Capítulo II

Los domingos por la noche había en casa de Jorge una pequeña reunión, una charla, en la sala, alrededor del viejo candelabro de porcelana rosa. Acudían solamente los íntimos. El Ingeniero, como decían en la calle, vivía muy metido en su rincón, sin visitas. Se tomaba allí el té y se charlaba. Una tertulia un poco a lo estudiante. Luisa hacía crochet y Jorge fumaba su cachimba.

El primero en llegar era Julián Zuzarte, un pariente muy lejano de Jorge, condiscípulo suyo en los primeros años de la Politécnica. Era un hombre seco y nervioso, con gafas azules y un pelo largo, que le caía sobre el cuello. Desempeñaba el cargo de cirujano en la Escuela. Muy inteligente, estudiaba con desesperación, pero, como él decía, era un gafe. ¡A los treinta años, pobre, con deudas, sin clientela, empezaba a sentirse harto de su cuarto piso en la Baixa, de sus comidas de dos pesetas, de su paleto raído, y, ahogado por su vida mezquina, veía a los otros, a los mediocres, a los frívolos, huronear, subir, asentarse cómodamente en la prosperidad! «Falta de chance», decía. Podía haber aceptado un destino consistorial en una ciudad de provincia y tener, con toda seguridad, una casa suya, su criada en una quinta. Pero sentía un orgullo tenaz, mucha fe en sus facultades, en su ciencia, y no quería ir a enterrarse en un poblado adormecido y lúgubre, con tres callejas donde hozasen los cerdos. Cualquier provincia le aterraba: veíase allí oscurecido, jugando a las cartas en las reuniones, muriéndose de caquexia. Por eso «no daba un paso», y esperaba, con la tenacidad del plebeyo ambicioso, una clientela rica, una cátedra en la Escuela, un cupé para hacer las visitas, una mujer rubia con buena dote. Tenía la certeza de su derecho a tales felicidades, y como éstas tardaban en llegar, íbase volviendo amargo y despechado: estaba enojado con la vida; cada día se prolongaban más sus silencios hostiles, mordiéndose las uñas, y, en sus mejores momentos, no cesaba de proferir frases secas, párrafos agrios, en que su voz desagradable sonaba cortante y helada.

Luisa no le quería; encontrábale un aire nordeste, detestaba su tono pedagógico, los negros reflejos de sus anteojos, sus pantalones cortos, que dejaban ver el elástico roto de las botas. Pero disimulaba, le sonreía, porque Jorge le admiraba y decía siempre de él: «¡Tiene mucho talento! ¡Es un gran hombre!».

Como llegaba más temprano, pasaba al comedor y tomaba allí su taza de café, y lanzaba siempre una mirada de soslayo hacia la plata del aparador y hacia las flamantes toilettes de Luisa. Aquel pariente, un mediocre, que vivía confortablemente, bien casado, con la carne satisfecha, estimado en el ministerio, con unos cuantos miles de duros en papel, le parecía una injusticia y le pesaba como una humillación. Pero fingía estimarlo; iba siempre por las noches, los domingos; ocultaba entonces sus preocupaciones, charlaba, decía agudezas, pasando a cada momento los dedos por sus cabellos largos, duros y llenos de caspa.

A las nueve, generalmente, entraba doña Felicidad de Noroña. Venía desde la puerta con los brazos extendidos y su ancha sonrisa a flor de boca. Tenía cincuenta años, era muy gruesa, y como padecía de dispepsia y de flatos, no podía ponerse a aquellas horas el corsé y sus formas se expandían libremente. Notábanse ya algunas hebras blancas en sus cabellos, ligeramente rizados; pero su cara era tersa y redonda, llena de una blancura blanda y descolorida de monja; en sus ojos salientes, con la piel arrugada ya alrededor, brillaban unas pupilas negras y húmedas, muy inquietas, y en las comisuras de los labios los vellos del bozo parecían trazos leves y arqueados hechos con una pluma muy fina. Había sido la amiga íntima de la madre de Luisa y tomó la costumbre de venir a ver a la pequeña los domingos. Era noble, de los Noroñas de Redondela, bien emparentada en Lisboa, un poco devota y un mucho de la Encarnación.

Apenas entraba, al dejar un beso ruidoso en la cara de Luisa, le preguntaba bajo, con inquietud:

—¿Vendrá?

—¿El consejero? Sí.

Luisa lo sabía con seguridad. Porque el consejero, el consejero Acacio, no venía nunca a los tés de doña Luisa, como él decía, sin haber ido la víspera al ministerio de Obras Públicas en busca de Jorge, a decirle con gravedad, encorvando levemente su alta estatura:

—Amigo Jorge, mañana iré a pedir a su buena esposa mi taza de té.

Y añadía, por regla general:

—¿Adelantan sus valiosos trabajos? ¡Enhorabuena! Si ve al ministro, preséntele mis respetos. ¡Mis respetos a su soberbio talento!

Y salía pisando con solemnidad las galerías enlosadas.

