Entre los muchos escritores contemporáneos de los sucesos, elegimos el único que no es oscuro y el único que no habló según la creencia común: me refiero a Giuseppe Ripamonti, tantas veces citado. Creemos que puede ser un ejemplo curioso de la tiranía que una opinión dominante ejerce a menudo sobre la palabra de aquellos a los que la mente no ha podido sujetar. No sólo no niega expresamente la cualidad de reos de aquellos infelices (hasta Verri, no hubo nadie que lo hiciese en un escrito destinado al público); sino que más de una vez parece que lo quiere respaldar expresamente, ya que, cuando habla del primer interrogatorio de Piazza, llama «malicia» la suya y «cortedad» la de los jueces, y dice que «sus numerosas contradicciones hacían patente el delito en el acto en que quería negarlo». De Mora dice igualmente que, «hasta que soportó la tortura, negaba, como hacen todos los reos, y finalmente contó las cosas como eran (exposuit omnia cum fide)». Y, al mismo tiempo, trata de dar a entender lo contrario aludiendo, tímidamente y de paso, a ciertas dudas sobre las circunstancias más importantes, dirigiendo, con una palabra, la reflexión del lector al punto justo; poniendo en los labios de algún imputado palabras más adecuadas para demostrar su inocencia de las que el propio reo supo encontrar y mostrando, finalmente, esa compasión que sólo despiertan los inocentes. Cuando habla del caldero encontrado en casa de Mora, dice: «Impresionó sobremanera una cosa quizás inocente y accidental, por otro lado asquerosa, y que bien podía parecerse a algo que buscaban». Hablando del primer interrogatorio, dice que Mora «invocaba la justicia de Dios contra una falsa y maligna invención, contra una insidia en la que se podía hacer caer a cualquier inocente». Lo llama «desgraciado padre de familia que, sin saberlo, llevaba sobre su infausta cabeza la infamia y su ruina y la de los suyos». Todas estas reflexiones que hemos ido desgranando y otras muchas que pueden hacerse sobre la manifiesta contradicción entre la absolución de Padilla y la condena de los otros, Ripamonti las resume con una frase: «Los ungidores fueron castigados a pesar de ello (unctores puniti tamen)». ¡Qué no dice ese adverbio, o conjunción! Y añade: «La ciudad se habría horrorizado ante la monstruosidad de los suplicios si todo no hubiese parecido menos grave que el delito».
Pero donde se comprende con más claridad su sentimiento es donde asegura no quererlo decir. Tras haber contado varios casos de personas sospechosas de ungimientos sin que se las procesara, «me encuentro —dice— en el aprieto difícil y peligroso de tener que declarar si, además de aquellos considerados injustamente ungidores, yo creo que han existido ungidores de verdad… La dificultad no nace de la incertidumbre de la cosa, sino del no habérseme dejado la libertad de hacer aquello que se pretende de todo escritor, es decir, que exprese sus verdaderos sentimientos. Porque si yo dijese que no existieron ungidores, que sin razón alguna imaginara que fue malicia de los hombres lo que fue castigo de Dios, gritarían enseguida que la historia es impía, que el autor no respeta el juicio solemne. Hasta tal punto la opinión contraria, la que cree en la existencia de los ungidores, está enraizada en las mentes, que la crédula plebe y la nobleza soberbia están dispuestas a defenderla como lo más querido y sagrado que puedan tener. Declarar la guerra a tantos sería empresa dura e inútil; y por ello, sin negar, ni afirmar, ni decantarme más de un lado que de otro, me limitaré a referir las opiniones ajenas».[78] Quien se pregunte si no hubiese sido más razonable, y más fácil, no hablar de ello, sepa que Ripamonti era historiógrafo de la ciudad; es decir, uno de esos hombres a los que, en cualquier caso, se les puede encargar o prohibir escribir la historia.
Otro historiógrafo, pero de un campo más vasto, el veneciano Batista Nani, que en este caso no podía tener ningún interés en escribir falsedades, lo creyó a través de la autoridad de una inscripción y de un monumento. «Si de verdad —dice— la imaginación de los pueblos, alterada por el horror, se imaginaba muchas cosas, en cualquier caso se descubrió el delito y fue castigado, permaneciendo todavía en Milán las inscripciones y los recuerdos de los edificios abatidos donde se congregaban aquellos monstruos.»[79] Quien, si no conoce nada más de ese escritor, tomase este razonamiento para medir su juicio, se engañaría mucho. En varias embajadas importantes y en distintos cargos en su tierra, Nani tuvo la ocasión de conocer a los hombres y las cosas; y en su historia da pruebas de este conocimiento y no de un modo vulgar. Pero los juicios criminales y la gente pobre, cuando no es masa, no se consideran material histórico. Así que a nadie sorprenda que al ocurrírsele a Nani casualmente hablar de esos hechos no se entretuviera en la letra pequeña. Si alguien le hubiese citado otra columna, otra inscripción de Milán, como prueba de una derrota provocada por los venecianos (derrota tan veraz como el delito de aquellos monstruos), ciertamente Nani se hubiese echado a reír.
