Capítulo I

Habían dado las once en el reloj de cuco del comedor. Jorge cerró el libro de Luis Figuier que estaba hojeando despacio, tumbado en la vieja poltrona voltaire de tafilete oscuro; se desperezó y, bostezando, dijo:

—¿No vas a vestirte, Luisa?

—En seguida.

Permanecía ella sentada ante la mesa leyendo el Diario de Noticias, en su bata de mañana, negra, bordada en soutache, con grandes botones de nácar; su pelo rubio, un poco revuelto por el calor del almohadón, se rizaba, recogido en lo alto de la cabeza, pequeña, de lindo contorno; su piel tenía la blancura tierna y lechosa de las rubias; apoyada de codos sobre la mesa, se acariciaba la oreja, y, en el movimiento suave y pausado de sus dedos, dos sortijas de rubíes menudos centelleaban bermejas.

Acababan de desayunar.

La habitación, esterada, con su techo de madera pintado de blanco y su papel claro de un verde rameado, resplandecía alegremente. Era un domingo de julio; hacía mucho calor; los dos balcones estaban cerrados, pero sentíase afuera rebrillar el sol en los cristales socarrando la piedra del balcón; flotaba allí el silencio recogido y soñoliento de una mañana de misa; una vaga cansera empezaba, trayendo deseos de siesta o de blandas sombras bajo las arboledas, en el campo, junto al agua; en las dos jaulas, entre las cortinas de cretona azulada, dormitaban los canarios; las moscas posábanse en el fondo de las tazas, sobre el azúcar mal derretido, y su zumbido monótono se cernía sobre la mesa y henchía toda la estancia con un rumor adormecido.

Jorge lió un cigarrillo y, muy reposado, muy fresco, con su camisa de indiana sin cuello, su chaqueta de franela azul desabrochada y la mirada en el techo, se puso a pensar en su viaje al Alentejo. Era ingeniero de minas, y al día siguiente debía marchar hacia Beja, a Évora, y más hacia el Sur, a Santo Domingo; aquel viaje en pleno julio le contrariaba como una interrupción, le apenaba como una injusticia. ¡Qué molestia en un verano como aquél! ¡Ir días y días sacudido por el trote de un caballo de alquiler por aquellos descampados del Alentejo, que no acaban nunca, cubiertos de rastrojos oscuros, sofocados por un sol empañado, bajo el cual zumban los moscardones! ¡Dormir en los encinares o en cuartos que huelen a ladrillo recocido, oyendo alrededor, en la oscuridad de la noche tórrida, gruñir las piaras de cerdos! ¡Sentir cómo penetra en todo momento el vaho cálido de las tierras calcinadas! ¡Y solo, además!

Hasta entonces había estado en el Ministerio, en comisión. Era la primera vez que se separaba de Luisa, y perdíase ya en nostalgias de aquel comedorcito, que él mismo ayudó a empapelar de nuevo, en vísperas de su boda, y en el cual, después de los goces nocturnos, sus desayunos se prolongaban en tan suaves ocios.

Y alisando su barba corta y fina, muy rizada, sus ojos se iban deteniendo, con ternura, en aquellos muebles íntimos, que eran de tiempos de su madre: el viejo aparador acristalado, con la plata muy limpia, que resplandecía decorativamente; el viejo cuadro al óleo, tan querido, que había visto desde niño, y donde se percibían apenas en un fondo desvanecido los tonos cobrizos de la panza de una cacerola y el rosa mortecino de un manojo de rábanos. Enfrente, en otra pared, estaba el retrato de su padre, vestido a la moda de 1830, con su cara redonda, los ojos brillantes y la boca sensual; sobre su casaca abotonada resplandecía la encomienda de Nuestra Señora de la Concepción. Había sido un antiguo empleado del Ministerio de Hacienda, muy divertido, gran tocador de flauta. Jorge no lo conoció, pero su madre afirmaba «que a aquel retrato no le faltaba más que hablar». Había él vivido siempre en aquella casa con su madre. Se llamaba ésta Isaura; era una señora alta, de nariz afilada, muy aprensiva; bebía en las comidas agua caliente, y un día, al volver de la adoración perpetua de la Gracia, murió de repente, sin un ¡ay!

Físicamente, Jorge no se pareció nunca a ella. Fue siempre robusto, de costumbres viriles. Tenía los dientes admirables de su padre, sus recios hombros. De su madre había heredado la placidez, el genio pacífico. Cuando era estudiante en la Politécnica se recogía a las ocho, encendía su lámpara y abría sus libros. No frecuentaba cafés ni se acostaba tarde. Sólo dos veces por semana, con regularidad, iba a visitar a una muchachita modista, Eufrasia, que vivía en el Borratem, y los días en que el amigo de ésta, un brasileño, salía a jugar al boston al club, recibía ella a Jorge con gran cautela y palabras muy exaltadas; era una expósita, y su cuerpecillo fino y delgado exhalaba siempre el olor húmedo de una leve fiebre. Jorge la encontraba novelesca, y la censuraba. Él nunca había sido sentimental: sus condiscípulos, que leían a Alfredo de Musset, suspiraban, deseando haber amado a Margarita Gautier, y le llamaban prosaico, burgués; Jorge se reía; no le faltaba un botón en sus camisas, iba muy rizado, admiraba a Luis Figuier, a Bastiat y a Castillo,[28] le horrorizaban las deudas y sentíase feliz.

Sin embargo, cuando murió su madre empezó a encontrarse solo. Era en invierno, y su cuarto, situado en la parte trasera de la casa, al Mediodía, un poco desmantelado, aguantaba las ráfagas del viento con su prolongación de tristes aullidos; de noche, sobre todo, cuando estaba inclinado sobre el libro, con los pies envueltos en la alfombrilla, le invadían lánguidas melancolías; estiraba los brazos con el pecho henchido de deseo. ¡Hubiese querido enlazar un talle fino y mórbido, oír en la casa el frufrú de un vestido! Decidió casarse. Conoció a Luisa un verano, de noche, en el Paseo. Se apasionó por su pelo, rubio, su manera de andar, sus bellos ojos negros, muy grandes. Al invierno siguiente terminó el asunto y se casó. Sebastián, su íntimo amigo, el bueno de Sebastianillo, le dijo con un grave movimiento de cabeza, restregándose lentamente las manos:

—¡Se ha casado inseguro, un poco al buen tuntún!

