VII

NA hora larga tardó la justicia en acudir para reconocer y levantar el cadáver; hallábase este atravesado en la acera, tendido sobre el lado derecho, descansando la cabeza contra el zócalo del pabellón del ministerio de la Guerra, debajo de la segunda ventana. Tenía en la sien derecha una fuerte contusión, producida sin duda por el golpe dado al caer, y en el lado izquierdo del cuello una tremenda puñalada que le dividía por la mitad la arteria carótida. Un gran torrente de sangre, que de allí había brotado empapaba su ropa y humedecía la tierra. En la esquina misma de Recoletos y la calle de Alcalá veíase sobre la acera una rica talma de pieles de castor, manchada también de sangre; hasta que llegó el juez nadie se atrevió a tocarla.

Pronto quedó identificado el cadáver: encontráronle en el bolsillo la esquela recibida aquella misma tarde, dando la falsa cita, las dos cartas de Garibaldi al Hº. Neptuno y varias tarjetas en que constaba el nombre del marqués de Sabadell. Era este nombre harto conocido, y al horror natural que inspira todo crimen unióse entonces en los presentes ese espanto mezclado de sorpresa con que ve el vulgo derrumbarse una fortuna en el abismo de una desgracia, caer a un poderoso desde los almohadones de su coche sobre la mesa destinada en un hospital a hacer a los cadáveres la autopsia. La noticia corrió de un extremo a otro de la corte, sin hacer derramar una lágrima, pero despertando por todas partes la admiración, el espanto y, sobre todo, la curiosidad; la curiosidad ansiosa y hasta, por decirlo así, rabiosa de conocer los pormenores de aquel drama misterioso, más interesante que los lúgubres episodios de Ana Radcliffe y las dramáticas aventuras de Clara Harlowe. Varios socios del Veloz corrieron al hospital a ver el cadáver, y en la esquina del ministerio de la Guerra viose todo el día un gran cerco de gente contemplando con cierta curiosidad pavorosa el pie de aquella ventana en que parecía vagar aún la sombra siniestra del crimen. Por la tarde, cuando la mayor afluencia de máscaras y de gente acudía al Prado y a Recoletos, nadie osaba pisar aquel sitio regado de sangre, y llamábanse todos a la acera opuesta, lanzando a la segunda ventana una mirada larga y medrosa.

Los periódicos publicaron extensos suplementos que se vendían a gritos por las calles, y entonces comenzaron a conocerse y comentarse algunos pormenores del crimen. Constaba entre ellos la declaración del centinela del ministerio de la Guerra; según este, vio pasar a la una de la madrugada, a través de la verja de Recoletos, a un hombre y una mujer que venían muy de prisa de la Castellana. Marchaban agarrados del brazo, embozado él en una capa andaluza con vueltas rojas, cubierta ella el rostro con un antifaz negro y envuelta en un abrigo de pieles grises; vio también al mismo tiempo, a través de la verja de la calle Alcalá, venir por aquel lado dos hombres gritando y cantando, cual si estuviesen borrachos; cruzáronse ambas parejas delante del pabellón, por la fachada que da a Recoletos, y allí los perdió el centinela de vista; mas oyó a poco en el silencio de la noche el rumor de un cuerpo que cae a tierra y uno de esos gritos de agonía que jamás se olvidan ni se confunden; vio huir desesperadamente por la calle de Alcalá a la mujer enmascarada y vio correr a los dos hombres, borrachos antes y bien firmes entonces, uno hacia la Castellana y otro hacia la Plaza de Toros. Tropezó este último en la fuente de la Cibeles y oyóse el ruido del agua cual si hubiese caído dentro; levantóse, sin embargo, al punto, y su veloz carrera púsole bien pronto al abrigo de las tinieblas. El centinela, imposibilitado por la consigna y por la verja para abandonar el puesto, abalanzóse a los hierros de esta y vio al hombre de la capa tendido en la acera; gritó entonces al cabo de guardia, dio a los fugitivos por tres veces la voz de ¡alto!, y con el fin de despertar la alarma, disparó el fusil por dos veces. Llegaron a poco tres serenos y un oficial y dos soldados del ministerio, y por la puertecilla pegada al pabellón salieron a la calle: el hombre de la capa estaba ya muerto.

