Como todo el mundo sabe, dicha práctica la regulaba principalmente, aquí y en casi toda Europa, la autoridad de los escribanos, por la sencilla razón de que, en buena parte de los casos, no existía otra que la regulara. Las consecuencias naturales de la falta de un conjunto de leyes concebidas con una intención general eran dos: que sus intérpretes se hicieran legisladores y que casi fueran tratados como tales, ya que cuando las cosas necesarias no las hace quien tiene que hacerlas o no están pensadas para la práctica, aparece forzosamente en unos la idea de hacerlas y en otros la disposición de aceptarlas las haga quien las haga. Obrar sin reglas es el oficio más difícil y fatigoso de este mundo.
Las leyes de Milán, por ejemplo, prescribían que la facultad de someter a tortura a un hombre (facultad admitida implícitamente, y considerada por entonces connatural al derecho de juzgar) dependía únicamente de que la acusación hubiera obtenido notoriedad, que el delito implicara pena de sangre y que existiesen indicios[4] pero sin aclarar cuáles. La legislación romana, que estaba en vigor en los casos que no contemplaban los estatutos, tampoco lo aclara, aunque emplea más palabras. «Los jueces no deben empezar por los tormentos, sino emplear antes argumentos verosímiles y probables. Y si por ellos obtienen indicios casi seguros y consideran que deben llegar al tormento para descubrir la verdad, háganlo cuando la condición de la persona lo permita.»[5] En esta ley queda incluso expresamente instituido el arbitrio del juez sobre la índole y el alcance de los indicios, arbitrio que en los estatutos de Milán quedó luego sobreentendido.
En las llamadas Nuove Costituzioni promulgadas por orden de Carlos V, la tortura ni siquiera se menciona y aun cuando desde entonces hasta la época de nuestro proceso y durante mucho tiempo después se encuentran, y en buen número, acciones legislativas en las que se impone la tortura como pena, que yo sepa en ninguna se regula la facultad de adoptarla como medio para conseguir una prueba.
Y también aquí se deduce fácilmente la razón: el efecto se había convertido en causa. Aquí, como en otros lugares, el legislador encontró en la tortura un suplente que permitía, no sólo advertir menos, sino olvidar incluso, la necesidad de su intervención, sobre todo en la parte que llamamos procedimiento. Los escribanos, especialmente desde el momento en que empezaron a escasear los comentarios a la legislación romana y a aumentar las obras compuestas con un criterio más independiente, tanto sobre el conjunto de la práctica criminal como sobre este o aquel punto particular, trataban la materia con métodos globales y, a la vez, con un ejercicio minucioso de las partes; multiplicaban las leyes al interpretarlas y, por analogía, extendían su aplicación a otros casos extrayendo reglas generales de leyes singulares, y cuando esto no bastaba las suplían ellos mismos con las reglas que les parecían más fundadas en la razón, la equidad o el derecho natural, incluso citándose y copiándose unos a otros, unas veces por estar de acuerdo y otras en desacuerdo, y los jueces, doctos —y algunos también autores— de aquella ciencia, en cualquier caso y en cualquier circunstancia de un caso tenían que tomar o elegir sus decisiones. La ley, digo, se había convertido en una ciencia. Es más, sólo a esa ciencia se la podía llamar ley: al derecho romano interpretado por ella, a las viejas leyes de los distintos países que no habían caído en el olvido a pesar del estudio y la autoridad creciente del derecho romano y que también interpretaba esa ciencia, a las tradiciones aprobadas por ella, a sus preceptos transformados en tradiciones. En cambio, las disposiciones de la autoridad soberana, fuera cual fuese, se llamaban órdenes, decretos, bandos u otros muchos nombres y llevaban intrínseca una vaga sensación de algo ocasional y temporal. Por citar un ejemplo, los bandos de los gobernadores de Milán, cuya autoridad también era legislativa, sólo tenían vigencia el tiempo que duraba el gobierno de sus autores, y la primera actuación del sucesor era confirmarlos provisionalmente. Cada gridario, como los llamaban, era una especie de Edicto del Pretor compuesto a trompicones y con variantes para cada ocasión. En cambio la ciencia, al trabajar en todo momento y trabajar con el todo, se modifica, pero lo hace insensiblemente y teniendo siempre por maestros a los que empezaron siendo sus discípulos en una suerte de, se diría, revisión continua y en parte compilación permanente de la Ley de las Doce Tablas, encomendada o confiada a un decenvirato perpetuo.