Hacía cinco años que doña Felicidad le amaba. En casa de Jorge se reían un poco de aquella pasión. Luisa decía: «¡Vaya, es una manía de ella!». La veían gorda y colorada, y no sospechaban que aquel sentimiento concentrado, exacerbado semanalmente, abrasándose en silencio, la iba minando como una enfermedad y desmoralizándola como un vicio. Todos sus ardores se habían truncado hasta entonces. Amó a un oficial de lanceros, que falleció, y del que sólo conservaba un daguerrotipo. Después se enamoró ocultamente de un joven panadero de la vecindad, y vio cómo se casaba con otra. Se entregó por entero a un perro, Bolillo; una criada despedida le dio, para vengarse, corcho cocido, y Bolillo reventó. Y lo tenía ahora disecado en el comedor. La persona del consejero vino de repente un día a prender fuego a aquellos deseos, amontonados como antiguos combustibles. Acacio se convirtió en su manía; admiraba su figura y su seriedad, abría mucho los ojos ante su elocuencia, encontraba que tenía una «bonita posición». ¡El consejero era su ambición y su vicio! Poseía él, sobre todo, una belleza cuya contemplación detenida la aturdía como un vino fuerte: la calva. Experimentó siempre el gusto perverso de ciertas mujeres por la calva de los hombres. Y aquel apetito insatisfecho se inflamó con la edad. Cuando se ponía a mirar la calva del consejero, brillante bajo las luces, un ávido sudor humedecía su espalda, sus ojos centelleaban ¡y sentía unos deseos absurdos, ansiosos, de poner encima sus manos, de palparla, de sentir su forma, de amasarla, de saturarse de ella! Pero disimulaba, se ponía a hablar alto con una sonrisa embobada, se abanicaba convulsivamente y le goteaba el sudor por las carnosas roscas del cuello. Se retiraba a su casa a rezar, imponíase penitencias de muchas salves a la Virgen; pero apenas terminaba sus oraciones, comenzaba a palpitar su temperamento. Y la buena, la pobre doña Felicidad, tenía entonces pesadillas lascivas y melancolías de histerismo senil. La indiferencia del consejero la irritaba aún más: ¡ni una mirada, ni un suspiro, ni una revelación amorosa le conmovían! Era con ella glacial y cortés. Habíanse quedado algunas veces solos, aparte, en el hueco propicio de un balcón, en el aislamiento mal alumbrado de un rincón del sofá pero apenas hacía ella una demostración sentimental, él se levantaba bruscamente y se alejaba, severo y púdico. Un día creyó ella notar que, a través de sus gafas ahumadas, el consejero dirigía de soslayo una mirada estimadora a la abundancia de su seno; pareciéndola clara e impaciente, rebosante de pasión, le dijo ella quedamente: «¡Acacio!…». Pero el consejero la dejó helada con un gesto y, ya en pie, pronunció con gravedad:

—Señora,

Las nieves que en la frente se acumulan acaban por helar el corazón…

»—¡Es inútil, señora mía!

El martirio de doña Felicidad era muy oculto, muy disimulado, nadie lo conocía; sabían las desventuras del sentimiento, pero ignoraban las torturas del deseo. Y un día Luisa se quedó atónita al ver que doña Felicidad la cogía de la muñeca con mano sudorosa y le decía bajito, con los ojos clavados en el consejero.

—¡Qué joya de hombre!

Hablaban aquella noche del Alentejo, de Évora y de sus riquezas, de la capilla de los huesos, cuando entró el consejero, con su paleto al brazo. Fue a doblarlo cuidadosamente sobre una silla de un rincón, y con su paso aplomado y solemne vino a estrechar las dos manos de Luisa, diciéndole con voz sonora, profunda:

—¿Sigue siendo perfecta esa salud, mi señora doña Luisa? Ya me lo dijo nuestro Jorge. ¡Enhorabuena! ¡Enhorabuena!

Era alto, delgado, iba vestido todo de negro, con el cuello oprimido por una tirilla recta. El rostro, afilado en la barbilla, se ensanchaba gradualmente hasta la calva, amplia y tersa, un poco aplastada en la parte alta; se teñía el pelo que de una oreja a otra le formaba un collar en la nuca, y aquel negro reluciente daba, por contraste, más brillo a la calva; pero no se teñía el bigote: lo tenía canoso, tupido, caído en las comisuras de la boca. Era muy pálido no se quitaba nunca las gafas oscuras. Tenía un hoyuelo en la barbilla y las orejas grandes y muy despegadas del cráneo.

Había sido, en otro tiempo, director general del ministerio de la Gobernación, y siempre que decía: «¡El rey!» se levantaba un poco en la silla. Sus gestos eran comedidos, hasta cuando tomaba rapé. No empleaba nunca palabras vulgares; no decía vomitar, sino que, haciendo un gesto expresivo, empleaba el verbo devolver. Decía siempre «nuestro Garrett o nuestro Herculano».[30] Prodigaba las citas. Era autor. Y sin familia, viviendo en un tercer piso de la calle del Ferregial, amancebado con la criada, se dedicaba a la Economía Política: había escrito los Elementos genéricos de la ciencia de la riqueza y su distribución, según los mejores autores y como subtítulo: ¡Lecturas para veladas! Acababa de publicar unos meses antes la Relación de todos los ministros de Estado, desde el gran marqués de Pombal hasta nuestros días, con datos cuidadosamente investigados de sus nacimientos y óbitos.

—¿No ha estado usted ya en el Alentejo, consejero? —le preguntó Luisa.

—¡Nunca, señora! —y se inclinó—. ¡Nunca! ¡Y lo siento! Siempre he deseado ir allí, porque me han dicho que guarda curiosidades de primer orden.

Aspiró una toma de su cajita dorada delicadamente, y añadió con solemnidad:

—¡Es, por lo demás, una provincia de gran riqueza porcuna!

—Jorge averiguará cuál es el sueldo fijo asignado a la plaza consistorial de Évora —dijo Julián desde el rincón del sofá.