Pero Luisa, Luisita, resultó una buena ama de casa; tenía detalles muy simpáticos en sus arreglos; era aseada, alegre como un pájaro y, como un pájaro, amiga del nido y de las caricias del macho; aquel delicado ser rubio y cariñoso vino a dar a su casa un verdadero encanto.

—¡Es un angelito lleno de dignidad! —decía entonces Sebastián, el bueno de Sebastián, con su voz profunda de bajo.

Llevaban tres años casados. ¡Qué bien resultó todo! Él mejoró incluso; se encontraba más inteligente, más alegre… Y recordando aquella existencia fácil y grata, arrojaba el humo de su habano, con las piernas cruzadas, ensanchaba su alma, ¡sintiéndose tan feliz en la vida como en su chaqueta de franela!

—¡Ah! —exclamó Luisa de repente, mirando asombrada hacia el periódico, sonriendo.

—¿Qué es?

—¡El primo Basilio que llega!

Y leyó a continuación, en voz alta:

«Uno de estos días llegará a Lisboa, procedente de Burdeos, don Basilio de Brito, muy conocido en nuestra sociedad. El señor Brito, que, como se sabe, había marchado al Brasil, donde, según dicen, ha rehecho su fortuna con un honrado esfuerzo, está recorriendo Europa desde comienzos del pasado año. Su regreso a la capital representa un verdadero júbilo para sus amigos, tan numerosos».

—¡Y que lo son! —dijo Luisa, muy convencida.

—¡Le quiero, al pobre! —replicó Jorge fumando y ahuecándose la barba con la palma de la mano—. ¿Y ha hecho fortuna, eh?

—Así parece.

Repasó los anuncios, bebió un sorbo de té, se levantó y fue a abrir uno de los balcones.

—¡Oh, Jorge, qué calor hace fuera, Santo Dios! —y parpadeó ante la irradiación de la luz cruda y blanca.

El comedor, en la parte trasera de la casa, daba sobre un solar cercado por una valla baja, lleno de altas hierbas y de una vegetación silvestre; aquí y allá, en aquel verdor requemado por el verano, brillaban anchas piedras, bajo el sol perpendicular, y una vieja higuera salvaje, aislada en medio del terreno, extendía su abultado follaje inmóvil, que, en la blancura de la luz, tenía los tonos oscuros del bronce. Más allá se veían las partes traseras de otras casas, con balcones, ropas secándose en cuerdas, muros blancos de jardines, árboles flacos. Una vaga polvareda empañaba y adensaba el aire luminoso.

—¡Se caen los pájaros! —dijo ella, cerrando la ventana—. ¡Mira que tú por el Alentejo, ahora!

Fue a recostarse en el sillón de Jorge y le pasó lentamente la mano sobre el pelo negro y rizado. Jorge la miró, entristecido ya ante la separación. Los dos primeros botones de la bata de ella estaban desabrochados y se veía el arranque del pecho, de una blancura muy suave, y un trocito de la camisa; Jorge los abrochó muy castamente.

—¿Y mis cuellos duros? —dijo.

—Deben de estar preparados.

Para comprobarlo, llamó a Juliana. Hubo un rumor dominguero de enaguas almidonadas. Entró Juliana, arreglándose nerviosamente el collar y el broche. Debía de tener cuarenta años y era muy flaca. Sus facciones, menudas, secas, tenían la palidez de tonos empañados de las enfermas del corazón. Los ojos, grandes, hundidos, giraban con inquietud y curiosidad, inyectados de sangre, entre unos párpados ribeteados siempre de rojo. Llevaba una cofia de seda imitando unas trenzas que le hacía la cabeza enorme. Tenía un tic en las aletas de la nariz. Y el vestido aplastado sobre el pecho, de falda estrecha, hinchado por las enaguas almidonadas, dejaba asomar un pie pequeño, bonito, muy ceñido en las botas de paño, con punteras de charol.

—Los cuellos duros no están listos —dijo con una voz muy lisboeta— porque no he tenido tiempo de meterlos en almidón.

—¡Yo que se lo recomendé tanto, Juliana! —dijo Luisa—. Bueno está. ¡A ver cómo se arregla usted! Los cuellos tienen que estar esta noche en la maleta.

Y apenas salió ella:

—¡Estoy tomándole odio a esta mujer, Jorge!

Hacía dos meses que servía en la casa y no se había podido acostumbrar a su fealdad, a sus gestos, a la manera aflautada de pronunciar ciertas palabras arrastrando un poco las erres, al ruido de sus tacones, que tenían chapas de metal. Los domingos, la cofia, el presuntuoso pie, los guantes de piel negra, le ponían los nervios de punta.

—¡Qué antipática!

Jorge se reía:

—¡Pobre, si es una infeliz! ¡Y plancha admirablemente!

¡En el Ministerio contemplaban asustados sus pecheras!

Julián decía bien: ¡No están planchadas, sino esmaltadas! No es simpática, no; pero es limpia y prudente…

Y levantándose, con las manos en los bolsillos de sus anchos pantalones de franela:

—En fin, hija mía, acuérdate de cómo se portó durante la enfermedad de la tía Virginia… ¡Fue un ángel para ella! —y repitió con solemnidad—: ¡De día y de noche, fue un ángel para ella! ¡Estamos en deuda con Juliana, hija mía!

Y empezó a liar un cigarrillo con la cara muy seria.