Fue más adelante cuando se consideró la conveniencia y la posibilidad de abolir esta autoridad de los particulares sobre las leyes, tan extendida y duradera, para hacer leyes nuevas, más completas, más precisas y más ordenadas. Y si no me engaño, todavía se contempla como un hecho inusitado y funesto para la humanidad, principalmente en la parte criminal, y más aún en la cuestión del procedimiento. Se acentuó lo que era natural; en cuanto al resto, no era un asunto nuevo, sino una extensión, digamos extraordinaria, de un hecho antiquísimo y quizás en otras proporciones sempiterno, pues por mucho que las leyes se puedan particularizar, seguramente siempre necesitarán intérpretes y seguramente siempre necesitarán los jueces —unas veces más y otras menos— consultar a los más reputados de entre ellos, como hombres que, a propósito, y con una intención general, estudiaron el asunto antes. No sé si un examen más sereno y meticuloso descubriría que, comparativa y relativamente, también fue un bien, porque sucedía a un estado de cosas mucho peor.
De hecho, es difícil que hombres que tienen en cuenta un conjunto de casos posibles para buscar las reglas en la interpretación de leyes positivas o en principios universales y elevados, aconsejen cosas más inicuas, más insensatas, más violentas, más caprichosas que las que puede aconsejar la arbitrariedad en los diferentes casos, en una práctica fácilmente apasionada. La cantidad de volúmenes y de autores, la variedad y, yo diría, el desmenuzamiento progresivo de las leyes por ellos prescritas sería un indicio de la intención de reducir la arbitrariedad y conducirla (cuanto fuera posible) por la razón y hacia la justicia, ya que, y en según qué casos, no era necesario tanto para instruir a los hombres en el abuso de la fuerza. Para dejar que un caballo corra a su capricho no es necesario enjaezarlo poco ni mucho: basta con soltarle las bridas, si las tiene.
Eso sucede a menudo en las reformas humanas que se hacen gradualmente (hablo de las reformas verdaderas y justas, no de todas las que se llaman así): a los primeros que las emprenden les parece que modifican, corrigen en varias partes, quitan, añaden; a quienes llegan después o a veces mucho tiempo después, como les parecen, y con razón, todavía dañinas, se quedan en la causa más inmediata y maldicen a los autores del engendro de los que tomó su nombre porque le dieron la forma con la que sigue perdurando y dominando. En este error, digamos que casi envidiable cuando se asocia a empresas grandiosas y benéficas, parece que cayó, con otros hombres insignes de su tiempo, el autor de las Observaciones sobre la tortura. Y aunque cuando muestra lo absurdo, lo injusto y lo cruel de aquella práctica abominable lo hace con fuerza y con fundamento, también parece, nos atreveríamos a decir, que se apresura a atribuir a la autoridad de los escribanos lo que aquella tenía de más odioso. Al tomar como punto principal lo que para él no era más que accesorio, no es ciertamente el olvido de nuestra inferioridad lo que nos anima a contradecir libremente, como nos proponemos hacer, la opinión que un hombre tan ilustre sustenta en un libro tan generoso, sino la confianza en la ventaja por haber llegado después y la posibilidad de contemplar con mirada más serena el conjunto de sus consecuencias con la perspectiva del paso del tiempo, como a cosa muerta que ha pasado a la historia, un hecho que él debía combatir porque todavía imperaba como un obstáculo actual a nuevas y muy deseadas reformas. En todo caso, el hecho en sí tiene tantas conexiones con su argumentación y con la nuestra, que tanto al uno como al otro nos condujo de manera natural a generalizar: a Verri porque deducía que el reconocimiento de la autoridad de los escribanos en tiempos del inicuo juicio la convertía en cómplice y en buena medida en causa determinante; a nosotros porque la observación de lo que esa autoridad prescribía o enseñaba en sus diferentes detalles nos servirá para elaborar un criterio, subsidiario pero importantísimo, para demostrar con mayor fuerza la iniquidad inherente al juicio mismo.