Pero sorprende y desagrada más aún, y con razón, encontrar el mismo argumento y los mismos improperios en los escritos de un hombre mucho más célebre. Muratori, en el Trattato del governo della peste, tras anotar varias historias de ese género, «pero ningún caso —dice— es más renombrado que el de Milán, donde en el contagio de 1630 fueron apresadas varias personas que confesaron su enorme delito y fueron cruelmente ajusticiadas. Existe, sin embargo (y yo la he visto) la funesta memoria de la columna infame situada donde estaba la casa de aquellos carniceros inhumanos con el fin de que no se repitieran nunca más tales acontecimientos execrables». Y lo que no borra el desagrado, pero lo transforma, es observar que la convicción de Muratori no era tan decidida como sus palabras. Porque meditando después (y se observa que es esto lo que en realidad lo atormenta) sobre los males horribles que pueden nacer de imaginarse y creer tales cosas sin fundamento, dice: «Se llega a encarcelar a personas, y a fuerza de tormentos se les arranca la confesión de delitos que quizá no han cometido nunca, para luego convertirlas en un miserable ejemplo sobre los patíbulos públicos». ¿Es posible que aludiera a nuestros desgraciados? Y lo que convence más es que arranca con aquellas palabras que ya citamos en el escrito anterior y que, por breves, repetimos: «He conocido en Milán a gentes sabias que tenían buenas relaciones con sus mayores, que no estaban convencidas de que fuese cierto lo de aquellos ungüentos envenenados que decían habían sido esparcidos en aquella ciudad e hicieron tanto estrépito durante la peste de 1630».[80] Es posible, digo, que Muratori creyese que eran fábulas de perturbados aquellas que llama «escenas execrables» y (lo que es más grave) inocentes asesinados aquellos a los que él llama «carniceros inhumanos». Sería uno de esos casos, tristes y no escasos, en los que hombres en absoluto inclinados a mentir y que desean amortiguar algún error pernicioso pero temen que sería peor si lo combaten de frente creyeron que resultaría mejor decir primero la mentira para luego insinuar la verdad.
Después de Muratori encontramos a Pietro Giannone, otro escritor con mayor renombre como historiador (lo que en hechos de este tipo debería asegurar que su juicio fuera mucho más observador que el de cualquier otro) e historiador jurisconsulto y, como dice de sí mismo, «más jurisconsulto que político».[81] Sin embargo, nosotros no referiremos este análisis, porque hace un instante lo hemos contado: ya que es el de Nani, que el lector ha visto hace poco y que Giannone copió al pie de la letra citando esta vez al autor a pie de página.[82]
Y digo esta vez; porque copiarlo sin citarlo es cosa digna de mención si, como creo, no lo ha sido todavía.[83] El relato, por ejemplo, de la sublevación de Cataluña y de la revolución de Portugal en 1640 es, en Giannone, una transcripción de la de Nani en más de siete páginas, con poquísimas omisiones, añadidos o variaciones. La más importante haber dividido en capítulos y en entradillas un texto que en el escrito original estaba escrito de corrido.[84]
Pero ¿imaginaría alguien que al abogado napolitano, cuando relata otras sublevaciones, no la de Barcelona ni la de Lisboa, sino la de Palermo de 1647 y la de Nápoles, contemporánea y más célebre por la singularidad y la importancia de los acontecimientos debido a Masaniello, se le ocurriera una cosa mejor que tomar, no parte del material, sino la totalidad de la obra del caballero y procurador de San Marcos? ¿Quién lo hubiera pensado sobre todo después de leer las palabras con las que Giannone inicia ese relato?: «Muchos son los autores que han descrito los acontecimientos infelices de estas revoluciones: algunos quisieron representarlos portentosos y fuera del curso de la naturaleza; otros, con minucias tan sutiles que distraían a los lectores, impedían que comprendieran claramente las verdaderas causas, los propósitos, la continuación y el fin. Por esta razón, nosotros, siguiendo a los escritores más serios y prudentes, los reduciremos a su posición justa y natural». Es fácil observar, cuando hace la comparación, que tras estas palabras, Giannone echa mano a las de Nani,[85] introduciendo de vez en cuando, sobre todo al principio, alguna de las suyas, haciendo algún cambio aquí