Luisa, callada, alzaba con la puntita de su chinela el borde de la bata y, examinándose fijamente las uñas, con el ceño un poco fruncido, dijo:

—Pero, en fin, si me es antipática, no me importa; puedo despedirla cuando quiera.

Jorge se detuvo y, rascando una cerilla en la suela de su zapato:

—Si yo lo consiento, rica… ¡Es una cuestión de gratitud para mí!

Se quedaron callados. El cuco dio las doce del día.

—Bueno, me voy a mis cosas —dijo Jorge. Y, acercándose a ella, le cogió la cabeza con las manos—: ¡Viborilla! —murmuró, mirándola muy tiernamente.

Ella rió. Alzó hacia él sus magníficos ojos castaños, suaves y luminosos. Jorge se enterneció, dejándole sobre los párpados dos besos ruidosos. Y pellizcándole los labios con cariño:

—¿Quieres algo de la calle, amor mío?

Que no volviese muy tarde. Iba él en coche a dejar unas tarjetas, en un vuelo…

Y salió, feliz, cantando con su hermosa voz de barítono:

Dios del oro,

dueño del mundo,

la la ra, la ra.

Luisa se desperezó. ¡Qué lata tener que ir a vestirse! ¡Le gustaría estar en una bañera de mármol rosado, dentro del agua tibia y perfumada, adormeciéndose! ¡O en una hamaca de seda, con los balcones cerrados, meciéndose a los sones de una música! Soltó la minúscula chinela; estuvo contemplando amorosamente su piececito, blanco como la leche, con venas azules, pensando en una infinidad de naderías: en unas medias de seda que quería comprarse, en el paquete con vituallas que prepararía a Jorge para el viaje, en tres servilletas que le había perdido la lavandera.

Volvió a desperezarse. Y saltando sobre la punta del pie descalzo, fue a buscar al aparador, detrás de un tarro de compota, un libro un poco manoseado; vino a echarse en el sillón, casi tumbada, y, con el gesto acariciador y amoroso de los dedos sobre la oreja, empezó a leer, muy interesada.

Era La Dama de las Camelias. Leía muchas novelas, estaba suscrita mensualmente a una biblioteca circulante, en la Baixa. De soltera, a los dieciocho años, la entusiasmaban Walter Scott y Escocia; habría deseado entonces vivir en uno de aquellos castillos escoceses que tenían sobre las ojivas los blasones del Clan, amueblados con arcones góticos y trofeos de armas, tendidos de anchos tapices, en los que están bordadas leyendas heroicas que el viento del lago agita y hace vivir; y amó a Ervándalo, a Morton y a Ivanhoe, tiernos y graves, que llevaban en el gorro la pluma de águila sostenida por el cardo escocés de esmeraldas y diamantes. Pero ahora le cautivaba lo moderno. París, sus muebles, sus romanticismos. Reíase de los trovadores y la exaltaba el señor de Camors, e imaginaba a los hombres ideales con corbata blanca en los salones de baile con una mirada magnética devorados por la pasión, profiriendo frases sublimes. Hacía una semana que se interesaba por Margarita Gautier; su desventurado amor le causaba una melancolía brumosa; la veía alta y delgada, con su largo chal de casimir y los negros ojos henchidos ávidamente por la pasión y los ardores de las tísicas; encontraba en los nombres mismos del libro —Julia Duprat, Armando, Prudencia— el sabor poético de unas vidas intensamente amorosas, y todos aquellos destinos se agitaban como con una música triste, entre cenas, noches delirantes, apuros de dinero y días melancólicos en el fondo de un cupé, cuando por las avenidas del bosque, bajo un cielo pardo y elegante, caían silenciosamente las primeras nieves.

—¡Hasta luego, Zizí! —gritó Jorge desde el pasillo, al salir.

—¡Oye!

Se acercó él con el bastón debajo del brazo, abrochándose los guantes.

—No vuelvas muy tarde, ¿eh? Escucha, tráeme unos pasteles de Baltresqui para doña Felicidad. Oye: si pasas por cerca de madame Françoise, que me mande el sombrero. Escucha…

—¿Qué más, Dios mío?

—¡Nada! Era por si veías al librero, que me enviase más novelas… Pero ¡estará cerrado!

Acabó las páginas de La Dama de las Camelias con dos lágrimas temblándole en los párpados. Y tumbada en el sillón, con el libro caído sobre el regazo, arreglándose la cutícula de las uñas, se puso a cantar bajito, con ternura, el aria final de La Traviata.

Addio, del passato…

Recordó de repente la noticia del diario, la llegada del primo Basilio…

Una vaga sonrisa dilató sus labios rojos y carnosos. ¡Había sido el primo Basilio su primer amorío! ¡Tenía ella entonces dieciocho años! Nadie lo supo, ni Jorge, ni Sebastián…

Por lo demás, aquello fue una niñería; ella misma se reía algunas veces recordando las tiernas tonterías de entonces, ciertas lágrimas exageradas. Lo recordaba muy bien: alto, delgado, con aire aristocrático, el bigotito negro retorcido, la mirada atrevida y aquel gesto de meterse las manos en los bolsillos del pantalón haciendo tintinear el dinero y las llaves. Aquello empezó en Cintra, durante unas grandes partidas de billar, muy alegres, en la quinta del tío Juan de Brito, en Collares. Basilio acababa de llegar por entonces de Inglaterra; venía muy chic, usaba corbatas rojas ceñidas por un anillo de oro, trajes de franela blanca y asustaba a Cintra. Era en el salón de abajo, que tenía un aspecto vetusto y noble; una gran puerta acristalada se abría al jardín, sobre tres escalones de piedra. En torno al surtidor había unos granados, cuyas flores escarlatas arrancaba él. El follaje verde oscuro y brillante de los arbustos de camelias formaba callejuelas sombrías; rebrillaban jirones de sol y temblaban en el agua del estanque. Dos tórtolas, en una jaula de mimbre, se arrullaban dulcemente, y en el silencio campestre de la quinta el ruido seco de las bolas de billar tenía un tono aristocrático.