Desprendíase de todo esto que había una ella de por medio, y la curiosidad, excitada hasta la rabia, sobre todo en los altos círculos, venía a estrellarse contra el secreto de la sumaria. Súpose que en la mañana siguiente a la noche del crimen fue preso Damián, el ayuda de cámara de la víctima, y llamado a declarar aquella misma tarde un don Francisco Javier Pérez Cueto, fabricante de almidón en uno de los arrabales de la corte… Desde entonces, ningún signo exterior dio a conocer que las investigaciones judiciales adelantasen un solo paso, y comenzóse a murmurar, con cierta estupefacción temerosa, que andaba en todo aquello la mano de los masones; que los asesinos de Sabadell quedarían desconocidos e impunes como los de su amigo el general Prim, y que el crimen de Recoletos sería siempre un arcano misterioso, como lo fue el de la calle del Turco. Mas de repente, cuando esta voz tomaba cuerpo y comenzaba a excitar en los ánimos el terror que infunde todo poder oculto y la indignación que inspira toda cobarde añazaga, levantóse otra voz contraria, que nadie supo nunca de dónde salía ni quién la atizaba, y que se extendió, sin embargo, por todas partes, con grandes visos de certeza, a la manera que esparce un pozo subterráneo por todos lados sus húmedas filtraciones… Díjose que en el fondo de todo aquello había tan sólo una intriga galante, que existía en el Juzgado un billetito concediendo una cita y que obraba también en poder del juez una prenda acusadora, perteneciente a la promovedora del crimen: una talma de pieles de castor, marcada por la parte de dentro con una etiqueta negra, en que con letras rojas decía: Worth.-Rue de la Paix. París.

Dos periódicos que, a juicio de muchos, pertenecían a la secta de los masones, publicaron violentos artículos contra los tribunales de España, que recluyen al pobre como un criminal y le barren de las calles como una inmundicia, y se cruzan de brazos y cierran los ojos ante el poderoso que oculta sus crímenes bajo una armadura de oro, contra la cual se hace pedazos la espada de la justicia.

Porque un pobre mancebo

Hurtó un solo huevo,

Al sol bambonea,

Y otro se pasea

Con cien mil delitos.

Cuando pitos, flautas;

Cuando flautas, pitos.

El atrevimiento era tan grande, la audacia tan increíble, que extraviada la opinión por completo con estas pérfidas insinuaciones, señaló entonces con el dedo a la condesa de Albornoz y comenzó a mirarse el dintel de su palacio con el mismo horror con que se había mirado tres días antes la esquina del ministerio de la Guerra.

¡Singulares extravíos de la conciencia pública, que Dios permite a veces en su infinita justicia para castigar con una calumnia el delito verdadero que había quedado impune!

Nadie en Madrid pidió cuentas a Currita de la sangre de Velarde, derramada a la vista de todos por culpa suya, y ahora le arrojaban al rostro la de Sabadell, de la cual se hallaba inocente y hubiera ella rescatado con gusto a costa de cualquier sacrificio… Porque el dolor de la dama fue en realidad grande, aunque no expansivo ni alborotado; uno de esos dolores, por decirlo así, secos, propios de las almas enérgicas, que se repliegan sobre sí mismos en el fondo del corazón como para no perder su energía, a la manera que el gladiador herido encuentra fuerzas en su misma agonía para encoger el cuerpo y doblar los músculos, e intentar un último y más formidable avance… Aquella débil mujercilla encerraba en su endeble cuerpo una de esas almas enérgicas que se crecen a la vista del peligro y lo desafían, y no necesitan en el dolor apoyo ni cómplices en el crimen; bastábase ella misma a sí misma, y sacudiendo los terrores que la habían invadido la víspera, con el vigoroso empuje del toro que arroja lejos de sí los rejones que le lastiman y embarazan, aprestóse a la defensa, decidida a arrostrar a pie quieto y con firmeza todas las consecuencias de aquella horrible noche.