El consejero intervino, siempre bien informado, con la caja entre los dedos:

—Deben de ser unas seis mil pesetas, señor Zuzarte, y manos libres. Tengo mis notas tomadas. ¿Por qué quiere usted marcharse de Lisboa, señor Zuzarte?

—¡Tal vez!…

Todos lo desaprobaron.

—¡Ah, Lisboa siempre es Lisboa! —suspiró doña Felicidad.

—¡Ciudad de mármol y de granito, según la frase sublime de nuestro gran historiador! —dijo solemnemente el consejero.

Y aspiró la toma, con los dedos abiertos en abanico, finos y bien cuidados.

Dona Felicidad dijo entonces:

—¡Quien no sería capaz de dejar Lisboa, ni de la mano de Dios Padre, es el consejero!

Y éste, volviéndose pausado hacia ella, un poco inclinado, replicó:

—¡He nacido en Lisboa, doña Felicidad; soy lisboeta de corazón!

—El consejero —recordó Jorge— ha nacido en la calle de San José.

—En el número setenta y cinco, amigo Jorge. ¡En la casa contigua a esa en que vivió, hasta casarse, mi muy querido Gerardo, mi pobre Gerardo!

Gerardo, su pobre Gerardo, era el padre de Jorge. Acacio había sido su íntimo. Fueron vecinos. Acacio tocaba entonces el violín, y como Gerardo tocaba la flauta, hacían dúos e incluso ambos pertenecían a la Filarmónica de la calle de San José. Después, cuando Acacio ingresó en las oficinas del Estado, por escrúpulo y por dignidad, dejó el violín, los sentimientos tiernos y las alegres veladas de la Filarmónica. Se consagró por entero a la estadística, aun permaneciendo muy leal a Gerardo. Y luego continuó dispensando aquella amistad solícita a Jorge; fue padrino de su boda, venía a verle todos los domingos y el día de su cumpleaños le mandaba puntualmente, con una carta de felicitación, una lamprea con huevos.

—Aquí he nacido —repitió, desdoblando su fino pañuelo de seda de la India—, y aquí pienso morir.

Y se sonó discretamente.

—¡Eso está todavía muy lejos, consejero!

Y él con grave melancolía:

—No me da miedo ella, amigo Jorge. Hasta he hecho ya construir, sin vacilación, en el Alto de San Juan, mi última morada. Modesta, pero decente. Está a la entrada, en la calle de la derecha, en un lugar abrigado, junto a la cabaña de los Verdaderos Amigos.

—¿Y ha compuesto usted ya su epitafio, señor consejero? —preguntó Julián, irónico.

—No lo quiero, señor Zuzarte. No quiero elogios en mi sepultara. Si mis amigos, mis compatriotas, juzgan que he prestado algunos servicios, existen otros medios para celebrarlos. ¡Ahí están la Prensa, la necrología, la poesía incluso! Por mi deseo, sólo quisiera que figurase sobre la lápida lisa, en letras negras, mi nombre, con mi cargo de consejero; y las fechas de mi nacimiento y de mi muerte.

Y con un tono pausado y reflexivo:

—No me opongo, sin embargo, a que graben debajo, en letras pequeñas: ¡Orad por él!

Hubo un silencio conmovido, y una voz fina dijo en la puerta:

—¿Dan ustedes permiso?

—¡Oh Ernestito!… —exclamó Jorge.

Con un paso menudo y rápido, se acercó Ernestito a abrazarlo por la cintura:

—He sabido que te marchabas, primo Jorge… ¿Cómo estás, prima Luisa?

Era un primo de Jorge. Pequeñito, linfático, sus miembros delgados, casi infantiles, le daban un aspecto débil, de colegial; el fino bigote, untado de cosmético, se enderezaba en las comisuras en unas guías afiladas como agujas, y en su cara chupada, los ojos hinchados se apagaban con una mirada lánguida. Usaba zapatos de charol, con grandes lazos de cinta; sobre el chaleco blanco la cadena del reloj sostenía un medallón enorme de oro, con frutos y flores esmaltados en relieve. Vivía con una comiquilla del Gimnasio, flaca, pálida, de pelo muy rizado y aspecto de tísica. Escribía para el teatro. Tenía hechas traducciones, dos obras en un acto, originales, y una comedia de retruécanos. Últimamente ensayaban en las Variedades una obra suya considerable, un drama en cinco actos, titulado Honor y pasión. Era su estreno más serio. Desde entonces se le veía siempre muy atareado, con los bolsillos repletos de manuscritos, siempre en compañía de empresarios y actores, prodigando cafés y coñacs, con el sombrero ladeado, pálido y diciendo a todos: «¡Esta vida me mata!». Escribía, sin embargo, con una pasión entrañable por el arte, pues estaba empleado en la Aduana con un buen sueldo y tenía, además, una bonita renta de sus valores. El arte mismo, decía, le obligaba a gastar. ¡Para el acto del baile en Honor y pasión mandó hacer, a su costa, unas botas de charol para el galán y otras iguales para el padre noble! Se apellidaba Ledesma.

Le hicieron sitio. Luisa notó en seguida, apartando su bordado, que estaba abatido. Se quejó él, entonces, de sus fatigas: los ensayos le destrozaban, tenía disputas con el empresario, ¡el día anterior se había visto obligado a repetir todo el final de un acto! ¡Todo!

—¡Y esto —añadió, muy excitado— porque es un presuntuoso, un imbécil! ¡Quiere que tenga lugar ese acto en un salón en vez de pasar en un abismo!

—¿En un qué? —preguntó, sorprendida, doña Felicidad.