Vinieron después todos los episodios clásicos de los amores lisboetas pasados en Cintra: los paseos en Sitiaes al claro de luna, despaciosos, por el césped pálido, con largos descansos silenciosos en la Peña de la Nostalgia, viendo el Valle, las arenas a lo lejos, llenas de una luz melancólica, idealizada y blanca; las siestas calurosas, a la sombra de la Peña Verde, oyendo el rumor fresco y goteante de las aguas que fluyen de piedra en piedra; las tardes en la llanura de Collares, remando en una vieja lancha por el agua oscura, bajo la sombra de los fresnos, ¡y qué risas cuando encallaban en las altas hierbas y su sombrero de paja quedaba prendido en las ramas bajas de los chopos!

¡Siempre habíale sido Cintra muy querida! ¡Entrar en las arboledas sombrías y rumorosas de Ramalhao le producía una sensación de felicidad!

Tanto ella como el primo Basilio tenían allí una gran libertad. Su madre, la pobre, tan flemática, con su reuma, egoísta, los dejaba, sonreía y dormitaba. Basilio, rico entonces, la llamaba tía Jojó y le traía cajitas de dulces…

Llegó el invierno y aquel amor fue a cobijarse en la antañona sala empapelada en color sangre de toro de la calle de la Magdalena. ¡Qué buenas veladas aquéllas! Su madre roncaba bajito, con las piernas envueltas en una manta y el volumen de la Biblioteca de las Damas caído sobre el regazo ¡Y ellos, muy juntos y muy dichosos, en el sofá! ¡El sofá! ¡Cuántos recuerdos! Era estrecho y bajo, forrado de casimir claro, con una tira en el centro bordada por ella: unos pensamientos amarillos y rojos sobre fondo negro.

Un día llegó el final. Juan de Brito, que formaba parte de la razón social Bastos y Brito, se declaró en quiebra. La casa de Almada y la quinta de Collares fueron vendidas.

Basilio era pobre y marchó al Brasil. ¡Qué nostalgias! Pasó ella los primeros días sollozando quedamente, con la fotografía de él en las manos. Vinieron entonces los sobresaltos por las esperadas cartas, los recados impacientes a las oficinas de la Compañía cuando tardaban los buques…

Pasó un año. Una mañana, después de un prolongado silencio de Basilio, recibió ella desde Bahía una larga carta, que empezaba así: «Lo he pensado mucho y creo que debemos considerar nuestro cariño como una chiquillada…».

Se desmayó al leerlo. Basilio fingía un gran dolor en dos carillas llenas de explicaciones: seguía siendo pobre; tendría que luchar mucho antes de lograr reunir algo para los dos; el clima era horrible, no la quería sacrificar a ella, pobre ángel; la llamaba «paloma mía», y firmaba con su nombre completo, sobre una rúbrica complicada.

Vivió entristecida durante unos meses. Era en invierno, y sentada ante la ventana desde detrás de los cristales, con su bordado de lana, juzgábase desilusionada, pensaba en el convento, siguiendo con mirada melancólica los paraguas goteantes que pasaban bajo la cortina de lluvia, o sentándose al piano, al anochecer, cantaba con Soares de Passos:

¡Ay! Adiós, acabaron los días

que dichoso a tu lado viví…

o el final de La Traviata, o el fado de Vimioso, tan triste, que él la enseñó.

Pero entonces se agravó el catarro de su madre; vinieron los sustos, las noches en vela. En la convalecencia fueron a Bellas; intimó allí mucho con las Cardosas, dos hermanas flacas, nerviosas y enfermizas, pegadas siempre la una a la otra, con un pasito rápido y seco, como una pareja de galgas. ¡Lo que se reían, Jesús! ¡Lo que hablaban de los hombres! Un teniente de artillería se enamoró de ella. Era bizco y le envió unos versos titulados Al Lirio de Bellas.

En la ladera de la colina

crece el lirio virginal…

Fue aquella una temporada muy alegre, llena de consuelos. Cuando volvieron, en invierno, había ella engordado y tenía buenos colores. Y un día, al encontrar en un cajón una fotografía que le había mandado Basilio, al principio, con pantalón blanco y panamá, exclamó, encogiéndose de hombros:

—¡Lo que yo he penado por este hombre! ¡Qué estupidez!

Habían transcurrido tres años de aquello cuando conoció a Jorge. Al principio no le agradó. No le gustaban los hombres barbudos; después notó que aquella barba era fina, corta, muy suave seguramente; empezó a admirar sus ojos, su juventud. Y sin amarle, sentía junto a él como una debilidad, una dependencia y una dejadez, un deseo de adormecerse recostada sobre su hombro y de permanecer así largos años, cómodamente, sin temor a nada. Qué sensación cuando él le dijo: «¡Vamos a casarnos, eh!». ¡Vio de pronto el rostro barbudo con sus ojos relucientes, sobre la misma almohada, junto a la suya! Se puso roja. Jorge habíale cogido una mano; sentía penetrarle el calor de aquella palma ancha, posesionarse de ella. Pronunció un sí y se quedó como alelada sintiendo bajo su vestido de lana henchirse suavemente sus senos. ¡Tenía novio, al fin! ¡Qué descanso, qué alegría para su mamá!

* * *

Se casaron a las ocho, en una mañana de niebla espesa. Fue necesario encender la luz para ponerle la corona y el velo de tul. Todo aquel día se le aparecía como nublado también, sin contornos, a la manera de un antiguo sueño, en el que resaltaba la cara abotargada y lívida del cura y el rostro horrendo de una vieja que extendía una mano ganchuda con una avidez colérica, empujando, abriéndose sitio, cuando, en la puerta de la iglesia, Jorge, conmovido, repartió dinero. Los zapatos de raso la apretaban. Sintió mareos de madrugada y hubo necesidad de hacerle té verde muy cargado. ¡Qué fatigosa la noche en aquella casa nueva, después de abrir los baúles! Cuando Jorge apagó la palmatoria con un soplo trémulo, unas eses luminosas rebrillaban y corrían ante sus ojos.