«Es cierto —dice el inteligente pero alarmado escritor— que en nuestras leyes no hay nada escrito sobre qué personas deben someterse a la tortura, ni en qué ocasiones debe aplicarse, ni cómo usar el tormento, si con el fuego o dislocando y arrancando los miembros, ni sobre el tiempo que debe durar el tormento, ni cuántas veces conviene repetirlo; el suplicio lo dan los hombres con la autoridad del juez, que únicamente se apoya en las doctrinas de los criminalistas citados.»[6]
Pero en aquellas leyes nuestras se suscribía la tortura, y en las de una buena parte de Europa,[7] y en las romanas, que durante tanto tiempo dieron nombre y autoridad de derecho común, se suscribía la tortura. La cuestión está, por lo tanto, en si los intérpretes criminalistas (los llamaremos así para distinguirlos de aquellos que tuvieron el mérito y la suerte de exiliarla para siempre) consiguieron que la tortura fuera más o menos atroz de lo que era en realidad según el arbitrio al que la ley la abandonaba casi por completo. El propio Verri, en aquel mismo libro, asumía, o por lo menos aludía, a la prueba más poderosa que tenía a su favor. «El propio Farinacci —dice el ilustre escritor— hablando de sus tiempos, asegura que los jueces inventaban nuevos tipos de tormentos por el placer que sentían torturando a los reos; he aquí las palabras: Judices qui propter delectationem, quam habent torquendi reos, inveniunt novas tormentorum species.»[8]
He dicho: a su favor. Porque la imposición a los jueces de abstenerse de inventar nuevas maneras de aplicar el tormento, y en general las amonestaciones y las quejas que testimonian la desenfrenada e imaginativa crueldad del arbitrio y la intención, si no otra cosa, de reprimirlo o avergonzarlo, no son tanto de Farinacci como de los criminalistas en general. El legislador toma las palabras transcritas más arriba de otro personaje más antiguo, Francesco dal Bruno, el cual las cita de otro más antiguo todavía, Angelo d’Arezzo, junto con otras palabras graves y duras cuya traducción trascribimos: «Jueces, rabiosos y perversos, que serán por Dios humillados; jueces ignorantes, porque el hombre sabio aborrece tales cosas, y da forma a la ciencia con la luz de las virtudes».[9]
Y antes que todos ellos, en el siglo XIII, Guido da Suzara, cuando trata de la tortura y aplica a este argumento las palabras de un rescripto de Constancio sobre la custodia del reo, dice ser su intención «imponer cierta moderación a los jueces y a su crueldad desmedida».[10]
En el siglo siguiente, Baldo aplica el célebre rescripto de Constantino contra el amo que mata al siervo, «a los jueces que desgarran las carnes del reo para que confiese», y quiere que, si éste muere en el tormento, el juez sea decapitado por homicida.[11]
Más tarde, Paride dal Pozzo arremetió contra aquellos jueces que, «sedientos de sangre, anhelan estrangular, no con una finalidad reparadora o como ejemplo, sino para su propia gloria (propter gloriara eorum), y por ello han de considerarse homicidas».[12]
«Cuide el juez de no adoptar tormentos rebuscados e inusitados, porque quien hace tales cosas es digno de que lo llamen carnicero más que juez», escribe Giulio Claro.[13]
«Hay que alzar la voz (clamandum est) contra aquellos jueces severos y crueles que, a fin de obtener una gloria vana, y para ascender, a través de este medio, a los puestos más altos, imponen a los miserables reos nuevos tormentos», escribe Antonio Gómez.[14]
¡Delectación y gloria! ¡Cuántas pasiones en este tema! ¡Voluntad de atormentar a los hombres, orgullo por sojuzgar a los prisioneros! Pero al menos no se puede pensar que intentaran favorecerlas aquellos que las sacaban a la luz.
En estos testimonios (y otros similares deberá alegarse ahora) y en los libros sobre esta materia que hemos podido consultar, nunca hemos encontrado quejas contra jueces que aplicaran tormentos demasiado ligeros. Y si en aquellos que no hemos consultado apareciese algo así, nos resultaría ciertamente muy curioso.
Verri pone algunos de los nombres que hemos citado, y los que citaremos, en una lista de «escritores que si hubiesen expuesto sus crueles doctrinas y la metódica descripción de sus refinados tormentos en lengua vulgar y con un estilo en el que la brutalidad y la barbarie no hiciese que las personas sensatas y cultas rechazaran examinarlos, no podrían ser contemplados sino con el ojo mismo con el que se mira al carnicero, es decir con horror e ignominia».[15] Es evidente que el horror por lo que revelan nunca será excesivo y lo es también por lo que admiten; por contra, por lo poco que hemos visto dudamos de que el horror sea un justo sentimiento y la ignominia una justa retribución por lo que añadieron o quisieron añadir de su cosecha.
