IV
MANECIÓ por fin el día 29 de diciembre de 1874, y a las once y cincuenta y seis minutos de la mañana, el ministro de la Guerra, Serrano Bedoya, saltaba violentamente de la cama, como había de saltar veinticuatro horas más tarde, violentamente también, de la poltrona ministerial… Anunciábale un telegrama del gobernador militar de Sagunto que el general Martínez Campos había proclamado rey de España al príncipe Alfonso, en las Ventas de Puzol, al frente de la brigada Dabán. Alborotóse el Gobierno, reunióse al punto Consejo extraordinario en el ministerio de la Guerra y tomóse por primera providencia la de echar el guante al señor Cánovas del Castillo y a otros muchos personajes de cuenta, entre los que se contaban el señor Pulido, el joven Telémaco y el respetable Mentor. Encerráronles por de pronto en el Saladero, con la sana intención de enviarles más tarde, una vez sofocada la intentona, a tomar camino de Filipinas los saludables aires de mar. La cortesanía del gobernador de Madrid, señor Moreno Benítez, proporcionóles horas después mejor alojamiento en el Gobierno civil; mas fuese pérfida intriga de los amigos o cruel ensañamiento de los contrarios, es lo cierto que los tres compadres, Jacobo, Butrón y Pulido, quedaron presos en el Saladero, pasando entre temores y sobresaltos todo el día 29 y también el 30, hasta que en la madrugada de este, muy cerca ya del alba, abriéronse ante ellos las puertas de su prisión, para cerrarse ante sus ojos la puerta de sus esperanzas… A las nueve y cuarto de aquella misma noche, hundido para siempre el Gobierno de la Revolución, había quedado investido de todos los poderes el capitán general de Madrid, don Fernando Primo de Rivera, y puestos al punto en libertad los prohombres alfonsinos detenidos en el Gobierno civil, apresurándose a nombrar un ministerio-regencia, del cual formaban parte el Gallego y el Laguna, quedando excluidos, por supuesto, el joven Telémaco y el respetable Mentor[19].
Quedóse este anonadado, púsose Jacobo furioso, y el señor Pulido, sin fuerzas para enarbolar el dedo indicador, sin alientos para murmurar —¡lo dije!—, enmudeció como Casandra a la vista de Troya destruida y Grecia triunfante. Butrón bufaba, Pulido gemía, Jacobo echaba ajos, y entre peroratas enérgicas, amargos reproches, violentas reclamaciones y planes de campaña propuestos para derrocar aquel Gobierno que les había estafado, pasáronse algunos días, hasta que desembarazado algún tanto el ministerio-regencia con la llegada del joven monarca, pudo al fin dar vuelta a la llave de la despensa, y enarbolando la rama de sustanciosos dátiles, que ha venido a sustituir a la de olivo, antiguo símbolo de la paz, comenzó a distribuir puestos, honores y destinos entre sus diversos paniaguados, tocándole a Butrón una plenipotenciaría de primer orden. Hízose de rogar este cuanto sufría por una parte la prudencia y exigía por otra el decoro, y teniendo en cuenta sin duda que a buena hambre no hay pan duro, que a falta de pan buenas son tortas y que más vale pájaro en mano que buitre volando, marchó al fin resignado y majestuoso a representar en tierra extranjera la persona de Alfonso XII. Hubo también una dirección de segundo orden para el señor Pulido, y ofrecióse a Jacobo otra plenipotenciaría igual a la aceptada por Butrón. Mas el joven Telémaco era hombre capaz en sus rencores de comprender y practicar aquella venganza de los chinos, que consiste en ahorcarse a la puerta de su adversario para atraer sobre él la cólera celeste y el odio de los ciudadanos; lleno, pues, de saña, rechazó con altivez la oferta, y creyendo alcanzar por sus propias fuerzas lo que de grado no le habían querido dar, alistóse de nuevo entre sus antiguos amigos los revolucionarios aún no resellados, que capitaneaba a la sazón el excelentísimo Martínez y prometían formar una oposición formidable el día en que se decidieran a reconocer la monarquía de Alfonso XII. Recibiéronle ellos como a un Hércules bajado del cielo para emprender de nuevo a su lado los doce trabajos sobre la tierra, y en el momento en que le encontramos volviendo de Biarritz al lado de Currita, traía ya lograda, con ayuda de esta fiel amiga, la senaduría vitalicia, altísima tribuna desde donde pretendía escalar, al lado del excelentísimo Martínez, el Olimpo ministerial, una vez efectuada la temida y esperada maniobra que con gran sigilo preparaba el taimado buey Apis.
