La inmunidad y la tortura habían pergeñado dos historias, y aunque esto les bastaba a los jueces para pronunciar dos condenas, ahora veremos cómo trabajaron y consiguieron refundir ambas historias en una sola. Veremos además por lo que sucedió hasta qué punto sabían ellos si se trataba o no de una sola historia.
El Senado confirmó y difundió la decisión de sus delegados. «Oído lo que resultaba de la confesión de Giangiacomo Mora, examinados los antecedentes, considerado todo (menos la existencia, para un solo delito, de dos autores principales distintos, dos causas diferentes, dos disposiciones distintas de los hechos), ordenó que el dicho Mora… fuese de nuevo interrogado con toda diligencia, pero sin tortura, para que explicase mejor las cosas confesadas y obtener de él a los otros autores, mandantes y cómplices del delito, y que tras el interrogatorio fuese declarado reo, con la explicación de los hechos, de haber elaborado el compuesto mortal y habérselo entregado a Guglielmo Piazza; y le fuese asignado el plazo de tres días para constituir su defensa. Y en cuanto a Piazza, que fuese interrogado si tenía algo más que añadir a su confesión, la cual era defectuosa; y no siendo así, fuese declarado reo de haber esparcido dicho ungüento y se le asignara el mismo plazo para la defensa.» Es decir: procurad sacarle al uno y al otro lo que podáis: de todos modos, que sean declarados reos, cada uno según su confesión, aunque sean dos confesiones contradictorias.
Empezaron por Piazza aquel mismo día. No tenía nada que añadir, pero ignoraba que ellos sí lo tenían. Es posible que no hubieran previsto que acusando a un inocente creaban un acusador. Le preguntan por qué no ha declarado haberle entregado al barbero baba de apestados para elaborar el ungüento. No le he dado nada, responde, como si los que habían creído la mentira fuesen a creer la verdad. Tras un ir y venir de interrogatorios, le replican que por no haber dicho toda la verdad, como había prometido, no puede ni debe gozar de la inmunidad que se le había prometido. Entonces él dice: Señor; es verdad que el susodicho barbero me pidió que le llevase ese componente, y yo se lo llevé para hacer dicho ungüento. Esperaba que, admitiéndolo todo, volvería a obtener la inmunidad. Luego, quizá para hacer méritos o para ganar tiempo, añadió que el dinero que le prometió el barbero procedía de una persona importante, y que se había enterado por el mismo barbero, aunque no le pudo sacar de quién se trataba. No había tenido tiempo de inventar la historia.
Se lo preguntaron a Mora al día siguiente, y probablemente el pobrecillo la habría inventado si le hubiesen aplicado el tormento.
Pero, como hemos visto, el Senado había excluido la tortura para esta ocasión con la finalidad, posiblemente, de hacer menos forzada la nueva ratificación que querían de su confesión anterior. Por ello, al preguntarle si el declarante fue el primero en buscar al dicho comisario… y le prometió una cantidad de dinero, contestó: No, señor. ¿De dónde quiere, excelencia, que yo saque esa cantidad de dinero? De hecho recordaban que en la detalladísima investigación que hicieron en su casa cuando lo arrestaron, el tesoro que encontraron fue un cuenco con cinco parpagliole (doce sueldos y medio). Preguntado sobre la persona importante, contestó: Su excelencia sólo quiere la verdad y la verdad le he dicho cuando me torturaron, e incluso algo más.
En los dos extractos no se menciona que hubiese ratificado la confesión anterior. Si, como es seguro, lo obligaron a hacerlo, aquellas palabras eran una protesta cuya fuerza quizás él no comprendía, pero ellos sí debían de comprender. Además, desde Bartola, y más aún desde Glossa, hasta Farinacci, fue siempre doctrina común y axioma de la jurisprudencia que «la confesión bajo tormentos que se aplicaran sin indicios legítimos quedaba anulada e invalidada, aunque luego fuese ratificada mil veces sin tormentos (etiam quod millies sponte sit ratificata)».[73]
Tras esto a Mora y a Piazza se les hizo público, como entonces se decía, el proceso (es decir, les comunicaron las actas) por las que se les concedía el plazo de dos días para preparar sus defensas: no sabemos por qué un día menos de lo que había decretado el Senado. A cada uno se le asignó un defensor de oficio. El abogado de Mora se excusó. Verri conjetura que el rechazo se debió a una causa que no es extraña en este conjunto de cosas. «La ira —dice— había llegado al punto de considerar acción perversa y deshonrosa defender a esta desgraciada víctima.»[74] Sin embargo, en el extracto impreso que Verri no debió de ver, se registra la verdadera causa, quizá no menos extraña y, en cierto sentido, también más triste. El mismo día, el 2 de julio, el notario Mauri, convocado para la defensa del dicho Mora, dijo: No puedo aceptar esta carga porque en primer lugar soy notario criminal y no me conviene aceptar patrocinados, y también porque no soy procurador ni abogado. Iré a hablarle, para darle gusto (para complacerlo), pero no aceptaré la defensa. A un hombre que ya estaba al borde del suplicio (¡y de qué suplicio! ¡Y de qué manera!), a un hombre privado de afectos, tanto como de luces, que no podía obtener ayuda sino de ellos o por medio de ellos, ¡le proporcionaban un defensor que carecía de las competencias necesarias para tal encargo y que tenía otras incompatibles! Suponiendo que no lo hicieran con malicia, ¡con cuánta ligereza procedían! ¡Y le tocaba a un subalterno recordarles unas reglas conocidas y sacrosantas!
