VIII

QUEL golpe terrible no anonadó a Currita, ni le infundió tampoco el extraño sentimiento, mezcla de pavor y de ira, que al recibir en Loyola un bofetón semejante la había obligado a confundirse, y a humillarse, y a callar… Detrás de la mano de Pedro Fernández había visto entonces la mano de Dios, que le impedía profanar con el escándalo de su vida su santa casa, y detrás del bofetón del mayordomo de Palacio tan sólo veía la mano del rey, que no era para ella una idea, sino un hombre, contra el cual se podía luchar y al cual se le podía también vencer.

Mas harto comprendió desde el primer instante, con la rápida percepción de su claro entendimiento y su mucha práctica de mundo, que en vano emplearía todas las astucias de su ingenio, todos los atrevimientos de su audacia y todos los recursos de su dinero en atraerse de nuevo a sus amigos y a formar en torno suyo aquella brillante corte que era la médula de su vida, porque era también la de su vanidad. Nada arrastra tanto como el ejemplo de un príncipe, capaz por sí solo de salvar o perder a una sociedad entera, y la severa repulsa dada a Currita en Palacio, justa en medio de su severidad, que si de algo pecaba era sólo de tardía, había de arrastrar sin duda a Madrid entero, derrumbando a la ilustre dama desde la altura de su gloria, con todo el estrépito de los grandes escándalos, con todo el ensañamiento con que del árbol caído se apresuran todos a sacar leña.

Por eso, sin darse ella por vencida ni cejar un punto en su tenaz empeño, y fortaleciendo siempre con el despecho y la rabia y hasta el dolor mismo su terquedad de mujer voluntariosa, siempre mimada, optó desde luego por el camino de los hábiles políticos y los diestros estratégicos y los conocedores prácticos del mundo y del corazón humano: una prudente retirada que sosegara los ánimos y diese tiempo a que las memorias olvidaran, cesasen las prevenciones, se cansaran las lenguas, y los escándalos nuevos hicieran olvidar y aun perdonar los escándalos pasados.

¡Había visto ella tanto de eso!… La ocasión, por otra parte, no podía ser más oportuna: Fernandito había llegado al estado de imbecilidad completa que traen consigo los reblandecimientos cerebrales, y preciso era llevarlo a París a que alguna notabilidad médica intentase el verdadero milagro de despertar un chispazo de inteligencia en aquel meollo huero, que jamás había dado luz alguna.

El viaje fue, pues, decidido, y dos días antes dirigióse Currita al colegio de Chamartín de la Rosa, para sacar a Lilí… La niña había cumplido ya doce años, y más bien que una criatura que comenzaba a vivir, parecía un ángel que iba a volar. Había en sus grandes ojos azules algo que recordaba el cielo, algo a la vez triste y sereno, candoroso y profundo, que comunicaba a todo su ser cierto poderoso y triste encanto, semejante al que infunde en el alma la inocente sonrisa de un niño huérfano.

Acogióla la madre con sus más suaves mimitos y díjole al oído, abrazándola, que le traía una noticia muy buena, muy alegre, muy grande…

—¿A que no la aciertas?…

La niña, con los grandes ojos llenos de lágrimas y teñidas las mejillas del carmín más puro, dijo prontamente:

—¿Que mi papá está mejor? ¿Que se ha confesado?…

Quedóse Currita desconcertada, como le sucedía siempre con las salidas intempestivas de aquella criatura. ¿Quién había de creer que iba a acordarse de su padre y a pensar en si le habían o no administrado aquel sacramento que le hacía tanta falta?… Echóse a reír muy maravillada. ¡Ca!, si no era eso… era mejor todavía; era una cosa referente a ella misma, lo que mejor le podía suceder, lo que sin duda estaba ella esperando…

Y de nuevo tornó a maravillarse, porque la sangre entera de Lilí afluyó entonces a su rostro, un temblor nervioso agitó sus manitas, y levantó los ojos hacia su madre, rebosando anhelo comprimido, esperanza dulcísima de oír lo que era sin duda su más ferviente deseo. Su boquita de ángel se entreabrió un momento para dejar escapar su secreto, como deja escapar una flor su fragancia, y de nuevo tornó a bajar los ojos, poniéndose más y más encarnada, y guardando silencio, con una cándida sonrisa dibujada sobre los labios.

—Pero, tontita, ¿no lo adivinas?… Es que se acabó ya el colegio, que te vas a venir conmigo.

