déjame ver!

Luisa abrió el medallón. Se inclinó Basilio; tenía el rostro casi sobre el pecho de ella. Luisa notaba el fino perfume que venía de su pelo.

—Muy bien, muy bien —dijo Basilio. Permanecieron silenciosos.

—¡Qué calor hace! —dijo Luisa—. ¡Es ahogarse, eh!

Se levantó, fue a abrir un poco los cristales. El sol ya no daba en el balcón. Una suave brisa hinchó los abultados pliegues de las cortinas.

—Es el calor del Brasil —dijo él—. ¿Sabes que estás más alta?

Luisa estaba en pie. La mirada de Basilio recorría las líneas de su cuerpo, y con una voz muy íntima, de codos sobre sus rodillas y con la cara alzada hacia ella:

—Pero dime, con franqueza, ¿pensaste que vendría a verte?

—¡Vamos! Realmente, si no hubieras venido me habría enfadado. Eres mi único pariente… Lo que siento es que mi marido no esté…

—Pues yo he venido —replicó Basilio— precisamente porque no estaba…

Luisa se puso como una amapola.

Basilio lo arregló en seguida, un poco colorado también:

—Quiero decir…, que quizá él sepa lo que hubo entre nosotros…

Ella lo interrumpió:

—¡Tonterías! Eramos dos criaturas. ¡Eso no tiene importancia!

—Yo tenía veintisiete años… —observó él, inclinándose.

Se quedaron callados, un poco cohibidos. Basilio se atusó el bigote mirando vagamente a su alrededor.

—Estás muy bien instalada aquí —dijo.

No estaba mal… La casa era pequeña, pero muy cómoda. Era de ellos.

—¡Ah, estás perfectamente! ¿Quién es esta señora de los impertinentes de oro?

Y señaló el retrato que colgaba encima del sofá.

—La madre de mi marido.

—¡Ah! ¿Vive todavía?

—Ha muerto.

Bostezó ligeramente, miró un momento sus zapatos, muy puntiagudos, y con un brusco movimiento, se levantó y cogió el sombrero.

—¿Te vas ya? ¿Dónde vives?

—En el Hotel Central. ¿Y hasta cuándo?

—Hasta cuando quieras. ¿No dijiste que vendrías mañana con el rosario?

Él le cogió una mano, e inclinándose:

—¿No se puede ya besar la mano de una vieja prima?

—¿Por qué no?

Le dio un beso en la mano, muy largo, acompañado de una suave presión.

—¡Adiós! —dijo.

Y en la puerta, con la cortina medio levantada, volviéndose:

—¿Sabes que, al subir la escalera, venía yo preguntándome cómo se iba a arreglar esto?

—¿Esto? ¿El qué? ¿El vernos otra vez? Pues perfectamente. ¿Qué te imaginabas?

Él vaciló, y sonriente:

—Imaginé que no eras tan buena chica. Adiós. ¿Hasta mañana, eh?

Al final de la escalera encendió despacio un habano.

«¡Qué bonita está!», pensó.

Y tirando la cerilla, se dijo para sí, con energía:

«¡Y yo, pedazo de asno, que estaba casi decidido a no venir a verla! ¡Está apetitosa! ¡Mucho mejor que antes! ¡Y sólita en casa, aburridilla quizá!…».

Junto a la Patriarcal hizo parar un cupé vacío, y, arrellanado, con el sombrero sobre las rodillas, mientras el tronco extenuado trotaba:

«¡Y va muy arreglada, cosa rara en esta tierra! ¡Tiene las manos muy cuidadas! ¡Y el pie muy bonito!».

Rememoraba la pequeñez del pie, y, empezando por él, trazó el dibujo mental de otras bellezas, desnudándola, como si quisiera adivinarla… La amante que dejó en París era muy alta y flaca, de una elegancia de tísica; cuando se escotaba se le veían los salientes de las primeras costillas. Y las formas redonditas de Luisa le decidieron:

«¡A ella! —exclamó, con ansia—. ¡A ella, como Santiago a los moros!».