A su regreso, dijo: He visitado a Mora, que me ha dicho libremente que no ha cometido delito, que lo que ha dicho, lo ha dicho bajo tormentos, y cuando le he dicho libremente que no quería ni podía soportar la carga de defenderlo, me ha dicho que al menos el señor presidente se sirva proporcionarle un defensor y que no permita que muera indefenso. ¡La inocencia suplicaba a la injusticia tales favores, y con tales palabras! Y nombraron a otro.
El que asignaron a Piazza «apareció y pidió de palabra que le permitiesen consultar el proceso de su cliente, y una vez obtenido, lo leyó». ¿Era ésta la ventaja que daban a la defensa? No siempre, puesto que el abogado de Padilla, que materializó, como ahora veremos, a la persona importante lanzada en abstracto y al aire, tuvo a su disposición el proceso y mandó copiar una buena parte, gracias a lo cual tenemos noticia del mismo.
Poco antes de expirar el plazo, los dos desventurados solicitaron una prórroga: «el Senado les concedió todo el día siguiente, y no más (et non ultra)». La defensa de Padilla fue presentada en tres veces: una parte el 24 de julio de 1631, «que fue admitida sin perjuicio de la facultad de presentar más tarde la restante»; la otra, el 13 de abril de 1632, y la última, el 10 de mayo del mismo año, cuando llevaba casi dos años arrestado. Lentitud verdaderamente dolorosa para un inocente, aunque comparada con la precipitación utilizada con Piazza y con Mora, para los que sólo fue largo el suplicio, tal lentitud constituye una arbitrariedad monstruosa.
La nueva fabulación de Piazza demoró el suplicio algunos días, días llenos de falsas esperanzas y, a la vez, de nuevas y crueles torturas y de nuevas y funestas calumnias. El auditor de Sanidad fue el encargado de recibir, con gran secreto y sin la presencia de un notario, la nueva declaración del infeliz. Y esta vez fue éste quien propició el interrogatorio, por medio de su defensor, dando a entender que tenía algo más que revelar sobre la persona importante. Probablemente creía que si lograba meter en aquella red tan angosta para la huida y tan ancha para la entrada a un pez gordo, éste, para librarse de ella, haría un desgarrón tan grande que también podrían escapar los peces chicos. Y como entre las muchas y variadas conjeturas en boca de la gente sobre los autores del funesto embadurnamiento del 18 de mayo (la violencia del juicio se debió en gran parte a la irritación, al espanto y a la impresión que produjo el hecho: ¡y en cuanto a los verdaderos autores, fueron más culpables de lo que ellos mismos suponían!) también corrió la voz de que había oficiales españoles, así el desgraciado fabulador encontró algo a qué aferrarse. Además, el hecho de que Padilla fuera hijo del comandante del castillo, y también el hecho de tener un protector natural que hubiese podido obstaculizar el proceso para ayudarlo, fue probablemente lo que movió a Piazza a nombrarlo a él en lugar de a otro, si es que no era el único oficial español que conocía, aunque fuera de nombre. Tras la declaración, se le convocó para que confirmara judicialmente la reciente declaración. En la anterior había dicho que el barbero no le había querido nombrar a la persona importante. Ahora sostenía lo contrario, y para minimizar de alguna manera la contradicción, dijo que no se lo había dicho enseguida. Finalmente me dijo al cabo de cuatro o cinco días que este personaje importante era un tal Padilla, cuyo nombre de pila no recuerdo, aunque me lo dijo. Sé muy bien, y recuerdo que precisamente me lo dijo, que era hijo del castellano del castillo de Milán. Dinero, sin embargo, no dijo haber recibido del barbero, pero aseguró que no sabía siquiera si éste lo había recibido de Padilla.