¡Quién lo había de creer!… Al oír esto la niña, apagóse en sus labios la sonrisa, como una luz que mata de repente una ráfaga de viento; cruzó las manos angustiada, miró a su madre con espanto y se echó a llorar a lágrima viva, con el corazón encogido…

—Pero ¡vaya por Dios, vida mía! —exclamó Currita estupefacta—. ¿A qué viene ese llanto? ¿Es que no quieres venir?

Lilí, enjugándose con ambas manitas los ojos, repetía sollozando:

—Aquí me quieren todos… todos… Las Madres y las niñas…

—Pero, hija mía, ¿acaso en tu casa no te quieren? —exclamó Currita, poniéndose muy seria; y la niña, titubeando un momento, contestó con candorosa sencillez, cuyo alcance no supo medir sin duda:

—Ahora no está allí Paquito…

Currita sintió un movimiento de ira, que se transformó al punto en dolor profundo, en dolor vivísimo que Jamas había sentido, allá en el fondo de sus entrañas de madre… Sus ojos se llenaron de lágrimas, atrajo hacia sí a la niña, separóle del rostro ambas manos, y besándola en la frente, díjole con mucho cariño:

—Pero lo recogeremos al paso, tonta, y nos iremos a París todos juntos.

La niña meneó la cabeza, apartándose del regazo de su madre, y procurando dominar su aflicción, como si se aprestase a una batalla, dijo resueltamente:

—Y, además… yo no puedo irme de aquí. No, no puedo.

—Pero ¿por qué?… Si eres ya una mujer y aquí están sólo las niñas…

—Y las mujeres también…

—¡Pero, hija, por Dios! ¿Dónde están esas mujeres?…

—Las Madres son mujeres.

—Pero ¿tú quieres ser monja? —exclamó Currita abriendo mucho los ojos; y la niña, cerrando los suyos y moviendo enérgicamente la cabeza, contestó con firmeza:

—¡Sí!…

—¡Yaaa!… Muy bien; ahora lo entiendo —dijo Currita muy despacito con su tono de voz más suave—. Y las Madres, como te quieren tanto las pobrecitas, te habrán metido esa idea en la cabeza…

—¡No, no, señora!… Las Madres no me han dicho nada.

—Pues entonces habrá sido el confesor, el padre Cifuentes.

—Tampoco…

—¿Pues quién te lo ha dicho?…

—Paquito.

—¿Paquito?… ¡Vaya un apóstol!… ¿Y por qué no se mete él fraile?…

—Eso le escribí yo… Y le envié la Vida de san Estanislao y una estampita de san Luis de Gonzaga… Pero me contestó que él era muy desgraciado y tenía que hacer en el mundo una cosa muy grande, muy grande… Yo no sé lo que será…

Currita comenzó a sospecharlo y se puso muy pálida; la escena terrible de su estudio, cuando el niño se había arrojado sobre Jacobo como una fiera sedienta de sangre, acudió a su memoria con gran viveza, estremeciéndola de espanto, infundiéndole esa especie de terror retrospectivo que causa un peligro pasado, despertando en su alma el aguijón de un remordimiento, avivando en su corazón el dolor de una herida chorreando aún sangre… ¡Oh! ¡Ya no tenía que hacer el pobre niño aquella cosa muy grande, muy grande, porque otra mano más culpable le había tomado la delantera en la esquina de Recoletos!…

Lilí, sin imaginar siquiera en su sencillez de ángel el efecto que en su madre podían causar sus palabras, continuó diciendo:

—Me decía que fuese siempre muy buena y no saliera nunca del colegio y rezara mucho por él, y por usted y por mi papá; porque la ira de Dios iba a descargar sobre nuestra casa… Yo lloré mucho, mucho, y ofrecí entonces ser monja, y se lo dije a la madre Larín y al padre Cifuentes.

—¿Y qué te dijeron? —preguntó Currita con los labios blancos.

—La madre se echó a llorar…

—¿Y el padre?…

—Se echó a reír y me consoló mucho, y me dijo que no ofreciese nada sin que él me avisase.

Currita se quedó muy pensativa y permaneció largo rato en silencio, mirando a la niña; de pronto, dijo:

—¿Pero el padre Cifuentes te querrá mucho?…

—¡Oh, sí!… Es muy bueno; me quiere mucho.