Es verdad que en sus libros o, mejor dicho, en algunos de ellos, más que las leyes se describen las distintas clases de tormentos, pero como tradiciones muy difundidas y radicadas en la práctica, no como invenciones de los escritores. Ippolito Marsigli, escritor y juez del siglo XV, que hace de ellos una lista atroz, extraña y nauseabunda, alegando también su experiencia, llama bestiales a aquellos jueces que inventan nuevos tormentos.[16] Fueron aquellos escritores, es verdad, quienes tomaron posiciones sobre la cuestión del número de veces que el tormento se podía repetir, aunque (tendremos ocasión de comprobarlo) para imponer límites y condiciones al arbitrio, aprovechando las indicaciones imprecisas y ambiguas que en estas cuestiones procuraba el derecho romano.
Fueron ellos, es verdad, quienes trataron del tiempo que podía durar el tormento, pero sólo para imponer, incluso en esto, alguna medida a la inagotable crueldad, medida que no procedía de la ley, «a ciertos jueces, no menos ignorantes que inicuos, los cuales atormentan a un hombre durante tres o cuatro horas», dice Farinacci;[17] «a ciertos jueces inicuos y nefandísimos, de la peor especie, carentes de ciencia, virtud y razón, los cuales, cuando tienen en su poder a un acusado, quizás injustamente (forte indebite), sólo le hablan en el tormento; y si no confiesa lo que ellos quisieran, lo dejan allí colgando de la cuerda durante un día, durante una noche entera», dijo Marsigli[18] alrededor de un siglo antes.
En estos pasajes, y en algunos de los citados más arriba, también se observa su intención de asociar la crueldad a la ignorancia. Y por la razón contraria, y en nombre de la ciencia, no menos que de la conciencia, recomiendan moderación, benignidad, mansedumbre, palabras que irritan cuando se aplican a tales cosas, pero que al propio tiempo nos hacen dudar de si las intenciones de aquellos escritores eran azuzar al monstruo o amansarlo.
Referente a las personas que podrían ser sometidas a tortura, no veo qué importancia puede tener que no hubiese nada en las leyes propiamente nuestras, cuando había mucho, relacionado con este triste asunto, en las leyes romanas, las cuales de hecho también eran leyes nuestras.
«Hombres —sigue diciendo Verri— ignorantes, feroces, que sin examinar de dónde emana el derecho a castigar los delitos, ni cuál es la finalidad del castigo, ni la norma con la que calcular su gravedad, ni cuál debe ser la proporción entre los delitos y las penas, que pueden obligar a un hombre a renunciar a su propia defensa, y principios similares, a partir de los cuales, si fuesen conocidos en profundidad, podrían deducirse las consecuencias naturales más conformes a la razón y al bien de la sociedad; hombres, digo, oscuros y reservados, que con un refinamiento lamentabilísimo sistematizaron y publicaron inconscientemente la ciencia de atormentar a otros hombres con la misma tranquilidad con la que se describe el arte de remediar los males del cuerpo humano: y fueron obedecidos y considerados legisladores, y se hizo de ello un serio y plácido objeto de estudio, y se acogieron en las librerías legales a los crueles escritores que enseñaban a descoyuntar con industrioso tormento los miembros de hombres vivos, y a refinar la lentitud y la aplicación de más tormentos con el fin de hacer más desoladora y aguda la angustia y el exterminio.»
Pero ¿cómo es posible que se concediera tanta autoridad a esos hombres oscuros e ignorantes? Digo oscuros en su tiempo e ignorantes referente a eso, porque la cuestión es necesariamente relativa y se trata de ver, no ya si aquellos escritores tuvieron las luces que se pueden desear en un legislador, sino si tenían más o menos las mismas que aquellos que antes aplicaban las leyes por sí mismos, y en gran medida también las hacían ellos mismos. Y ¿cómo es que era más feroz el hombre que elaboraba teorías y las discutía ante el público que el hombre que ejercía el arbitrio en privado sobre quien se resistía a ellas?
