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Los dos afiladores nombrados por Piazza y después por Mora estuvieron encarcelados hasta el 27 de junio. Sin embargo, nunca los enfrentaron ni con uno ni con otro, ni tampoco fueron interrogados antes de la ejecución de la sentencia, que tuvo lugar el primero de agosto. El día once fue interrogado el padre; al día siguiente, sometido a tortura con el pretexto habitual de contradicciones e incoherencias, confesó, es decir, se inventó una historia alterando, como había hecho Piazza, un hecho verdadero. El uno y el otro hicieron como esas arañas que pegan los extremos del hilo a algo sólido y luego trabajan en el aire. Habían encontrado en su poder una ampolla con un somnífero que le dio, mejor dicho, que compuso su amigo Baruello; dijo que era un ungüento para que muriese la gente; un extracto de salamandra y serpiente con ciertos polvos que yo no sé qué polvos son. Además de a Baruello acusó de complicidad a alguna otra persona que ambos conocían, y a Padilla de ser el jefe. Los jueces habrían preferido ligar esta historia a la de los dos que habían asesinado y obligar a decir a estos últimos que habían recibido de ellos ungüento y dinero. De haberse negado simplemente, les quedaba la tortura, pero la previenen con esta respuesta singular: No, señor, no es verdad; pero si me aplicáis el tormento porque yo niegue este detalle, me veré obligado a decir que es verdad aunque no lo sea. Ya no podían, sin burlarse demasiado de la justicia y de la humanidad, adoptar como prueba un instrumento del que con tanta solemnidad estaban advertidos de sus efectos.

Se le condenó al mismo suplicio; tras la intimación de la sentencia fue torturado, acusó a un nuevo banquero y a otros; en capilla y en el patíbulo se retractó de todo.

Si de este desgraciado, Piazza y Mora hubiesen dicho solamente que era un poco granuja, lo que se observa por diversos hechos que destacan fuera del proceso, no lo habrían calumniado. Calumniaron eso sí a su hijo Gaspare, del que sí se refiere una culpa, pero declarada por él mismo, y en tales circunstancias y con tal sentimiento que resulta una prueba de la inocencia y de la rectitud de su vida. En el tormento, frente a la muerte, sus palabras fueron mejores que las de un hombre fuerte, fueron las de un mártir. Al no lograr que se autoinculpara y calumniara a otros, lo condenaron (no se sabe con qué pretexto) como convicto; y tras la intimación de la sentencia, le preguntaron como era habitual si tenía otros delitos, y quiénes eran sus cómplices en aquello por lo que había sido condenado. A la primera pregunta, contestó: Yo no he cometido ni éste, ni otros delitos y muero porque una vez le di un puñetazo en un ojo a uno movido por la cólera. Y a la segunda: No tengo cómplices porque me ocupo de mis asuntos, y como no lo he cometido, tampoco he tenido cómplices. Tras amenazarlo con la tortura, dijo: Excelencia, haga lo que quiera, que nunca diré lo que no he hecho ni nunca condenaría mi alma. Es mucho mejor que padezca tres o cuatro horas de tormentos a que vaya al infierno y padezca eternamente. Cuando le aplicaron la tortura, exclamó en el primer momento: ¿Ah, Señor! No he hecho nada: me van a asesinar. Luego añadió: Estos tormentos acabarán pronto y en el mundo de allá se está para siempre. Incrementaron las torturas poco a poco hasta el último grado, y con ellas las coacciones para que dijera la verdad. Siempre contestó: Ya lo he dicho; quiero salvar el alma. No quiero cargar mi conciencia: no he hecho nada.

