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Y llegamos finalmente a la aplicación de la ley. Era regla común, y casi universal de los legisladores, que la mentira del acusado al responder ante el juez fuese uno de los indicios legítimos, como decían, para torturarlo. He aquí por qué el juez del infeliz Piazza le objetase que no era verosímil que no hubiese oído hablar de muros ungidos en la Porta Ticinese y que no supiese el nombre de los diputados con los que se había relacionado.

Pero ¿esa regla valía para cualquier mentira?

«La mentira, para justificar la tortura, debe referirse a las cualidades y las circunstancias sustanciales del delito, es decir, debe pertenecer a dicho delito y por ella dicho delito debe inferirse; de otro modo no: alias secus

«La mentira no justifica la tortura si se refiere a cosas que no empeorarían la situación del reo cuando las hubiese confesado.»

Y, según ellos, ¿bastaba que la declaración del acusado le pareciese una mentira al juez para que el reo fuese sometido a tormento?

«La mentira, para justificar la tortura, debe probarse de manera concluyente, o por la propia confesión del reo, o por dos testigos… siendo doctrina común que sean necesarios dos para probar un indicio remoto, como lo es la mentira.»[36] Cito y citaré a menudo a Farinacci, como uno de los más autorizados de la época y como gran recopilador de las opiniones más admitidas. Algunos, sin embargo, se contentaban con un solo testimonio, siempre que fuera irreprochable. Pero era doctrina común, y no rebatida, que la mentira debía ser el resultado de pruebas legales y no de la simple conjetura del juez.

Tales condiciones se deducían de aquel canon de la legislación romana que prohibía (¡qué cosas se limitó a prohibir, cuando se admitieron otras!) empezar por la tortura. «Y si concediésemos a los jueces —dice el mismo autor— la facultad de torturar a los reos sin indicios legítimos y suficientes, estaría en su poder empezar por ella… Y para hacerlo, los indicios deben ser verosímiles, probables, no livianos, ni simples formalidades, sino graves, urgentes, ciertos, claros, más claros que el sol del mediodía, como suele decirse… Se trata de dar tormento a un hombre, y un tormento que puede decidir su vida: agitur de hominis salute; por ello no te maravilles, oh juez riguroso, si la ciencia del derecho y los legisladores reclaman indicios tan exquisitos, y lo dicen con tanta fuerza, y lo repiten tanto.»[37]

No afirmaremos que todo esto es razonable, ya que no puede serlo aquello que implica una contradicción. Se trataba de esfuerzos vanos para conciliar la certeza con la duda, para evitar el peligro de aplicar el tormento a inocentes y obtener así falsas confesiones, pero aceptando la tortura como un medio para descubrir si uno era inocente o culpable y hacerle confesar una determinada cosa. La consecuencia lógica habría sido declarar absurda e injusta la tortura, pero lo impedía la ciega deferencia por la antigüedad y el derecho romano. Aquel librito De los delitos y las penas[38] que promovió, no sólo la abolición de la tortura, sino también la reforma de toda la legislación criminal, comenzaba con las palabras: «Algunos restos de la legislación de un antiguo pueblo conquistador». Y lo que entonces supuso la osadía de una gran inteligencia, un siglo antes hubiese parecido una extravagancia. No existen razones para maravillarse de ello. ¿Acaso no se ha visto un legado del mismo género perdurar durante mucho tiempo, incluso devenir más fuerte, en la política, más tarde en literatura y posteriormente también en alguna rama de las Bellas Artes? Tanto para los pequeños como para los grandes asuntos, llega un momento en que, aun siendo accidentales y artificiosos, desean perpetuarse como naturales y necesarios, pero se ven obligados a ceder a la experiencia, al razonamiento, a la sociedad, a la moda e incluso a circunstancias de menor entidad; cambios éstos siempre determinados por la cualidad y la importancia de la materia. Pero este momento debe prepararse. Es mérito no menor de los intérpretes si, como creemos, fueron ellos quienes lo prepararon, aunque lentamente, y sin apercibirse de ello, para la jurisprudencia.

Pero las reglas que establecieron en este caso bastan para convencer a los jueces incluso de una verdadera prevaricación. Precisamente esos jueces quisieron empezar por la tortura. Sin entrar en nada que tuviese que ver con las circunstancias, ni sustanciales ni accidentales, del presunto delito, multiplicaron los interrogatorios no resolutorios para obtener de ellos los pretextos que les permitieran decirle a la víctima: no es verosímil. Y concediendo a las inverosimilitudes la fuerza de mentiras probadas legalmente, ordenar la tortura. Y es que no buscaban una verdad, sino querían una confesión. Ignorando las ventajas que habrían conseguido tras el estudio del hecho supuesto, querían pasar enseguida al sufrimiento porque les concedía una ventaja rápida y segura: estaban frenéticos. Todo Milán sabía (es el vocablo utilizado en casos similares) que Guglielmo Piazza había ungido los muros, los portillos, los zaguanes de la calle de la Vetra. Y ellos, que lo tenían en sus manos, ¿cómo no iban a hacerle confesar enseguida?