Se le hizo ratificar a Piazza esta declaración y enseguida se envió al auditor de Sanidad a comunicárselo al gobernador, tal como refiere el proceso, y seguramente a preguntarle si consentiría, si fuese necesario, consignar a Padilla a la autoridad civil, porque era capitán de caballería y entonces se encontraba con el ejército en Monferrato. Ya de vuelta el auditor y confirmada de nuevo la declaración de Piazza, cayeron nuevamente encima del infeliz Mora, le instan para que confiese que había prometido dinero al comisario y le había confiado que tenía a una persona importante, y tras decirle finalmente de quién se trataba, contestó: jamás se probará, si yo lo supiese, lo diría en conciencia. Tiene lugar un nuevo careo y preguntan a Piazza si es verdad que Mora le ha prometido dinero, declarando que todo esto era una consigna y un encargo de Padilla, hijo del señor castellano de Milán. El defensor de Padilla observa, con mucha razón, que «so pretexto de un careo» le contaron a Mora «aquello que querían que dijese». De hecho sin éste u otro medio similar no habrían conseguido sacarle el nombre del personaje. La tortura podía convertirlo en un mentiroso, pero no en un adivino.
Piazza sostuvo lo que había declarado. ¿Y vos queréis decir esto?, exclamó Mora. Sí, quiero decirlo, porque es la verdad —replicó el miserable con descaro—. Por vos he llegado a este mal paso y sabéis muy bien que me lo dijisteis en la puerta de vuestra botica. Mora, que quizás había esperado, con la ayuda del defensor, aclarar su inocencia, y ahora presentía que nuevas torturas le arrancarían una nueva confesión, no encontró fuerzas siquiera para oponer otra vez la verdad a la mentira. Sólo dijo: ¡Ya no hay remedio! Por vuestra culpa, moriré.
Así, convocado de nuevo Piazza, lo intiman a que diga la verdad, y en cuanto dice: Señor, he dicho la verdad, lo amenazan con la tortura: Lo que se hará siempre sin prejuicio en aquel que es convicto y confeso, y no de otro modo. Era una fórmula habitual; pero el haberla adoptado en este caso pone de manifiesto hasta qué punto la obsesión por condenar les había privado de la facultad de la reflexión. ¿Cómo la confesión de haber inducido al delito a Piazza con la promesa del dinero que obtendrían de Padilla no iba a perjudicar la confesión de haberse dejado inducir al delito por el primero con la esperanza de obtener ganancias con el antídoto?
Sometido a tortura, se confirmó enseguida todo lo que había dicho el comisario. Pero como para los jueces no era suficiente, dijo que Padilla le había propuesto que hiciese un ungüento para untar las puertas y los candados, prometiéndole el dinero que quisiese.
Nosotros, que no albergamos temor por ungimientos ni ira contra ios ungidores, ni tenemos tampoco que satisfacer a los airados, observamos con claridad y sin ningún esfuerzo cómo se incitó y se obtuvo dicha confesión. Pero, sí hubiese necesidad, tenemos también una declaración de primera mano. Entre los muchos testimonios que recogió el defensor de Padilla, existe el de un capitán llamado Sebastiano Gorini, que entonces se encontraba no sabemos por qué en las mismas cárceles, y que hablaba a menudo con un sirviente del auditor de Sanidad al que habían puesto para vigilar a aquel infeliz. Declara lo siguiente: «Me dijo dicho sirviente en cuanto el tal barbero volvió del interrogatorio: “¿Su excelencia no sabe que el barbero me ha soltado ahora que en el interrogatorio ha soplado el nombre del señor don Gioanni, hijo del señor castellano?”. Y yo, al oír esto, quedé asombrado, y le dije: “¿Seguro?”. Y el sirviente me contestó que sí, pero que también era verdad que el barbero aseguraba no recordar haber hablado nunca con ningún español, y que si le hubiesen mostrado a tal señor don Gioanni, no lo habría reconocido. Y luego añadió: “Yo entonces le pregunté por qué había dado su nombre. Y él me dijo que lo había hecho porque lo había oído nombrar allí, y que contestaba según lo que oía o decía lo que se le pasaba por la cabeza”». Esto favoreció (demos gracias al cielo) a Padilla. Pero ¿vamos a creer que los jueces que habían puesto, o habían permitido que se le pusiera a Mora un guardia que era sirviente de ese auditor tan activo, tan indagador, no conociesen, sino mucho después, por casualidad y de boca de un testigo, esas palabras tan verosímiles y desesperanzadas un momento después de aquellas otras extrañas palabras que le había arrancado el dolor? ¿Por qué razón, entre tantas cosas raras, a los jueces también les pareció extraña aquella relación del barbero milanés y el caballero español? Le preguntaron quién había sido el mediador, y en primera instancia dijo que había sido uno de los suyos, de aspecto y vestido así y asá. Pero constreñido a nombrarlo, dijo: Don Pedro de Zaragoza. Éste, al menos, era un personaje imaginario.