No se puede pasar por alto que si los mismos sentimientos hubiesen inspirado en Piazza la misma constancia, el pobre Mora se habría quedado tranquilo en su botica con su familia y, al igual que él, este joven aún más digno de admiración que de compasión, y tantos otros inocentes ni siquiera habrían imaginado de qué espantosa suerte escapaban. Hasta Piazza mismo, ¿quién sabe? Porque para condenarlo no confeso sólo en base a aquellos indicios y sin otras confesiones el propio delito no habría sido más que una conjetura y habrían tenido que violar más abiertamente, con mayor osadía, todo principio de justicia, cualquier prescripción de legalidad. De cualquier manera, no podían condenarlo a un suplicio más monstruoso que hacérselo sufrir en compañía de otro, porque no habría podido evitar decirse a sí mismo al mirarlo: yo lo he traído aquí. La debilidad fue la causa de tantos horrores… ¿qué digo? el encarnizamiento, la perfidia de aquellos que considerando una calamidad y una derrota no encontrar culpables, tentaron a la debilidad con una promesa ilegal y fraudulenta. Más arriba hemos citado el acto solemne en el que se le hizo una promesa similar a Baruello, y también hemos apuntado que queremos mostrar la versión que hicieron los jueces. Por ello relataremos aquí sucintamente la historia de este desgraciado. Acusado sin fundamento primero por Piazza de ser cómplice de Mora, luego por Mora de ser cómplice de Piazza; luego por el uno y el otro de haber recibido dinero para esparcir el ungüento elaborado por Mora con ciertas porquerías y cosas peores (y antes habían negado que lo sabían); después por Migliavacca de haber elaborado uno él con cosas peores que porquerías. Declarado reo de todas estas acusaciones, como si fuesen una sola, las negó y aguantó valerosamente el tormento. Durante la causa, un cura (que fue otro de los testigos que citó Padilla), a instancias de un pariente de dicho Baruello, lo recomendó a un fiscal del Senado, el cual fue luego a decirle que su recomendado estaba sentenciado a muerte con toda la crueldad del ensañamiento; y que, además, «el Senado le procuraba la inmunidad de su excelencia». Y encargó al cura que fuese a verlo e intentase persuadirlo para que dijera la verdad «porque el Senado quiere conocer los fundamentos de esta operación y piensa que puede saberlo por él». ¡Después de haberlo condenado! ¡Y después de aquellas ejecuciones!