En cuanto a las cuestiones a que alude Verri, ¡ay si la solución de la primera, «de dónde emana el derecho de castigar los delitos», fuese necesaria para compilar con discreción leyes penales! Quizás en tiempos de Verri la creyeron resuelta, pero ahora (y por suerte, ya que no es tan malo agitarse entre dudas como descansar en el error) es más controvertida que nunca. ¿Y todas las restantes cuestiones de una importancia general más inmediata y más práctica? ¿Se hacían y relegaban según las necesidades, o por lo menos se discutían, se examinaban cuando aparecieron los escritores? ¿Aparecieron quizá para confundir un orden establecido de principios más justos y humanos, para desplazar doctrinas más sabias, para turbar, diría yo, la posesión de una jurisprudencia más razonada y razonable? A esto nosotros podemos contestar francamente que no, y basta. Sin embargo, quisiéramos que alguno de los más sabios examinase si no fueron ellos mismos quienes, precisamente por ser particulares y no legisladores, obligados a dar razón de sus decisiones, recondujeron la disciplina a principios generales, recogieron y ordenaron aquellos principios que están esparcidos en la legislación romana y buscaron otros en la idea universal del derecho. Si no fueron ellos quienes, al trabajar para construir, con restos y con materiales nuevos, una práctica criminal completa y única, prepararon el concepto, sí indicaron la posibilidad y en parte el orden de una legislación criminal completa y única; si no fueron ellos quienes, al idear una forma general, quienes abrieron a otros escritores, que los juzgaron sin piedad y sumariamente, el camino para plantear una reforma general.
Y finalmente, en cuanto a la acusación, tan general y tan escueta, de haber refinado los tormentos, hemos visto que la mayoría expresamente la detestaba y, si estaba en su mano, la prohibía. Muchas de las citas a las que hemos hecho referencia también pueden servir para exonerarlos en parte de la imputación de haberlos tratado con aquella impasible tranquilidad. Permítannos que citemos lo que casi podría parecer una protesta anticipada. «No puedo por menos que montar en cólera —escribe Farinacci (non possum nisi vehementer excandescere)— contra aquellos jueces que mantienen durante mucho tiempo atado al reo antes de someterlo a tortura, y con esa preparación la hacen aún más cruel.»[19]
De estos testimonios, y de lo que sabemos que fue la tortura en sus últimos tiempos, se puede deducir claramente que los intérpretes criminalistas la dejaron mucho, pero mucho, menos bárbara de lo que la habían encontrado. Y sería absurdo atribuir a una sola causa una disminución del mal de ese calibre. Sin embargo, entre tantas, también me parece que sería poco razonable no aludir a la desaprobación y a las exhortaciones repetidas y renovadas públicamente, siglo tras siglo, de aquellos a los que también se atribuye una autoridad de hecho sobre la práctica de los tribunales. Verri cita además algunas de sus proposiciones, que no serían suficientes para que fundamentáramos en ellas un juicio histórico general, aun en el caso de citarlas todas puntualmente. Veamos, por ejemplo, una importantísima, pero insuficiente: «Claro sostiene que basta con que existan indicios contra un hombre para someterlo a tortura».[20]
Si dicho legislador hubiese hablado así, sería más bien una singularidad que un argumento, porque semejante doctrina se opone a la de una multitud de otros legisladores. No digo de todos, para no asegurar más de lo que sé aunque, si lo dijera, no temería afirmar más de lo que sé. Pero en realidad Claro dijo lo contrario y Verri probablemente fue inducido a error por la negligencia de un tipógrafo que imprimió: nam sufficit adesse aliqua indicia contra reum ad hoc ut torqueri possit,[21] en lugar de non sufficit, como encuentro en dos ediciones anteriores.[22] Para percatarse del error ni siquiera es necesario este cotejo, puesto que el texto continúa de esta manera: «Si tales indicios no son legítimamente probados», frase que chocaría violentamente con la anterior si ésta tuviese un sentido afirmativo. Y añadía enseguida: «He dicho que no basta (dixi quoque non sufficere) que existan indicios y que sean legítimamente probados, si no son suficientes para aplicar la tortura. Y es algo que los jueces temerosos de Dios nunca deben perder de vista para no someter injustamente a nadie a tortura: lo que, por otra parte, los somete a ellos mismos a un juicio retrospectivo. Y cuenta Afflitto que respondió al rey Federico que ni siquiera él, con su regia autoridad, podía ordenar a un juez que sometiera a tortura a un hombre contra el que no existieran indicios suficientes».