* * *

Cuando Luisa oyó que se cerraba la puerta de la calle, entró en su cuarto y fue en seguida a mirarse al espejo. ¡Qué suerte, haber estado vestida! ¡Si la hubiese llegado a pillar en bata o mal peinada!… Se encontró muy sofocada y volvió a darse polvos. Fue al balcón, miró un momento la calle, el sol que daba aún en las casas de enfrente. Sentíase cansada. A aquella hora Leopoldina estaría comiendo ya seguramente… Pensó en escribir a Jorge «para matar el tiempo», pero le invadió una pereza incontenible. ¡Hacía tanto calor!… ¡Además, no tenía nada que decirle! Comenzó entonces a desnudarse despacio frente al espejo, mirándose mucho, gustando verse blanca, acariciando la finura de la piel, con lánguidos bostezos producidos por un cansancio feliz. ¡Hacía siete años que no veía al primo Basilio! ¡Estaba más moreno, más tostado, pero le sentaba bien!

Y después de comer quedóse junto al balcón, tumbada en un sillón, con un libro olvidado en el regazo. Había cesado el viento, y el aire, de un azul intenso en las alturas, estaba inmóvil; la densa polvareda se había calmado y la tarde tenía una tranquila y transparente luz; los pájaros piaban en la higuera silvestre; de la herrería próxima salía el martilleo continuo y ruidoso de las láminas de hierro. Poco a poco se oscureció el azul; hacia el Poniente, manchas de un color naranja pálido se difuminaron como grandes pinceladas torpes. Después, todo quedó cubierto de una sombra difusa, callada y cálida, con una estrellita muy viva que relucía y temblaba. Y Luisa permaneció en el sillón olvidada, absorta, sin pedir la luz.

«¡Qué vida tan interesante la del primo Basilio! —pensó—. ¡Lo que ha visto!». ¡Si pudiera ella también hacer sus maletas, partir, admirar aspectos nuevos, desconocidos, la nieve en las montañas, las cascadas brillantes! ¡Cómo le gustaría visitar los países que conocía por las novelas: Escocia y sus lagos Sombríos, Venecia y sus palacios trágicos, arribar a los puertos donde un mar luminoso y centelleante viene a morir en la arena aleonada, y desde las cabañas de los pescadores, de techumbre achatada, donde viven las Graziellas, ver cómo azulean a lo lejos las islas de nombres sonoros! ¡E ir a París! ¡A París, sobre todo! ¡Pero cómo! Ella no viajaría nunca, seguramente; eran pobres y Jorge muy casero, ¡tan lisboeta!

¿Cómo sería el patriarca de Jerusalén? ¡Se lo imaginaba de largas barbas, recamado de oro, entre músicas solemnes y remolinos de incienso! ¿Y la princesa de La Tour d’Auvergne? Debía de ser bella, de una estatura regia; viviría rodeada de pajes, se habría enamorado de Basilio. La noche se oscurecía y brillaban otras estrellas. Pero ¿de qué servía viajar, marearse en los buques, bostezar en los vagones y cabecear de sueño en una diligencia muy traqueteada, por las sierras, en las frías madrugadas? ¿No era mejor vivir confortablemente, con un marido cariñoso, una casita recogida, unos colchones blandos, yendo alguna noche al teatro, saboreando un buen almuerzo en las mañanas claras cuando trinan los canarios? Todo esto ella lo poseía. ¡Era muy feliz! Entonces le invadió una nostalgia de Jorge; hubiera deseado abrazarle, tenerle allí, o cuando bajase, encontrársele fumando su pipa en el despacho, con su chaqueta de terciopelo. Lo tenía todo para hacer feliz a una mujer, para enorgullecerla; era guapo, con unos ojos magníficos, cariñoso, fiel. No le hubiera gustado un marido de vida sedentaria y monótona, pero la profesión de Jorge era interesante. Bajaba a los pozos tenebrosos de las minas; un día tuvo que sacar la pistola contra una brigada de obreros sublevados; ¡era valiente, tenía talento! Involuntariamente, sin embargo, el primo Basilio, dejando flotar su blanco albornoz por las llanuras de Tierra Santa, o en París, erguido en el pescante, guiando tranquilamente sus inquietos caballos, le hacía pensar en otra existencia más poética, más adecuada a los episodios del sentimiento.

Caía del cielo una luz difusa; brillaban a lo lejos balcones iluminados, abiertos en la noche sofocante; pasaban bandadas de murciélagos ante los cristales.