Pero era su marido, joven, fuerte, alegre; se dedicó a adorarle. Sentía una curiosidad constante por su persona y por sus cosas; enredaba en su pelo, en sus pistolas, en sus papeles. Miraba fijamente a los maridos de las demás, comparaba y sentíase orgullosa de él. Jorge la rodeaba de delicadezas de amante, se arrodillaba a sus pies, era muy mimoso. Y siempre de buen humor, con mucha gracia; pero en las cosas de su profesión o de su honor tenía severidades exageradas y ponía entonces en sus palabras y en sus modales una solemnidad enfurruñada. Una amiga de ella, novelesca, que veía dramas en todo, habíale dicho: «Es un hombre que te daría una puñalada». Ella, que no conocía aún el temperamento plácido de Jorge, lo creyó, y aquello mismo aumentó la exaltación de su amor hacia él. Era todo para ella, ¡su fuerza, su fin, su destino, su religión, su hombre! Se puso a pensar lo que habría sucedido de casarse ella con el primo Basilio. ¡Qué desgracia, eh! ¿Dónde estaría? Perdíase en suposiciones de otros destinos, que se desenvolvían como decoraciones de teatro. ¡Y se veía en el Brasil, entre cocoteros, mecida en una hamaca, rodeada de negritos, viendo revolotear los papagayos!

—Está ahí doña Leopoldina —vino a decirle Juliana.

Luisa se levantó, sorprendida:

¿Cómo? ¿Doña Leopoldina? ¿Por qué la dejó entrar?

Empezó a abrocharse de prisa la bata.

¡Jesús! ¡Si Jorge lo supiera! ¡Él le había dicho tantas veces «que no la quería ver en casa»! Pero ¡si estaba ya ahora en la sala la desgraciada!

—Bueno, dígale que ya voy.

Era su íntima amiga. Fueron vecinas, de solteras, en la calle de la Magdalena y estudiaron en el mismo colegio, en el Patriarcal, de Rita Pessoa, la coja. Leopoldina era la hija única del Vizconde de Quebraes, el libertino, el caquéctico, que había sido gentilhombre de don Miguel.[29] Hizo ella una boda desgraciada con un Juan de Noroña, empleado en la Aduana. La llamaban la Quebraes, y también Pan y Queso.

Era notorio que tenía amantes y vicios. Jorge la odiaba. Y habíale dicho muchas veces a Luisa: «¡Todo, menos esa Leopoldina!».

* * *

Leopoldina tenía entonces veintisiete años. No era alta, pero tenía fama de ser la mujer mejor formada de Lisboa. Llevaba siempre unas ropas muy ceñidas, con una precisión que acusaba y modelaba su cuerpo como una piel, con muy poco vuelo en la falda, que se arremangaba garbosamente. Decían de ella con los ojos en blanco: «¡Es una estatua, una Venus!». Tenía unos hombros de modelo, de una redondez prieta y esbelta; adivinábanse sus senos, aun a través del corpiño; el dibujo robusto y armonioso de aquellas dos bellas mitades de limón, la línea de las caderas firme y opulenta, ciertos escorzos vibrantes de cintura hacían volver tras ella las miradas encendidas de los hombres. La cara era un poco basta; las aletas de la nariz tenían una anchura carnosa. En la piel, muy tersa, de una morenez cálida y rosada, quedaban aún las huellas casi desvanecidas de unas antiguas viruelas. Su belleza residía en los ojos, de una negrura intensa, impregnados de fluido, muy gachones, con largas pestañas.

Luisa fue hacia ella con los brazos abiertos y se besaron mucho. Y Leopoldina, sentada en el sofá, enrollando despacio la seda clara de su sombrilla, empezó a lamentarse. Había estado malucha, muy mustia, con vahídos. El calor la mataba. ¿Y qué había sido de ella? La encontraba más gruesa. Como era un poco corta de vista, para asegurarse, guiñaba ligeramente los ojos, entreabriendo los labios gordezuelos, de un rojo caliente.

—¡La felicidad lo da todo, hasta buenos colores! —dijo, sonriendo.

Lo que la traía allí era preguntarle las señas de la francesa que le hacía los sombreros. ¡Y también el afán de verla, después de tanto tiempo sin comunicarse!

—¡No puedes imaginarte! ¡Qué calor! Vengo muerta.

Y se dejó caer sobre el almohadón del sofá, sofocada, con una sonrisa abierta, mostrando los dientes blancos y grandes.

Luisa le dio la dirección de la francesa, elogiándola: era barata y tenía buen gusto. Como la sala estaba en sombra, fue a entreabrir un poco las maderas del balcón. El forro de las sillas y las colgaduras eran de reps verde oscuro; el papel de la pared y la alfombra, con dibujos rameados, tenían el mismo tono; y en aquel decorado sombrío resaltaban mucho las gruesas molduras doradas de dos grabados (la Medea, de Delacroix, y el Mártir de Delaroche), las encuadernaciones rojas de los dos grandes volúmenes de Dante de Gustavo Doré, y, entre las ventanas, el óvalo de un espejo donde se reflejaba un napolitano de biscuit que bailaba la tarantela sobre la consola.

Encima del sofá colgaba el retrato al óleo de la madre de Jorge. Aparecía sentada, vestida ricamente de negro, muy tiesa en su corpiño ceñido y rígido; una de las manos, de una lividez mortal, reposaba sobre las rodillas, recargada de sortijas; la otra perdíase entre los encajes muy trabajados de una mantelería de raso; y aquel rostro largo y macilento, con unos grandes ojos, muy negros, resaltaba sobre una cortina roja tendida en pliegues profusamente quebrados, dejando ver a lo lejos cielos azulados y redondeces de arboledas.