¿Se dirá acaso que para la jurisprudencia, y no digamos para la conciencia, todo lo justificaba la máxima detestable, aunque entonces aceptada, de que en los cielitos más atroces era lícito saltarse el derecho? Dejamos a un lado que la opinión más común, más bien casi universal, de los jurisconsultos, era (o si al cielo le place, debía ser) que tal máxima no pudiese aplicarse al procedimiento, sino sólo a la pena, «ya que —por citar a uno de ellos— aunque se trate de un delito enorme, no consta sin embargo que el hombre lo haya cometido; y hasta que no conste, es un deber que se mantengan los procedimientos del derecho».[39] Tan sólo para recordar los rasgos notables con los que la eterna razón se manifiesta en todos los tiempos, citaremos la sentencia de un hombre de principios del siglo XV que durante mucho tiempo fue llamado el Bartola del derecho eclesiástico; me refiero a Nicolò Tedeschi, arzobispo de Palermo, más célebre, desde que fue célebre con el nombre de Abad Palermitano: «Cuanto más grave sea el delito —dice— tanto más firmes deben ser las presunciones, porque allí donde el peligro es mayor, hay que andar con más cautela».[40] Esto no hace a nuestro caso (referido siempre a la jurisprudencia), ya que Claro atestigua que en el foro de Milán dominaba la tradición contraria. Es decir, en aquellos casos al juez le estaba permitido pasar por encima del derecho, también en la investigación.[41] «Regla —dice Riminaldi, otro célebre jurisconsulto— inaceptable en otros países»; y Farinacci añade: «tiene razón».[42] Pero veamos cómo interpreta Claro dicha regla: «Se llega a la tortura aunque los indicios no sean del todo suficientes (in totum sufficientia), ni probados por testigos por encima de toda censura, y muy a menudo también sin haber entregado al reo copia del proceso informativo». Y donde trata en particular de los indicios que legitiman la tortura, los declara expresamente necesarios «no sólo en los delitos menores, sino también en los mayores y hasta en los más atroces, incluso en el delito de lesa majestad».[43] Por lo tanto, aunque se contentaba con indicios no probados con rigor, de todos modos los quería probados; con testimonios menos autorizados, pero quería testimonios; con indicios más ligeros, pero quería indicios reales, relacionados con el hecho; quería, en resumen, facilitar al juez el descubrimiento del delito, no darle la facultad de torturar, bajo cualquier pretexto, a quien cayera en sus manos. Pero lo que una teoría abstracta no reconoce, no inventa, no sueña siquiera, la rabia lo ejecuta.

Y el juez inicuo intimó a Piazza de este modo: que diga la verdad y por qué causa niega conocer que se han ungido las murallas y saber cómo se llaman los diputados, porque, de otro modo, se le colgará de la cuerda, para obtener la verdad de estas inverosimilitudes. Y el infeliz contestó: Si quieren ponérmela alrededor del cuello, háganlo, porque de estas cosas que me han preguntado no sé nada. Es esa especie de bravura desesperada con que la razón a veces desafía a la fuerza, como para hacerle sentir que, sea cual fuere el punto al que llegue, nunca alcanzará a convertirse en razón.

Y obsérvese a qué miserable astucia debieron recurrir aquellos señores para dar un poco de color al pretexto. Como ya hemos dicho, fueron a dar caza a una segunda mentira para poder hablar en plural, buscaron otro cero para engrosar una cuenta en la que no habían podido encajar ningún número.

Es sometido entonces a tortura; se le ordena que se decida a decir la verdad: contesta, entre gritos y gemidos, invocaciones y súplicas: ya la he dicho, señor. Insisten. ¡Ah, por el amor de Dios! Grita el infeliz: Bájeme de aquí excelencia, que diré lo que sé; haga que me den un poco de agua. Y lo bajan, lo sientan y de nuevo lo interrogan; contesta: no sé nada; excelencia, que me den un poco de agua.