Eso dice Claro. Y bastaría para convencernos de que debió entender algo muy distinto que convertir el arbitrio en absoluto con esa otra proposición que Verri traduce de este modo: «En materia de tortura y de indicios, no pudiéndose prescribir una norma cierta, todo se remite al arbitrio del juez».[23] La contradicción sería demasiado extraña, y lo sería más, si fuera posible, si la comparamos con lo que el mismo autor dice en otro lugar: «Aunque el juez tenga el arbitrio, sin embargo debe ceñirse al derecho común… y cuiden bien los oficiales de justicia de no seguir tan alegremente (ne nimis animose procedant) este pretexto del arbitrio».[24]
Por tanto ¿qué entendió con aquellas palabras remittitur arbitrio judicis que Verri tradujo por: «Todo se remite al arbitrio del juez»?
Entendió… Pero ¿qué digo? ¿Por qué buscar en ello una opinión particular de Claro? Él no hacía más que repetir aquel enunciado porque era, por decirlo así, proverbial entre los intérpretes. Dos siglos antes, Bartola también la repetía como sentencia común: Doctores communiter dicunt quod in hoc (cuáles fuesen los indicios suficientes para la tortura) non potest dari certa doctrina, sed relinquitur arbitrio judicis.[25] Y con ello no querían proponer un principio, o establecer una teoría, sino simplemente enunciar un hecho. Es decir, que la legislación, no habiendo determinado los indicios, los dejaba al arbitrio del juez. Guido da Suzara, anterior a Bartola en casi un siglo, después de haber dicho o repetido, también él, que los indicios se remiten al arbitrio del juez, añade: «Como en general todo lo que no detremina la ley».[26] Y por citar a alguien no tan antiguo, Paride dal Pozzo, al repetir aquella sentencia común, la comenta de este modo: «Aquello que no determina la ley ni la costumbre, debe suplirlo la religión del juez; y por ello la ley de los indicios pone una gran carga sobre su conciencia».[27] Y Bossi, criminalista del siglo XVI y senador de Milán: «Arbitrio sólo significa (in hoc consistit) que el juez no tiene una regla precisa que le proporciona la ley, la cual sólo dice que no se debe empezar por el tormento, sino por argumentos verosímiles y probables. Por lo tanto le toca al juez examinar si un indicio es verosímil y probable».[28]
Lo que ellos llamaban «arbitrio» era lo mismo que, para evitar ese vocablo equívoco y de triste vibración, se llamó después «poder discrecional»: cosa peligrosa pero inevitable en la aplicación de las leyes, buenas y malas, y que los sabios legisladores tratan, no de abolir, lo que sería una quimera, sino de limitar a algunas circunstancias determinadas y menos esenciales, y restringir también en aquellas que es posible.
Y me atrevo a decir que ésa fue también la intención primitiva y la labor progresiva de los intérpretes, sobre todo en lo que respecta a la tortura, sobre la cual el poder que la ley entregaba al juez era espantosamente amplio. Bartola, tras las palabras que hemos citado más arriba, añade: «Pero yo pondré las reglas que pueda». Otros ya las habían puesto antes que él, y los que le sucedieron a él poco a poco fueron añadiendo muchas más, en algunos casos proponiéndolas de su cosecha y otros repitiendo y aprobando las ya propuestas sin dejar de repetir, sin embargo, la fórmula que expresaba el contenido de la ley, de la que, al fin y al cabo, no eran más que intérpretes.