—¿No quiere luz la señora? —preguntó en la puerta la voz cansada de Juliana.

—Póngala en el cuarto.

Bajó. Bostezaba constantemente, sentíase abatida.

«Es la tormenta», pensó.

Fue a la sala, se sentó al piano, tocó al azar trozos de Lucía, de la Somnámbula, el fado, e interrumpiéndose, con los dedos apoyados levemente sobre el teclado, se puso a pensar en que Basilio iba a venir al día siguiente. ¡Se pondría la bata nueva de foulard, color castaño! Repitió el fado, pero se le cerraban los ojos.

Pasó a su cuarto. Juliana trajo la cuenta y la lamparilla. Venía arrastrando las zapatillas, con una toquilla sobre sus hombros, encogida y lúgubre. Aquella cara, con aspecto de hospital, irritó a Luisa:

—¡Vamos, mujer! ¡Parece usted la imagen de la muerte!

Juliana no contestó. Dejó la lamparilla; recogió, moneda por moneda, de encima de la cómoda, el dinero de la compra, y con los ojos bajos:

—¿No necesita más la señora?

—¡Váyase, mujer, váyase!

Juliana fue a buscar el quinqué de petróleo y subió a su alcoba. Dormía encima, en el desván, junto a la cocinera.

—¡Te parezco la imagen de la muerte! —rezongó furiosa.

El cuarto era bajo, muy estrecho, con el techo de madera, inclinado; el sol, recalentando todo el día las tejas, arriba, lo dejaba sofocante como un horno; había allí siempre por la noche un olor denso a ladrillo quemado. Dormía en una cama de hierro sobre un jergón cubierto con una colcha de indiana; de la barra de la cabecera colgaban sus santitos y la cofia sucia que se ponía en la cabeza; junto a ella tenía muy a mano su gran baúl de madera, pintado de azul, con una gruesa cerradura. Sobre la mesa de pino estaba el espejo de mano, el cepillo de cabeza negruzco y pelado, un peine de hueso, los frascos de medicamentos, un viejo acerico de raso amarillo y, envuelta en un periódico, la cofia de seda de los domingos. El único adorno de las paredes sucias, rayadas por las cabezas de los fósforos, era una litografía de Nuestra Señora de los Dolores, encima de la cama, y un daguerrotipo en que se percibían vagamente, en el reflejo espejeante de la lámina, los bigotes engomados y los galones de un sargento.

—Juliana, ¿se acostó ya la señora? —preguntó la cocinera desde el cuarto contiguo, del que salía una luz viva cortando la oscuridad del pasillo.

—Se acostó ya, señora Juana, se acostó ya. ¡Está hoy con la murria! ¡Le falta el hombre!

Juana, al revolverse, hacía crujir las maderas viejas de la cama. ¡No podía dormir! ¡Se ahogaba! ¡Uf!

—¡Ay! ¡Pues mire que aquí! —exclamó Juliana.

Abrió el ventanuco que daba a los tejados para que entrase aire; se puso las zapatillas de tapiz y fue al cuarto de Juana. Pero no entró, se quedó en la puerta, ella era la doncella de los señores y evitaba las familiaridades. Habíase quitado la cofia y con la cabeza envuelta en un pañuelo negro y amarillo, su cara parecía más chupada y sus orejas más despegadas del cráneo; la camisa escotada descubría sus clavículas descarnadas, la enagua corta mostraba los tobillos, muy blancos y huesudos. Y con la toquilla sobre los hombros, rascándose despacio los puntiagudos codos:

—Dígame, señora Juana —murmuró con voz apagada—, ¿estuvo mucho tiempo ese sujeto? ¿Se fijó usted?

—Acababa de salir en el mismísimo momento en que volvía usted. ¡Uf!

Sofocada, casi desnuda, con las piernas muy abiertas, Juana se rascaba furiosamente por debajo de la gruesa camisa con volantes, que la descubría el pecho. ¡No podía parar con las chinches de aquella habitación!

¡El horno del cuarto tenía muchos nidos! Sentía el estómago revuelto.

—¡Ay, es un infierno! —dijo Juliana, quejumbrosa—. Me duermo solamente al ser de día. Pero ahora que reparo… Tiene usted a San Pedro a la cabecera. ¿Es usted devota de él?

—Es el santo de mi novio —dijo la otra.

