El auditor acudió con los esbirros a casa de Mora y lo encontraron en la botica. Otro reo que no pensaba huir ni esconderse aunque su cómplice permaneciese en prisión desde hacía cuatro días. Con él estaba uno de sus hijos y el auditor ordenó que los arrestaran a los dos.
Verri encontró en los libros parroquiales de San Lorenzo que el infeliz barbero también tenía tres hijas: una de catorce años, una de doce y otra que ya había cumplido los seis. Impresionar ver que un hombre rico, noble, célebre, con una dignidad pública, se tomase el trabajo de ahondar en la memoria de una familia pobre, oscura, olvidada, ¿qué digo? infame; y en medio de una posteridad ciega y tenaz heredera de la estulta execración de los antepasados, buscar nuevos argumentos para una compasión generosa y sabia. Es verdad que no es razonable oponer compasión a justicia, justicia que debe castigar aunque se vea obligada a lamentar, y no sería justicia si pretendiera condonar las penas de los culpables por el dolor de los inocentes. Pero contra la violencia y el fraude, la compasión también es una razón. Y si sólo hubiesen existido aquellas primeras angustias de una mujer y una madre, aquella revelación de un nuevo espanto, y del nuevo llanto de unas niñas que veían cómo apresaban a su padre, a su hermano, cómo los ataban y trataban como delincuentes, la carga sería terrible para aquellos que no tenían de la justicia el deber, y menos de la ley el permiso, de hacer lo que hicieron.
Porque para proceder al apresamiento, como es lógico, se requerían indicios. Y aquí no había ni fama, ni fuga, ni querella de un ofendido, ni acusación de persona digna de confianza, ni declaración de testigos; no había cuerpo del delito; sólo había lo que declaró un presunto cómplice. Y para que una declaración tal, que no tenía ningún valor, pudiese dar al juez la facultad de proceder, eran necesarias muchas condiciones. Tendremos ocasión de ver que se incumplió más de una que era esencial, y podríamos demostrarlo de muchas otras. Pero no hay necesidad, porque aunque todas se hubiesen cumplido puntualmente, en este caso existía una circunstancia que hacía que la acusación fuese radical e irremediablemente nula: se hizo después de una promesa de inmunidad. «A aquel que confiese con la esperanza de inmunidad, concedida por la ley o prometida por el juez, no se le crea nada contra los imputados», dice Farinacci.[56] Y Bossi: «Se puede oponer al testimonio que aquel que ha dicho, lo haya dicho para que se le prometa inmunidad… mientras que un testimonio debe hablar sinceramente y no con la esperanza de una ventaja… Y esto vale también para los casos en los que, por otras razones, se puede hacer excepción a la regla que excluye al cómplice de declarar… porque aquel que declara por una promesa de inmunidad se llama corrupto y su palabra no vale nada».[57] Y era doctrina unánimemente aceptada.
Mientras se preparaban para inspeccionarlo todo, Mora le dijo al auditor: ¡Mire excelencia! Sé que habéis venido por lo del ungüento; mire excelencia, allí está, precisamente es ese tardío que había preparado para dárselo al comisario, pero no ha venido a recogerlo. Yo, gracias a Dios, no estoy en falta. Su excelencia mire bien, yo no estoy en falta: podéis ahorraros llevarme atado. El infeliz creía que el arresto se debía a haber elaborado y despachado el compuesto sin licencia.
Rebuscan por todas partes; repasan vasos, vasijas, ampollas, probetas, tarros. (Los barberos en aquella época ejercían la baja cirugía, y de ahí a ejercer un poco de médico y un poco droguero no había más que un paso.) Hubo dos cosas que les parecieron sospechosas y, no sin antes solicitar el perdón del lector, estamos obligados a hablar de ellas, porque fueron las sospechas que manifestaron en el transcurso de la visita las que luego le dieron al pobre desventurado una indicación, un medio para poderse inculpar en el tormento. Por otra parte, en esta historia hay algo más fuerte que la repugnancia.
En época de peste era natural que un hombre que debía tratar con muchas personas, y sobre todo con enfermos, se mantuviera en lo posible alejado de la familia: y el defensor de Padilla hace esta observación donde, como veremos ahora mismo, se opone al proceso por no existir un cuerpo del delito. Además, la peste había reducido en aquella desolada población la necesidad de la limpieza, que ya era escasa. Por ello se encontraron, en un cuartucho detrás de la botica, dos recipientes llenos de estiércol humano, dice el proceso. Uno de los esbirros se sorprende (a todos les era lícito hablar contra los ungidores) y señala que arriba está la letrina. Mora contesta: Yo duermo aquí abajo, nunca subo arriba.
Lo segundo fue que en un patinejo descubrieron dentro de la boca de un horno un caldero de cobre con agua turbia, en cuyo fondo se ha encontrado una materia viscosa amarilla y blanca la cual, al lanzarla contra el muro para hacer la prueba, se adhería. Mora dijo: es jabón de cenizas; y el proceso observa que lo dijo con mucha insistencia, cosa que evidencia hasta qué punto los otros lo encontraban misterioso. Pero ¿cómo se arriesgaron tanto con un veneno tan potente y tan misterioso? Posiblemente el furor frenara el miedo, que también era uno de sus acicates.
Entre los papeles se encontró una receta que el auditor entregó en mano a Mora para que explicase de qué se trataba y el hombre la rompió porque, en aquella confusión, la tomó por la receta del específico. Recogieron enseguida los pedazos y veremos cómo este miserable accidente luego fue utilizado contra el infeliz.
En el extracto del proceso no se dice a cuántos arrestaron con él. Ripamonti dice que se llevaron a toda la gente de la casa y de la botica; jóvenes, mozos, mujer, hijos, y también parientes si los había.[58]
Al salir de aquella casa, en la que ya no volvería a poner el pie, de aquella casa que sería demolida hasta los cimientos para dar lugar a un monumento a la infamia, Mora dijo: No estoy en falta, y si lo estoy que sea castigado; pero desde lo del recetario, no he hecho nada más, y si he fallado en algo, ruego misericordia.
El mismo día fue interrogado, y se le preguntó sobre todo por el jabón de cenizas que habían encontrado en su casa y sobre sus relaciones con el comisario. Sobre la primera cuestión, contestó: Señor, yo no sé nada, es cosa de las mujeres; que les pidan cuentas a ellas, que lo dirán; porque yo sabía tanto que allí había ese jabón de cenizas como que hoy me llevarían a prisión.