Mas necesitaba antes que nada reflexionar, trazarse un plan, preparar su respuesta y ordenar sus preguntas; y aprovechando la ocasión de hallarse en cama Fernandito, postrado por uno de esos ataques de imbecilidad que traen consigo los reblandecimientos cerebrales, tomóse todo el día del lunes y dio la orden terminante de no recibir a nadie. Creía ella tener que habérselas de seguida con las visitas importunas, las preguntas indiscretas, las impertinentes lástimas y las molestas compasiones que la habían asediado cuando la muerte de Velarde, catástrofe también espantosa, que sin saber explicarse el porqué parecíale en estos momentos más terrible que le pareció en aquellos primeros instantes. Mas, con gran sorpresa suya, pasó todo el día del lunes, y pasó también el martes, y llegó y pasó asimismo el miércoles, sin que ningún coche parase a la puerta, ni atravesase una sola visita las antesalas, ni recibiera el oso del vestíbulo en su bandeja ninguna tarjeta, ni llegara tampoco el menor recado, la más insignificante misiva de atención, de interés o de consuelo… Aterróla entonces aquella soledad, que no sabía explicarse, porque ignoraba que la opinión había atravesado en el dintel de su puerta el cadáver de Jacobo; mas cuando llegaron a su noticia las voces que corrían y supo que una pérfida y misteriosa mano explotaba el funesto hallazgo de la capa de pieles, para hacer recaer sobre ella las sospechas del crimen, tuvo en su soledad vértigos de ira, estremecimientos de fiera acorralada, y decidió desafiar frente a frente a la calumnia con un golpe de enérgica audacia.

La casualidad presentóle bien pronto ocasión propicia; el viernes muy bien de mañana trajéronle el aviso de que le tocaba al día siguiente hacer su guardia como dama de honor en Palacio. Enviábale este aviso, según la costumbre, la dama que había hecho la guardia el día antes, y era esta una buena mujer, sencilla y piadosísima, que, desechando como terribles calumnias las voces que corrían, apresuróse a cumplir con su deber avisando a Currita y dejando al arbitrio de la dama el acudir o no acudir a la cita de Palacio.

Por primera vez después de la espantosa catástrofe sonrió Currita, con aquella sonrisa de diablillo, señal en ella de alguna idea feliz que pasaba por su mente. Tocábale la guardia el sábado, y según la tradicional costumbre, habían de asistir los reyes a la Salve de Atocha; la novedad atraía todavía gran concurso de gentes a conocer y contemplar a la joven reina, y presentándose Currita a su lado, en el primer puesto, parecióle que había de detener desde allí los tiros de la calumnia. Conocía ella bien el mundo que frecuentaba, que forma sus juicios y regula sus actos por los del poderoso que mira en lo alto, y creyó con razón que le bastaría presentarse una vez en público al lado de la reina y a raíz del suceso, para que todos acallasen sus escrúpulos y se apresurasen a conservarla en el puesto de honor que había ocupado siempre en la corte.

Sin llamar a Kate, saltó Currita de la cama antes de las nueve y fue a abrir ella misma una ventana para enterarse del estado del tiempo: el sol brillaba despejado, no se descubría una nube en el cielo y prometía la mañana una tarde deliciosa. Currita sintió un movimiento de gozo vivísimo que le pareció el presentimiento del triunfo; los carruajes de la corte saldrían, por el buen tiempo, descubiertos, y sin duda irían después de la Salve a dar una vuelta por la Castellana, donde todo el mundo elegante tendría ocasión de verla y contemplarla en su honorífico puesto… Algo la espantaba, sin embargo: la idea de que iba a serle forzoso pasar por aquel mismo trayecto que había recorrido con Jacobo la noche funesta, por aquella misma iglesia ante la cual pronunció su última palabra, por aquella esquina en que le había visto caer lanzando un gemido de agonía… Mas ¿qué iba a hacer ella? ¿Enterrarse en vida a los cuarenta y cinco años? ¿Dejar por escrúpulos sentimentales que le arrebatase una calumnia el prestigio, la soberanía suprema, el cetro de la elegancia y el buen tono que, a pesar de mil vergüenzas verdaderas, había conservado en su mano hasta entonces?…