Se sentó en la cama. ¡Uf! Y además, ¡había estado toda la tarde con una sed!…

Saltó al suelo, con fuertes pisadas que hicieron retemblar el entarimado, fue al jarro, aplicó su boca y bebió un gran buche. La corta camisa, hecha con poca tela, dejaba ver las formas robustas y duras.

—Pues yo fui al médico —dijo Juliana. Y con un gran suspiro—: ¡Ay, esto sólo Dios puede curarlo, señora Juana! ¡Sólo Dios!

Pero ¿por qué no se decidía Juliana a ir a la curandera? Recobraría la salud con seguridad. Vivía en el Pozo de los Negros; tenía oraciones y ungüentos para todo. Llevaba dos duros por la preparación.

—Porque eso son humores, Juliana. Lo que tiene usted son humores.

Juliana dio dos pasos hacia dentro del cuarto. Cuando se trataba de enfermedades, de remedios, hacíase más confianzuda.

—Ya he pensado en ir a esa mujer. Pero ¡dos duros!

Y se quedó mirando tristemente, reflexionando.

—¡Son los que tengo reunidos para unas botas de tafilete!

¡El calzado era su vicio! Se arruinaba por las botas; las tenía de paño con punteras de charol, de cordobán con lazos, de piel con pespuntes de color, envueltas en papeles de seda, guardadas en el baúl, reservadas para los domingos.

Juana la censuró.

—¡Ay, yo tratándose del cuerpo, del interior, que se vayan al demonio los adornos!

Se quejó también de su miseria. ¡Tenía pedido a la señora un mes adelantado! ¡Estaba sin camisas! ¡Las dos que le quedaban eran unos pingos! ¡No iba a fastidiarse por gusto!

—¡Es que no tuve más remedio! —suspiró—. Mi novio necesitó dinero…

—¡También usted, señora Juana, se deja desplumar por un hombre!

Juana sonrió.

—¡Aunque tuviese que roer huesos, señora Juliana, la última migaja sería para él!

Juliana tuvo una risita seca y con voz enojada:

—¡No vale ninguno la pena!

Pero envidiaba ferozmente a la cocinera por tener aquel amor, por gozar de sus delicias. Repitió disimulando:

—¡No vale ninguno la pena! ¡Un joven perfecto —continuó—, el que vino hoy a ver a la señora! ¡Mejor que su hombre!

Y después de una pausa:

—Entonces, ¿ha estado más de dos horas?

—Salía cuando entró usted.

Pero el quinqué se apagaba, con un olor fétido y una negra humareda.

—Buenas noches, señora Juana. Tengo aún que rezar mi Salve.

—Oiga, Juliana —dijo la otra, ya entre sábanas—. Si quiere usted rezar tres Salves por la salud de mi novio, que ha estado malo, yo rezaré tres para que se mejore usted del pecho.

—¡Desde luego, señora Juana!

Pero añadió, después de reflexionar:

—Mire. Estoy mejor del pecho; récelas usted más bien para que se me alivien los dolores de cabeza. ¡A Santa Engracia!

—Como usted quiera, Juliana.

—Sí; haga el favor. ¡Buenas noches! ¡Ha quedado aquí muy mal olor, ya lo creo!

Se fue a su cuarto. Rezó, apagó la luz. El techo desprendía un calor continuo; empezó a faltarle aire. Volvió a abrir el ventanuco, pero la bocanada caliente, que venía del tejado, la mareó, ¡igual que le ocurría todas las noches desde comienzos del verano! ¡Además, las maderas viejas hervían de bichos! Nunca, nunca había tenido un cuarto peor en las casas donde sirvió. Nunca.

La cocinera empezó a roncar, al lado. ¡Y, despierta, dando vueltas, sintiendo penas en el corazón, a Juliana le pesaba la vida con una amargura mayor!