En cuanto al comisario, habló del tarro de ungüento que debía entregarle y especificó sus ingredientes. Dijo que no había tenido otra relación con él, como no fuera que alrededor de un año antes el otro había ido a su casa a pedirle un servicio profesional. Acto seguido interrogaron al hijo y fue entonces cuando el pobre muchacho repitió la estupidez del tarro y la pluma que hemos referido al principio. En cuanto a lo demás, el interrogatorio no fue concluyente. Verri observa en una apostilla que «se hubiese debido interrogar al hijo del barbero sobre aquel jabón de cenizas y ver desde cuándo se encontraba en el caldero, cómo se había hecho y para qué uso, y entonces se hubiese aclarado mejor el asunto. Sin embargo —añade— temían no encontrarlo culpable». Y aquí está la clave de todo.
Interrogaron sobre aquel particular a la pobre mujer de Mora, la cual, a las distintas preguntas, contestó que había hecho la colada hacía diez o doce días; que cada vez reponía el jabón de cenizas para ciertos usos de cirugía, que por eso lo habían encontrado en la casa, pero que ése no lo habían utilizado porque no había sido necesario.
Se hizo examinar ese jabón de cenizas por dos lavanderas y tres médicos. Aquéllas dijeron que era jabón de cenizas, pero descompuesto; éstos, que no era jabón de cenizas; las unas y los otros porque el fondo era pegajoso y hacía hebras. «En la botica de un barbero —dice Verri—, donde se deben lavar tejidos sucios de llagas y ungüentos, ¿qué más natural que encontrar un sedimento viscoso, graso, amarillento, tras varios días de verano?»[59]
A la postre, y en última instancia, aquellos registros no daban como resultado un descubrimiento sino una contradicción. Y el defensor de Padilla dedujo de ello, con razón más que sobrada, que «de la lectura del mismo proceso ofensivo, no se observa que conste el cuerpo del delito, requisito y preámbulo necesario para que se proceda al reato, acto que puede perjudicar y provocar un daño irreparable». Y observa que era tanto más necesario por cuanto el efecto que se quería atribuir a un delito, la muerte de tantas personas, tenía su causa natural. «Entre aquellas vagas acusaciones —dice—, cuando más necesario era recurrir a la experiencia, buscaban en las constelaciones malignas y en los pronósticos de los matemáticos, que vaticinaban la peste del año 1630, mientras en tantas ciudades insignes de Lombardía e Italia asoladas y destruidas por la peste nadie pensó ni temió en la posibilidad de ungimientos.» También aquí el error viene en ayuda de la verdad que, sin embargo, no lo necesitaba. Es doloroso ver cómo este hombre, tras haber hecho ésta y otras observaciones igualmente apropiadas para demostrar lo quimérico del propio delito, después de haber atribuido a la fuerza de los tormentos las declaraciones que acusaban a su cliente, diga estas extrañas palabras:
«Conviene reconocer que, por la malignidad de los mentados y de otros cómplices, con ánimo de desvalijar las casas y obtener ganancias, como refiere el dicho barbero en el folio 104, cometieron un gran delito contra la Patria».
En la carta que informaba al gobernador, el capitán de justicia habla así de esta circunstancia: «El barbero es apresado y en su casa se han encontrado algunas mezclas, a juicio de los peritos, muy sospechosas». ¡Sospechosas! Palabra que el juez profiere, pero que no desestima sino a pesar suyo y tras haber probado todos los medios para llegar a la certeza. Y si no supiéramos todos, o no pudiéramos adivinar, los tormentos que entonces estaban en uso y que se hubiesen podido adoptar cuando se hubieran decidido a aclarar el verdadero poder venenoso de aquella porquería, el hombre que presidía el proceso nos lo habría hecho saber. En aquella otra carta que recordamos un poco más arriba con la que el tribunal de Sanidad informó al gobernador de aquel gran embadurnamiento del 18 de mayo también se hablaba de un experimento realizado con unos perros «para asegurarse de si tales untuos eran o no pestíferos». Pero entonces no tenían en sus manos a ningún hombre con el que pudiesen experimentar la tortura y contra el cual las turbas gritasen: ¡fuera!
Sin embargo, antes de poner en un brete a Mora, quisieron obtener del comisario noticias más claras y precisas; y el lector dirá que era necesario. Lo mandaron llamar y le preguntaron si lo que había declarado era verdad, y si no recordaba nada más. El hombre confirmó lo que había dicho, pero no encontró nada que añadir.
Entonces le dijeron que resulta muy inverosímil que entre el dicho barbero y él no existiera más negociación que la que ha declarado, tratándose de un negocio tan grave, el cual no se encarga a una persona para que lo lleve a cabo sino con gran y segura negociación, y no deprisa y corriendo, como él declara.
La observación era justa, pero llegaba tarde. ¿Por qué no hacerla al principio, cuando Piazza declaró en aquellos términos? ¿Por qué llamar verdad a tal cosa? ¿Acaso tenían el sentido de lo verosímil tan obtuso, tan lento, que necesitaban un día entero para comprender que allí no estaba? ¿Ellos? Todo lo contrario. El sentido de lo verosímil lo tenían delicadísimo, demasiado delicado. ¿No eran ellos mismos los que habían percibido enseguida cosas inverosímiles como que Piazza no hubiese oído hablar de los ungimientos en la calle de la Vetra e ignorase el nombre de los diputados de una parroquia? Y ¿por qué en un caso tan sofisticados y en el otro tan burdos?
El porqué lo conocían ellos y Aquel que todo lo sabe. Lo que nosotros podemos ver es que hallaron inverosimilitud cuando podía ser un pretexto para someter a tortura a Piazza y no la encontraron cuando hubiese sido un obstáculo demasiado manifiesto para la detención de Mora.
Hemos visto, es verdad, que la declaración del primero, como radicalmente insustancial, no podía darles ningún derecho a la detención. Pero puesto que querían utilizarla a toda costa, por lo menos había que conservarla intacta. Si la primera vez no le hubiesen dicho aquellas palabras: tiene mucho de inverosímil, si él no hubiese salvado la dificultad dándole al hecho una forma tan extraña y sin contradecir lo ya dicho (cosa que no cabía esperar), se hubiesen encontrado en una encrucijada: soltar a Mora o encarcelarlo después de protestar previamente ellos mismos, por así decirlo, contra tal acto.