¡Qué ciego es el furor! No se les ocurría que lo que querían sacarle por la fuerza habría podido presentarlo él como un argumento categórico de su inocencia, si hubiesen buscado la verdad como, repetían, con una seguridad atroz «sí, señor». Habría podido contestar: oí decir que los muros de la calle de la Vetra habían aparecido untados; e iba a acercarme a la puerta de su casa, ¡señor presidente de Sanidad! Y el argumento habría sido aplastante por cuanto la noticia del hecho se propagó junto con la voz de que Piazza era su autor, y éste, al oír la noticia, se habría dado cuenta del peligro que corría. Pero esta observación tan obvia, y que el furor no permitía que se les ocurriera, tampoco permitía que se le ocurriera al infeliz, porque no le habían dicho de qué se le imputaba. Primero querían domarlo con el tormento; para ellos éste era el argumento verosímil y probable que requería la ley. Querían que sintiese la consecuencia terrible e inmediata que se derivaba de contestarles que no; querían que se confesase mentiroso una vez para adquirir el derecho de no creerlo cuando dijese: soy inocente. Pero no obtuvieron el inicuo resultado. De nuevo sometido a la tortura, izaron del suelo al infeliz y lo amenazaron con que lo izarían aún más, cumplieron la amenaza y, conminado siempre a decir la verdad, siempre contestó la he dicho; primero a gritos, luego en voz apagada. Hasta que los jueces, observando que ya no podría contestar de ningún modo, ordenaron que lo bajaran y lo volvieran a conducir a la cárcel.

El día 23, una vez referido el interrogatorio en el Senado por el presidente de Sanidad, del que era miembro, y por el capitán de justicia, que allí se sentaba para cuando lo llamaran, ese tribunal supremo decretó que: «Piazza, tras haber sido rasurado, vestido con los hábitos talares y purgado, fuese sometido a la tortura grave, en el potro», la atroz tortura con la que, además de los brazos, también se dislocaban las manos; «las veces que sean necesarias y al arbitrio de los dos susodichos magistrados; y ello a causa de las mentiras y las inverosimilitudes resultantes del proceso».

El Senado tenía, no digo la autoridad, sino el poder de avanzar impunemente por tal camino. La legislación romana sobre la repetición de los tormentos[44] se interpretaba de dos maneras, y la menos probable era la más humana. Muchos legisladores (siguiendo quizás a Odofredo,[45] que es el único que cita Cino di Pistoia,[46] el más antiguo de los citados por los otros) entendieron que la tortura no se podía repetir a menos que hubiesen aparecido nuevos indicios, más evidentes que los primeros y (condición añadida más tarde) de distinto tipo. Muchos otros, siguiendo a Bartola,[47] entendieron que se podía repetir cuando los primeros indicios fuesen manifiestos, evidentísimos, urgentísimos, y cuando (condición también añadida después) la tortura hubiese sido ligera.[48] Ahora bien, ni la una ni la otra interpretación venían al caso. No había aparecido ningún indicio nuevo, y los primeros eran que dos mujeres habían visto a Piazza tocar algún muro; y, lo que era indicio y cuerpo del delito al mismo tiempo, era que los magistrados habían visto algunos restos de materia untuosa en los muros quemados y ahumados, y significativamente en un zaguán… en el que Piazza no había entrado. Estos indicios, además, aun siendo manifiestos, evidentes y urgentes, no fueron sometidos a prueba ni discutidos con el reo. Pero ¿qué digo? El decreto del Senado ni siquiera menciona indicios relacionados con el delito, ni siquiera aplica la legislación injustamente; lo pasa por alto. Contra toda ley, contra toda autoridad y contra toda razón, ordena que Piazza vuelva a ser torturado por algunas mentiras e inverosimilitudes. Es decir, ordena a sus delegados que repitan, más despiadadamente todavía, aquello por lo que deberían haberlos castigado, puesto que era (¿podía no serlo?) doctrina universal, canon de la jurisprudencia, que el juez inferior que hubiese sometido a tortura a un acusado sin indicios legítimos fuese castigado por el superior.

Pero el Senado de Milán era tribunal supremo, en este mundo, se entiende. Y el Senado de Milán, del que el público esperaba la venganza, si no la salud, no podía ser menos sagaz, menos perseverante y menos afortunado descubridor que Caterina Rosa. Porque todo se hacía por la denuncia de ésta. Ese entonces se me ocurrió pensar si acaso no fuese uno de aquéllos, el primer impulsor del proceso, era ahora su regulador y su modelo, y lo que ella había empezado con una duda, los jueces lo habían convertido en una certeza. No se extrañen de que un tribunal se convierta en secuaz y émulo de dos mujerzuelas, ya que cuando se inicia el camino de la rabia, es natural que los más ciegos sean los conductores. No debe extrañarnos ver a unos hombres que no debían de ser, y que seguramente no eran, de ésos que quieren el mal por el mal, verlos, digo, violar todo derecho con tanta impudicia y crueldad, ya que la creencia injusta da paso a la obra injusta hasta donde lleve la injusta persuasión. Y cuando la conciencia duda, se inquieta, advierte, los gritos de la multitud tienen la fuerza funesta (sobre el que ha olvidado que tiene otro juez) de sofocar los remordimientos, y hasta de impedirlos.