* * *

Había nacido en Lisboa. Se llamaba Juliana Couceiro Tavira. Su madre era planchadora, y desde pequeña había conocido en su casa a un sujeto, a quien apodaban en la vecindad el Hidalgo y a quien su madre llamaba don Augusto. Venía todos los días, por la tarde en verano y por la mañana en invierno, a la habitación donde su madre planchaba, y se estaba allí horas enteras, sentado en el poyo de la ventana, que daba sobre una huerta, fumando su pipa y atusándose en silencio un enorme bigote negro. Como el poyo era de piedra, le ponía encima, meticulosamente, un cojín de caucho, que él mismo hinchaba. Era calvo y llevaba habitualmente una chaqueta de terciopelo oscuro y un sombrero claro. A las seis se levantaba, vaciaba el cojín, estaba un rato estirándose los pantalones y salía, con su grueso bastón de caña de la India debajo del brazo, contoneándose. Ella y su madre iban entonces a comer en la mesita de pino de la cocina, debajo de una ventana, ante la cual se balanceaban, en verano y en invierno, los delgados vástagos de un árbol enfermizo.

Don Augusto volvía por la noche; traía siempre un periódico; su madre le hacia té y tostadas, y ella misma le servía, extasiada ante él. Muchas veces Juliana la vio llorar de celos.

Un día, una mala vecina, a quien ella no había querido ayudar a lavar la ropa, se enfureció, e insultándola desde los escalones de la puerta, ¡le gritó que su madre era una sinvergüenza y que su padre estaba en África, por haber matado al Rey de Copas!

Poco tiempo después marchó a servir. Su madre murió a los pocos meses de una enfermedad del útero. Juliana no volvió a ver a don Augusto más que una vez, ¡una tarde, con una hopa roja, lúgubre, en la procesión de Semana Santa!

Estaba sirviendo desde hacía veinte años. Como ella decía, cambiaba de amos, pero no de suerte. Veinte años durmiendo en cuchitriles, levantándose de madrugada, comiendo las sobras, vistiéndose de trapos viejos, sufriendo los malos tratos de las criaturas y las malas palabras de las señoras, haciendo limpiezas, ¡yendo al hospital cuando se le agravaba su enfermedad, extenuándose de nuevo cuando recobraba la salud!… ¡Era demasiado! Tenía ahora días en que sólo de ver los cubos de las aguas sucias y la plancha se le revolvía el estómago. No se había acostumbrado a servir. Desde joven, su ambición había sido tener un negociejo, un estanco, una mercería o una quincallería; disponer, mandar, ser el ama; pero, a pesar de los mezquinos ahorros y de los cálculos meticulosos, lo más que había logrado reunir fueron dos mil pesetas al cabo de los años. Enfermó entonces; con el horror del hospital, fue a cuidarse a casa de una parienta. ¡Y el dinero, ay, se consumió! El día en que cambió el último billete lloró varias horas, con la cabeza debajo de la almohada.

Desde entonces había estado enferma y perdido toda esperanza de establecerse. ¡Tendría que servir hasta su vejez, ir siempre de amo en amo! Aquella certeza le daba un constante desconsuelo. Empezó a agriarse.

Además, no tenía viveza, no sabía sacar provecho de las casas; veía a sus compañeras divertirse, hacerse de amistades de vecindad, estar siempre en la ventana, chismorrear, salir los domingos a las huertas y a los parques, pasarse el día cantando, y cuando las amas iban al teatro, ¡abrir la puerta a los novios y enredar por las alcobas! Ella, no. Siempre había sido arisca. Hacía su obligación, comía, iba a tumbarse en la cama, y los domingos, cuando no paseaba, se asomaba a una ventana con el pañuelo sobre el antepecho, para no rozar las mangas, y permanecía allí, inmóvil, mirando con su broche de filigrana y la cofia de los días de fiesta. Otras compañeras adulaban mucho a las señoras, se mostraban humildes y serviles, traían chismes de la calle, llevaban cartitas y recados para dentro y para fuera, sirviendo de confidentas, obteniendo regalos en pago. Ella no podía. Se limitada tan solo a unos ¡Señora, esto! ¡Señora, aquello! ¡Cada cual en su lugar! ¡Era su carácter!

Desde que estaba sirviendo, apenas entraba en una casa, sentía en seguida la hostilidad, la malquerencia. La señora le hablaba con sequedad, a distancia; los niños le tomaban ojeriza; las otras criadas, si estaban charlando, se callaban en cuanto aparecía su cara flaca; le ponían apodos —Yesca Seca, Haba Tostada, Sacacorchos—; imitaban sus muecas nerviosas; había siempre risitas, cuchicheos por los rincones, y sólo encontró alguna simpatía en los gallegos, taciturnos, llenos de intensa morriña, que venían por las mañanas cuando las alcobas estaban a oscuras, con sus fuertes pisadas, a llenar las barricas y a limpiar el calzado.