Acompañaba a la observación una advertencia terrible. Y por ello; si no resuelve decir enteramente la verdad, como ha prometido, se le advierte que no se le conservará la inmunidad prometida cada vez que la susodicha confesión suya se encuentre menguada e incompleta sobre todo aquello que ha pasado entre él y el mentado barbero, y por el contrario, si dice la verdad se le conservará la inmunidad prometida.
Y aquí se observa, como ya hemos dicho, de qué sirvió a los jueces no haber recurrido al gobernador para obtener esa inmunidad. Si la hubiese concedido éste, no se habría podido retirar con tal desenvoltura. Pero las palabras de un auditor se podían anular con otras palabras.
Obsérvese que la inmunidad para Baruello se solicitó al gobernador el 5 de septiembre, es decir, después del suplicio de Piazza, de Mora y de algún otro infeliz. Entonces ya podían arriesgarse a dejar escapar a alguno: la fiera había comido y sus rugidos ya no debían de ser tan impacientes e imperiosos.
Tras la advertencia, el comisario, firmemente afianzado en su desgraciado propósito, tenía que aguzar el ingenio cuanto le fuera posible, pero no se le ocurrió más que repetir la historia anterior. Escuche, su excelencia: dos días antes que me entregase el ungüento, el dicho barbero se encontraba en la avenida de Porta Ticinese en compañía de otros tres y viéndome pasar me dijo: comisario, tengo un ungüento que daros; y yo le dije: ¿queréis dármelo ahora? Y él me dijo que no, y entonces no me dijo el efecto que tendría el dicho ungüento; pero cuando me lo dio después, me dijo que era un ungüento para ungir las murallas, para que muriese gente; y yo no le pregunté si lo había probado. Sin embargo, la primera vez había dicho: Él no me dijo nada, pero dicho ungüento debía de estar envenenado; la segunda: Me dijo que era para que muriese gente. Y sin hacer caso de tal contradicción, le preguntan quiénes eran ésos que estaban con el dicho barbero y cómo iban vestidos.
Él no lo sabe; sospecha que son vecinos de Mora; no recuerda cómo iban vestidos, sólo mantiene que es verdad todo lo que ha declarado en su contra. Interrogado sobre si está dispuesto a mantenerlo en un careo, contesta que sí. Es sometido a tortura para purgar la infamia y para validar su testimonio contra aquel infeliz. Gracias al cielo, los tiempos de la tortura están bastante lejanos, así que estas fórmulas requieren una explicación. Una ley romana prescribía que «el testimonio de un gladiador o de persona similar, no valía sin tormentos».[60] Luego la justicia puso el nombre de infames, las personas a las que debía aplicarse esta regla. Y el reo, confeso o convicto, entraba en aquella categoría. Veamos pues cómo entendían que la tortura purgaba la infamia. Como infame, decían, el cómplice no merece confianza; pero cuando afirme algo contrario a su interés, un interés claro, vivo, presente, puede creerse que es la verdad la que lo impulsa a afirmar. Por tanto, después de que un reo ha acusado a otros se le intima a retractarse o a someterse a tormento; y si él persiste en la acusación se hace efectiva la amenaza, y si persiste también bajo tormento, su declaración resulta creíble: la tortura ha purgado la infamia, restituyendo a dicho acusado la autoridad que no podía tener por su condición de reo.
¿Por qué no hicieron que Piazza confirmase en el tormento la primera declaración? ¿Fue por no poner a prueba esa declaración tan insuficiente, pero tan necesaria para la captura de Mora? Es evidente que tal omisión la hacía aún más ilegal, ya que se admitía que la acusación del infame, no confirmada bajo tormento, daba lugar, como cualquier otro indicio defectuoso, a recabar más información, pero no a proceder contra la persona.[61] Y referente a las usanzas del foro milanés, veamos lo que declara Claro en términos generales: «Para que la declaración del cómplice resulte fiable, es necesario que la confirme en el tormento porque, al ser él infame a causa de su propio delito, no puede admitirse como testimonio sin tortura, y así se practica entre nosotros (et ita apud nos servatur)».[62]
Por lo tanto ¿tenía alguna legalidad la tortura a la que sometieron al comisario en este último pacto? Ciertamente, no: era inicua aun según las leyes, puesto que lo sometieron a tormento para validar una acusación que no podía validarse de ninguna manera porque se había conseguido prometiendo la inmunidad. Obsérvese cómo Bossi los advirtió a este propósito: «Siendo la tortura un mal irreparable, cuídese bien de no hacerla sufrir en vano a un reo en casos similares, es decir, cuando no existan otras presunciones o indicios de delito».[63] ¿Entonces? ¿Actuaban contra la ley tanto si lo torturaban como si no? Por supuesto. ¿Tan sorprendente resulta que quien se ha metido en un camino falso desemboque en otros dos que no son buenos, ni uno ni el otro?
Por otra parte, es fácil adivinar que la tortura que se le aplicó para obligarle a retractarse de la acusación no debió de resultar tan dura como la que le aplicaron para obligarlo a acusarse. De hecho, esta vez no se anotaron exclamaciones, ni gritos ni gemidos: el reo mantuvo tranquilamente su declaración.
Le preguntaron por qué no lo había hecho en las primeras declaraciones. Obsérvese que no podían quitarse la duda de la cabeza, ni del corazón el remordimiento, de que aquella estúpida historia se hubiese inspirado en la inmunidad. Y el hombre contestó: fue por el impedimento del agua que ya he dicho que había bebido. Ciertamente habrían preferido algo más concluyente, pero tuvieron que conformarse. Habían olvidado, ¿qué digo? esquivado, excluido, todos los medios que podían llevar al descubrimiento de la verdad: de las dos conclusiones enfrentadas que podían resultar de la investigación, ellos habían querido una, y adoptado primero un medio, y luego otro, para obtenerla a cualquier precio. ¿Pretendían acaso obtener esa satisfacción que provoca la verdad que se busca sinceramente? Apagar la luz es un medio eficacísimo para no ver aquello que no gusta, pero no para ver lo que se desea.
Mientras lo bajaban de la cuerda y lo desataban, el comisario dijo: Señor, os ruego que me dejéis pensar un poco hasta mañana, y entonces diré lo que recuerde que sea de utilidad, tanto contra él, como contra los demás.