y allá, a veces por necesidad, de la misma manera que uno que compra ropa blanca usada, quita la marca del antiguo dueño y pone la suya. Así, donde el veneciano dice «en aquel reino», el napolitano lo sustituye por «en este reino»; donde el contemporáneo dice que allí «las facciones permanecen casi intactas», el descendiente dice que «todavía permanecían las reliquias de las antiguas facciones». Es cierto que, además de estas pequeñas variaciones o añadidos, también se encuentran en aquel larguísimo párrafo, como piezas de remiendo, algunos fragmentos más extensos que no son de Nani. Sin embargo, cosa que resulta verdaderamente increíble, los toma casi todos, y casi al pie de la letra, de Domenico Parrino,[86] escritor (a diferencia de muchos otros) oscuro, pero muy leído, quizá más de lo que él mismo se esperaba, si en Italia y fuera de ella se ha leído tanto como se ha alabado la Storia civile del regno di Napoli, que lleva el nombre de Pietro Giannone. Porque, sin alejarnos de esos dos períodos de la historia de los que aquí se ha hecho mención, y si, después de las sublevaciones catalana y portuguesa, Giannone transcribe de la obra de Nani la caída del favorito Olivares, trascribe de Parrino la llamada del duque de Medina, virrey de Nápoles, que fue su consecuencia, y las combinaciones de éste para dilatar la cesión de su puesto cuanto le fue posible al sucesor Enríquez de Cabrera. También de Parrino, en gran parte, es lo relativo al gobierno de este último; y de Nani y de Parrino, con incrustaciones añadidas, el gobierno del duque de Arcos durante todo el tiempo que precedió a las sublevaciones de Palermo y de Nápoles, y como ya hemos dicho, la escalada y el final de las mismas, bajo el gobierno de don Juan de Austria y del conde de Oñate. Luego sólo de Parrino, siempre fragmentos largos, o parrafitos frecuentes, la expedición de aquel virrey contra Piombino y Portolongone, la tentativa del duque de Guisa contra Nápoles y la peste de 1656. De Nani la Paz de los Pirineos, y de Parrino un pequeño apéndice en el que se hace referencia a sus efectos en el reino de Nápoles.[87]
Cuando Voltaire habla en El siglo de Luis XIV de los tribunales que instituyó dicho rey en Metz y en Brisac tras la Paz de Nimega para decidir sus pretensiones sobre territorios de estados vecinos, nombra a Giannone en una nota muy elogiosa, como era de esperar, pero para hacerle una crítica. He aquí la traducción de dicha nota: «Giannone, tan célebre por su útil historia de Nápoles, dice que estos tribunales se habían establecido en Tournay. Se equivoca frecuentemente en los asuntos que no son de su país. Dice, por ejemplo, que en Nimega Luis XIV firmó la paz con Suecia; en cambio, ésta era su aliada».[88] Pero dejando a un lado los elogios, en este caso la crítica no se debe a Giannone quien, como en tantos otros casos, ni siquiera se tomó el esfuerzo de equivocarse. Es cierto que en el libro del hombre «tan célebre», se leen estas palabras: «Siguió después la paz entre Francia, Suecia, el Imperio y el emperador» (en las que, por otra parte, no sabría decir si lo que hay es ambigüedad, más que error), y estas otras: «Instauraron después —los franceses— dos tribunales, uno en Tournay y el otro en Metz, y arrogándose una jurisdicción jamás vista en el mundo sobre los príncipes, sus vecinos, adjudicaron no sólo a Francia, con el título de dependencias, todos los países de los que se encapricharon en los límites de Flandes y del Imperio, sino que tomaron posesión de los mismos por vía de hecho obligando a los habitantes a reconocer al rey cristianísimo como soberano, prescribiendo límites y ejerciendo todos esos actos de señoría que suelen practicar los príncipes con sus súbditos». Pero son palabras del pobre ignorado Parrino[89] y no proceden del recorte de un fragmento de su historia, sino de su traslado: porque Giannone, a menudo, en lugar de quedarse a recoger un fruto aquí y el otro allá, arranca el árbol y lo trasplanta en su jardín. Todo el relato de la Paz de Nimega está tomado de Parrino, como en gran parte, y con muchas omisiones, pero con pocos añadidos, el virreinato en Nápoles del marqués de los Veles, cuando se firmó la paz con la que Parrino cierra su obra y Giannone el penúltimo libro de la suya. A quien le divierta comparar, probablemente (iba a decir seguro), encontraría en todas partes, durante el período que antecede a la dominación española de Nápoles con la que empieza el trabajo de Parrino, lo que nosotros hemos encontrado en varias de ellas y, si no me engaño, sin que nunca aparezca citado el nombre del escritor saqueado.