Calló otra vez, seria y meditabunda; porque en medio de aquel rudo oleaje de afectos con que la gracia de Dios combatía su alma para sacarla a flote, santos unos como el amor de madre, saludables otros como el remordimiento, apareció muy honda y comenzó a subir, a subir, hasta flotar en la superficie y sobrenadar en lo alto y llenarlo todo y dominarlo todo, la idea fija, su ángel malo, el pensamiento constante que llevaba clavado en la frente, como un dolor neurálgico, de satisfacer su vanidad y vengar su despecho, recobrando de nuevo su antigua posición y su brillante corte de mujer elegante. Había visto de repente un camino desconocido, un sendero tortuoso que allí llegaba dando rodeos, y ya no oyó más, ya no se ocupó de otra cosa. Cinco minutos largos permaneció callada, inmóvil, tirando al parecer sus planes. Lilí, con las manitas cruzadas sobre las rodillas y la cabeza baja, la miraba de cuando en cuando a través de sus largas pestañas, extrañada de aquel singular silencio.

Rompiólo Currita al cabo; aquella pichoncita suya monísima y preciosa la había enternecido… Pero todo aquello era muy serio, muy grave, y hacíase preciso pensarlo despacio, muy despacio, y no decidirlo así de repente, en un segundo… Por de pronto, dejaría a la niña en el colegio y detendría ella su viaje para hablar con el padre Cifuentes.

Lilí, al oír esto, saltó espontáneamente de la silla y se arrojó al cuello de su madre, cubriéndole el rostro de besos, llorando y riendo al mismo tiempo, como se mezclan la lluvia y el sol en un chubasco de mayo. Ella se enterneció un poquito y derramó tres lagrimitas.

—Conque nada, pichona mía, mucho juicio, y pide a Dios que a todos nos ilumine… Y ahora, vidita mía, dile a la madre Larín que quiero hablarle un momento… ¿Eh, pichona?… Cosa de un segundo, avísala tú, vidita…

Llegó la madre Larín muy alarmada, temiéndose alguna trapisonda, y Currita, con patético ademán, se arrojó llorando en sus brazos… Era aquel día el más grande de su vida; por fin le concedía Dios lo que con tanto ahínco le había pedido siempre: ¡tener una hija religiosa!… Cierto que le pasaba aquello el alma de parte a parte, que quizá le costaría la vida separarse de aquel pobre angelito; pero lo que sentía ella era no tener siete hijos como santa María Magdalena de Pazzis, para ofrecérselos a Dios uno a uno. ¡Estaba el mundo tan malo!…

La madre Larín, muy escandalizada al ver a santa María Magdalena de Pazzis hecha de repente madre de tan dilatada familia, se apresuró a protestar con mucho respeto:

—Santa Sinforosa querrá decir, sin duda, la señora condesa.

—¿Fue santa Sinforosa?… ¡Pues yo creí que había sido la otra! ¡Como leo todos los días el Año Cristiano, armo a veces unos galimatías!… Y dígame, madre Larín, ¿cree usted que perseverará mi hija, que su vocación será verdadera?

La madre enarcó las cejas, y con mucha humildad, dijo:

—La niña es formalita, y a lo que yo pueda colegir, así lo espero… Pero siempre será mejor que el padre espiritual informe a usted de todo esto.

—¿Y quién es?

—El padre Cifuentes.

—¿El padre Cifuentes?… ¿De veras?… ¡Cuánto me alegro!… Si es un santo, un hombre de tanto saber y prudencia…

—¡Ya lo creo!… Consúltelo usted y verá…

—Pero si no lo conozco… ¡Ay, madre Larín!… ¿Quisiera usted escribirle una cartita… deux mots, recomendándome?… Dígale usted cuáles son mis deseos, lo que yo quiero a mis hijos, la sencillez con que procedo siempre… Así me escuchará con benevolencia… Usted me conoce bien, madre Larín… ¡Soy tan desgraciada!… ¡Se tiene de mí un concepto tan falso!…

Y Currita, persuadida ella misma de lo que decía, cual suele suceder a los embusteros de oficio, extendía las manos y abría mucho los claros ojitos, como para que la madre Larín la estudiase por dentro, concluyendo por echarse a llorar amargamente, cubriéndose el rostro con el pañuelo. La madre, muy compadecida, y creyendo que aquella oveja extraviada llamaba de nuevo al aprisco, procuraba consolarla y prometíale escribir aquella misma noche al padre Cifuentes, anunciándole su visita.