Luego (después del suplicio de Mora, se entiende) se llevaron a cabo las investigaciones más minuciosas y pertinaces. Fueron interrogados soldados y oficiales, e incluso el comandante del castillo, don Francisco de Vargas, que había sucedido al padre de Padilla: nadie había oído nombrar a don Pedro de Zaragoza, aunque finalmente encontraron en las cárceles del alcalde a un tal Pedro Verdeno, natural de Zaragoza, acusado de robo. Durante el interrogatorio el hombre aseguró que por entonces estaba en Nápoles. Sometido a tortura, mantuvo su declaración, y ya no se volvió a hablar de Pedro de Zaragoza.
Acorralado con nuevas preguntas, Mora añadió que luego se lo había propuesto al comisario, quien también había obtenido dinero por lo mismo, de no sé quién. Y es cierto que no lo sabía, pero los jueces quisieron saberlo. El desgraciado, sometido de nuevo a tortura, nombró a una persona real, a un tal Giulio Sanguinetti, banquero: «El primero que se le ocurrió al hombre que inventaba por el dolor».[75]
Piazza, que siempre dijo que no había recibido dinero, en el nuevo interrogatorio dijo enseguida que sí. (El lector recordará, mejor quizá que los jueces, que cuando visitaron la casa de este hombre encontraron menos dinero que en la de Mora.) Dijo, por lo tanto, que lo había obtenido de un banquero; y como los jueces no le nombraron a Sanguinetti, él nombró a otro: Girolamo Turcote. Y éste y aquél, y varios agentes suyos, fueron arrestados, interrogados, sometidos a tortura. Sin embargo, como no cejaron en su negación, finalmente fueron liberados.
El 21 de julio, se les comunicó a Piazza y a Mora las actas posteriores a la reanudación del proceso, concediéndoles un nuevo plazo de dos días para que prepararan su defensa. En esta ocasión, el uno y el otro eligieron un defensor, probablemente por consejo de los que les habían asignado de oficio. El 23 del mismo mes, Padilla fue arrestado; es decir, como atestigua su defensa, se le comunicó a través del comisario general de caballería que, por orden de Spinola, tenía que presentarse como prisionero en el castillo de Pomate, y así lo hizo. Su padre, según revela la misma defensa, presentó una instancia a través de su lugarteniente y de su secretario para que se suspendiese la ejecución de la sentencia contra Piazza y Mora hasta que se realizara un careo con don Juan. Y le llegó la respuesta de «que no se podía suspender porque el pueblo clamaba… (aquí aparece nombrado por fin ese civium ardor prava jubentium; la única vez que se pudieron hacerlo sin confesar una sumisión vergonzosa y atroz, ya que se trataba de la ejecución de un juicio, no del juicio mismo. Pero ¿acaso el pueblo iniciaba entonces sus clamores? ¿O es que sólo entonces los jueces tomaban en cuenta sus gritos?) pero que en cualquier caso el señor don Francisco no se incomodase porque la gente infame, como eran esos dos, no podía perjudicar con su declaración la reputación del señor don Juan». ¡Y la declaración de aquellos dos infames valió contra el otro! ¡Tantas veces los jueces la habían dado por cierta! ¡Y en la sentencia decretaron que, tras la comunicarles la misma, fuesen el uno y el otro sometidos de nuevo a tormento para saber algo de los cómplices! ¡Y sus declaraciones llevaron a torturas, luego a confesiones y a suplicios; y como si esto no fuera suficiente, también a suplicios sin confesiones!
«Y así —concluye la declaración del mentado secretario— volvimos al señor castellano y lo pusimos al corriente de cuanto había sucedido; él no dijo nada, pero quedó mortificado, y su mortificación fue tal que murió a los pocos días.»