Lentamente empezó a volverse desconfiada, cortante como un nordeste; tenía contestaciones insolentes y jaleos con las compañeras. ¡No iba a dejar que le pisasen el cuello!

Las antipatías que la rodeaban hacíanla irritable, como un círculo de escopetas torna rabioso a un lobo. Se hizo mala; pellizcaba a los niños hasta dejarles la piel amoratada. Y si la reñían, su cólera estallaba en accesos.

Empezaron a despedirla en todas partes. En un solo año estuvo en tres casas. Salía entre escándalos y gritos, dando portazos, dejando a las amas muy pálidas y nerviosas.

La tía Victoria, su parlanchina y vieja amiga, le dijo:

—¡Acabarás por no tener donde recogerte y por faltarte un pedazo de pan!

¡El pan! Aquella palabra, que es el terror, el sueño, la dificultad del pobre, la asustó. Era astuta, y se dominó. Empezó a fingirse «una pobre mujer», con un celo simulado y un aire de sufrirlo todo, clavados los ojos en el suelo. Pero se consumía por dentro; le dio el temblor nervioso a los músculos de la cara, el tic de arrugar la nariz; se le puso la piel verde, de bilis.

La necesidad de contenerse la acostumbró a odiar; odió, sobre todo, a las amas, con un odio irracional y pueril. Las tuvo ricas, con suntuosas moradas, y pobres, mujeres de empleados, viejas y jóvenes, coléricas y pacientes; las odiaba a todas, sin diferencia. ¡Era la señora, y bastaba! ¡Por la más simple palabra, por el acto más trivial! Si las veía sentadas: «¡Anda, holgazana, que la esclava trabaja!». Si las veía salir: «Vete, que la negra se queda en su agujero». Cada risa de ellas era una ofensa a su tristeza enfermiza; cada vestido nuevo, una afrenta a su vestido de lana teñido. Las detestaba en la alegría de los hijos y en las prosperidades de la casa. Les dirigía imprecaciones. Si los amos tenían un día de contrariedad o los veía con caras tristes, ¡canturreaba todo el tiempo, con voz de falsete, la Carta adorada! ¡Con qué gusto aparecía con la factura atrasada de un acreedor impaciente cuando presentía apuros en la casa! «¡Este papel! —gritaba, con voz estridente—. ¡Dice que no se va hasta que le den una contestación!». Todos los duelos la deleitaban, y bajo la negra toquilla que le compraban, tenía palpitaciones de regocijo. Había visto morir criaturas, y ni el dolor de las madres la conmovió, se encogía de hombros: «¡Hala, a hacer otra! ¡Cabras!».

Incluso las buenas palabras, las condescendencias eran inútiles con ella, como gotas de agua echadas en el fuego. Resumía a las amas con la misma palabra: «¡Una recua!». Y detestaba a las buenas por las vejaciones que sufría con las malas. El ama era para ella el enemigo, el tirano. Vio morir a dos de ellas, y cada una de aquellas veces sintió, sin saber por qué, un vago consuelo, ¡como si una parte del gran peso que la sofocaba en la vida se hubiera desprendido y evaporado!

Fue siempre envidiosa; con la edad, aquel sentimiento creció de un modo violento. Lo envidiaba todo en la casa: los postres que los señores tomaban, la ropa blanca que usaban. Las noches de soirée, de teatro, la exasperaban. Cuando había algún paseo proyectado y llovía de repente, ¡qué felicidad! ¡El aspecto de las señoras vestidas y con el sombrero puesto, mirando desde detrás de los cristales con tedio apenado, la deleitaba, la hacía locuaz!

—¡Ay, señora! —decía—. ¡Es un temporal deshecho! ¡Llueve a cántaros y es para todo el día! ¡No se puede asomar la nariz!

Era también muy curiosa; con frecuencia se la encontraban, de repente, pegada detrás de una puerta, con la escoba en la mano para disimular, aguzando la mirada. Cualquier carta que llegaba era examinada, oliscada por ella… Revolvía cuidadosamente los cajones abiertos, escudriñaba todos los papeles tirados a la basura. Tenía una manera de andar ligera y vigilante. Examinaba las visitas. ¡Andaba siempre en busca de un secreto, de un buen secreto! ¡Si le cayese uno entre manos!