Luego, mientras lo conducían de nuevo a la cárcel, se detuvo, diciendo: Ah, no sé qué decir; y nombró como gente amiga de Mora, y poco recomendable, al tal Baruello y a dos afiladores,[64] Girolamo y Gaspare Migliavacca, padre e hijo.
De este modo el desgraciado trataba de suplir con el número de víctimas la falta de pruebas. Pero ¿acaso los que lo habían interrogado no se daban cuenta de que esa adición era una prueba más de que no sabía qué contestar? Eran ellos quienes le habían pedido que inventara unas circunstancias que hicieran verosímiles los hechos. Y quien propone la dificultad, luego no puede decir que no la ve. Esas nuevas denuncias en el aire, o esas tentativas de denuncia, querían decir abiertamente: pretendéis que os aclare un hecho; ¿cómo es posible, si el hecho no existe? Pero, en última instancia, lo que os agobia es la necesidad de tener personas a las que condenar; personas que yo os entrego; ahora os toca a vosotros sacarles lo que necesitéis. Con alguna lo conseguiréis pues lo habéis conseguido conmigo.
No mencionaremos a los tres hombres que nombró Piazza y a los otros que, pasado el tiempo, señaló con el mismo fundamento y que fueron condenados con la misma seguridad, excepto cuando sea necesario para relatar su historia y la de Mora (los cuales, por ser los primeros que cayeron en aquellas manos, siempre fueron considerados como los principales autores del delito), o cuando aparezca algo digno de una observación particular. También omitimos en este lugar, como haremos en otros lugares, hechos e incidentes secundarios, para centrarnos enseguida en el segundo interrogatorio de Mora, que tuvo lugar aquel mismo día.
Entre varias preguntas sobre su específico, sobre el jabón de cenizas, sobre unas lagartijas que había encargado capturar a unos chicuelos para elaborar una medicina de aquella época (preguntas que satisfizo como hombre que no tiene nada que esconder ni que inventar), le ponen delante los trozos del papel que había roto durante la investigación en su casa. Lo reconozco —dijo—, es la receta que rompí inadvertidamente; podrán reunir los pedacitos para ver el contenido y recordaré quién me lo dio.
Después lo interrogaron en este sentido: de qué manera, no teniendo tanta amistad con el dicho comisario llamado Guglielmo Piazza, como ha dicho en el interrogatorio anterior; el tal comisario se apresuró a buscar el susodicho recipiente del protector; y el declarante se ofreció a entregárselo, con tanta libertad y presteza, y le pidió que fuera a buscarlo, tal como ha declarado en su anterior interrogatorio.
Veamos cómo vuelve a aparecer el momento culminante de la verosimilitud. Cuando Piazza aseguró por primera vez que el barbero, su amigo de buenos días y feliz año, con aquella misma libertad y presteza, le ofreció un recipiente para matar gente, no pusieron pegas, pero se las ponen a quien asegura que se trataba de un remedio. Porque lo lógico sería poner pocos reparos a que buscara un cómplice de una trasgresión leve, y además por algo en sí honestísimo, y ponerlos si se buscara en un atentado tan peligroso como execrable. Pero no es éste un descubrimiento que se haya hecho en estos dos últimos siglos. No era el hombre del siglo XVIII el que razonaba al revés: era el hombre de la rabia. Mora contestó: Yo lo hice por interés.
Luego le preguntan si conoce a los hombres que Piazza había nombrado; contesta que los conoce pero no es amigo de ellos porque son de esas personas en cuyos asuntos no hay que meterse. Le preguntan si conoce a quien ha ungido toda la ciudad; contesta que no. Le preguntan si sabe quién ha entregado el ungüento con el que el comisario ha ungido las murallas: contesta que no.
Finalmente, le preguntan si sabe de persona alguna que, con ofrecimiento de dinero, buscase al dicho comisario para que ungiera las murallas de la Vetra de’ Cittadini, y que para que lo hiciese, sabe si le entregó un recipiente de vidrio con el ungüento en su interior. Contestó, inclinando la cabeza, y bajando la voz (flectens caput, et submissa voce): No sé nada.
Es posible que sólo entonces comenzase a comprender a qué fin extraño y horrible llevaría aquella vorágine de preguntas. Y quién sabe en qué circunstancias hicieron esas preguntas aquellos que, inseguros de su descubrimiento, tenían que demostrar que conocían los hechos y fortalecerse contra las posibles negativas. En los rostros y los gestos de los interrogados, ni reparaban. Y así, siguieron preguntándole directamente si el declarante buscó al susodicho Guglielmo Piazza, comisario de Sanidad’, para ungir las murallas de los alrededores de la Vetra de’ Cittadini y para que lo hiciese le entregó un recipiente de vidrio lleno del ungüento que debía utilizar, y con la promesa de entregarle cierta cantidad de dinero.
Y el barbero exclamó, más que respondió: ¡No, señor! ¡Maidè,[65] no! ¡No por toda la eternidad! ¿Hacer yo esas cosas? Son palabras que tanto puede decirlas un culpable como un inocente, pero no así.
Le replicaron: ¿Qué dirá cuando el susodicho Guglielmo Piazza, comisario de Sanidad, le sostenga esta verdad a la cara?
¡De nuevo esta verdad! Sólo conocían el asunto por la declaración de un supuesto cómplice al que ellos mismos había dicho aquel mismo día que su explicación era demasiado inverosímil, él no había sabido añadir siquiera una sombra de verosimilitud como no fuera la de la propia contradicción, y a Mora le decían claramente ¡esta verdad! ¿Era un problema, como dije, de la brutalidad de aquellos tiempos? ¿De unas leyes bárbaras? ¿Era ignorancia? ¿Acaso superstición? ¿O quizás una de esas ocasiones en que la iniquidad se delata a sí misma?
Mora contestó: Cuando me diga eso a la cara, le diré que es un infame, y que no puede decirlo porque nunca ha hablado conmigo de tal cosa, ¡y guárdeme Dios!
Llaman a Piazza y en presencia de Mora le preguntan enseguida si es verdad esto, y esto y lo otro; todo lo que ha declarado. Contesta: Sí, señor, es verdad. El pobre Mora grita: ¡Ah, Dios misericordioso! Nunca podrán probarlo.
El comisario: Yo me veo ahora en esta situación por secundaros a vos.
Mora: Nunca se probará, no probaréis que habéis estado en mi casa.