Pero tiempo después y con el avance de la tarea, también quisieron modificar el lenguaje. Tenemos la declaración de Farinacci, que aun siendo posterior a los citados respecto a la época de nuestro proceso, está extremadamente autorizado. Tras repetir y confirmar con gran autoridad el principio según el cual «el arbitrio no debe entenderse como libre y absoluto, sino unido al derecho y a la equidad», y después de extraer y confirmar, con otras autoridades, la consecuencia de que «el juez debe inclinarse hacia la parte más benevolente y regular del arbitrio con la disposición general de las leyes y con la doctrina de los legisladores legitimados, y no puede establecer indicios a su capricho», y haber tratado tales indicios creo que con mayor exactitud y orden que nadie lo había hecho hasta entonces, concluye: «Por lo tanto puedes observar que la máxima común de los legisladores —los indicios para torturar están al arbitrio del juez— está restringida hasta tal punto por los mismos legisladores, que no es raro que muchos jurisconsultos digan que debería establecerse la regla contraria, es decir que los indicios no estén al arbitrio del juez».[29] Y cita esta sentencia de Francesco Casoni: «Es un error común de los jueces creer que la tortura sea arbitraria, como si la naturaleza hubiese creado el cuerpo de los reos para que ellos pudiesen desmembrarlo a su capricho».[30]
Se observa aquí un momento notable de la ciencia que, midiendo su trabajo, exige sus frutos; y declarándose, no una abierta reformadora (cosa que no pretendía, ni le hubiese sido admitido), pero sí una eficaz auxiliar de la ley, y consagrando su propia autoridad a la de una ley superior y eterna, intima a los jueces a seguir las reglas que ya existentes para ahorrar el suplicio a quien pudiese ser inocente, y a ellos ahorrarles las vergonzosas iniquidades. Tristes correcciones de algo que, por esencia, no podía adoptar una forma correcta, pero en absoluto argumentos adecuados para probar la tesis de Verri: «Los horrores de la tortura no se reducen únicamente al sufrimiento mismo que se hace padecer… más horrores todavía vierten los legisladores sobre las circunstancias en que se debe administrar».[31]
Por último, permitidme alguna observación sobre otra de las cuestiones que cita, porque examinarlas todas aquí sería demasiado largo. «Un solo horror baste por todos los demás, y el célebre milanés Claro, sumo pontífice de esta práctica, lo refiere así: Un juez puede, teniendo encarcelada a una mujer sospechosa de delito, hacérsela llevar a su cámara en secreto, y una vez allí acariciarla, fingir que la ama, prometerle la libertad con el fin de inducirla a inculparse del delito; con tales medios cierto regente indujo a una joven a autoinculparse de un homicidio, lo que la llevó a perder la cabeza. Y no se crea que este horror contra la religión, la virtud y todos los principios más sagrados del hombre es exagerado, y he aquí lo que dice Claro: Paris dicit quod judex potest, etcétera.»[32]
Horror, ciertamente. Pero para observar la importancia que puede tener en una cuestión de esta índole, obsérvese que, enunciando aquella opinión, Paride dal Pozzo[33] no proponía ya un hallazgo suyo; contaba, y lamentablemente aprobaba la decisión de un juez, es decir una de las mil decisiones que producía el arbitrio sin consejo de legisladores; obsérvese que Baiardi, que cita aquella opinión en sus apéndices a Claro (no el mismo Claro), lo hace para detestarla también él y para calificar el hecho de simulación diabólica[34] y obsérvese que no cita a nadie más que sostuviese tal opinión desde los tiempos de Paride dal Pozzo a los suyos, es decir, por espacio de un siglo. Y más adelante sería más extraño todavía que hubiese habido alguno. Ese mismo Paride dal Pozzo, Dios nos libre de llamarlo, con Giannone, excelente jurisconsulto,[35] porque las palabras que hemos referido más arriba bastarían para poner en evidencia que éstas, tan desagradabilísimas, no son suficientes para dar siquiera una idea aproximada de sus doctrinas.
Ciertamente, no tenemos la rara pretensión de haber demostrado que las palabras de los intérpretes, en conjunto, no sirvieron o que estaban dirigidas a empeorar las cosas. Cuestión interesantísima, ya que se trata de juzgar el efecto y la intención del trabajo intelectual de varios siglos en una materia tan importante, mejor dicho, tan necesaria para la humanidad. Cuestión de nuestro siglo, ya que, como hemos señalado, y por otra parte todo el mundo sabe, el momento en el que se trabaja para abatir un sistema no es el más adecuado para relatar su historia de manera imparcial porque es una cuestión que necesita perspectiva histórica, o en todo caso un asunto que debe hacerse con algo más que con unos pocos e inconexos indicios.
Sin embargo, si no me engaño, dichos indicios bastan para demostrar la precipitación de la solución contraria, aunque son, en cierto modo, una introducción necesaria para nuestro relato. En esta historia nos lamentaremos a menudo de que la autoridad de aquellos hombres no fuera realmente eficaz. Y estamos seguros que el lector dirá con nosotros: ¡ojalá los hubiesen obedecido!