Baruello, cuando escuchó la cruel noticia y la proposición, dijo: «Y luego, ¿harán conmigo lo que han hecho con el comisario?». Al decirle el cura que la promesa le parecía sincera, empezó una historia: que un tal (que había muerto) lo llevó a ver al barbero, y éste, tras levantar una cortina que escondía una puerta en la habitación, lo introdujo en una gran sala donde estaban sentadas muchas personas, entre ellas Padilla. Al cura, que no tenía interés en encontrar reos, le pareció extraño, así que lo interrumpió, advirtiéndole que cuidase de no perder el cuerpo y el alma a la vez, y se marchó. Baruello aceptó la inmunidad, corrigió la historia, y cuando se presentó el 11 de septiembre ante los jueces, les relató que un maestro de esgrima (vivo desgraciadamente) le había dicho que tenían una buena ocasión de enriquecerse haciendo un servicio a Padilla. Luego lo condujo a la plaza del castillo, donde el propio Padilla había llegado con otras personas, y enseguida lo invitó a que fuera uno de los que ungían bajo sus órdenes para vengar los insultos a don Gonzalo de Córdoba durante su salida de Milán y le dio dinero y un tarrito con ese ungüento mortal. Decir que en esta historia, de la que sólo relatamos el principio, había cosas inverosímiles, no sería hablar con propiedad. Era un cúmulo de extravagancias, como el lector ha podido observar en esta breve demostración. Sin embargo, los jueces también encontraron incoherencias y, además, contradicciones: por ello, tras varios interrogatorios seguidos de respuestas que cada vez enredaban más la cosa, le dijeron que se explique mejor, para que se pueda extraer cosa acertada de lo que dice. Quizá se tratase de un hallazgo suyo para salir del embrollo, o bien de un acceso de frenesí verdadero (motivos los había) porque empezó a temblar, a retorcerse, a gritar ¡ayuda!, a revolcarse por el suelo, a querer esconderse debajo de una mesa. Fue exorcizado, tranquilizado y animado a hablar, y empezó a relatar otra historia, en la que combinaba encantadores y círculos y palabras mágicas y el diablo, que él había reconocido por amo. A nosotros nos basta comprobar que declaraba cosas nuevas y que, entre otras, desmintió lo que había dicho de vengar la injuria contra don Gonzalo y en cambio aseguró que el objetivo de Padilla era convertirse en el amo de Milán y a él le había prometido que sería uno de los principales. Tras varios interrogatorios, se cerró la encuesta, si es que merece tal nombre. Más tarde fue sometido a otros tres, en los cuales, cuando se le dijo que su declaración no era verosímil, que eso no era creíble, contestó que o no había dicho la verdad la primera vez o había dado cualquier explicación. Cuando le echaron en cara al menos cinco veces la declaración de Migliavacca en la que se le acusaba de haber entregado el ungüento a varias personas de las cuales no había hablado en su declaración, contestó siempre que no era verdad y los jueces siempre pasaron a otra cosa. El lector recordará cómo durante la primera incoherencia que creyeron ver en la declaración de Piazza lo amenazaron con anularle la inmunidad; cómo en la primera ampliación después de tal declaración, en el primer hecho que Mora alegó en su contra, y que él negó, efectivamente se la anularon, por no haber dicho toda la verdad como había prometido; verá aún más, verá lo mucho que les sirvió enredar al gobernador en lugar de solicitarle un poder, y hacer aquella promesa a Piazza, que sería la primera ofrenda del sacrificio entregado a la ira popular, y a la de ellos también.

¿Significa que hubiese sido justo mantener esa inmunidad? ¡Dios nos libre! Sería como decir que el acusado había confesado un acto verdadero. Sólo queremos decir que fue tan violentamente retirada como había sido ilegalmente prometida, y que la ilegalidad fue el vehículo de la violencia. Seguiremos repitiendo que no podían hacer nada justo en el camino que habían elegido, excepto volver atrás mientras estaban a tiempo. No tenían derecho a vender esa inmunidad (sin contar con la falta de poderes) a Piazza, como el ladrón no tiene derecho a tomar la vida del viandante, sino el deber de dejársela. Era el apéndice injusto de una tortura injusta: la una y la otra buscadas, pensadas y estudiadas por los jueces en lugar de hacer lo que estaba prescrito, no digo por la razón, la justicia y la caridad, sino por la ley: verificar el hecho, pedir cuentas a las dos acusadoras para comprobar si se trataba de una acusación o de una conjetura, permitir que el acusado lo explicara para comprobar si se le podía llamar acusado y hacer un careo de éste con aquéllas.

No se pudo comprobar el éxito de la promesa de inmunidad a Baruello porque el hombre murió de peste el 18 de septiembre, al día siguiente de un careo indecente con el maestro de esgrima Carlo Verdano. Pero cuando sintió que se acercaba su fin, dijo al carcelero que lo asistía, y que era otro de los testigos que citó Padilla: «Hacedme el favor de decirle al señor alcalde que todos aquellos a quienes he inculpado, los he inculpado injustamente; y no es verdad que yo haya cogido dinero del hijo del señor castellano… voy a morir de esta enfermedad: ruego a aquellos que he inculpado injustamente que me perdonen y os ruego que le digáis al señor alcalde que quiero salvarme. Y yo enseguida —añadió el testigo— fui a referir al señor alcalde lo que Baruello me había dicho».