El comisario: Ojalá no hubiese ido a vuestra casa como fui; me encuentro en esta situación por vos.
Mora: Nunca se probará que estuvisteis en mi casa.
Tras esta declaración, fueron enviados de nuevo a sus respectivas cárceles.
El capitán de justicia, en la carta repetidamente citada al gobernador, da cuenta del careo en estos términos: «Piazza le ha sostenido valerosamente a la cara que era cierto que recibió el ungüento de sus manos en las circunstancias del lugar y del tiempo». Spinola debió de creer que Piazza especificó dichas circunstancias y que se contradecían con las de Mora cuando toda esa valerosa ratificación se reducía en realidad a un sí, señor; es verdad. La misiva acaba con estas palabras: «Se están llevando a cabo otras diligencias para descubrir a los demás cómplices o mandantes. Mientras tanto, he querido Informar de lo que está pasando a su excelencia, a la que humildemente beso las manos y auguro un próspero final de sus empresas». Probablemente se escribieron otras cartas, pero se han perdido. En cuanto a las empresas, los buenos augurios cayeron en saco roto. Spinola, al no recibir refuerzos, y perdida la esperanza de tomar Casale, enfermó también de despecho hacia principios de septiembre y murió el 25, faltando en sus últimos momentos al ilustre título de conquistador de ciudades que había adquirido en Flandes, y diciendo (en español): Me han arrebatado mi honor. Peor había sido encomendarle un puesto que conllevaba tantas obligaciones, de las cuales parece que sólo una le importaba. Quizá se lo dieron precisamente por eso.
Al día siguiente del careo el comisario solicitó ser escuchado, y cuando se presentó dijo: El barbero ha dicho que yo nunca estuve en su casa. Interrogue, excelencia, a Baldassar Litta, que vive en la casa del Antiano, en el barrio de San Bernardino, y a Stefano Buzzio, tintorero, en el portón frente a San Agostino, cerca de San Ambrogio, quienes están informados de que estuve en la casa y en la botica de dicho barbero.
¿Hizo tal declaración por voluntad propia o se lo sugirieron los jueces? Lo primero sería extraño, y el resultado lo demostrará; pero había un motivo de peso para lo segundo. Querían un pretexto para someter a Mora a tortura y una de las cosas que en opinión de muchos legisladores podía dar a la acusación del cómplice ese valor que no poseía y convertirla en indicio suficiente para la tortura del señalado era la amistad entre ellos. Pero no una amistad o un conocimiento superficiales, porque «no es nada extraño que el que señala conozca al señalado superficialmente —dice Farinacci—. No toda acusación de complicidad puede ser un indicio, excepto cuando hay un trato frecuente y estrecho que haga verosímil que entre ellos se haya podido acordar el delito».[66] Por esta razón preguntaron desde un principio al comisario si dicho barbero es amigo del declarante. Pero el lector recuerda la respuesta que obtuvieron: Sí, amigo de buenos días y feliz año. La intimación amenazadora que luego le hicieron no produjo nada más, y lo que habían buscado como un medio se había convertido en un obstáculo. Es cierto que no era, ni podía serlo nunca, un medio legítimo y legal, y que la amistad más íntima y más probada nunca habría dado valor a una acusación anulada por la promesa de inmunidad. Pero ellos pasaban por encima de esta dificultad, como de tantas otras que no derivaban materialmente del proceso. Ellos mismos habían puesto en evidencia dicha dificultad con sus preguntas, y había que tratar de borrarla. En el proceso se refieren comentarios de carceleros, esbirros y presos por otros delitos que estuvieron en compañía de aquellos infelices, para sacarles algo. Por lo tanto, es más que probable que con uno de estos medios le hicieran llegar al comisario que su salvación dependía de las pruebas que diera de su amistad con Mora y que el desgraciado, por no decir que no tenía ninguna, recurriera a aquella resolución, que nunca habría pensado por sí mismo. Porque la confianza que podía tener en el testimonio de los dos que había citado se demuestra en sus declaraciones. Baldassare Litta, interrogado sobre si había visto alguna vez a Piazza en casa o en la botica de Mora, contesta: No, señor. Stefano Buzzi, preguntado sobre si sabe que entre el dicho Piazza y el barbero existía alguna amistad, contesta: Puede ser que fueran amigos y que se saludaran, pero no lo sabría decir a su excelencia. Interrogado de nuevo sobre si sabe que el dicho Piazza estuvo alguna vez en casa del susodicho barbero, contesta: No lo sabría decir a su excelencia.
Luego quisieron escuchar otro testimonio para verificar una circunstancia que afirmó Piazza en su declaración: que un tal Matteo Volpi se hallaba presente cuando el barbero le había dicho tengo algo que daros. Interrogado sobre ello el tal Volpi, no sólo contestó que no sabía nada, sino que indignado, añadió con resolución: Juro que nunca los vi intercambiar palabra.
Al día siguiente, 30 de junio, Mora fue sometido a un nuevo interrogatorio, y nunca adivinarían cómo lo iniciaron.
Que diga el declarante por qué en el anterior interrogatorio y durante el careo con el comisario de Sanidad, Guglielmo Piazza, negó rotundamente conocerlo y aseguró que nunca fue a su casa, cosa que el comisario desmintió en el careo, cuando además en su primer interrogatorio demuestra que lo conoce, cosa que siguen declarando otros en el proceso constituido y se infiere también por su celeridad en ofrecerle y prepararle el recipiente con el antídoto, como declaró en su anterior interrogatorio.
Contesta: Es bien cierto que dicho comisario pasa a menudo por mi botica, pero no entra en mi casa ni es amigo mío.
Replican que no sólo contradice su primer interrogatorio sino también la declaración de otros testigos…
Sin comentarios.
No se atrevieron a someterlo a tortura por la declaración de Piazza, pero entonces ¿qué hicieron? Recurrieron al expediente de los inverosímiles y, aunque resulte difícil de creer, uno fue negar que tenía amistad con Piazza, y que éste conociera su casa, ¡mientras aseguraba que le había prometido el antídoto! Y el otro, que no diese cuenta satisfactoria de por qué había reducido a pedazos aquel papel escrito. Porque Mora insistía en que lo había hecho sin prestar atención, ignorante de que tal cosa pudiese importar a la justicia, porque temía, ¡pobre infeliz! perjudicarse si confesaba que lo había hecho para destruir la prueba de una trasgresión o porque no sabía lo que hacía en aquellos primeros momentos de confusión y de espanto. Pero sea como fuere, tenían aquellos trozos de papel: y si creían que en aquel escrito había un indicio de delito podían reunir los pedazos y leerlo, como antes les había sugerido el propio Mora. ¿Alguien podría creer que no lo habían hecho ya?