El consejero explicó, muy cortés:

—En un abismo, doña Felicidad, en un despeñadero. También se dice correctamente un vórtice —y soltó la siguiente cita—: Al espumeante vórtice se arroja…

—¿En un abismo? —le preguntaron—. ¿Por qué?

El consejero quiso conocer aquel episodio. Ernestito, radiante, bosquejó ampliamente el enredo:

—Es una mujer casada. En Cintra se ha encontrado con un hombre fatal, el conde de Monte Redondo. El marido, arruinado, debe cien mil pesetas, perdidas en el juego. Está deshonrado, van a encarcelarle. La mujer, loca, corre hacia un castillo medio en ruinas, en donde vive el conde; deja caer su velo y le cuenta la catástrofe.

»El conde se echa su capa sobre los hombros, parte y llega en el momento en que los esbirros van a llevarse al desdichado. ¡Es una escena muy emocionante —proseguía—, de noche, a la luz de la luna! El conde se desemboza, arroja una bolsa de oro a los pies de los esbirros y les grita: «¡Saciaos, buitres!…».

—¡Bello final! —murmuró el consejero.

—En fin —añadió Ernesto, resumiendo—, hay un enredo complicado: el conde de Monte Redondo y la dama se aman; el marido lo descubre, arroja todo aquel oro a los pies del conde y mata a la esposa.

—¿De qué modo? —preguntaron.

—La lleva hacia el abismo. Es en el quinto acto. El conde lo ve, corre y se precipita también. El marido se cruza de brazos y lanza una carcajada infernal. ¡Así he imaginado la cosa!

Y se calló, jadeante. Abanicándose con el pañuelo, paseó alrededor sus ojos lánguidos, plateados como los de un pez muerto.

—¡Es una obra vibrante donde chocan grandes pasiones! —dijo el consejero, pasándose las manos por la calva—. Mi enhorabuena, señor Ledesma.

—Pero ¿qué quiere el empresario? —preguntó Julián, que escuchaba, en pie, atónito—. ¿Qué quiere? ¿Quiere situar el abismo en un primer piso, amueblado a la moda?

Ernestito se volvió muy afectuoso:

—No, señor Zuzarte —y a su vez tenía un tono cordial—: quiere que el desenlace tenga lugar en un salón.

»De modo que yo —hacía un gesto resignado—, por ser condescendiente, he tenido que escribir otro final. Me pasé la noche en claro. ¡He tomado tres tazas de café!…

El consejero intervino con la mano extendida:

—¡Cuidado, señor Ledesma, cuidado! ¡Hay que tener prudencia con esos excitantes! ¡Prudencia, por Dios!

—A mí no me hace daño, señor consejero —dijo, sonriendo—. ¡Lo escribí en tres horas! Vengo ahora de enseñárselo. Hasta creo que lo tengo aquí…

—¡Léalo usted, don Ernesto, léalo! —exclamó con viveza doña Felicidad.

¡Que lo leyese! ¡Que lo leyese! ¿Por qué no lo leía?

¡Era una pesadez!… ¡Un borrador!… En fin, ya que insistían… Y, radiante, desdobló, en medio del silencio, un gran pliego de papel azul, rayado.

—Les pido perdón. Esto es un borrador. La cosa no está con todas sus letras —y pronunció con voz teatral: «Ágata…». Es la mujer. Se trata de la escena con el marido, quien lo sabe ya todo…

AGATA.—(Cayendo de rodillas a los pies de Julio). ¡Sí, mátame! ¡Mátame, por piedad! Antes la muerte que ver, con tales desprecios, mi corazón desgarrado fibra a fibra.

JULIO.—¿Y no me desgarraste tú también el mío? ¿Tuviste piedad? No. ¡Lo has hecho pedazos! ¡Dios mío! Yo que la creía pura, en esas horas en que arrebatados…

Se alzó la cortina. Oyóse un fino tintineo de tazas. Era Juliana, de cofia y delantal blancos, con el té.

—¡Qué pena! —exclamó Luisa—. Debe usted seguir leyendo después del té; sí, después del té.

Ernesto dobló el papel y, mirando de soslayo, rencoroso, a Juliana:

—¡No merece la pena, prima Luisa!

—¡Vamos! ¡Es preciso! —afirmó doña Felicidad.

Juliana colocaba sobre la mesa el plato de las tostadas, los bizcochos de Oeiras, los pasteles de coco.

—Aquí tiene su té flojo, consejero —dijo Luisa—. Sírvase usted, don Julián. ¡Las tostadas a don Julián! ¿Más azúcar? ¿Quién lo quiere? ¿Una tostada, consejero?

—Tengo suficiente, mi querida señora —replicó él, inclinándose.

Y declaró, vuelto hacia Ernestito, que encontraba el diálogo soberbio. Pero alguien preguntó: «¿Qué más quería ahora el empresario?… Ya tenía lo del salón…».

Ernestito, en pie, excitado, con un pastel de crema en la punta de los dedos, explicó:

—Lo que el empresario quiere es que el marido la perdone…

Se quedaron aterrados:

—¡Vamos! ¡Es extraordinario! ¿Y por qué?

—¡Ya ven! —exclamó Ernestito, encogiéndose de hombros—. Dice que al público no le gusta. Que no son cosas para nuestro país…

—A decir verdad —intervino el consejero—, a decir verdad, señor Ledesma, a nuestro público no le agradan, generalmente, las escenas sangrientas.