—¡Se lo agradecería a usted en el alma, madre Larín; no lo olvidaré en toda mi vida! —gimió Currita—. Porque no crea usted que en el asunto de mi pobre Lilí faltarán dificultades… Fernandito es muy bueno; pero al cabo, como hombre que es, no tiene la piedad de nosotras las mujeres, y verá la cosa de manera muy distinta.

Y ya en la puerta, despidiéndose cariñosamente de la buena madre, volvió a repetirle:

—¡Que no se olvide usted de lo esencial!… Que comprenda el padre la buena fe con que procedo en todo, lo rectas que son mis intenciones…

Y de pronto, volviéndose atrás desde la puerta, como si de repente recordase algo…

—¡Ay, madre Larín, se me olvidaba!… No sé si lo encargué a Lilí, porque con este notición se me fue el santo al cielo… Me han dicho que están ustedes haciendo un monumento nuevo para el Jueves Santo, y quiero que sea a mi costa… Deseo mucho dejar a ustedes ese recuerdo; que Lilí haga ese pequeño obsequio al colegio…

—Gracias, gracias, señora condesa…

—¿Gracias?… ¡Ay, madre Larín, qué mundo, qué mundo!… ¡Ojalá y sólo se gastara el dinero en cosas semejantes!…

Entró en la berlina… Verdaderamente que aquella idea debía de venir del cielo, porque era Lilí, un ángel del Señor, quien se le había inspirado. Lo raro era que no se le hubiera ocurrido a ella antes, porque en aquella carta de Loyola, en aquella famosa carta de Pedro Fernández, que se sabía ella de memoria, estaba perfectamente encerrada en su primera parte… «Si la señora condesa de Albornoz viene a Loyola a confesar sus pecados y pedir a Dios perdón de sus extravíos, no tiene que fijar hora ni tiempo, porque todos son igualmente oportunos…».

Y glosando allá en su imaginación el parrafejo, discurría de este modo… Si la señora condesa de Albornoz va a Loyola, es decir, al padre Cifuentes, y confiesa sus pecados y pide a Dios perdón de sus extravíos, o lo que es lo mismo, embauca a aquel varón respetable, diciéndole lo que le parezca y callándose lo que juzgue conveniente para ponerle de su parte… a la sombra de su respetabilidad, agarrada a su manteo, entrará en el gremio de las beatas aristocráticas y se abrirá paso, rosario en mano, por el atajo de la piedad, hasta el alto puesto de que la calumnia y la ingratitud la han arrojado.

Porque no era necesario para ello llegar hasta el sacrilegio, que tanto la había aterrado siempre y la seguía aterrando; dispuesta estaba ella a lo que creía únicamente necesario para confesarse bien: acusarse de todos sus pecados y enumerar todos sus extravíos… ¿Qué le importaba a ella que el padre Cifuentes supiese lo que hasta en los mismos periódicos se había publicado y había leído ella sin sonrojarse?… ¡Si hubiera algún sacrificio que hacer, si hubiera algo que cortar, sería entonces otra cosa; pero la muerte, el puñal de un asesino, se había encargado de sacrificar, se había encargado de romper; y ya no le quedaba a ella nada, nada, sino aquella herida en el corazón y aquel despecho en el alma!… Y ante aquellas dos ideas que la exasperaban, Jacobo muerto y ella caída de su pedestal, sentía hervir su sangre de dolor y de ira, y parecíale lo primero el crimen más nefando que se había cometido en el universo, y juzgaba lo segundo el acto de tiranía más atroz que pudiera atribuirse a Nerón, a Tiberio o a Busiris.

Con cierto miedecillo, muy natural y fundado, fue a ver al padre Cifuentes, porque tenía el padre fama de marrullero; mas su voluntad, repentina como el capricho de una mujer, era robusta como la resolución de un hombre, y tranquilizábala en parte la íntima conciencia que tenía ella de que pocos la aventajaban en astucias y marrullería. Con habilidad suma dio principio al desarrollo de su plan, comenzando por exponer la vocación de Lilí, anhelo de su corazón, esperanza dulcísima de su alma, que estaba ella dispuesta a apoyar con todas sus fuerzas, aunque hubiera que luchar con las serias dificultades que había de poner Fernandito; hábil estaquita esta última que plantaba desde luego la taimada, para agarrarse a ella más tarde y destruir, cuando hubiera logrado su objeto, los santos planes de la niña. Escuchábala el jesuita impasible con las manos metidas en las mangas, clavando en ella de cuando en cuando la mirada de sus ojos, aguda como la punta de una lanceta, que hacía a Currita ladear los suyos, ora bajándolos, ora paseándolos por las paredes del cuarto. Cuando la dama dejó de hablar, sacó el padre Cifuentes a relucir la tabaquera de cuerno, con su heraldo obligado, el pañuelo a cuadros azules y verdes, y con la mayor naturalidad del mundo dijo resueltamente:

—Su hija de usted no tiene vocación, señora condesa.