Así, intimaron a Mora con la amenaza de la tortura para que dijera la verdad sobre aquellos dos puntos. Contestó: Ya he dicho lo que sucedió con la nota y el comisario puede decir lo que quiera porque dice una infamia; yo no le he dado nada.
Creía (¿no debía creerlo?) que ésta sería, en última instancia, la verdad que ellos querían. Pero, no señor. Le dicen que no se investigan esos detalles porque no se le interroga acerca de ellos, ni por ahora se quiere otra verdad que la de saber por qué ha rasgado el dicho escrito, y por qué ha negado y niega que el mentado comisario haya estado en su botica y pretende no conocerlo casi.
Creo que sería muy difícil encontrar otro ejemplo de falso respeto a las formalidades legales. Como el derecho era tan incompleto y no se podía ordenar la aplicación de tortura por el objeto principal y único de la acusación, querían hacer constar que era debido a lo otro. Pero el manto de la iniquidad es corto y no se puede estirar para cubrir una parte sin dejar al descubierto la otra. Y así, para llegar a esa violencia tenían dos pretextos inicuos: uno que ellos mismos pusieron en evidencia cuando no quisieron aclarar lo que contenía el escrito; el otro, pretexto demostrado y aún más grave, por los testimonios mediante los cuales habían intentado convertirlo en indicio legal.
¿Se necesita más? Aunque los testimonios hubiesen confirmado plenamente la segunda declaración de Piazza sobre aquella circunstancia particular y accesoria; aunque no hubiese estado por medio la inmunidad, la declaración de aquéllos no podía aportar ningún indicio legal. «El cómplice que varía y se contradice en sus declaraciones, siendo por ello también perjuro, no puede dar lugar a que se aplique la tortura a los nominados, ni siquiera en el interrogatorio… y ésta puede considerarse doctrina comúnmente aceptada por los legisladores.»[67]
¡Y Mora fue sometido a tortura!
El infeliz no tenía la fortaleza de su calumniador. Durante un tiempo, sin embargo, el dolor sólo le sacó gritos que movían a compasión y pudo decir la verdad. Oh, Dios mío; no lo conozco, ni he hablado nunca con él, y por eso no puedo decir… es por esto que miente diciendo que ha entrado en mi casa y que ha estado en mi botica. ¡Me muero! ¡Misericordia, señor! ¡Misericordia! Rompí aquella nota porque creí que era una de mis recetas… porque quería la ganancia sólo para mí.
Ésta no es causa suficiente, le dijeron. Suplicó para que lo bajaran, ¡diría la verdad! Lo bajaron, y dijo: La verdad es que el comisario no tiene ninguna relación conmigo. Volvió el tormento, esta vez incrementado, y a las despiadadas instancias de los que lo interrogaban, el infeliz contestaba: Dígame, excelencia, lo que quiere que diga, y lo diré, la respuesta de FiIotas a quien lo torturaba por orden de Alejandro el Grande, «quien estaba escuchando detrás de un tapiz»:[68] dic quid me velis dicere,[69] la respuesta de quién sabe cuántos infelices. Finalmente, pudiendo más el dolor y el suplicio que la repugnancia a calumniarse a sí mismo, dijo: Le entregué al comisario un recipiente lleno de porquería, es decir; excrementos, para que ungiese las murallas. Bájeme, excelencia, que diré la verdad.
Habían conseguido que Mora confirmase las conjeturas del esbirro, como Piazza las imaginaciones de la mujerzuela, pero en este segundo caso con una tortura ilegal, como ilegal fue en el primero la inmunidad. Las armas procedían del arsenal de la jurisprudencia, pero los disparos se habían hecho ad arbitrio y a traición.
Al observar que el dolor producía el efecto por el que tanto habían suspirado, no escucharon las súplicas del infeliz de que cesaran de causarle dolor. Le intimaron para que empiece a hablar.
Dijo: Era estiércol humano, excrementos (jabón de cenizas; vemos el efecto de aquella inspección del caldero que empezó con tanto aparato y acabó con tanta perfidia); porque él me lo pidió, el comisario, para untar las casas, y de esa sustancia que sale de la boca de los muertos que van en los carros. Y ni siquiera esto era un hallazgo suyo. Durante un interrogatorio posterior, a la pregunta de dónde aprendió su composición, contestó que en Barbería decían que se empleaba aquella sustancia que sale de la boca de los muertos… y yo me las ingenié añadiéndole lejía y estiércol. Habría podido contestar: he aprendido de mis asesinos, de vosotros y de la chusma.
Pero aquí hay otra cosa muy extraña. ¿Cómo es que salió con una confesión que no le habían pedido, que hasta habían excluido del interrogatorio, diciéndole que no se investigan esos detalles porque no se le interroga acerca de ellos? Puesto que el dolor lo impulsaba a mentir, parece natural que la mentira tuviese que estar por lo menos dentro de los límites de las preguntas. Podía decir que era amigo íntimo del comisario; podía inventar algún motivo culpable, un agravante en la destrucción del escrito. Pero ¿por qué ir más allá de donde lo empujaban? ¿O es que quizá, mientras lo dominaba el dolor, le iban sugiriendo otras maneras de acabar con él? ¿Le hicieron otras preguntas que no incluyeron en el proceso? Si así fuese, podríamos habernos equivocado al decir que engañaron al gobernador cuando le dejaron creer que a Piazza se le había interrogado sobre el delito. Pero si entonces no alegamos la sospecha de que la mentira estaba en el proceso mismo y no sólo en la carta fue porque los hechos no nos daban un motivo suficiente. Ahora se presenta la dificultad de tener que admitir un hecho extrañísimo, que nos obliga casi a hacer una suposición atroz para añadirla a tantas atrocidades evidentes. Debemos elegir, por lo tanto, entre creer que Mora se acusó sin ser interrogado de un delito horrible que no había cometido y que iba a procurarle una muerte espantosa, y conjeturar que los jueces, como sabían que con los hechos no había razones suficientes para aplicarle el tormento a fin de que confesara el delito, se aprovecharan de la tortura que se le aplicaba con otro objetivo y de este modo arrancarle la confesión. Elija el lector lo que mejor le parezca.