—Pero ¡si no hay sangre, señor consejero! —protestó Ernestito, poniéndose de puntillas—. ¡Si no hay sangre! ¡Muere de un tiro! ¡De un tiro por la espalda, señor consejero!

Luisa chistó a doña Felicidad y, en un aparte, con una sonrisa:

—Tome usted de estos de crema. Son muy recientes.

Y ella respondió con voz quejumbrosa:

—¡Ay, hija mía, no!

Y señaló hacia su estómago, compungida. Entre tanto, el consejero aconsejaba a Ernestito clemencia; habíale puesto la mano en el hombro paternalmente, y con una voz persuasiva:

—Dé más alegría a su obra, señor Ledesma ¡El espectador saldrá más aliviado! ¡Deje usted que salga aliviado!

—¿Otro pastelito, consejero?

—No puedo más, mi querida señora.

E invocó, entonces, la opinión de Jorge. ¿No creía que el bueno de Ernesto debía perdonar?

—¿Yo, consejero? De ningún modo. Soy partidario de la muerte. ¡Y exijo que la mates, Ernestito!

Doña Felicidad intervino, muy bondadosa:

—Déjele hablar, señor Ledesma. ¡Eso es una broma! ¡Usted, que tiene un corazón de ángel!

—Está usted equivocada, doña Felicidad —dijo Jorge, en pie, delante de ella—. ¡Hablo en serio y soy una fiera! Si ha engañado a su marido, debe morir. ¡En el abismo, en la calle, en el salón, pero debe matarla! ¿Voy yo a consentir que, en un caso como este, un primo mío, una persona de mi familia, de mi misma sangre, conceda el perdón como un bragazas? ¡No! ¡Que la mate! Es un principio familiar. ¡Mátala cuanto antes!

—Aquí tiene usted un lápiz, señor Ledesma —gritó Julián, dándole un lapicero.

El consejero, entonces, intervino con gravedad:

—No —dijo—, no creo que nuestro Jorge hable en serio. Es muy culto para tener ideas tan…

Titubeó, buscando un adjetivo. Juliana se le puso delante con una bandeja, en la cual un mono de plata se agachaba cómicamente bajo un amplio quitasol erizado de palillos. Cogió uno, se inclinó y terminó así:

—… tan anticivilizadas.

—Pues se equivoca usted, consejero, las tengo —afirmó Jorge—. Ésas son mis ideas. Y vea usted, si en lugar de tratarse de un final de acto fuera un caso de la vida real, si Ernesto viniese a decirme: «¿Sabes? He encontrado a mi mujer…».

—¡Oh Jorge! —protestaron.

—… Bueno, es una suposición; si viniese a decírmelo, le contestaría lo mismo. Les doy mi palabra de honor de que le respondería lo mismo: «¡Mátala!».

Volvieron a protestar. Le llamaron tigre, Otelo, Barba Azul. Él se reía, llenando muy tranquilo su pipa. Luisa bordaba, callada; la luz de la lámpara, tamizada por la pantalla, daba a su pelo tonos de un rubio cálido, resbalaba sobre su blanca cabeza como sobre un marfil muy pulimentado.

—¿Qué dices tú a eso? —preguntó doña Felicidad.

Ella levantó la cara, risueña, y se encogió de hombros… Y, entonces, dijo el consejero:

—Doña Luisa dice con orgullo lo que dicen las verdaderas madres de familia:

La impureza del mundo no roza

ni el borde de mi túnica siquiera.

—Y ahora, muy buenas noches —dijo desde la puerta, una voz gruesa.

Se volvieron todos.

¡Era Sebastián! ¡Don Sebastián! ¡Sebastianillo!

Era él, en efecto; Sebastián, el gran Sebastián, Sebastianillo, el tronco de árbol, el íntimo, el camarada, el inseparable de Jorge desde el latín, en el aula de fray Liborio, en los Paúles.

Era un hombre bajo y grueso, vestido todo de negro, con un sombrero blando, de ala caída, en la mano. Empezaban a escasear sus cabellos castaños y finos en las entradas de su frente. Tenía la piel muy blanca y la barba rubia y corta.

Fue a sentarse al lado de Luisa.

—¿De dónde viene usted, de dónde?

Venía del Price. Se había reído mucho con los payasos. Hicieron la broma de la pipa. Su rostro, a plena luz, tenía una expresión honrada, sencilla, franca: los ojillos azules claros, de una seria suavidad, se dulcificaban mucho cuando sonreían, y sus labios rojos, húmedos, los dientes brillantes, revelaban una vida saludable, unas costumbres honestas. Hablaba despacio, bajo, como si tuviera miedo a descubrirse o a cansar a sus oyentes. Juliana le trajo su taza de té, y removiendo el azúcar con la cucharilla, tiesa, riendo aún sus ojos, con una sonrisa de bondad:

—¡Lo de la pipa tiene mucha gracia! ¡Mucha!

Sorbió un trago de té y después de un momento:

—Y tú, bribón, ¿te vas entonces mañana? ¿No siente usted tentaciones de irse fuera con él, mi querida amiga?

Luisa sonrió. ¡Ya lo creo! ¡Quién pudiera! Pero ¡era un viaje tan incómodo! ¡Y, además, no podía quedarse sola la casa, no podía confiarse en la servidumbre…!

—Claro, claro… —dijo él.

Jorge abrió entonces la puerta del despacho y le llamó:

—Sebastián, ¿haces el favor?

Fue hacia allí con su pesado andar y sus anchas espaldas encorvadas: los faldones de su levita mal cortada tenían una largura eclesiástica. Entraron en el despacho.