Quedóse Currita estupefacta y desconcertada, y tartamudeó moviendo la cabecita:

—Pues ella me había dicho… Yo creía…

—Creyó usted mal, señora condesa… Esa niña es un ángel, de entendimiento muy claro, de corazón muy grande y muy recto, y está aterrada por las cartas de su hermano, que… ¡pasan el alma, señora condesa, pasan el alma!

Y las dos lancetas que tenía en los ojos el padre Cifuentes pasaban de parte a parte la frente de Currita, cual si fueran a clavarse en el fondo de su pensamiento.

—Por eso —prosiguió lentamente el jesuita— quería esa pobre niña ofrecer el sacrificio de sí misma, para asegurar la salvación de los demás, para expiar culpas ajenas por las cuales se aflige, como se afligen los ángeles del cielo: llorándolas, pero sin ponérselas a nadie en cuenta… Y note usted lo que digo, señora condesa: sin ponérselas a nadie en cuenta.

La señora condesa bajó los ojos muy modestita, como haciéndose la desentendida de si era a ella o no a quien le tocaba pagar aquella cuenta, y el padre continuó:

—Pero como usted comprenderá, este sacrificio de precio incalculable, cuya idea le fomentaré yo por lo que en sí tiene de útil y meritorio y porque bastará quizá el ofrecerlo para alcanzar de Dios lo que el pobre ángel pide, no es una vocación religiosa: es sólo un ofrecimiento que en su aflicción y en su generosidad hace la niña, y mientras Dios no lo acepte, no existe la verdadera vocación, y yo, por mi parte, ni puedo aconsejarla ni autorizarla tampoco hasta entonces.

«Pues estamos en el principio de la conversación» —pensó Currita, sin comprender del todo aquellas místicas sutilezas; y dando vueltas entre sus manos a un precioso devocionario que había traído de intento para demostrar su piedad al padre, dijo modestamente:

—¿Y qué cree usted entonces que debe de hacerse?…

—Dejar obrar a la gracia de Dios, que quizá le conceda como premio la vocación que aún no tiene, y mientras tanto, no sacarla del colegio.

—¿No cree usted entonces que le convenga volver a su casa?…

El padre Cifuentes abrió la tabaquera, y con la impasibilidad del hombre que golpea en los oídos de un sordo, con la sencillez con que hubiera dicho que hacía calor o estaba lloviendo, dijo tranquilamente:

—No, señora… Los ejemplos que vería en ella no conseguirían quizá corromperla, pero de seguro lograrían matarla…

Currita no protestó contra aquel reproche tremendo; no se avergonzó ni se indignó tampoco. Asióse, por el contrario, para llegar a su objeto, a la punta de aquella maza que la aplastaba, y dijo lastimeramente:

—¡Ay, sí, sí, padre, es verdad!… ¡Si usted supiera lo que pasa en mi casa! ¡Si usted conociera la situación en que me encuentro!

Y adoptando el cálculo más hábil del disimulo, el de apropiarse de la ingenuidad y disfrazarse con la sencillez y la franqueza, refirió con toda verdad al padre Cifuentes el escándalo de su vida, la trágica muerte de Jacobo, la calumnia difundida por aquellos enemigos invisibles, la imposibilidad en que estaba de acusarlos a ellos y defenderse ella misma ante los tribunales, y la necesidad que tenía de alguien respetable, de alguna persona autorizada por su santidad y su prestigio que sacase la cara por ella, perdonándole las faltas verdaderas y defendiéndola de los falsos crímenes, concediéndole su protección y su amistad, y rehabilitándola por este solo hecho a los ojos del mundo… Y no pedía esto por ella misma, que nada merecía y así lo confesaba; pedíalo por caridad de Dios, por lástima, por compasión hacia sus propios hijos…

Calló Currita, y con la cabeza baja y las manos cruzadas y entornados ojitos, esperó muy devotica el sermón formidable, la peluca tremenda que creía ella iba a venir tras de aquello, seguida de alguna violenta exhortación a la confesión y la penitencia, con algunos toquecitos de llamas del infierno; y luego, más tarde de lo que ella deseaba y con tanto anhelo iba buscando, un generoso ofrecimiento, noble, sincero y amplio… Mas el padre Cifuentes, que había escuchado sin pestañear todo aquel cúmulo de vergüenzas y de horrores, que no había hecho el menor gesto de asombro, de disgusto, de compasión ni de protesta, sacó la tabaquera de cuerno, tomó un polvo y dijo lacónicamente:

—Haga usted los Ejercicios…

—¿Los Ejercicios? —preguntó ella muy sorprendida.