Esta retractación pudo valer para Padilla. Pero Vedano, al que hasta entonces sólo había nombrado Baruello, sufrió atroces tormentos aquel mismo día. Supo resistir y lo dejaron (en prisión, se entiende) hasta mediados de enero del año siguiente. Era, entre todos aquellos desgraciados, el único que de verdad conocía a Padilla por haber practicado con la espada con él en dos ocasiones en el castillo, y es posible que esta circunstancia fuera la que le sugirió a Baruello darle un papel en su fábula. Sin embargo, no lo acusó de haber elaborado, esparcido o distribuido ungüentos mortales, sino solamente de haber sido mediador entre él y Padilla. Por lo tanto, los jueces no podían condenar como convicto a tal imputado sin perjudicar la causa de aquel señor, y esto probablemente fue lo que lo salvó. No lo volvieron a interrogar hasta después de la primera declaración de Padilla, y la absolución de éste provocó que retirasen su acusación.

Padilla, desde el castillo de Pizzighettone, adonde había sido trasladado, fue conducido a Milán el 10 de enero de 1631 y encarcelado en las prisiones del capitán de justicia. Lo interrogaron el mismo día; y si fuese necesaria una constancia para probar que aquellos jueces también podían interrogar sin engaños, sin mentiras y sin violencia, no encontrar incoherencias donde no las había, contentarse con respuestas razonables, admitir, en una causa de ungimientos venenosos, que un acusado podía decir la verdad aunque lo negara todo, se observaría en este interrogatorio y en los otros dos a que sometieron a Padilla.

Los únicos que declararon estar relacionados con él, Mora y Baruello, también habían indicado los tiempos; el primero aproximadamente, el segundo con mayor precisión. Así, los jueces le preguntaron a Padilla cuándo fue al campo: indicó el día; de dónde había salido para ir hasta allí: desde Milán; si en aquel intervalo había vuelto a Milán: sólo una vez y se había quedado un día, que especificó igualmente. No concordaba con ninguna de las fechas inventadas por los dos desgraciados. Entonces le dicen, sin amenazas, con buenas maneras, que procure recordar si se encontraba en Milán en tal fecha: cada vez contesta que no, remitiéndose siempre a su primera respuesta. Van a las personas y a los lugares. Si había conocido a un tal Fontana, artillero: era el suegro de Vedano y Baruello lo había acusado de ser uno de los que se habían visto en el primer encuentro. Contesta que sí. Si conocía a Vedano: igualmente, sí. Si sabe dónde se encuentra la Vetra de’ Cittadini y la hostería de los seis ladrones: era allí donde Mora había declarado que había ido Padilla conducido por Pedro de Zaragoza para hacerle la proposición de envenenar Milán. Contestó que no conocía la calle ni la hostería, ni siquiera de nombre. Le preguntaron por don Pedro de Zaragoza: no sólo no lo conocía, sino que era imposible que lo conociese. Le preguntaron por otros dos, vestidos a la francesa, por otro vestido de cura: gente que Baruello había dicho que acompañaba a Padilla en la plaza del castillo. No sabe de quién se le habla.

En el segundo interrogatorio, que fue el último de enero, le preguntan por Mora, Migliavacca y Baruello, y por las reuniones que mantuvo con ellos, el dinero que les dio, las promesas hechas, pero sin hablarle todavía de la trama a la que se refería todo esto. Contesta que nunca ha tenido nada que ver con ellos, que ni siquiera los ha oído nombrar; replica que no estaba en Milán en aquellas fechas.