Era muy glotona. Sentía el deseo insatisfecho de comer bien, de tomar postres y golosinas. En las casas en que servía a la mesa, sus ojos, inyectados de sangre, seguían ávidamente las porciones repartidas allí, y quienquiera que repitiese, animado por su buen apetito, la exasperaba, como una merma de su parte. De comer siempre las sobras adquirió un aire cansado; su pelo tomó unos tonos secos, color ratón. Era alcohólica, le gustaba el vino; algunos días se compraba una botella de peseta y se la bebía sola, encerrada, tendida cómodamente, chasqueando la lengua, con el borde de la falda un poco subido, para contemplarse el pie.

No había conocido varón alguno; era virgen. Fue siempre fea y ninguno la tentó; y por orgullo, por terquedad, por temor a una afrenta, no se ofreció claramente, como había visto hacer a muchas. El único hombre que la miró con deseo fue un mozo de cuadra, achaparrado e inmundo, de aspecto facineroso: su delgadez, su pelo, su aire endomingado excitaron a aquel bestia. La miraba con el gesto de bull-dog. Le daba él horror, aunque también la envanecía. ¡Y el primer hombre por quien ella se interesó, un criado, guapo y rubio, se rió de ella, y le puso el apodo de Yesca Seca! No volvió a fijarse más en los hombres, despechada, desconfiando de sí misma. Sofocó los impulsos de su naturaleza; eran llamaradas, flatos. Pasaban. Pero la secaron más aún, y la falta de aquel gran consuelo agravó la miseria de su vida.

Un día tuvo, por fin, una gran ilusión. Entró a servir a doña Virginia Lemos, una viuda rica, tía de Jorge, muy enferma, con un catarro de vejiga. La tía Victoria, la alcahueta, la previno.

—Tú cuida a la vieja, dale gusto, que ella lo que quiere es una enfermera que la aguante. Es rica, muy desprendida, ¡capaz de dejarte una cantidad que te permita ser independiente!

Y durante un año, Juliana, roída por la ambición, fue la enfermera de la vieja. ¡Qué cuidados, qué mimos los suyos!

Virginia era muy regañona; la idea de morir la enfurecía; cuanto más regañaba, con su voz gutural, más servicial se mostraba Juliana. La vieja se enterneció al fin; la alababa ante las personas que venían a verla; la llamaba su providencia. Y se la tenía muy recomendada a Jorge.

—¡No hay otra! ¡No hay otra! —exclamaba.

—¡Ya la pescaste! —decíala la tía Victoria—. Te deja tus mil duritos, por lo menos.

¡Mil duros! Juliana, de noche, mientras la vieja gemía en su antiguo lecho de palo santo, veía los mil duros a la mortecina claridad de la lamparilla, reluciendo las monedas en montones de oro inagotable y prodigioso. ¿Qué haría con el dinero? Y, a la cabecera de la enferma, con una manta sobre los hombros y los ojos muy abiertos y fijos, forjaba sus planes. ¡Pondría una tienda de mercería! ¡Se le aparecían en un relámpago cegador otras dichas! ¡Mil duros eran una dote, se podría casar y tener un hombre!

Se habían acabado las fatigas. ¡Iba a comer, por fin, su comida! ¡A mandar, por fin, a su criada! ¡A su criada! Veíase ya llamándola, diciéndole con altivez: «¡Haga esto; limpie, márchese!». De la alegría, le daban contracciones en el estómago. Aunque ella sería una buena ama. ¡Pero tenían que andar muy derechas! ¡A una criada no le toleraría ni descuidos ni contestaciones! E impulsada por aquellas figuraciones, arrastraba sin ruido las zapatillas por la alcoba, hablando sola. «¡No, no toleraría descuidos! ¡Mantenerlas bien, eso sí; porque quien trabaja necesita alimentar el cuerpo! Pero ella se lo cobraría. ¡Ah sí!, ¡tendrían que andar muy derechas!…». La vieja tuvo entonces un gemido más doloroso.

«¡Y ahora —pensó ella—, muérete!».