Diremos con palabras de Verri el motivo de aquellas odiosas, si no crueles prescripciones, de esquilar, volver a vestir, purgar: «En aquellos tiempos se creía que se podía engullir un amuleto endemoniado y sus poderes se ocultaban en los cabellos y vellos, o bien en el vestido, y hasta en los intestinos; de ahí que el reo era despojado de él rasurándolo, desnudándolo y purgándolo».[49] Era una característica de los tiempos. La violencia es un hecho (con distintas formas) de todos los tiempos, pero no una doctrina en ninguno de ellos.

El segundo interrogatorio se redujo a la absurda y aún más atroz repetición del primero, y surtió los mismos efectos. Al infeliz Piazza, interrogado primero, y confundido con argucias que se dirían pueriles, si a semejante asunto se pudiese aplicar tal vocablo, y siempre en circunstancias indiferentes al supuesto delito, y sin ni siquiera aludirlo, le fue aplicada la cruel tortura que había prescrito el Senado. Hubo palabras de dolor desesperado, palabras de dolor suplicante, pero ninguna de las que deseaban, y para obtener las que se esforzaban por oír lo hacían decir aquellas otras. ¡Ah, Dios mío, qué crimen es éste! ¡Ah, señor fiscal!… Haga que me cuelguen pronto… Que me corten la mano… Matadme; déjenme descansar un poco. ¡Ah, señor presidente!… Por el amor de Dios, que me den de beber; pero al mismo tiempo: No sé nada, he dicho la verdad. Tras más y más respuestas parecidas a la petición que fría y frenéticamente se repetía para que dijese la verdad, le faltó por fin la voz y enmudeció. Cuatro veces no contestó. Finalmente, consiguió decir una vez más con voz débil: No sé nada; he dicho la verdad. Se vieron obligados a acabar y devolverlo de nuevo, no confeso, a la cárcel.

No existían pretextos ni motivos para volver a empezar: lo que habían tomado por atajo los había llevado por mal camino. Si el tormento hubiese producido resultados y obtenido la confesión de la mentira, habrían tenido al hombre a su merced. Y lo que más espanta es que por insustancial y accesorio que fuese el asunto de la mentira, tanto más habría sido, en sus manos, un poderoso argumento de la culpabilidad de Piazza, porque demostraba que éste necesitaba escurrir el bulto, ignorarlo; en resumen, mentir. Pero después de una tortura ilegal y de otra más ilegal y atroz todavía, o grave, como decían, volver a someter a tortura a un hombre porque negaba tener noticias de un hecho y conocer el nombre de los diputados de una parroquia, habría sido exceder los límites de lo extraordinario. Por lo tanto, tenían que volver a empezar, como si no hubiesen hecho nada todavía. Tenían que ir sin ninguna ventaja a la investigación del supuesto delito, darle a conocer el delito a Piazza, interrogarlo. ¿Y si el hombre lo negaba? ¿Y si, como había demostrado que podía hacer, persistía en su negación aun bajo tortura? Que debería ser la última sin duda alguna, si los jueces no querían aplicarse la terrible sentencia de uno de sus colegas, muerto hacía casi un siglo, pero cuya autoridad estaba más viva que nunca: Bossi, al que hemos citado más arriba. «No he visto nunca aplicar tortura más de tres veces —dice— sino por jueces carniceros (nisi a carnificibus).»[50] ¡Y habla de la tortura aplicada legalmente!

Pero la rabia es hábil y animosa a la hora de encontrar nuevos caminos para desplazar el del derecho cuando éste es largo e incierto. Habían empezado con la tortura del sufrimiento y volvieron a empezar con una tortura de otra clase. Por orden del Senado (como se desprende de una carta original del capitán de justicia al gobernador Spinola, que entonces se encontraba en el asedio de Casale), el fiscal auditor de Sanidad, en presencia de un notario, prometió a Piazza inmunidad con la condición (y esto se vería después durante el proceso) de que dijese la verdad. De este modo le hablaban de la imputación sin necesidad de discutirla. Le hablaban de ella no para obtener de sus respuestas la luz necesaria para la investigación de la verdad, no para escuchar lo que dijese Piazza, sino para darle un poderoso estímulo con el fin de que dijera lo que ellos querían que confesara.

La carta a la que hemos aludido se escribió el 28 de junio, es decir, cuando el proceso, con aquel expediente, había dado un gran paso. «He juzgado conveniente —empieza— que su excelencia supiese lo que se ha descubierto de algunos malvados que, días pasados, se dedicaron a untar los muros y las puertas de esta ciudad.» Y no será sin curiosidad, ni sin conocimiento, que veremos cómo cuentan tales cosas aquellos que las hicieron. «Recibí —continúa— el encargo del Senado de instruir un proceso en el cual, por el relato de algunas mujeres y de un hombre digno de confianza resultó perjudicado un tal Guglielmo Piazza, hombre plebeyo, pero ahora comisario de Sanidad, quien el viernes, al despuntar la aurora, untó los muros de la calle llamada Vetra de’ Cittadini, en el barrio de Porta Ticinese.»

