Al lector
ECTOR amigo: Si eres hombre corrido y poco asustadizo, conocedor de las miserias humanas y amante de la verdad, aunque esta amargue, éntrate sin miedo por las páginas de este libro; que no encontrarás en ellas nada que te sea desconocido o se te haga molesto. Mas si eres alma pía y asombradiza; si no has salido de esos limbos del entendimiento que engendra, no tanto la inocencia del corazón como la falta de experiencia; si la desnudez de la verdad te escandaliza o hiere tu amor propio su rudeza, detente entonces y no pases adelante sin escuchar primero lo que debo decirte. Porque témome mucho, lector amigo, que, de ser esto así y si no te mueven mis razones, te espera más de un sobresalto entre las páginas de este libro. Yo dejé correr en él la pluma con entera independencia, rechazando con horror, al trazar mi pintura, esa teoría perversa que ensancha el criterio de moralidad hasta desbordar las pasiones, ocultando de manera más o menos solapada la pérfida idea de hacer pasar por lícito todo lo que es agradable; mas confiésote de igual modo que, si no con espanto, con grave fastidio al menos, y hasta con cierta ira literaria, rechacé también aquel otro extremo contrario, propio de algunas conciencias timoratas que se empeñan en ver un peligro en dondequiera que aparece algo que deleita. Porque juzgo que, por sobra de valor, yerran los primeros, en no ver abismos donde puede haber flores; y tengo para mí que, por hartura de miedo, yerran también los segundos, en no concebir una flor sin que oculte detrás un precipicio. Y andando, andando, y partiendo los unos de un principio falso y los otros de una verdad santa, llegan todos de la exageración al engaño, y pasan luego a la demencia; pareciéndoles a aquellos que pueden servir de guía a la juventud las crudezas de Zola, y creyendo estos que no conviene enseñar a los niños el Credo y los Artículos de la Fe sin introducir algunas prudentes modificaciones, de que yo pudiera citarle algún ridículo ejemplo. Extraño fenómeno y singular aprieto para el escritor el de estos dos extremos opuestos, hijos legítimos de la confusión de ideas en todo orden de cosas que caracteriza nuestra época, y reconoce por origen, entre otras mil causas, la orgullosa suficiencia propia, el desprecio de la autoridad que legítimamente define, la falta de profundidad y método en los estudios, el magisterio superficial, intruso e interesado de los periódicos, y la funesta propensión a juzgar lo que pasa en el corazón ajeno por lo que sucede en el propio. Cierto, ciertísimo, lector pío y discreto, que peca de inmoral y merece toda censura el autor que encomia a los ladrones y recomienda sus hurtos y los facilita; o el que protestando contra ellos y reconociendo su inmoralidad, traza, sin embargo, con buenas intenciones y poquísima prudencia, cuadros de peligrosa belleza, de tentación seductora, que ejercen sobre el lector incauto, y aun sobre el que por tal no se tiene, la atracción siniestra del abismo. Mas no por eso has de deducir de aquí, lector pío siempre, y esta vez no discreto si tal deduces, que sea igualmente inmoral el escritor que confiesa paladinamente que hay ladrones, que da la voz de alerta contra ellos y los saca a la vergüenza pública, pintándolos con todas aquellas sus negras tintas que sufre el decoro y hacen al vicio antipático y odioso, y se ayuda así del mal para hacer el bien, a la manera que la primavera se ayuda del estiércol para fabricar la rosa. Y no me digas que se corre siempre el riesgo fatalísimo de abrir los ojos a la inocencia; porque te diré entonces que si el tal autor supo guardar ese prudente decoro que indiqué antes, y esa inocencia de que hablas es la verdadera inocencia del corazón, pura y santa, única que todo lo ignora, así en teoría como en práctica, preciso será que pase por aquellas páginas sin comprender lo que se dice entre líneas y coja la rosa sin sospechar que existe el estiércol. Y si por ventura lo sospecha y lo descubre, señal clara y evidente de que no estaban esos ojos tan cerrados como tú creías, y no siendo ya inocencia pura del corazón, sino mera ignorancia del entendimiento, le aprovechará por ende, si no como medicina todavía, como preservativo, al menos, la lección que encerró allí el autor en prudente logogrifo, y como estiércol sucio y hediondo aprehenderá forzosamente lo que como tal se le presenta. Y si se le convierte en ponzoña la triaca, culpa será suya y no del médico, porque la malicia no estará entonces en el que escribe, sino en la propia voluntad del que lee; que, como dijo un poeta antiguo:
Del más hermoso clavel,
pompa del jardín ameno,
el áspid saca veneno,
la oficiosa abeja, miel.