Era una pieza pequeña, con una librería alta y acristalada, encima de la cual había una estatuita de yeso, vieja y empolvada, que representaba una bacante en pleno delirio. La mesa, con un antiguo tintero de plata que había sido de su abuelo, estaba junto al balcón; una colección apilada de la Gaceta del Gobierno blanqueaba en un rincón; sobre el sillón de cuero oscuro colgaba, en un marquito negro, una gran fotografía de Jorge y encima de ella brillaban dos espadas cruzadas. Al fondo, una puerta forrada de tapiz rojo se abría sobre el rellano.

—¿Sabes quién ha estado aquí esta tarde? —dijo Jorge, encendiendo su pipa—. ¡La desvergonzada de Leopoldina! ¿Qué te parece, eh?

—¿Y ha pasado? —preguntó Sebastián, en voz baja, corriendo el pesado tapiz de tela listada.

—¡Pasó, se sentó y estuvo aquí, sin prisa! ¡Hizo lo que quiso! ¡Leopoldina, la Pan y Queso!

Y tirando el fósforo violentamente:

—¡Cuando pienso que esa desvergonzada viene a mi casa! ¡Una criatura que tiene más amantes que camisas, que es la comidilla de Dafundo, que se paseaba este año por los bailes, de dominó, con un tenor! ¡La mujer del Zagalón, un juerguista que falsificó una letra!

Y casi al oído de Sebastián:

—¡Una mujer que se ha acostado con Mendoza, el de los callos! ¡Ese puerco de Mendoza, el de los callos!

Hizo un gesto furioso y exclamó:

—¡Viene aquí, se sienta en mis sillas, abraza a mi mujer, respira este aire!… ¡Palabra de honor, Sebastián, si la pillo —buscó mentalmente, con ojos encendidos, un castigo suficiente—, le doy unos azotes!

Sebastián dijo despacio:

—Lo peor es la vecindad…

—¡Claro! —exclamó Jorge—. ¡Toda la gente de la calle sabe quién es! ¡Conocen sus amantes, sus lugares de cita! ¡Es la Pan y Queso! ¡Todo el mundo conoce a la Pan y Queso!

—Mala vecindad… —dijo Sebastián—. ¡Para echarse a temblar!

Pero ¿qué? Estaba acostumbrado a la casa, era suya, la había arreglado, le costó barata…

—¡Porque si no —agregó— no paraba aquí un día más!

¡La calle era un horror! ¡Pequeña, estrecha, estaban amontonados unos sobre otros! ¡Una vecindad de gentuza, ávida de chismes! Cualquier bagatela, el rodar de un coche, ¡y aparecían detrás de cada cristal un par de ojos saltones, espiando! Y había luego abajo una agitación de lenguas, conciliábulos, opiniones formadas; que si fulano es un indecente, que si mengana es una borracha…

—¡Es un horror! —dijo Sebastián.

—Luisa es un ángel, la pobre —dijo Jorge, paseándose por la habitación—, ¡pero tiene cosas de criatura! No ve el mal. Es muy buena, se deja ablandar. Mira este caso de Leopoldina, por ejemplo: se criaron juntas; de pequeñas, eran íntimas y no tiene ahora valor para echarla. Es por timidez, por bondad ¡Se comprende! ¡Pero, en fin, las leyes de la vida tienen sus exigencias!…

Y después de una pausa:

—¡Por eso, Sebastián, mientras esté yo fuera, si te consta que Leopoldina viene por aquí, avisa a Luisa! Porque ella es así, se olvida, no reflexiona. Es necesario alguien que la advierta, que le diga: «¡Alto ahí; eso no puede ser!». ¡Y entonces vuelve en sí y es la primera en sentirlo! Ven por aquí, la acompañas, haces música, y si ves que aparece Leopoldina, le dices en el acto: «¡Cuidado, señora; eso no!». Porque ella, sintiéndose apoyada, tiene decisión. Si no, se acobarda y se deja llevar. Sufre con eso, pero no tiene valor para decirle: «¡No te quiero ver; márchate!». No tiene valor para nada; empiezan a temblarle las manos, a secársele la boca… ¡Es mujer, muy mujer!… ¿No te olvidarás, eh, Sebastián?

—¿Cómo voy a olvidarme, hombre?

Oyeron entonces el piano en la sala, y la voz de Luisa elevarse, fresca y clara, cantando la Mandolinata:

Amici, la notte é bella,

la luna va spontari…

—¡Se queda tan sola, la pobre!… —dijo Jorge.

Dio unos pasos por el despacho, fumando, con la cabeza baja:

—¡Toda pareja bien organizada, Sebastián, debería tener dos hijos! ¡Uno, por lo menos!…

Sebastián se rascó la barba en silencio, y la voz de Luisa, elevándose con cierto esfuerzo áspero, en los agudos de la melodía, declamó:

Di cá, di la, per la cita.

¡Era la tristeza secreta de Jorge no tener un hijo! ¡Lo deseaba tanto! ¡Aun de soltero, en vísperas de su boda, soñaba ya con la felicidad de un hijo! Lo veía de muchas maneras: o gateando, con las piernecillas coloradas llenas de roscas y el pelo rizado, fino como hilo de seda; o hecho ya un muchacho fuerte, entrando del colegio con sus libros, alegre, vivos los ojos, viniendo a enseñarle las buenas notas del mes; o, mejor aún, una niña crecida, blanca y sonrosada, con un vestido claro, las trenzas colgantes, viniendo a acariciar sus cabellos ya grises…

¡Sentía a veces un gran miedo a morirse sin haber gozado aquella felicidad complementaria!