—¿Y tu marido? —preguntó Luisa, viniendo a sentarse muy cerca de Leopoldina.

—Como siempre. Poco divertido —respondió, riendo. Y con un aire serio y la cabeza un poco inclinada—: ¿Sabes que acabé con Mendoza?

Luisa se sonrojó ligeramente:

—¿Sí?

Leopoldina le dio en seguida detalles. Era muy indiscreta, hablaba mucho de sí misma, de sus sensaciones, de su alcoba, de sus andanzas. Nunca había tenido secretos para Luisa, y en su necesidad de hacer confidencias, de gozar con la admiración de su amiga, ¡le describía sus amantes, las opiniones de estos, sus maneras de amar, sus tics, su ropa, con grandes exageraciones! Aquello resultaba siempre muy picaresco, cuchicheado al borde de un sofá, entre risitas; Luisa solía escuchar, muy interesada, un poco sonrojados los pómulos, admirada, saboreando aquello con un gestecillo beatífico. ¡Lo encontraba tan curioso!

—¡Esta vez sí que puedo decir realmente que me equivoqué, rica! —exclamó Leopoldina, alzando los ojos desoladamente.

Luisa se echó a reír:

—¡Tú te equivocas casi siempre!

¡Era cierto! ¡Infeliz de ella!

—¿Qué quieres? Me imagino cada vez que es una pasión y cada vez me resulta un chasco.

Y pinchando la alfombra con la punta de la sombrilla:

—Pero ¡algún día acertaré!

—A ver si aciertas —dijo Luisa—. ¡Ya es hora!

A veces, encontraba a Leopoldina «indecente» en su conciencia; pero tenía una debilidad por ella: siempre había admirado mucho la belleza de su cuerpo, que le inspiraba casi una atracción física. Además, la disculpaba. ¡Era tan desgraciada con su marido!… ¡La infeliz perseguía la pasión! Y aquella gran palabra, centelleante y misteriosa de la que se derrama la felicidad como de una taza rebosante, satisfacía a Luisa como una justificación suficiente, y le parecía casi una heroína; la miraba con espanto, como se contempla a los que regresan de algún viaje maravilloso y difícil, lleno de episodios excitantes. Únicamente no le agradaba cierto olor a tabaco mezclado con heno, que traía ella siempre en sus vestidos. Leopoldina fumaba.

—¿Y qué hizo Mendoza?

Leopoldina se encogió de hombros, con gesto aburrido.

—Me escribió una carta muy tonta, diciéndome que, a fin de cuentas, era mejor que terminase todo, porque no quería meterse en camisa de once varas. ¡Qué imbécil! Debo tenerla aquí.

Se buscó en el bolsillo del vestido. Sacó un pañuelo, una carterita, unas llaves, una polverita; pero no encontró más que un programa del Price. Habló entonces del circo. Una tabarra. Lo mejor era un muchacho que trabajaba en el trapecio. ¡Guapo chico, bien formado, una perfección!

Y de pronto:

—Entonces, ¿vuelve tu primo Basilio?

—Eso he leído hoy en el Diario de Noticias. ¡Me he quedado de una pieza!

—¡Ah! Otra cosa que quería preguntarte antes que se me olvide: ¿Con qué adornaste aquel vestido tuyo, azul, de cuadritos? Voy a encargarme uno así.

—Lo había adornado con azul también, un azul más oscuro. Ven dentro a verlo.

Entraron en el tocador. Luisa fue a abrir el balcón y el armario ropero. Era un cuartito muy fresco, con cretonas azul pálido. Había allí una alfombra barata de fondo blanco, con dibujos azulados. El tocador, alto, estaba entre las dos ventanas, bajo un dosel de grueso encaje, rebosante de frascos tallados. Entre las colgaduras, en veladores de patas de garra, plantas espesas, begonias y makoamas, desplegaban decorativamente su follaje, exuberante y fuerte, en macetas rojas de barro aporcelanado. Aquellos detalles domésticos recordaron seguramente a Leopoldina dichas tranquilas. Dijo despacio, mirando a su alrededor:

—Y tú siempre tan enamorada de tu marido, ¿eh? ¡Haces bien, hija, haces bien!

Fue al tocador a darse polvos en el cuello y en la cara.

—¡Haces bien! —repitió—. Pero ¡vete a enamorarte de un hombre como el mío!

Sentóse en la causeuse con un aire muy lánguido; inició las quejas acostumbradas contra su marido. ¡Era tan grosero, tan egoísta!

—¿Creerás que desde hace ya tiempo, si no estoy en casa a las cuatro, no me espera, se sienta a la mesa, come y me deja las sobras? Y luego, descuidado, sucio, escupiendo siempre en las alfombras… ¡Su alcoba, pues tenemos dos cuartos separados, como sabes, es una pocilga!

Luisa dijo con severidad:

—¡Qué horror! La culpa es tuya también.

—¡Mía! —se irguió, relucientes los ojos, más grandes, más negros—. ¡No faltaba más que tener que ocuparme del cuarto de ese hombre!

¡Ah! ¡Era muy desgraciada, era la mujer más desgraciada del mundo!

—¡Ni celos tiene el muy bruto!

Pero entró Juliana, tosió y, arreglándose todavía el collar y el broche, preguntó:

—¿Quiere entonces la señora que planche todos los cuellos?

—Todos, ya se lo he dicho. Tienen que estar esta noche en la maleta, antes de acostarse.

—¿Qué maleta? ¿Quién se va? —preguntó Leopoldina.

—Jorge. Va a las minas del Alentejo.

—Entonces, si te quedas sola, ¡podré venir a verte! ¡Qué bien!

Y se sentó junto a ella con una mirada que se hizo cariñosa.

—¡Tengo tanto que contar!… ¡Si tú supieras, hija!…

—¿El qué? ¿Otra pasión? —dijo Luisa riendo.