La infernal sentencia disponía que fuesen conducidos al suplicio en un carro, marcados con hierro candente durante el camino, que les fuese cortada la mano derecha delante de la botica de Mora, quebrados los huesos con la rueda y, atados a ella, alzados del suelo, al cabo de seis horas estrangulados, quemados los cadáveres y lanzadas al río las cenizas; que fuese demolida la casa de Mora y en el espacio que ocupaba aquélla que fuese erigida una columna de nombre infame, y se prohibía a perpetuidad que se reedificara en ese lugar. Y como si aún hubiese algo que pudiera aumentar el horror, el desdén y la compasión, aquellos desgraciados, tras comunicárseles semejante sentencia, confirmaron, o más bien ampliaron sus confesiones, y por la fuerza de las razones mismas que antes les habían arrancado. La esperanza, no extinta todavía, de librarse de la muerte, de la violencia de los tormentos, que comparados con la monstruosa sentencia casi podrían llamarse ligeros, aunque presentes e inevitables, les hicieron reafirmarse en sus mentiras y nombrar a nuevas personas. Así, prometiendo inmunidad y aplicando la tortura, aquellos jueces conseguían, no sólo dar una muerte atroz a unos inocentes, sino también hacerlos morir culpables.
En la defensa de Padilla se encuentran, y resulta consolador, las protestas que ellos hicieron de su inocencia y de la de los otros en cuanto estuvieron seguros de que iban a morir y de que ya no tenían que contestar. El capitán antes citado declaró que, encontrándose junto a la capilla donde metieron a Piazza, oyó que «gritaba y decía que moría injustamente, y que había sido asesinado bajo promesa» y rechazaba el ministerio de dos capuchinos que habían ido a prepararlo para morir como un cristiano. «Y en cuanto a mí —añadió— comprendí que tenía la esperanza de que su causa fuera revocada… y me acerqué al dicho comisario, pensando que hacía un acto de caridad si lo persuadía a bien morir en la gracia de Dios, como efectivamente conseguí, puesto que los padres no tocaron el mismo punto que yo, que fue asegurarle que nunca había visto ni oído decir que el Senado revocase causas similares una vez establecida la condena… Finalmente, tanto dije, que se tranquilizó… y ya serenado, soltó unos cuantos suspiros y luego dijo cómo había acusado indebidamente a muchos inocentes.» Tanto él como Mora dictaron a los religiosos que los asistieron una retractación formal de todas las acusaciones que la esperanza y el dolor les habían arrancado. Ambos soportaron aquel largo suplicio, aquella serie de suplicios, con una fuerza que, en hombres vencidos tantas veces por el temor a la muerte y al dolor, que morían víctimas, no de una gran causa, sino de un miserable accidente, de un error estúpido, de engaños fáciles y bajos; hombres que, al convertirse en infames, eran deshonrados, no tenían que oponer a la execración pública más que el sentimiento de una inocencia vulgar, negada, y tantas veces renegada por ellos mismos; hombres (duele pensar en ellos, pero ¿se puede no pensar?) que tenían una familia, esposa, hijos, y que lo soportaron todo con una fuerza que no se podría entender si no supiéramos que se trataba de resignación: ese don que, en la injusticia de los hombres, revela la justicia de Dios, y en las condenas, sean cuales fueren, es una promesa no sólo del perdón, sino de la recompensa. Ni el uno ni el otro dejaron de decir hasta el último momento, en la rueda, que aceptaban la muerte como castigo por los pecados que habían cometido de verdad. ¡Aceptar lo que no se podría rechazar! Palabras que pueden parecer carentes de sentido a quienes en las cosas sólo vean el efecto material; pero palabras con un sentido claro y profundo para quien considera, o sin considerarlo, entiende, que lo que en una deliberación puede ser más difícil, y más importante, la persuasión de la mente y el sometimiento de la voluntad, es igualmente difícil, igualmente importante, tanto si el efecto depende de ello como si no; tanto en el consenso como en la elección.
Aquellas protestas podían aterrorizar la conciencia de los jueces, podían irritarla. Y desgraciadamente consiguieron manifestarlas en parte, de un modo que hubiese sido el más decisivo si no hubiese sido el más ilusorio; es decir, haciendo que se autoinculparan muchos de los que habían sido exculpados por dichas protestas. De estos otros procesos, como ya hemos dicho antes, nos ocuparemos superficialmente, y sólo de algunos, porque nos centraremos en el de Padilla, el principal por la importancia de la acusación y, tanto por la forma como por la conclusión, punto de inflexión para todos los demás casos.