Y el hombre digno de confianza, allí colocado para corroborar la autoridad de las mujeres, dijo haberse topado con Piazza, al que saludé, y él me devolvió el saludo. ¡Y esto fue lo que empeoraba su situación! Como si el delito que se le imputaba fuese el de haber entrado en la calle de la Vetra. Además, el capitán de justicia no habla de la visita que hizo para reconocer el cuerpo del delito, como tampoco se habla de ello en el proceso.

«Entonces —prosigue— fue apresado al instante.» Y no habla de la visita que hizo a su casa, donde no se halló nada sospechoso.

«Y tras haberse perjudicado más durante el interrogatorio —¡habrase visto!— fue sometido a grave tortura, pero no confesó el delito.»

Si alguien le hubiese dicho a Spinola que a Piazza no lo habían interrogado sobre el delito, Spinola habría contestado: «Me han informado de lo contrario: el capitán de justicia me ha escrito no precisamente sobre esto, que era evidente, sino sobre otra cosa que lo sobreentiende, que lo supone necesariamente. Me ha escrito diciendo que, sometido a una grave tortura, no confesó». Si el otro hubiese insistido —¡y cómo!—, el hombre célebre y poderoso habría dicho: «¿Queréis que el capitán de justicia haga befa de mí y que me cuente, como una noticia importante, que no ha sucedido lo que no podía suceder?». Sin embargo era precisamente así. Es decir, no era que el capitán de justicia quisiera hacer befa del gobernador: era que habían hecho una cosa que no se podía contar precisamente de la manera cómo la habían hecho. Y es que la mala conciencia encuentra más fácilmente pretextos para obrar que fórmulas para rendir cuentas de lo que ha hecho.

Y respecto de la impunidad, en aquella carta hay otro engaño que Spinola habría podido, e incluso habría debido conocer, por lo menos en parte, si hubiera pensado en algo más que en tomar Casale, que finalmente no tomó. La carta sigue así: «Hasta que por orden del Senado (también por la ejecución del decreto que su excelencia hizo publicar últimamente sobre este particular), prometida la inmunidad al acusado por el presidente de la Sanidad, confesó finalmente, etcétera».

En el capítulo XXXI de Los novios, mencionaba un decreto según el cual el tribunal de la Sanidad prometía premio e inmunidad a quien descubriese a los autores de las inmundicias encontradas en los muros y en las paredes de las casas la mañana del 18 de mayo. También se aludía a una carta del susodicho tribunal al gobernador sobre aquel hecho. En ella, tras protestar porque aquel decreto se había publicado con la participación del señor gran canciller, el cual hacía las veces de gobernador, le rogaban que lo corroborase con otro suyo, con promesa de mayor premio. Y el gobernador promulgó uno, con fecha del 13 de junio, en el que promete a cualquiera que en el término de treinta días descubra a la persona o personas que cometieron, favorecieron, ayudaron a tal delito, el premio, etcétera, y si esa persona es uno de los cómplices, le promete inmunidad. Y es por la ejecución de este decreto, expresamente circunscrito a un hecho del 18 de mayo, que el capitán de justicia dice que se ha prometido inmunidad al hombre acusado por los hechos del 21 de junio, ¡y se lo dice al mismo que lo había suscrito! ¡La misma inconsecuencia que en el asedio de Casale! No nos extraña que ni se dieran cuenta de la contradicción.

Pero ¿qué necesidad tenían de enredar a Spinola?

La necesidad de contar con su autoridad, de distorsionar un acto irregular y abusivo, tanto según la jurisprudencia común como la legislación del país. Era, decía, doctrina común que el juez no pudiese, por su propia autoridad, conceder inmunidad a un acusado.[51] Y en las Constituciones de Carlos V, que atribuyen al Senado poderes amplísimos, se exceptúa sin embargo «conceder remisiones de delitos, gracias o salvoconductos por ser cosa reservada a los príncipes».[52] Bossi, que ya he citado, como senador de Milán en aquel tiempo y uno de los recopiladores de aquellas Constituciones, dice expresamente: «Esta promesa de inmunidad sólo pertenece al príncipe».[53]

Pero ¿por qué recurrir a una tergiversación cuando podían recurrir a tiempo al gobernador, quien seguramente tendría tal poder del príncipe y la facultad de transmitirlo? No se trata de una posibilidad que hayamos imaginado sino de lo que hicieron con otro infeliz, implicado más tarde en el cruel proceso. El acta está registrada en el mismo proceso en estos términos: Ambrosio Spinola, etcétera. En conformidad con la opinión dada por el Senado en carta del cinco de los corrientes, concederéis inmunidad, en virtud de la presente, a Stefano Baruello, condenado por elaborar y dispensar ungüentos pestíferos, esparcidos por esta ciudad, ad estintione del pueblo, si dentro del término que sea establecido por el Senado señala a los autores y cómplices de tal delito.