—Sí, los Ejercicios de san Ignacio digo… Ayer los han empezado en el Sagrado Corazón, en la calle del Caballero de Gracia… Todavía tiene usted tiempo; empiece esta misma tarde.

—Yo…, bueno…, desde luego… —dijo Currita titubeando—. Pero según tengo entendido, sólo se entra allí con papeleta y yo no la tengo.

—Pues yo la recomendaré a usted a la superiora y le hablaré a la marquesa de Villasis, que es presidenta del consejo…

Currita sintió tal movimiento de gozo, que estuvo a pique de venderse… ¡Por fin triunfaba, y a pesar de su impasibilidad y no obstante sus marrullerías, hacía tragar al bendito padre todo el anzuelo!… Entre la marquesa de Villasis, la dama de mejor nombre de la corte, y el padre Cifuentes, el sacerdote de más prestigio, haría ella su entrada triunfal en el gremio de beatas aristocráticas, y una vez dentro, no bien tomase ella terreno, ya sabría reconquistar, palmo a palmo, los aplausos y las adulaciones, y colocarse de nuevo en el antiguo puesto perdido.

Vistióse sencillamente, siempre con aquel prolijo cuidado de los detalles pequeños que desprecian los talentos vulgares y tienen en mucho los privilegiados y prácticos: una modesta falda de seda negra, un abriguito de terciopelo con pieles y la mantilla recogida por completo sobre los hombros, chiffonné, con mucha gracia, cubriendo las blondas del velo parte del rostro, pero dejando ver perfectamente los rojos pelitos, contraseña suya característica, que cuidó muy bien de dejar a la vista con cálculo prudentísimo, para que en caso de oscuridad o de duda pudieran todos reconocerla.

A las cinco comenzaba el santo Ejercicio, y a las cinco y siete minutos calculó ella muy bien su entrada, para que fuese de todos vista. Apeóse del coche y entró en el zaguán, creyendo encontrar allí alguna religiosa o algún portero a quien preguntar por la marquesa de Villasis o por el padre Cifuentes; mas sólo vio delante una empinada escalera dividida por en medio con un barandal de hierro que hacía veces de pasamanos. En lo alto, dos señoras cuchicheaban entre sí muy quedito, e interrumpiéndose bruscamente al ver subir a Currita, desaparecieron al punto, sin que la dama pudiera reconocerlas. Encontróse entonces frente a la puerta de la capilla, que estaba de par en par abierta; era esta entrelarga, ancha y extensa, con una gran puerta en el fondo que daba al interior del colegio y otra lateral para el servicio de la gente. En el testero hallábase el altar, parcamente adornado, con algunas luces que ardían a derecha e izquierda del tabernáculo.

Arriba, en la parte más alta, había una hermosa efigie del Sagrado Corazón, y caía desde sus pies hasta abajo un gran paño de brocado recamado de terciopelo rojo, con estas palabras bordadas: Venite ad me omnes. A uno y otro lado de la gran puerta del fondo estaban las sillas de coro de las religiosas, y sentadas en ellas las señoras del consejo: la marquesa de Villasis ocupaba la esquina derecha, teniendo a su lado a la duquesa de Astorga.