La cara de Leopoldina se puso seria.

No era cosa de risa. ¡Estaba harta de todo! ¡Por eso había venido! ¡Se sentía tan sola en su casa, tan nerviosa! «¡Iré a ver a Luisa, a hablar con ella un rato!», se dijo.

Y en voz más baja, casi solemne:

—¡Esta vez es en serio, Luisa! —y contó los detalles.

Era un muchacho alto, rubio, guapo. ¡Y qué talento el suyo!

—Es poeta —decía la palabra con fervor, prolongando el sonido de las sílabas—. ¡Es poeta!

Se desabrochó despacio dos botones del corpiño y sacó del pecho un papel doblado. Eran unos versos. Y muy pegada a Luisa, con las aletas de la nariz vibrantes por la delicia de la sensación, leyó en voz baja, con orgullo, teatralmente:

A TI

Faro de la Guía, 5 de junio.

Cuando a la hora del poniente sueño,

sobre las rocas donde ruge el mar…

Era una elegía. El joven narraba poéticamente sus largas contemplaciones en que la veía a ella, Leopoldina, «visión radiante que tan leve pisas», en las aguas dormidas, en las rojeces del ocaso, en la blancura de las espumas. Era una composición vanidosa, de un sentimentalismo basto, de un aire enfermizo, muy lisboeta, llena de versos ripiosos. Y al terminar, le decía que no era «en la suntuosidad de los salones» o en los «bailes febricitantes» donde le gustaba verla: era allí, entre aquellas peñas,

donde todos los días, al sol poniente,

veo adormecerse el mar gigante.

—Qué bonito, ¿eh?

Se quedaron calladas, con una leve emoción. Leopoldina, con ojos trastornados, repitió la fecha, amorosamente:

—¡Faro de la Guía, cinco de junio!

Pero el reloj del cuarto dio las cuatro. Leopoldina se levantó en seguida, azorada, y se guardó el poema en el pecho. ¡Tenía que marcharse ya! Hacíase tarde y si no el otro se sentaba a la mesa. Tenía lubina asada para comer. ¡Y el pescado frío era la cosa más insulsa!

—Adiós. Hasta pronto, ¿verdad? —ahora que Jorge se marchaba vendría a menudo—. Adiós. Entonces, ¿la francesa es en la calle del Ouro, encima del estanco?

Luisa la acompañó hasta el descansillo. Leopoldina, al final ya de la escalera, se detuvo y gritó:

—¿Sigues creyendo que debo adornar el vestido con azul, eh?

Luisa, de bruces sobre la barandilla, contestó:

—Yo lo hice así, es lo mejor…

—¡Adiós! ¿Calle del Ouro, encima del estanco?

—Sí. Calle del Ouro. Adiós —y con un gritito—: La puerta de la derecha, madame Françoise.

* * *

Jorge volvió a las cinco, y desde la puerta del cuarto, dejando el bastón en un rincón:

—Ya sé que has tenido visita.

Luisa se volvió un poco colorada. Estaba delante del tocador, peinada ya, con un vestido blanco de hilo guarnecido de encajes.

Era verdad, había venido Leopoldina. Juliana la dejó pasar… ¡Le contrarió mucho! Vino a pedirle las señas de la sombrerera francesa. Había estado diez minutos.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Juliana asegura que ha estado aquí toda la tarde.

—¡Toda la tarde, qué tontería! ¡Ha estado diez minutos, apenas!

Jorge se quitaba los guantes, callado. Se acercó a la ventana y se puso a sacudir las duras hojas de una begonia manchada de un rojo enfermizo con un reflejo plateado. Silbaba quedamente. Y parecía muy atareado en acariciar un botón de Amarilis cobijado entre su follaje reluciente, como un corazoncito asustado.

Luisa pasaba su medallón de oro por una larga cinta de terciopelo negro; le temblaban las manos y estaba muy arrebolada.

—El calor les sienta mal… —dijo.

Jorge no respondió. Silbó más fuerte, fue a la otra ventana, golpeó con los dedos en las hojas elásticas de una makoama de tonos verdes y sanguíneos y, ensanchando con impaciencia el cuello como un hombre sofocado:

—Óyeme: es preciso que dejes ya de recibir a esa mujer. ¡Es necesario acabar de una vez!

Luisa se puso escarlata.

—¡Lo digo por ti, por los vecinos y por la decencia!

—Pero si fue Juliana… —balbuceó Luisa.

—Dile otra vez que la despida. ¡Que estás fuera! ¡Que te has ido a la China! ¡Que te encuentras enferma!

Se interrumpió, y, después, con un tono desconsolado, abriendo los brazos:

—Rica mía, es que todo el mundo la conoce. ¡Es la Quebraes! ¡La Pan y Queso! ¡Es una vergüenza!

Le citó sus amantes, exasperado: ¡Carlos Viegas, el flaco, el de los bigotes caídos, que escribía comedias para el Gimnasio! ¡Santos Madeira, el picado de viruelas, con el pelo desgreñado! ¡Melchor Vadio, un borrachín blandengue, con su mirada de carnero degollado, fumando siempre en boquilla! ¡Pedro Cámara, el guapito! ¡Mendoza, el de los callos! Tutti quanti!

Y encogiéndose de hombros, desabrido:

—¡Como si yo no notase que ha estado aquí! ¡Sólo por el olor! ¡Este horrible olor a heno! Os habéis criado juntas, etcétera. Todo eso está muy bien. ¡Tienes que disculparla, pero si me la encuentro en la escalera la echo! ¡La echo, sí!

Se detuvo un momento, conmovido:

—Vamos, Luisa, confiésalo. ¿Tengo razón o no?

Luisa se ponía los pendientes ante el espejo, aturdida:

—La tienes —dijo en voz baja.

—¡Ah, bien!

Y salió, furioso.