El interrogatorio que siguió a la tortura fue por parte de los jueces, como había sido el del comisario después de la promesa de inmunidad, una mezcla, o mejor dicho, un choque entre insensatez y astucia, un multiplicar preguntas sin fundamento y una omisión de investigaciones que la causa indicaba y la jurisprudencia prescribía imperiosamente.
Expuesto el principio de que «nadie comete un delito sin un motivo»; reconocido el hecho de que «muchas personas de espíritu débil confesaron delitos que luego, después de la condena y en el momento del suplicio, aseguraron no haber cometido, y de hecho se había probado, cuando ya no era el momento, que no los habían cometido», la jurisprudencia había establecido que «la confesión no tuviese valor si no quedaba patente el motivo del delito y si este motivo no era verosímil y grave, en proporción al delito mismo».[70] El infeliz Mora, reducido a improvisar nuevas fabulaciones que confirmaran la que debía conducirlo a un suplicio atroz, dijo en aquel interrogatorio que la baba de los muertos de peste la había obtenido del comisario, que éste le había propuesto el delito, y que el motivo de hacer y aceptar una propuesta tal era que al enfermar tantas personas de ese modo, ambos habrían ganado mucho: el uno, en su puesto de comisario; el otro, con la venta del antídoto. No preguntaremos al lector si existía una proporción entre la enormidad y los peligros de tal delito y la importancia de tales ganancias (a las cuales, por otro lado, no le escaseaba la ayuda de la naturaleza). Pero si el lector creyese que aquellos jueces, por ser del siglo XVII, encontraron lógica tal proporción, y que ese motivo les pareció verosímil, oirá negarlo a esos mismos jueces en otro interrogatorio.
Pero había más: contra el motivo que eligió Mora existía una dificultad más positiva, más material, si no más poderosa. El lector puede recordar que el comisario, al acusarse, también adujo el motivo por el cual fue impulsado a cometer el delito: que el barbero le había dicho: untad… y luego venid a verme, que tendréis un puñado, o como dijo en la declaración siguiente, un buen puñado de dinero. Y he aquí dos motivos para un solo delito: dos motivos no sólo distintos, sino opuestos e incompatibles. El mismo hombre que, según una confesión, ofrece abundante dinero para tener un cómplice, según la otra consiente el delito con la esperanza de una ganancia miserable. Olvidemos lo que se ha visto hasta aquí: cómo se han obtenido los dos motivos, con qué métodos se han obtenido las dos confesiones y tomemos las cosas desde el punto al que han llegado. ¿Qué habrían hecho en ese momento unos jueces a los que la rabia no hubiese pervertido, ofuscado y embotado la conciencia? Se habrían horrorizado por haber llegado tan lejos (aunque no fueran culpables); se habrían consolado de no haber llegado al último e irreparable paso; se habrían detenido en el afortunado impedimento que los salvaba del precipicio; se habrían agarrado a aquella dificultad; habrían querido deshacer aquel nudo; habrían adoptado todo el arte, la insistencia, todos los enredos de los interrogatorios, recurrido a los careos; no habrían dado un paso antes de haber descubierto (¿acaso era tan difícil?) cuál de los dos mentía, o si mentían ambos. Nuestros jueces, tras la respuesta de Mora, porque él habría ganado mucho porque habrían enfermado muchas personas, y yo habría ganado mucho con mi recetario, pasaron a otra cosa.
Después de esto bastará, si no sobra, con dar una somera idea de lo que quedaba por declarar.
Interrogado sobre si hay otros cómplices en este negocio, contesta: Estarán los compañeros de Piazza y no sé quiénes son. Se le manifiesta que no es verosímil que no lo sepa. Al escuchar el sonido de esa palabra, terrible mensajera de la tortura, el infeliz asegura enseguida y de la manera más positiva: Son Foresari y Baruello, que ya habían sido nombrados y señalados en la declaración anterior.
Dice que el veneno lo tenía en el horno, es decir, donde ellos habían imaginado que lo tenía; dice cómo lo elaboraba y concluye: Tiraba el resto a la Vetra. No podemos dejar de transcribir una apostilla de Verri: «¡E iba a tirar los restos a la Vetra tras el encarcelamiento de Piazza!». Contesta sin prestar atención a las otras preguntas que le hacen sobre circunstancias de lugar, de tiempo y cosas similares, como si se tratase de un hecho claro y probado al que sólo faltaran los detalles y, finalmente, de nuevo se le aplica la tortura para validar su declaración contra los mencionados y sobre todo contra el comisario. ¡Al que habían torturado para validar una declaración opuesta a ésta en los puntos esenciales! Aquí no podremos alegar textos legales ni opiniones de legisladores, porque lo cierto es que la jurisprudencia no había previsto un caso similar.
La confesión bajo tortura no era válida si no se ratificaba sin tortura y en otro lugar desde el que no se pudiese ver el horrible instrumento, y tampoco el mismo día. Se trataba de hallazgos de la ciencia para, si fuese posible, lograr que una confesión forzada pareciese espontánea y a la vez satisfacer el buen sentido, que decía claramente que la palabra obtenida mediante el dolor no puede merecer confianza, y también a la ley romana que consagraba la tortura. La razón de todas esas precauciones se debía a la propia ley y a sus intérpretes, y a aquellas extrañas palabras: «La tortura es cosa frágil, peligrosa y sujeta al engaño, ya que a muchos, debido a la fuerza de su espíritu o de su cuerpo, les afectan tan poco los tormentos que con dicho medio no se puede obtener de ellos la verdad, y otros toleran tan poco el dolor que dicen cualquier falsedad antes que soportar el tormento».[71] Extrañas palabras, digo, en una ley que mantenía la tortura, y para comprender por qué no extraía otra consecuencia que la de «no siempre se debe creer en los tormentos», hay que recordar que esa ley fue concebida originariamente para los esclavos, quienes, en la abyección y en la perversidad del paganismo, pudieron ser considerados cosas y no personas, y sobre los que se consideraba lícito cualquier experimento, hasta el punto de que se los torturaba para descubrir los delitos de otros. Los nuevos intereses de los nuevos legisladores la aplicaron más tarde contra las personas libres, y la fuerza de la autoridad la hizo más duradera que el paganismo: ejemplo no raro, aunque notable, de que una ley, en cuanto se pone en marcha, puede extenderse más allá de su principio y sobrevivirle. Para cumplir tal formalidad, al día siguiente llamaron a declarar a Mora. Pero como en todo debían de introducir algo insidioso, ventajoso, sugerente, en lugar de preguntarle si deseaba ratificar su confesión, le preguntan si tiene algo que añadir a la declaración y confesión que hizo ayer tras ser sometido a tormento. Excluían la duda: la jurisprudencia quería que la confesión bajo tortura fuese sometida a discusión, y ellos la consideraban firme y sólo pedían más datos.