Rióse ella misma de sí misma al notar la febril impaciencia con que esperaba la hora de ir a Palacio, porque ni la señora de López Moreno había sentido mayores ansias ni más vehementes deseos el día de su famosa presentación en el hotel Basilewsky. Con esmero redoblado y gusto exquisito escogió una toilette elegantísima, con ese estudio de los pequeños detalles que se observa en los grandes genios y acredita en ellos el conocimiento práctico del terreno que pisan. Púsose un riquísimo vestido de terciopelo azul muy oscuro, guarnecido de piel de chinchilla, con sombrero y abrigo de lo mismo; dos perlas negras en las orejas y un trébol en el pecho, formado por otras tres perlas, blanca la una, negra la otra y rosa la tercera. En el hombro izquierdo, sujetas con un lazo encarnado, llevaba las dos cruces de dama de honor: cruz de esmalte rojo, la antigua de la reina Isabel, y una M de brillantes y rubíes, la de la nueva reina Mercedes. Después, mientras le traía Kate el rico pañuelo de encajes y los guantes de piel de Suecia, buscó ella en una cajita un relicario de plata que contenía un lignum crucis; besólo con gran piedad, oprimiólo un instante contra su pecho, cerrando los ojos e inclinando la cabeza como si pidiese algo al cielo con grande ahínco, y guardóselo después en el bolsillo, como se hubiera guardado un amuleto que tuviese virtud para alejar cualquier daño o peligro.

Al subir la escalera de Palacio latióle el corazón y tembláronle las piernas, porque vio a dos lacayos que cuchicheaban entre sí, mirándola a ella. Mas cuando el alabardero de guardia a la puerta de la Saleta dio el golpe de alabarda que anuncia la llegada de un Grande de España, crecióse el orgullo de Currita, despertó de nuevo su energía, y armada de toda su audacia atravesó la antecámara y penetró en la cámara misma, dispuesta a comenzar la batalla, creyendo encontrar allí a la camarera mayor o al gentilhombre de servicio, o quizá a todos juntos. La cámara, sin embargo, estaba desierta y Currita sintió el desahogo de un momento del enfermo que ve detenerse un instante la temida operación por haberse retrasado el médico. Sentóse en una banqueta frente a la mampara que lleva a las habitaciones regias, a fin de esperar que la reina la llamase o alguien saliese; mas la excitación nerviosa no la dejaba sosegar un momento, y levantóse al punto para asomarse a uno de los balcones y mirar a la plaza de la Armería; púsose luego a arreglarse los ricitos de la frente ante uno de los magníficos espejos y reparó entonces en el soberbio retrato de Alfonso XII, pintado por Casado, que habían colocado allí la víspera y se destacaba sobre la rica tapicería de seda granate con grandes flores amarillas, con todo el esplendor de una obra maestra.

Pasó un cuarto de hora, que le pareció a ella un cuarto de siglo, y en pie siempre ante el retrato, sintió abrirse a su espalda la mampara de las habitaciones de la reina; volvióse vivamente y vio que la mampara se volvía a cerrar y quedaba medio abierta, como si el que fuera a salir se hubiese detenido de repente. Oyó entonces, sin que pudiera distinguir las palabras, una voz suave de mujer que parecía acongojada, como si suplicase algo, y otra de hombre, fuerte y colérica, que exclamaba enérgicamente:

—¡No, no…, ahora mismo!

Inmutóse Currita atrozmente y metióse la mano en el bolsillo, como si buscara el lignum crucis; abrióse entonces la mampara y apareció el mayordomo mayor, también muy inmutado… La dama, fingiendo siempre hallarse absorta en la contemplación del retrato, volvió ligeramente la cabeza y saludó con la mano al personaje, diciendo con vocecita a su pesar temblorosa y angustiada:

—¡Magnífico retrato! Yo no lo había visto. ¿Cuándo lo han puesto?…

Mas el mayordomo, sin contestar a la pregunta y con el esfuerzo de quien cumple un deber penosísimo, díjole balbuceando:

—Su majestad la reina la dispensa del servicio…, y me encarga le manifieste su deseo de que devuelva la cruz de dama…

Currita dio una rápida media vuelta, apretando los puños y echando atrás la cabeza cual si fuera a embestir al mayordomo, fijando en él la mirada de sus claros ojos, enormemente abiertos, que reflejaban toda la ira del que recibe un salivazo en el rostro, todo el espanto del que ve derrumbarse una última esperanza, toda la solapada e impotente amenaza que encierra el terror del débil, aniquilado por una mano más fuerte…

Luego, como si despertase en ella de repente la altiva ricahembra al ignominioso contacto de una bofetada, arrancóse ambas cruces del pecho y las arrojó en el suelo…