Luisa se quedó inmóvil. Un redondo lagrimón transparente rodó por su cara hasta la nariz. Se sintió dolorosamente herida. ¡Aquella Juliana, la muy chismosa! ¡Qué mala, por meter cizaña! Le sacudió un ramalazo de cólera. Fue al cuarto de la plancha, cerró con un portazo:

—¿Por qué ha dicho usted quién ha venido ni quién ha dejado de venir?

Juliana, muy sorprendida, soltó la plancha:

—Creí que no era un secreto, señora.

—¡Claro que no! ¡Qué tontería! ¿Quién le ha dicho que era un secreto? ¿Y para qué la dejó pasar? ¿No le tengo dicho muchas veces que no quiero recibir a doña Leopoldina?

—La señora no me ha dicho nunca nada —replicó la sirvienta, muy ofendida, con tono de veracidad.

—¡Miente usted! ¡Cállese!

Le volvió la espalda; volvió a su cuarto muy nerviosa y fue a apoyarse en los cristales de la ventana.

El sol había desaparecido; en la calle estrecha había una sombra igual, de tarde sin viento; en las casas, de vieja construcción, oscuras, estaban abiertos los balcones, donde en rojas macetas se agostaba alguna planta mísera, albahaca o clavo; oíase en el teclado melancólico de un piano La oración de una virgen, ejecutada por una muchacha, en el sentimentalismo perezoso del domingo, y frente a su ventana, las cuatro hijas de Teixeira Acevedo, flacuchas, con las cabelleras rizadas y las orejas foscas, permanecían aquella tarde de fiesta mirando hacia la calle, hacia la atmósfera, hacia las ventanas vecinas, cuchicheando si pasaba un hombre o, asomadas de bruces, con una atención estúpida, escupían sobre las piedras de la calle.

¡El pobre Jorge tenía razón! Pero también, ¿qué podía ella hacer? No iba ya a casa de Leopoldina, había retirado su retrato del álbum de la sala ¡y habíase visto obligada a decirle la repugnancia de Jorge, lo cual les hizo incluso llorar a las dos! ¡Pobrecilla! ¡Sólo la recibía de cuando en cuando, en contadas ocasiones, un momento! ¡Y, en fin, después de tenerla en la sala, no iba a empujarla escaleras abajo!

Un hombre grueso, de piernas torcidas, encorvado sobre un organillo de manubrio, apareció entonces al comienzo de la calle; sus barbas negras tenían un aspecto feroz. Se detuvo y empezó a dar vueltas al manubrio, mirando a su alrededor, hacia las ventanas, con una triste sonrisa de dientes blancos, y la Casta Diva, con una sonoridad metálica y seca, muy temblorosa, se difundió por la calle.

Gertrudis, la criada y concubina del doctor en Ciencias Matemáticas, vino a apoyar en seguida sobre los cristales estrechos del balcón su carota morena de cuarentona harta y colocada; delante, en el saliente del segundo piso, asomó la cara de Cuña Rosado, flaco y chupado, con un gorro de borla y el aspecto desconsolado del enfermo intestinal, apretándose con las manos transparentes el batín sobre el vientre. Aparecieron otros rostros aburridos entre las cortinas de muselina.

En la calle, la estanquera se acercó a la puerta, vestida de luto, estirando su ancha cara de viuda, con los brazos cruzados sobre el chal teñido de negro, muy delgada en las largas faldas ceñidas. En la tienda de debajo de casa de Acevedo apareció la carbonera, enorme en su pesadez y bestial, con el pelo escaso y desgreñado, la cara brillante y tiznada, con tres chiquillos medio desnudos, casi negros, llorones y peludos que se colgaban de su falda. Pablo el de la prendería avanzó hasta en medio de la calle; la visera charolada de su gorra de paño negro no se alzaba nunca de encima de sus ojos; ocultaba siempre las manos, como para ser más cauto, a su espalda, debajo de los faldones de su largo chaquetón; el talón sucio del calcetín asomaba por sus zapatillas bordadas con cuentas, y resollaba con su ronquera crónica de un modo desesperado. Odiaba a los reyes y a los curas. El estado de los asuntos públicos le enfurecía. Silbaba con frecuencia María de la Fuente, y se mostraba en sus palabras y en sus actitudes como un patriota exasperado.

El hombre del organillo se quitó su ancho sombrero de ala caída, y, tocando siempre, lo fue tendiendo alrededor, hacia las ventanas, con mirada implorante. Las de Acevedo cerraron violentamente los cristales. La carbonera le dio una moneda de cobre, pero le interrogó, quiso enterarse con seguridad de qué parte era, por qué carreteras había venido y cuántas piezas tenía el instrumento.

Empezaba a regresar la gente endomingada, con un aire cansado por el largo paseo, con las botas polvorientas; mujeres de toquilla, que venían de las huertas con las criaturas al cuello, dormidas con la caminata y el calor; viejos plácidos, de pantalones blancos, con el sombrero en la mano, gozaban del fresco, dando una vuelta por el barrio; bostezaban en algunas ventanas. El cielo tomaba un color azulado y brillante, como una porcelana; una campana repicaba distante, al final de alguna fiesta de iglesia. Y el domingo terminaba, con una serenidad cansada y triste.

—Luisa —dijo la voz de Jorge.

Ella se volvió con un vago ¿eh?

—Vamos a comer, hija; son las siete.

En medio del cuarto la cogió de la cintura, y hablándole bajito, junto a la cara:

—¿Te ha molestado lo de hace un rato?

—¡No! Tienes razón. Reconozco que tienes razón.

—¡Ah! —exclamó él en tono victorioso, muy satisfecho—. Es evidente:

¿Qué mejor consejero y buen amigo que el esposo que el alma me escogió?

Y con una ternura grave:

—¡Mira, encanto: nuestra casita es tan decente que da grima ver entrar aquí a esa mujer, con su olor a heno, a tabaco y a todo lo demás… Ma, di questo no parlaremo più, o donna mia! ¡Y ahora, a la sopa!