Pasados tres meses, consumidos en investigaciones de las que, como debía ser, no se obtuvo el más mínimo indicio, el Senado convino que Padilla fuese declarado reo, se le dieran a conocer los hechos y el proceso y se le diera también un plazo para su defensa. En ejecución de esta orden, se lo convocó a un nuevo y último interrogatorio el 22 de mayo. Tras varias preguntas realizadas sobre la acusación principal y a las que contestó siempre con un no, generalmente seco, llegaron a la relación de los hechos, es decir, le refirieron aquella trama enloquecida, o más bien, las dos. La primera, que el declarante le había dicho al barbero Mora, junto a la hostería llamada de los seis ladrones, que hiciese un ungüento… y que debía coger dicho ungüento e ir a empastar; y que, como recompensa, le dio muchos doblones. Y don Pedro de Zaragoza, por su parte, había mandado luego al dicho barbero a retirar otro dinero de tal y tal banquero. Pero esta historia es razonable comparada con la otra: que dicho señor declarante había mandado llamar a la plaza del castillo a Stefano Baruello y le había dicho: Buenos días, señor Baruello; hace mucho que deseaba hablar con vos; y, después de algún saludo más, le había entregado veinticinco ducados venecianos y un recipiente con ungüento diciéndole que era del que se hacía en Milán, pero que no era perfecto y que había que coger salamandras y sapos y vino blanco, ponerlo todo en una olla y dejar cocer el compuesto (con el fuego muy bajito) para que los animales puedan morir rabiando. Que un cura, al que dicho Baruello llamó francés, había ido en compañía del declarante y había materializado a uno con aspecto de hombre, vestido de Pantalone, y le había obligado a reconocer a Baruello como su señor y, en cuanto desapareció, Baruello le preguntó al declarante quién era, y el otro respondió que era el diablo; y que otra vez el declarante le había entregado otro dinero y le había prometido nombrarlo teniente de su compañía si le servía bien.

Aquí, Verri (hasta tal punto un propósito sistemático deja entrever los más nobles ingenios y también que lo siguen siendo después de haberlo visto) concluye así: «Tal es la serie de hechos declarados contra el hijo del castellano que, si bien desmentida por las otras personas interrogadas (no menciona a los tres desgraciados Mora, Piazza y Baruello, que sacrificaron toda verdad ante la violencia de la tortura), fundamentó una vergonzosísima[76] acusación». El lector sabe, y Verri lo cuenta, que de esos tres, dos fueron obligados a mentir por las lisonjas de la inmunidad y no por la violencia de la tortura.

Tras escuchar la indignísima cantinela, Padilla dijo: De todos esos hombres que su excelencia me ha nombrado, sólo conozco a Fontana y a Tegnone (era el mote de Vedano) y todo lo que su excelencia ha dicho que se lee en el proceso por boca de aquéllos es la mayor falsedad y mentira que pueda encontrarse en el mundo. No se puede creer que un caballero como yo pudiese cometer una acción tan infame como ésa. Ruego a Dios y a su Santa Madre que si estas cosas son ciertas que me convenzan ahora mismo. Espero en Dios que daré a conocer la falsedad de estos hombres y que será conocida en el mundo entero.

Le replicaron por pura fórmula y sin insistir demasiado que se decidiera a decir la verdad, y le comunicaron el decreto del Senado que lo constituía en reo de haber fabricado y distribuido el ungüento venenoso y haber tomado a sueldo a sus cómplices. Mucho me maravilla, siguió diciendo, que el Senado haya llegado a estas conclusiones cuando se ve que ésta es una mera impostura y falsedad, no sólo en mi contra, sino contra la propia Justicia. ¿Cómo un hombre de mis cualidades, que he dedicado mi vida al servicio de su majestad, en defensa de este Estado, nacido de hombres que han hecho lo mismo, puede tener algo que ver con ellos, y en algo que me trajera tanta fama y tanta infamia? Y vuelvo a decir que esto es falso y es la mayor impostura que nunca se le haya hecho a un hombre.

Es agradable oír a la inocencia ultrajada hablar así; pero horroriza recordar a la inocencia delante de aquellos mismos hombres, temerosa, confundida, desesperada, mentirosa, calumniadora, y a la inocencia inconmovible, constante, veraz, también condenada.