Currita vio desde la puerta el extremo de un banco desocupado y ante él se arrodilló, haciendo uno de esos garabatitos con que creen ciertas damas santiguarse, cruzando las manitas sobre el respaldo, inclinando la cabeza con mucha devoción y poniéndose a registrar con el rabillo del ojo todo cuanto había y pasaba dentro de la capilla… ¡Prodigio maravilloso de la perspicacia y fuerza comunicativa de la grey femenina!… Cuatro minutos después, no quedaba en el extenso recinto una sola alma más o menos pía que no hubiera atisbado la entrada de Currita, sin que fuese necesario para ello más que alguno que otro suave cuchicheo, alguna que otra disimulada seña, alguno que otro libro devoto o rosario bendito que rodaba por el suelo, para dar ocasión a la dama que lo recogía de lanzar una rápida mirada con el mayor disimulo. Allí estaba ella, con mucha devoción, aguantando a pie quieto las miradas y suponiendo los comentarios internos que acompañaban a estas; la condesa de Murguía, señora muy severa, que había comido muchos viernes en casa de Currita y disfrutado no pocas veces de su palco en el teatro, hallábase a su lado… Alarmóla esta proximidad, volvió la cara angustiada, y apretando cuanto pudo a las otras señoras que ocupaban el banco, apresuróse a dejar entre ella y la escandalosa un gran espacio vacío. Currita, sin perder su devoción, sintió ganas de tirarle del pelo.

Entró a poco una señora con dos niñas, al parecer sus hijas, y una de estas, la más pequeña, fuese a arrodillar junto a Currita en el hueco vacío; mas la madre, advertida sin duda por otra señora que le habló por lo bajo, levantóse prontamente, tocó en el hombro a la niña y apártola de allí. Currita no sintió esta vez ira, sintió una sensación penosa, amarga, desconocida para ella, que se le figuró semejante al desconsuelo de verse sola y desamparada por un ser querido; aquella niña le había recordado a Lilí.

Entraban nuevas señoras, llenábase la capilla de bote en bote y apiñábanse las rezagadas contra las que habían llegado antes, sin que ninguna quisiera ocupar el sitio vacío al lado de Currita. Ella sintió crecer aquel desconsuelo que la oprimía y la angustiaba y le producía una irritación sorda, una amarga iracundia, que la llevaba a escarbar llena de saña en el basurero de su vida, buscando y enumerando las vergüenzas públicas, las inmundicias de todos conocidas, que le había tolerado, consentido y hasta aplaudido como amables pequeñeces aquel mismo Madrid que ahora le volvía la espalda, para arrojárselas a la cara, gritándole con muy buena lógica: «¿Acaso soy ahora peor que lo fui antes?… ¿Por ventura hace más fuerza en ti una calumnia anónima, levantada por pérfidos asesinos, que ese montón de lodo con que a todas horas te he salpicado el rostro?…».

¡Oh!, ¡qué mundo, qué mundo aquel tan injusto y tan asqueroso! ¡Con cuánta razón se resistía a entrar en él Lilí, aquel ángel del Señor tan puro y tan bello!… Y a este recuerdo, con la rapidez con que se muda la decoración en una comedia de magia, sustituyó en su mente la imagen de la niña al Madrid injusto y asqueroso que provocaba sus iras, y quedaron frente a frente, embargando todo su entendimiento, la celestial figura de Lilí, derramando luz vivísima del cielo, y el montón de lodo repugnante y hediondo, la charca sucia y cenagosa que acababa de formar ella con tanta saña, haciendo examen general de toda su vida… Currita creyó ver una cloaca a la pura y rosada luz del alba, creyó ver el infierno a la luz del paraíso y se sintió confundida y se juzgó condenada; porque aquel montón de lodo era ella misma y aquel resplandor de Lilí era la luz de Dios, único criterio de moral, independiente de míseras condescendencias sociales, a que deben de ajustarse los actos humanos. Un último movimiento de soberbia la agitó, sin embargo.

—¡Soy una infame, es cierto!… Pero que no me condenen los hombres, ¡que me condene Dios!…

Y al levantar la vista rabiosa y desesperada, como para lanzar en torno una mirada de orgulloso desafío, divisó al frente la imagen de Jesucristo, del Juez único que su soberbia vencida aceptaba, mostrándole su corazón herido, diciéndole en aquel letrero que tenía por debajo: Venite ad me omnes. Un crujido misterioso lastimó entonces su pecho, y repitió muy quedo:

Omnes!… ¡Todos, todos!…

Habíase mientras tanto rezado el rosario, y un jesuita subía en aquel momento al púlpito, para exponer la meditación que correspondía, según el orden establecido en los Ejercicios de san Ignacio. Era sobre el Juicio Final, y dividióla en tres partes: la confusión de los hipócritas al ver patentes sus pecados ocultos; la suprema vergüenza de los escandalosos al ver objeto de la execración universal los pecados públicos de que habían hecho gala, y la justificación de la Providencia, la manifestación clara de los misteriosos caminos ordenados por Dios para bien siempre del hombre; la sapientísima urdimbre, puesta al descubierto, de grandes hechos y pequeños acontecimientos, de penas y alegrías, derrotas y triunfos, llamamientos y amenazas, premios y castigos, que han de probar en la vida de cada criatura, mirada de frente a la luz de aquel tremendo día, la paternal providencia de Dios para cada hombre, la conjunción perfecta sobre cada uno de ellos de sus dos atributos, el más temible y el más deseable: la misericordia y la justicia.