[90] Y de Sarpi, sin citarlo en absoluto, toma Giannone muchos fragmentos y toda la urdimbre de una de sus digresiones, como una docta y gentil persona me hizo observar. Y quién sabe cuántos otros hurtos descubriría quien lo investigase; pero lo que hemos visto de tal captura de otros escritores, no digo la selección y el orden de los hechos, no digo los juicios, las observaciones, el espíritu, sino las páginas, los capítulos, los libros, es, seguramente, en un autor famoso y elogiado, aquello que se podría llamar un fenómeno. Que fuera resultado de esterilidad o pereza mental, era ciertamente raro, como raro fue el atrevimiento, y única fue la felicidad de ser, a pesar de todo, un gran hombre. Que esta circunstancia, junto con la ocasión que nos proporcionaba el argumento, nos otorgue el perdón del benigno lector por una digresión,[91] larga a decir verdad, en la parte accesoria de un pequeño escrito.
¿Quién no conoce el fragmento de Parini sobre la columna infame? Y ¿a quién no le maravillaría que no lo mencionáramos?
He aquí los pocos versos de ese fragmento en los que el célebre poeta se hace eco de la gente y de la inscripción:
Iba entre viles casas y míseras
Ruinas, cuando vi la innoble plaza abrirse.
Allí, solitaria, una columna surge
Entre yerbajos, pedruscos y hediondez,
Donde jamás nadie penetra, porque allí
El genio propicio a la ciudad lombarda
A todos aparta a grandes voces: ¡Alejaos!,
Oh, buenos ciudadanos, alejaos, que el suelo
¿Era ésta la opinión de Parini? No se sabe. El haberla expresado con tanta seguridad pero en verso no sería un argumento, porque entonces era una máxima admitida que los poetas tuviesen el privilegio de aprovechar todas las creencias, las verdaderas y las falsas, mientras fuesen adecuadas para provocar una impresión intensa o agradable. ¡El privilegio! ¡Mantener e incubar a los hombres en el error, un privilegio! Pero a esto se contestaba que no produciría ningún inconveniente, porque nadie creía que los poetas dijesen la verdad. No hay nada que replicar: sólo puede resultar extraño que los poetas se contentaran con la autorización y el motivo.
Finalmente llegó Pietro Verri, el primero después de ciento cuarenta y siete años que vio y dijo quiénes fueron los verdaderos carniceros; el primero que, para unos inocentes masacrados de una manera tan bárbara y execrados de un modo tan irracional, reclamó compasión, tanto más obligada cuanto más tardía. Pero sus Observaciones, escritas en 1777, no se publicaron hasta 1804, con otras obras suyas, editadas e inéditas, en la colección de los Scrittori classici italiani d’economia politica. Y el editor justifica este retraso en las notizie que preceden dichas obras. «Se creía —dice— que la consideración del Senado resultaría manchada por la antigua infamia.» Efecto muy común en aquellos tiempos del espíritu corporativo por el cual todos, en lugar de admitir que sus predecesores podrían haber fallado, hacían suyas hasta las barbaridades que no habían cometido. Ahora ese espíritu no encontraría la ocasión de extenderse tanto en el pasado ya que, en casi todo el continente de Europa las corporaciones son de fecha reciente, menos unas pocas, una sobre todo, la cual, no habiendo sido fundada por los hombres, no puede ser abolida ni sustituida. Además de todo esto, el individualismo ha combatido y debilitado más que nunca este espíritu: el yo se cree demasiado rico para acatar al nosotros. Y en este sentido, es un remedio; pero Dios nos libre de decir que lo es en todo.
De cualquier modo, Pietro Verri no era hombre que sacrificara a subordinaciones de esa clase la luz sobre una verdad importante por mantener el crédito que había sustentado el error, sobre todo por la finalidad a la que creía servir. Pero había una circunstancia que le recomendaba ser cauto: su padre era presidente del Senado. Así ha sucedido muchas veces. Hasta las buenas razones han ayudado a las malas y, por la fuerza de las unas y de las otras, una verdad, tras haber tardado bastante en emerger, ha quedado escondida largo tiempo.