Con este criterio, lector amigo, escribí yo el libro que entre las manos tienes, y lealmente te lo aviso para que lo arrojes a tiempo si mi modo de pensar no te satisface. Y si por acaso te maravilla que siendo yo quien soy me entre con tanta frescura por terrenos tan peligrosos, has de tener en cuenta que, aunque novelista parezco, soy sólo misionero, y así como en otros tiempos subía un fraile sobre una mesa en cualquier plaza pública y predicaba desde allí rudas verdades a los distraídos que no iban al templo, hablándoles, para que bien lo entendieran, su mismo grosero lenguaje, así también armo yo mi tinglado en las páginas de una novela, y desde allí predico a los que de otro modo no habían de escucharme, y les digo en su propia lengua verdades claras y necesarias que no podrían jamás pronunciarse bajo las bóvedas de un templo.
Porque si tú, lector pío y candoroso, sentado a las márgenes de los arroyos de leche y miel que fertilizan la Jerusalén celestial que habitas, has creído que existe la noción del bien y del mal en todos los corazones, con la misma claridad que tú la posees en tu entendimiento iluminado por la gracia, estás en un error crasísimo. En el mundo, y en cierta clase de mundo, sobre todo, el mal suele desconocerse a sí mismo, por esa misma confusión de ideas que en todos los órdenes reina. Cuando la relajación es general, sucede en una sociedad lo que a bordo de un barco acontece: que como todo se mueve igualmente, parece que nadie camina; preciso es que alguien se detenga para que haya un punto fijo que marque el atropellamiento de los otros y el rumbo peligroso de los que siguen caminando. Jamás harás conocer a un bizco su propio estrabismo, si no le pones delante un espejo fiel que le retrate su torcida vista; porque el ojo de la cara que sirve para ver y conocer a los demás no puede, sin un milagro que equivalga a esta gracia que tú disfrutas, verse y conocerse a sí mismo. Grande y caritativa obra, por tanto, será la del libro que sirva de punto fijo para avisar a los del barco que se alejan de la orilla; que sirva de espejo fiel al bizco desdichado, para que, comenzando por conocer allí su vista extraviada, acabe por odiarla en sí mismo. Y aquí tienes explicado de paso el porqué me detengo a veces en pormenores harto nimios, que desdeñaría como artista y a que no descendería como religioso. Porque el último parapeto del bizco que no quiere mirar derecho es negar que entienda el que le reprende de achaques de vista; por eso, cuando le pone delante el censor detalles íntimos conocidos sólo de los del gremio, concédele al punto la ventaja inmensa de la experiencia y se rinde a discreción, pensando que, si no fue también bizco allá en sus tiempos aquel que le reprende, entre muchos que bizquean debieron de apuntarle los dientes; y gran paso es ya este dado en el corazón que quiere ganarse, porque le invita a la confianza y le asegura la indulgencia, la idea de que aquel censor inexorable estudió en su mismo libro y venció sus mismas flaquezas. Y si todas estas cosas me concedes, y me arguyes todavía que no cuadra a la gravedad de El Mensajero publicar historias tan profanas, pídote que consideres una cosa, en que de seguro no habrás parado mientes. No todos los suscriptores de El Mensajero son como tú, piadosos y espirituales: en sus listas, numerosísimas hasta un punto increíble para lo que suelen ser estas cosas en España, figuran al lado de místicas abadesas, señoras muy del mundo, y junto a congregantes de San Luis, hombres despreocupados y hasta jóvenes alegres. Preciso es, pues, que toda esta multitud heterogénea encuentre allí alimento que la nutra y que le agrade, y la sana doctrina que paladea con delicia la abadesa en la Intención de cada mes, seria, profunda y devota, es manjar harto sublime para el embotado paladar de aquellos otros que sólo podrán tragar esa misma celestial doctrina, envuelta en una salsa lícitamente profana. Dejen, pues, las almas pías ese rincón de El Mensajero para esos pobres hambrientos, a quienes hay que alimentar por sorpresa con la santa doctrina de Cristo; que muy superior a la caridad que consiste en dar es la que consiste en comprender y soportar las humanas flaquezas. Esa es la que me hace a mí tomar la pluma y escribir para ellos, aun a trueque de escuchar, como en cierta ocasión he oído, que rebaja el carácter sacerdotal escribir cosas tan baladíes. ¡Como si la caridad se rebajara alguna vez, por mucho que descienda!…Y con esto, lector amigo, te dejo en paz, y libre quedas para entrarte, si te place, por las páginas de mi libro o dar media vuelta a la derecha. Témome, sin embargo, y en tus ojillos devotos lo conozco, que ansías ya por leerlo, y no lo dejarás hasta devorarlo letra a letra; porque si mis razones no te han convencido, como deseo, es fácil que la curiosidad te impulse contra lo que yo pretendo. Quédate, pues, con Dios, y Él te bendiga, que yo por mi parte
Con estas cosas que digo
y las que paso en silencio,
a mis soledades voy,
de mis soledades vengo.
Bilbao, 1.º de enero de 1890.