El jesuita hablaba llanamente, expresando con sencilla claridad aquellas tremendas verdades y trazando a veces pavorosos cuadros que herían la imaginación, estremecían los corazones y preparaban los ánimos para el eco futuro de aquellas temerosas palabras: Ossa arida, audite verbum Domini!… Reinaba un hondo silencio, muy semejante al silencio del pavor; y el jesuita, torciendo un poco el rumbo a sus palabras, dejó ver de repente la bondad infinita de Dios, la más consoladora de todas sus grandezas, su inmensa misericordia, brindando siempre al pecador con su perdón tan sin límites y tan amplio, que desaparecen en él, cual si fueran átomos, los más enormes pecados.

—Imaginaos —dijo— un hombre llegado al último extremo del crimen; cargadle a vuestro pensamiento con todas las acciones afrentosas que fuera posible imaginar; vedle dormir tranquilo en medio de su vergüenza, como si se viera al abrigo de la muerte, como si no tuviera ya remordimientos ni tuviera conciencia… Mas un día, lo mismo que en el sueño de Nabucodonosor una piedra desprendida de la montaña hizo pedazos al coloso con pies de barro, así también un átomo arrancado a la misericordia de Dios por los ruegos de algún justo derribará sin causa alguna aparente ese coloso del mal y formará en sus entrañas desesperadas una lágrima, que subirá hasta el corazón y pasará por los caminos que Dios ha hecho para llegar a sus ojos marchitos, y brotará por ellos, y rodará al fin por sus mejillas… ¡Esa lágrima le ha revelado la verdad y conquistado el perdón y devuelto la paz!…

Y como si aquella lágrima bendita, alcanzada por la oración de un justo, se formase en aquel momento en algunas entrañas y subiese hasta un corazón y brotase por unos ojos, con explosión de dolor formidable, rompió el hondo silencio un sollozo que resonó por todos los ámbitos de la capilla, haciendo al jesuita enmudecer un instante, y mirarse pálidas y sobrecogidas a cuantas vieron a la condesa de Albornoz desplomarse sobre el reclinatorio, aniquilada como el grano de mijo que machaca la piedra de molino, mordiéndose las manos para contener, como con esfuerzo sobrehumano contuvo, los gritos, los sollozos, los alaridos de dolor que parecían hervirle en el pecho, sin llegar a reventarle por los labios.

Terminó el sermón, y siguióse luego, y terminó también aquel canto suavísimo, patético grito del pecador arrepentido: ¡Perdón, oh Dios mío! Y la numerosa concurrencia desfiló por delante de Currita, sin que levantase ella la cabeza ni hiciera un movimiento, como si la vergüenza de su vida entera la tuviese allí sujeta, clavada, ante las miradas curiosas, compasivas y aun burlonas de sus antiguas rivales.

Quedó la capilla solitaria, y una religiosa lega, que se deslizaba como una sombra, apagó las luces una a una, sin que la condesa de Albornoz se moviese de su sitio ni diese muestras de vida. Unos brazos la rodearon al fin en aquella soledad de que sólo Dios era testigo, y una voz muy conmovida le dijo muy bajo:

—Curra, hija mía… Abajo tengo mi coche… ¿Quieres que te lleve?…

Ella levantó la cabeza y fijó en la que así hablaba una mirada hosca, medrosa, que no parecía tener conciencia de la realidad y reflejaba como en dos vidrios profundos todos los asombros y todas las agonías… Reconoció al fin a la marquesa de Villasis, y el rostro de la pecadora, rojo de vergüenza por primera vez en su vida, ocultóse en el casto pecho de la mujer fuerte, balbuceando entre sollozos:

—¡Sí, sí!… Adonde no me vea nadie… A Chamartín con mi hija…

La niña no se sorprendió al verla… Había ofrecido aquella tarde, por aviso del padre Cifuentes, el sacrificio de su vida, y esperaba confiada y serena, como esperan las lágrimas del pecador los ángeles de la guarda…