Ahora, en la sala, la voz aguda de Ernestito peroraba; después, Luisa repitió en el piano la Mandolinata con un brío jovial.

La puerta del despacho se abrió dando pasó a Julián:

—¿Qué están ustedes aquí conspirando? Voy a marcharme; es tarde ya. Hasta la vuelta, amigo mío, ¿eh? También yo iría contigo a tomar el aire, a respirar, a ver los campos, pero…

Y sonrió con amargura:

—Addio! Addio!

Jorge fue a alumbrarle hasta el descansillo, a abrazarle otra vez. Si quería algo del Alentejo…

Julián se encasquetó el sombrero:

—¡Dame otro puro de despedida! ¡Dame dos!

—¡Llévate la caja! Yo, cuando viajo, sólo fumo en pipa. ¡Llévate la caja, hombre!

Se la envolvió en un Diario de Noticias. Julián se la colocó debajo del brazo y, mientras descendía las escaleras:

—¡Cuidado con las palúdicas! ¡Y a ver si descubres una mina de oro!

Jorge y Sebastián entraron en la sala. Ernestito, recostado en el piano, se retorcía las guías del bigotito y Luisa atacaba un vals de Strauss, El Danubio azul.

Jorge dijo, riendo, con los brazos extendidos:

—¿Un vals, doña Felicidad?

Ella se volvió con una sonrisa. ¿Y por qué no? ¡De joven fue muy celebrada su habilidad! Citó después el vals que había bailado con don Fernando en tiempos de la Regencia, en el palacio de las Necesidades.[31] Era un bonito vals de aquella época: La perla de Ofir.

Estaba sentada al lado del consejero en el sofá. Y como reanudando un diálogo muy grato, continuó bajo, hacia él, con voz tierna:

—Pues le encuentro a usted unos colores magníficos.

El consejero doblaba pausadamente su pañuelo de seda de la India.

—Con tiempo apacible estoy siempre mejor. ¿Y usted, doña Felicidad?

—¡Ay! ¡Soy otra persona, consejero! ¡Muy buenas digestiones, libre de gases!… ¡Soy otra!

—¡Dios lo quiera, señora, Dios lo quiera! —dijo el consejero, restregándose lentamente las manos.

Tosió, fue a levantarse, pero doña Felicidad le dijo:

—Espero que ese interés sea verdadero…

Se sonrojó. El corpiño flácido del vestido de seda negra se le henchía con el jadeo del pecho. El consejero volvió a sentarse lentamente en el sofá y con las manos en las rodillas:

—Doña Felicidad, ya sabe que tiene en mí un amigo sincero…

Ella alzó hacia él sus ojos lánguidos, de los que brotaban confesiones pasionales y súplicas de felicidad:

—¡Lo mismo le digo, consejero!

Exhaló un gran suspiro y se tapó el rostro con el abanico. El consejero se levantó secamente. Y con la cabeza erguida y las manos en la espalda, fue hacia el piano y preguntó a Luisa, inclinándose:

—¿Es alguna canción del Tirol, doña Luisa?

—Es un vals de Strauss —le apuntó Ernestito, de puntillas, al oído.

—¡Ah, muy famoso! ¡Gran autor!

Sacó entonces el reloj. Era ya hora, dijo, de irse a ordenar algunas notas. Se acercó a Jorge y dijo con solemnidad:

—¡Jorge, mi buen Jorge, adiós! ¡Cuidado con ese Alentejo! ¡El clima es nocivo y la estación traidora!

Y le estrechó en sus brazos con una presión conmovida.

Doña Felicidad se ponía su mantilla de encaje negro.

—¿Ya, doña Felicidad? —dijo Luisa.

Ella le explicó al oído:

—Ya, sí, hija; me he dado un atracón, comí alubias y estoy llena… ¡Y este hombre, este hielo! ¿Viene usted hacia mi barrio, don Ernesto?

—¡Como un rayo, señora!

Se había puesto su paleto de alpaca clara, y chupaba, con las facciones tirantes, de su boquilla enorme, donde una Venus se retorcía sobre el lomo de un león manso.

—Adiós, primo Jorge; salud y dinero, ¿eh? ¡Adiós! Cuando estrene Honor y pasión, ya le mandaré un palco a la prima Luisa. ¡Adiós! ¡Salud!

Iban a salir. Pero el consejero, ya en la puerta, se volvió repentinamente, y con los faldones del paleto echados hacia atrás, la mano apoyada pomposamente en el puño de plata de su bastón que representaba una cabeza de moro dijo, con gravedad:

—¡Me olvidaba, Jorge! ¡Tanto en Évora como en Beja, visite usted a los gobernadores civiles! Le diré por qué: ¡se trata de los primeros funcionarios de la provincia y pueden serle de gran utilidad en sus peregrinaciones científicas!

E inclinándose profundamente:

Al rivedere, como dicen en Italia, ¿no?

* * *

Sebastián se quedó. Para airear la habitación llena de humo de tabaco, Luisa fue a abrir los balcones; la noche era calurosa y quieta, con luna.

Sebastián se sentó al piano y, con la cabeza inclinada, recorrió despacio el teclado.

Tocaba admirablemente, con una comprensión finísima de la música. En otro tiempo había compuesto incluso una Meditación, dos valses y una balada; pero eran estudios muy trabajados, llenos de reminiscencias, sin estilo. «No me sale nada de la cabeza —solía decir con jovialidad, moviendo la cabeza y sonriendo—; ¡pero de los dedos!…».