Pero en aquellas horas (¿diremos de descanso?) el sentimiento de la inocencia, el horror del suplicio, el recuerdo de la esposa, de los hijos, quizá concedieron al pobre Mora la esperanza de ser más fuerte contra los nuevos tormentos y contestar: No, señor, no tengo nada que añadir, más bien tengo que retirar. Y aclaró, haciendo acopio de valor: ese ungüento al que me referí no lo he hecho, lo he dicho bajo tortura. Lo amenazaron con renovar la tortura, y esto (dejando a un lado las demás irregularidades violentas) sin haber aclarado las contradicciones que existían entre su declaración y la del comisario, es decir, sin que ellos mismos pudiesen decir si aquella nueva tortura con la que lo amenazaban se la infligirían por su confesión o por la declaración del otro; si como cómplice, o como reo principal; si por un delito cometido por instigación de otros o por haber sido él el instigador; si por un delito que él había querido pagar generosamente o del que había esperado una ganancia miserable.
Ante esa amenaza, contestó una vez más: Replico que lo que dije ayer no es verdad en absoluto y que lo dije bajo tortura. Luego siguió: Deje excelencia que rece el Avemaria y luego haré lo que el Señor me inspire; y se arrodilló ante una imagen del crucifijo, es decir, de Aquel que un día juzgaría a sus jueces. Poco después se levantó, y animado a confirmar su confesión, dijo: En conciencia, nada es verdad. Lo llevaron enseguida a la sala de tortura, lo ataron al cruel accesorio que era el potro y el infeliz dijo: Excelencia, no me dé más tormentos, que la verdad que he declarado la quiero mantener. Desatado y conducido a la sala de interrogatorios, dijo de nuevo: Nada es verdad. De nuevo a la tortura, donde otra vez dijo lo que ellos querían; y habiéndole consumido el dolor hasta el último aliento del poco valor que le quedaba, mantuvo lo dicho, se declaró dispuesto a ratificar su confesión, aunque no quiso que la leyeran. Sin embargo, ellos no lo permitieron: escrupulosos en la observación de una formalidad no concluyente mientras violaban las prescripciones más importantes y más positivas. Una vez que le leyeron la declaración, dijo: Todo es verdad. Después de esto, perseverando en el método de no proseguir las investigaciones, de no afrontar las dificultades sino después de los tormentos (lo que la misma ley había creído que debía vetar expresamente, ¡lo que Diocleciano y Maximiano quisieron impedir![72]) finalmente decidieron preguntarle si no había tenido otra intención que la de obtener una ganancia con la venta de su recetario. Contestó: Que yo sepa, en lo que a mí respecta, no tenía otro fin.
¡Que yo sepa! ¿Quién sino él podía saber lo que pasaba en su interior? Y, sin embargo, aquellas palabras extrañas se adecuaban a la circunstancia: al desgraciado le hubiese resultado imposible encontrar otras que significaran mejor su renuncia, la renuncia a sí mismo que le permitía afirmar, negar, saber sólo todo aquello que agradase a los que disponían la tortura.
Siguen y le dicen que resulta del todo inverosímil que sólo por tener ocasión el comisario de trabajar mucho y el declarante de vender su recetario, procuraran mediante el ungimiento de las puertas, la destrucción y muerte de las personas; por ello diga con qué intención y qué razón los movió a ambos a actuar por un interés tan liviano.
¿Ahora salen con esta incoherencia? ¡Resulta que lo amenazaban con repetir la tortura para obligarlo a ratificar una confesión inverosímil! La observación era justa, pero también ahora llegaba tarde puesto que la renovación de las mismas circunstancias nos obliga casi a utilizar las mismas palabras. ¿Cómo es que no se habían dado cuenta de que existía una incoherencia en la declaración de Piazza sino cuando, a causa de esa declaración, encarcelaron a Mora? ¿No advierten la existencia de una incoherencia en la declaración de este último hasta después de haberle sacado una ratificación que, en manos de los jueces, se convierte en un medio para condenarlo? ¿Tenemos que suponer que realmente no lo advirtieron hasta ese momento? ¿Cómo explicaremos entonces, cómo calificaremos que consideraran válida tal confesión después de una observación semejante? ¿Acaso Mora dio una respuesta más satisfactoria que la de Piazza? La respuesta de Mora fue: Si el comisario no lo sabe, tampoco yo lo sé; y es necesario que él lo sepa, y su excelencia lo sabrá por él, porque fue él el inventor. Es evidente que este arrojarse el uno al otro la culpa principal no era tanto para reducir cada uno la suya como para sustraerse del esfuerzo de explicar cosas inexplicables.
Y tras semejante respuesta, lo intimaron por haber el declarante elaborado la dicha composición y ungüento, de acuerdo con el dicho comisario, al que se la entregó luego para untar los muros de las casas de la manera y forma y según lo declarado por el declarante y el dicho comisario con la finalidad de procurar la muerte de personas, y que por haber actuado así, merece las penas que la ley impone a quien procura e intenta dicha actuación.
Recapitulemos. Los jueces preguntan a Mora: ¿cómo es posible que determinarais cometer semejante delito por semejante interés? Mora responde: el comisario debe de saberlo por él y por mí: preguntádselo a él. ¿Los remite al otro para que explique un hecho cometido por su voluntad, para que puedan aclarar qué motivo ha sido suficiente para producir en él una decisión? ¿Y a quién? A uno que no admitía tal motivo, ya que atribuía el delito a otra causa. Y a los jueces les parece que la dificultad ha desaparecido, que el delito que ha confesado Mora ya es verosímil, hasta tal punto que lo constituyen reo.
No podía ser la ignorancia la que los impulsaba a ver la incoherencia de semejante motivo, ni era la jurisprudencia la que los llevaba a aplicar así las normas que imponía la jurisprudencia.