A Piazza no se le prometió inmunidad con un acta formal y auténtica. Fueron palabras que le dijo el auditor de Sanidad fuera del proceso. Y esto se comprende: tal acta hubiese sido una falsedad demasiado evidente si se apoyaba en el decreto, y una usurpación de poder si no se apoyaba en nada. Pero ¿por qué negar la posibilidad de dar forma solemne a un acta de tanta importancia?

Los motivos no podemos saberlos a ciencia cierta, pero más tarde veremos cómo les sirvió a los jueces haber actuado así.

De cualquier modo, la irregularidad de tal proceder era tan manifiesta que el defensor de Padilla la anotó. Aunque para protestar con razón no necesitaba ir más allá de lo que afectaba directamente a su cliente para exculparlo de la delirante acusación, el defensor, sin razón y con cierta incoherencia, admite la existencia de un delito real y de verdaderos culpables, en aquella mezcla de imaginación y de fabulaciones; no obstante y abundando, para debilitar todo lo que tuviese relación con la acusación, incorpora varias excepciones en la parte del proceso que se refiere a los otros. Y a propósito de la inmunidad, sin impugnar la autoridad del Senado en tal materia (porque a veces los hombres se sienten más ofendidos cuando se pone en duda su poder que su rectitud), opone que Piazza «fue presentado sólo ante dicho señor auditor, el cual no tenía ninguna jurisdicción… procediendo por ello sin ninguna validez, y contra razón». Y hablando de la mención que se hizo más tarde, y ocasionalmente, de dicha inmunidad, dice: «Y además, hasta ese punto no aparece ni se lee “inmunidad” en el proceso, y la antedicha redargutione debía constar en el proceso según los términos de la razón».

En el punto de la defensa hay una palabra que aparece, como por casualidad, pero que es muy significativa. Repasando las actas que precedieron a la inmunidad, el abogado no desaprueba expresa y directamente la tortura que aplicaron a Piazza, pero lo menciona como «torturado bajo pretexto de inverosimilitud». Y es, me parece, una circunstancia digna de observación que a la cosa se la llamara entonces por su nombre, incluso delante de aquellos que eran sus autores y por uno que no pretendía precisamente defender la causa de la víctima.

Hay que decir que aquella promesa de inmunidad era poco conocida por el público, ya que Ripamonti, cuando relata los hechos principales del proceso en su Historia de la peste, no la menciona, más bien la excluye indirectamente. Este escritor, incapaz de alterar a propósito la verdad, pero injustificable por el hecho de no haber leído ni la defensa de Padilla ni el extracto del proceso que la acompaña, y por haber creído las chácharas de la gente o las mentiras de cualquier interesado, cuenta en cambio que Piazza, poco después de ser torturado, y mientras lo desataban para devolverlo a la cárcel, dejó caer una revelación espontánea que ninguno esperaba.[54] La revelación falsa se hizo, sí, pero al día siguiente, después de la declaración ante el auditor y a personas que ya la esperaban. De tal manera que, si no hubiesen quedado esos pocos documentos, si el Senado sólo hubiese tratado con el público y con la historia, habría conseguido su intención de oscurecer aquel hecho tan esencial en el proceso y que dio un impulso a todos los que vinieron después. Lo que sucedió durante aquella declaración nadie lo sabe, cada uno se lo imagina como puede. «Es muy verosímil —dice Verri— que en la cárcel se persuadiera a aquel pobre infeliz de que en caso de persistir en su negación le aplicarían el tormento a diario; que creían que el delito era cierto y que no tenía otra salida que inculparse y señalar a sus cómplices, y así salvaría la vida y se sustraería a las torturas que se renovarían todos los días. Piazza, por lo tanto, cedió, y obtuvo la inmunidad con la condición, no obstante, de que expusiese sinceramente los hechos.»[55]

Sin embargo, no parece probable que Piazza solicitara la inmunidad. El infeliz, como veremos durante el proceso, era incapaz de caminar si no lo arrastraban. Y resulta mucho más verosímil que, para obligarlo a dar ese primer y tan extraño y horrible paso, para inducirlo a calumniarse a sí mismo y a los otros, el auditor se la ofreciera. Además, los jueces, cuando luego le hablaron de ello, no habrían omitido una circunstancia tan importante y que daba mucho más peso a la confesión, ni la habría omitido el capitán de justicia en la carta a Spinola.