Se puso a interpretar un Nocturno, de Chopin. Jorge habíase sentado en el sofá, al lado de Luisa.

—¡Ya tienes preparado tu paquetito!… —le dijo ella.

—Me basta con unas galletas, hija. Lo que quiero es la cantimplora con coñac.

—No te olvides de ponerme un telegrama en cuanto llegues.

—No temas.

—¿Volverás entonces dentro de quince días?

—Seguramente…

Ella hizo un gesto enfurruñado.

—¡Ah, bueno! ¡Si no vienes, voy a buscarte!

Y, mirando a su alrededor:

—¡Qué sola me voy a quedar!

Se mordió los labios, mirando fijamente la alfombra. Y de repente, con la voz entristecida aún:

—¡Eh, Sebastián! La Malagueña, ¿haces el favor?

Sebastián empezó a tocar la Malagueña. Aquella melodía, cálida, muy lenta, le encantaba. Parecíale estar en Málaga o en Granada, no sabía bien; era bajo los naranjos; centelleaban mil estrellitas; la noche era calurosa y el aire olía bien; al pie de un farol colgado de una rama, un cantador, sentado en un banquillo morisco, hacía gemir la guitarra; a su alrededor, las mujeres, con sus corpiños de terciopelo rojo, batían palmas en cadencia, y, a lo lejos dormitaba una Andalucía de novela o de zarzuela, cálida y sensual, en donde todo eran brazos blancos, que se abrían al amor; capas románticas, que rozaban las paredes; sombrías callejas, donde la luz de la hornacina del santo estaba encendida y vibraba la guitarra; serenos que invocaban a la Virgen Santísima cantando las horas…

—¡Muy bien, Sebastián! ¡Gracias!

Él sonrió y, levantándose, cerró con cuidado el piano y fue en busca de su sombrero de ala caída:

—Entonces, ¿mañana, a las siete? Estaré allí; te voy a acompañar hasta el Barreiro.

¡Qué bueno era Sebastián! Fueron a asomarse al balcón, para verlo salir. La noche tenía un hondo silencio, de una melancolía apacible; el gas de los faroles parecía moribundo; la sombra, que se recortaba en la calle con brusca nitidez, tenía un tono suave y cálido; la luz ponía en las fachadas, blancas, vivas claridades, y en las piedras de la calle, reflejos cristalinos; relucía, lejana, una claraboya, como una vieja lámina de plata; nada se movía. E instintivamente los ojos se alzaban hacia lo alto, buscando la blanca y quieta luz.

—¡Qué hermosa noche!

Sonó la puerta y Sebastián dijo, desde abajo, en la sombra:

—Dan ganas de pasear, ¿eh?

—¡Muy hermosa!

Se quedaron perezosamente en el balcón, mirando, sin moverse, aquella quietud bajo la luz. Se pusieron a hablar en voz baja del viaje. ¿Dónde estaría él mañana a aquella hora? Ya en Évora en un cuarto de hotel paseando monótonamente por un suelo de ladrillos. Pero volvería pronto; esperaba hacer un buen negocio con Paco, el español de las minas de Portel; traerse quizá algunos miles de pesetas. Y gozarían entonces la dulzura del mes de septiembre; podrían hacer un viaje al Norte, ir a Bussaco, escalar las alturas, beber el agua fresca de los manantiales, bajo la espesura húmeda de los follajes; irían a Espinho, a sentarse en la arena de las playas, a respirar el buen aire, lleno de nitrógeno; contemplando el amplio mar, de un azul metálico y reluciente; el mar de verano, con alguna humareda de buque que navegase hacia el Sur, muy empequeñecido, a lo lejos. Hicieron otros proyectos, con los hombros muy juntos; una intensa felicidad los henchía deliciosamente. Y Jorge dijo:

—¡Si tuviéramos un chiquillo, ya no te quedarías tan sola!

Luisa suspiró. ¡También ella lo deseaba con toda su alma! Se llamaría Carlos Eduardo. Y le veía ya, durmiendo en su cuna o en su regazo, desnudo, agarrándose con la manita el dedo del pie, mamando la punta sonrosada de su pecho… Un escalofrío de infinito deleite le recorrió el cuerpo. Pasó el brazo por la cintura de Jorge. ¡Ya llegaría ese día, en que tendrían seguramente un hijo! Y no podía imaginar a su hijo hombre ni a Jorge viejo; los veía a los dos del mismo modo; al uno, siempre amante, joven, fuerte; al otro, siempre colgado de su pecho, dependiendo de su mamá o gateando y parloteando, rubio y sonrosado. Y la vida se le aparecía infinita, de una dulzura igual, atravesada por la misma ternura amorosa, cálida, tranquila y luminosa, como la noche que los cubría.

—¿A qué hora quiere la señora que venga a despertarla? —dijo la voz seca de Juliana.

Luisa se volvió:

—¡A las siete; ya se lo he dicho hace poco, criatura!

Cerraron el balcón. Una mariposa blanca revoloteaba alrededor de las velas. ¡Era de buena suerte!

Jorge la cogió de los brazos.

—Voy a estar sin mi maridito, ¿eh? —dijo ella, tristemente.

Dejó pesar su cuerpo sobre las manos cruzadas de él, le miró con una larga mirada, que se empañaba y se oscurecía y, abrazándose a su cuello, con un gesto lento, armonioso y solemne, dejó en la boca de él un beso grave y profundo. Un lento sollozo hinchó su pecho.

—¡Jorge! ¡Querido! —murmuró.