Padilla fue absuelto, se ignora cuándo, pero seguramente más de un año después puesto que sus últimas defensas se presentaron en mayo de 1632. Es un hecho que la absolución no se debió a una gracia. ¿Cómo entonces los jueces no advirtieron que con ello declaraban injustas sus otras condenas? Porque resulta difícil creer que hubiesen otras después de esta absolución. ¿Al reconocer que Padilla no había entregado dinero para pagar los imaginarios ungimientos, se afligieron por los hombres que habían condenado por haber recibido dinero del capitán por ese mismo motivo? ¿Lamentaron haber dicho a Mora que tal causa resulta más verosímil… que no es por tener la ocasión de vender el declarante su recetario y el comisario tener más trabajo? ¿Les afligió que, en el siguiente interrogatorio, como persistiera él en su negativa, le dijeran que encontrara la verdad? ¿Que cuando lo negó negado nuevamente en el careo con Piazza, lo sometieran a tortura para que la confesión que le habían sacado de la primera declaración fuese válida? ¿Y que, de ahí en adelante, todo el proceso se apoyara en aquella suposición, que había sido clara, sobreentendida en todos sus interrogatorios, confirmada en todas las respuestas, como la causa finalmente descubierta y reconocida, como la verdadera, la única causa del delito de Piazza, de Mora, y luego de los demás condenados? ¿Que el bando publicado por el gran canciller, y con el acuerdo del Senado, días después del suplicio de los dos primeros, dijera: «Llegados a un estado tal de impiedad como para traicionar por dinero a la propia Patria?». Y al ver después cómo se desvanecía la causa (ya que en el proceso nunca se había hecho mención de otro dinero que el de Padilla), ¿pensaron que del delito sólo quedaban las confesiones, obtenidas como ellos ya sabían y de las que los condenados se retractaron entre los sacramentos y la muerte? ¿Confesiones primero contradictorias entre sí y luego en demostrada contradicción con los hechos? En resumen, ¿al absolver y declarar inocente al cabecilla, fueron conscientes de haber condenado como cómplices a unos inocentes?

En absoluto, por lo menos en cuanto a lo público: el monumento y la sentencia permanecieron; los padres de familia que la sentencia había condenado siguieron siendo infames; los hijos que dejaron huérfanos siguieron expoliados legalmente. Y en cuanto a lo que sucedió en el corazón de los jueces, ¿quién puede saber cuántos nuevos argumentos es capaz de resistir un engaño voluntario y templado contra la evidencia? Y digo un engaño más vano que nunca porque, si antes el hecho de reconocerlos inocentes era para aquellos jueces la pérdida de la ocasión de una condena, después la evidencia los llevaría a sentirse terriblemente culpables. Los engaños, la violación de la ley, que eran conscientes de haber cometido, pero que creían justificados por el descubrimiento de unos malhechores tan despreciables y funestos, no sólo reaparecerían en el desnudo y turbio aspecto de fraude y violación de la ley, sino también como los causantes de un asesinato horrendo. Un engaño, finalmente, mantenido y fortalecido por una autoridad siempre poderosa, aunque a menudo falaz, y en este caso extrañamente ilusoria, ya que en gran parte se fundamentaba en la de los propios jueces: me refiero a la autoridad del pueblo que los proclamaba sabios, celosos, fuertes, vengadores y defensores de la patria.

La columna fue demolida en 1778. En 1803 se construyó una casa en aquel espacio, y para ello también se derribó el paso elevado desde donde Caterina Rosa,

La infernal diosa que en su escondrijo estaba,[77]

entonó el grito de la carnicería: de modo que no hay nada que recuerde los espantosos efectos ni la miserable causa. En la confluencia de la calle de la Vetra con la avenida de Porta Ticinese, la casa que hace esquina, a la izquierda de quien mira desde la misma avenida, ocupa el espacio donde estaba la del pobre Mora.

Veamos ahora, si el lector tiene la bondad de seguirnos en esta última búsqueda, cómo el juicio temerario de Caterina Rosa, después de haber tenido tanto poder sobre los tribunales, ha dominado, a través de ellos, también en los libros.