Pero ¡quién puede imaginarse la lucha de aquella alma, a la que el recuerdo tan reciente de los tormentos debía de provocar el terror de volverlos a sufrir nuevamente y el horror de hacerlos sufrir a otros! ¡Y a la que la esperanza de huir de una muerte espantosa no se presentaba sino en compañía del espanto de provocarla a otro inocente! Porque era imposible que creyera que quisieran acabar sin una condena y fuesen a abandonar una presa, por lo menos sin haber logrado otra. Cedió, abrazó aquella esperanza, aunque fuese horrible e incierta; asumió la empresa, aunque fuese monstruosa y difícil; calibró poner a otra víctima en su lugar. Pero ¿cómo encontrarla? ¿A qué cuerda agarrarse? ¿Cómo elegir entre nadie? Él había sido un hecho real, una ocasión y un pretexto para acusarlo. Había entrado en la calle de la Vetra, anduvo rozando el muro, lo tocó; una malvada había creído ver algo. Y un hecho tan inocente como insustancial fue, al parecer, lo que le sugirió a la persona y la fábula.

El barbero Giangiacomo Mora hacía y despachaba un ungüento contra la peste, uno de los mil específicos que tenían crédito, cosa muy natural si se tienen en cuenta los estragos de un mal para el que no se conocía remedio y en un siglo en el que la medicina todavía no había aprendido a contener su dogmatismo ni la credulidad de la gente. Pocos días antes de ser arrestado, Piazza había solicitado al barbero el ungüento y éste le había prometido que se lo prepararía, y habiéndolo encontrado en el Carrobio la misma mañana del día que tuvo lugar el arresto, le dijo que el tarro estaba listo y podía ir a buscarlo. Querían de Piazza una historia de ungüentos, de confabulaciones, y en la calle de la Vetra: aquellas circunstancias tan recientes les sirvieron de material para componer, si puede llamarse componer a incorporar una invención incompatible a circunstancias reales.

Al día siguiente, 26 de julio, llevan a Piazza ante los jueces y el auditor lo intima a que diga lo que me confesó extrajudicial mente, también en presencia del notario Balbiano; si sabe quién es el productor de los ungüentos con los que tantas veces se han encontrado untadas las puertas y los muros de las casas y candados de esta ciudad.

Pero el desgraciado, forzado a mentir, trataba de alejarse lo menos posible de la verdad, y sólo contestó: me lo dio él el ungüento, el barbero. Son las palabras traducidas literalmente, pero colocadas fuera de contexto por Ripamonti: dedit unguenta mihi tensor.

Se le dice que nombre al dicho barbero, y a su cómplice, su ministro en tal atentado, y contesta: creo que se llama Gio. Jacomo, cuya parentela (apellido) no sé. A otra pregunta respondió que tampoco sabía dónde estaba su casa (la botica).

Le preguntan si de dicho barbero por él señalado en su declaración había obtenido poca o mucha cantidad de dicho ungüento. Contestó: Me dio tanta cantidad cuanta podría caber en ese tintero que hay encima de la mesa. Si hubiese recibido de Mora el tarrito con el antídoto que le había encargado, lo habría descrito. Pero como no puede recurrir a su memoria, se agarra a un objeto que tiene delante para aferrarse a algo real. Le preguntan si dicho barbero es amigo suyo. Y aquí, sin percibir que la verdad que se le presenta en la memoria se da de patadas con la fantasía, contesta: Es amigo, sí señor, de buenos días y de feliz año; es amigo, sí señor; es decir, que sólo lo conocía de vista.

Pero los jueces, sin hacer ninguna observación, pasaron a preguntarle en qué circustancias el mentado barbero le dio tal ungüento. He aquí su respuesta: Pasaba por allí, él me llamó y me dijo: os voy a dar algo; yo le pregunté qué y él dijo: no sé qué ungüento; y yo dije: sí, sí, ya vendré a buscarlo; y a los dos o tres días me lo dio. Altera las circunstancias materiales de los hechos para acomodarlos a la fábula, pero les deja su colorido, y algunas de las palabras que utiliza probablemente eran las que intercambiaron de verdad. Palabras dichas como consecuencia de un acuerdo previo a propósito de un antídoto, las da por dichas con la intención de proponer de repente un envenenamiento al menos tan delirante como atroz.

Con todo, los jueces siguen adelante con las preguntas sobre el lugar, el día y la hora del encargo y de la entrega. Y como las respuestas les satisfacieran, pidieron otras. ¿Qué le dijo cuando le consignó el mencionado recipiente con el ungüento?

Me dijo: coged este recipiente y ungid las murallas de aquí detrás y luego volved, que tendréis un puñado de dinero.

«Pero ¿por qué el barbero, sin arriesgarse, no las ungía él mismo por la noche?», apostilla aquí, iba a decir exclama, Verri. Y tal inverosimilitud choca, por así decirlo, con la respuesta siguiente. Interrogado si el dicho barbero señaló al declarante el lugar preciso para ungir, contestó: me dijo que ungiese allí, en la Vetra de’ Cittadini, y que empezase desde su portillo, donde en efecto empecé.