Y su mirada ávida fue en seguida hacia el cajón de la cómoda, donde estaría seguramente el dinero, los papeles. Pero ¡no! La vieja quería beber o volverse…

—¿Cómo se encuentra? —preguntaba Juliana, con voz afligida.

—Mejor, Juliana, mejor —murmuraba. Creía siempre estar mejor.

—¡Pues ha estado la señora muy inquieta! —decía Juliana, irritada con el alivio.

—No —suspiraba—. ¡He dormido bien!

—No era dormir… ¡La he oído quejarse! ¡Ha estado quejándose toda la noche!

¡Quería discutir con ella! ¡Convencerla de que estaba peor! ¡Convencerse ella misma de que aquel alivio era efímero, de que la vieja iba a morir en seguida! Y todas las mañanas acompañaba al doctor Pinto hasta la puerta, con los brazos cruzados y la cara muy triste.

—En fin, señor doctor, ¿no hay esperanza?

—¡Le quedan días!

Quería saber cuántos: ¿Dos? ¿Cinco?

—Sí, Juliana —decía el viejo, poniéndose sus guantes negros—; unos días: siete, ocho…

—¡Ocho días!

¡Y como se acercaba la felicidad, había echado ya el ojo a tres pares de botas en el escaparate de Manuel Lourenço!

La vieja murió, al fin. ¡Ni siquiera la mencionaba en su testamento!

Tuvo fiebre. Jorge, agradecido por sus cuidados a la tía Virginia, la llevó a una cama de pago en el hospital, y prometió tomarla de doncella. La que tenían, una Emilia muy bonita, iba a casarse.

Cuando salió del hospital para servir en casa de Jorge empezaba a quejarse más del corazón. Venía desilusionada de todo; sentía a veces deseos de morirse. Se oían sus ayes todo el día por la casa. Luisa la encontraba fúnebre.

Quiso despedirla al cabo de dos semanas. Jorge no lo consintió. Dijo que estaba en deuda con ella. Pero Luisa no podía ocultar su antipatía, y Juliana comenzó a odiarla; le puso, además, un apodo: ¡la Jeremías! Después, a las pocas semanas, vio llegar a los tapiceros. ¡Renovaban el moblaje de la sala! La tía Virginia había dejado unos miles de duros a Jorge, ¡y ella, ella, que durante un año fue su enfermera humilde, como un perro, y fija como una sombra, aguantando paciente, en pago a tal comportamiento, había tenido que ir al hospital, con una fiebre producida por las vigilias y las fatigas! Se creyó, en el fondo, robada. Comenzó a odiar aquella casa. Tenía para ello muchas razones, a su entender: dormía en un cuchitril sofocante; en la comida no le daban vino ni postre; el servicio de planchado era penoso; Jorge y Luisa se bañaban a diario, y era un gran trabajo llenar y vaciar todas las mañanas la gran bañera. Encontraba absurda aquella manía de chapuzarse todos los días del año. ¡Llevaba sirviendo veinte años y no había visto nunca una extravagancia igual! «La única ventaja —decía ella a la tía Victoria— era que no había niños». ¡Tenía horror a las criaturas! Además de eso, encontraba que el barrio era sano, y como tenía a la cocinera «metida en un puño», ¿verdad?, contaba con aquel regalo de los calditos, de algún plato mejor de cuando en cuando. Por eso seguía allí; ¡si no, aquello no habría sido para ella!

Entre tanto, hacía su trabajo, nadie tenía nada que decirle. ¡Y, como era natural, con el ojo siempre avizor y el oído siempre alerta! Y como había perdido la esperanza de establecerse, no se sujetaba ya al rigor del ahorro. Por eso se iba consolando con algunas botellas de cuando en cuando. Y satisfacía su vicio, calzar coquetamente. El pie era su orgullo, su manía, su derroche. Lo tenía bonito y pequeño.

—¡Como pocos! —decía—. ¡No hay otro en el Paseo!

Y se lo oprimía, usaba vestidos cortos, lo lucía mucho. Su gran alegría era ir los domingos al Paseo, y allí, arremangándose el borde del vestido, resguardada la cara bajo la sombrilla de seda, ¡pasar la tarde entera, entre la polvareda y el calor, inmóvil, feliz, mostrando y luciendo su pie!