«¡Ni siquiera su propio portillo untó el barbero!», apostilla nuevamente Verri. Y ciertamente no era necesaria su perspicacia para hacer una observación similar. Se necesitó la ceguera de la rabia para no hacerla, o la malicia de la rabia para pasarla por alto si, como es natural, se les ocurrió también a los jueces.

El infeliz inventaba con dificultad, como forzado, y solamente ante el estímulo de las preguntas, porque habría sido difícil adivinar si aquella promesa de recibir un dinero la imaginó él para justificar el hecho de haber aceptado un encargo de esa especie, o si se la sugirió una pregunta del auditor en aquel tenebroso interrogatorio. Y lo mismo cabe decir de otra invención tras la que se topó indirectamente con otra dificultad, esto es, cómo es posible que pudiese utilizar ese ungüento mortal sin recibir daño alguno. Le preguntaron si el mentado barbero le dijo al declarante por qué quería ungir las dichas puertas y murallas. Responde: Él no me dijo nada; imaginé que dicho ungüento estaba envenenado y podía perjudicar los cuerpos humanos porque a la mañana siguiente me dio a beber un agua diciéndome que eso me preservaría del veneno de tal ungüento.

A todas estas respuestas, y a otras de igual valor, que sería largo e inútil referir, los jueces no hallaron nada que oponer, o para decirlo con mayor precisión, no opusieron nada. Sólo creyeron que debían pedir explicaciones sobre una cosa: Por qué causa no pudo decirlo antes. Contestó: No lo sé, ni sé a qué atribuir la causa, si no a aquella agua que me dio a beber; porque su excelencia sabe bien que bajo los tormentos que he sufrido, no he podido decir nada.

Esta vez, sin embargo, aquellos hombres tan fáciles de contentar, no están satisfechos y vuelven a preguntar: Por qué causa no ha dicho antes esta verdad, máxime habiendo sufrido el tormento que ha sufrido, el sábado y ayer.

¡Esta verdad!

Contesta: No la dije porque no pude, y si hubiese estado cien años en la cuerda, no habría podido decir cosa alguna, porque no podía hablar; ya que cuando se me preguntaba algo de este asunto, me desaparecía de la mente y no podía contestar. Una vez oído esto, cerraron el interrogatorio y devolvieron a la cárcel al desventurado.

Pero ¿basta llamarlo desventurado?

Ante semejante interrogatorio la conciencia se confunde, huye, desea declararse incompetente. Juzgar a quien obraba con semejante angustia entre tales insidias parece casi una arrogancia despiadada, una ostentación farisaica. Pero obligada a responder, la conciencia debe decir: sí, era culpable. No se deben minimizar o menospreciar los sufrimientos y el terror del inocente, pero tampoco cambiar las leyes eternas: la calumnia es culpable. Y la misma compasión, que quisiera excusar al torturado, se vuelve también contra el calumniador: ha oído nombrar a otro inocente, intuye otros sufrimientos, otros terrores, quizá otras culpas similares.

¿Y a los hombres que provocaron tales angustias, que tejieron aquellas insidias pensamos poder excusarlos diciendo que se creía en los ungimientos y existía la tortura? Nosotros también creemos que se puede matar por medio del veneno. ¿Qué se diría de un juez que adujese esto como justo argumento para condenar a un hombre por envenenador? Todavía existe la pena de muerte. ¿Qué se le respondería a uno que pretendiera justificar así todas las sentencias de muerte? No; en los casos como el de Guglielmo Piazza no se aplicaba tortura: fueron los jueces quienes la quisieron y, por así decirlo, la inventaron para ese caso. Si lo hubiesen hecho llevados por el engaño, habría sido culpa de ellos, porque ellos inventaron el engaño. Pero hemos visto que no actuaron engañados. Imaginemos que fueran engañados por las palabras de Piazza en el último interrogatorio, que creyeran un hecho, expuesto, explicado, referido minuciosamente de aquella manera. ¿De dónde habían salido aquellas palabras? ¿Cómo las habían obtenido? Con un medio sobre cuya ilegitimidad no podían engañarse, y de hecho no lo hicieron, ya que trataron de esconderlo y tergiversarlo.

Si por imposible que parezca, todo lo que vino después hubiese sido una confluencia accidental de cosas que ratificaban el engaño, la culpa seguiría siendo de aquellos que le habían abierto el camino. Sin embargo, veremos que todo lo orquestó aquella voluntad que, para mantener el engaño hasta el final, tuvo incluso que eludir las leyes, resistirse a la evidencia, simular integridad, endurecerse ante la compasión.