A poco presentaba Madrid su animado aspecto de invierno, y dos sucesos trascendentales ocupaban la atención de los políticos y los elegantes: la apertura de las Cortes y el casamiento del monarca. Prometía la primera campañas parlamentarias nunca vistas; hacía esperar el segundo diversiones y regocijos jamás disfrutados, y unas y otros discutíanse y aun preparábanse en los salones de Currita, centro por aquel tiempo de los más importantes hombres políticos de la futura oposición dinástica, a la vez que de lo más gommeux, lo más poisseux de la alta sociedad madrileña. Sus après dîners de los viernes llegaron a tener fama, y con igual facilidad se concertaba en ellos un gabinete que se desconcertaba un matrimonio, se ganaba un diputado para la oposición que se perdía una muchacha para siempre, minada al amparo bienhechor de la dama, por esa galantería de algunos salones, que llama un autor, nada asustadizo por cierto, trabajo de zapa que el vicio emplea para minar la virtud. Pedro López comparaba en La Flor de Lis el salón de Currita con aquellas famosas tertulias que comenzaron en el hotel Rambouillet y acabaron con madame Staël, Recamier, Tallien y Girardin; y ciertamente que si no se encontraba en aquel como en estas la culta y amena conversación y la urbanidad más exquisita de antaño, que ha venido a ser hoy entre damas y caballeros como atributo exclusivo de las pelucas empolvadas y las chorreras de encaje, encontrábase de igual modo aquel principio disolvente de toda moral, que consiste en tolerar y autorizar el escándalo.
Viose entonces claro como nunca la funesta influencia que ejerce en una sociedad entera una de esas reinas de la moda que comienzan escotando los trajes y acaban escotando las costumbres; que empiezan imponiendo el yugo de sus elegantes extravagancias y terminan imponiendo el de sus desvergonzados vicios; que familiarizan con el escándalo y lo hacen tolerable y de buen tono hasta a los ojos de las personas virtuosas, que llegan a contemplar sin extrañeza, sin rubor y sin protesta, espectáculos como el que ofrecía Currita haciendo los honores de su casa con distinción elegantísima, en compañía del marqués de Sabadell, mientras sus hijos yacían olvidados, cada cual en un colegio, y Villamelón, reblandecido ya casi por completo, jugaba al bésigue o al tresillo con las celebridades del momento, o tentaba la paciencia de sus tertulianos encerrado, como en un círculo vicioso, en sus ordinarios tópicos de conversación: el combate terro-naval de Cabo Negro, los prodigios de su cocinero, los adelantos de su fotografía, las ventajas de la incubación artificial de los huevos de gallina, o las extrañas peripecias del doctor Tanner y el italiano Succi, que, con gran pasmo suyo, parecían haber resuelto el problema, para él horripilante e incomprensible, de vivir sin comer.
Un nuevo escándalo, iniciado y meditado en casa de Currita y llevado a efecto a la sombra de esta, y quizá, quizá bajo su protección misma, vino a probar a las personas sensatas que tan peligrosa es la proximidad del vicio, que aun sin estar de él contaminado, se respira en su atmósfera cierta ponzoña que trastorna y extravía, y hace al cabo resbalar y caer… Margarita Belluga, una de las jóvenes que al pisar por primera vez los salones del gran mundo había llamado más la atención por su candor y su pureza, desapareció un día súbitamente de casa de sus padres, para aparecer a poco en Italia, magna parens artium, y refugio insondable de pillos de todas las naciones, casada con Celestino Reguera, el pintorzuelo cómplice de Currita en sus atentados pictóricos, que había conservado siempre la dama a su lado, para alumbrar su corte con los resplandores de un genio, a la manera que Filipo mantenía en la suya a Aristóteles, y Augusto a Virgilio, y Carlos V a Garcilaso, y Luis XIV a Molière.
Comenzaron entonces las lamentaciones y las extrañezas, los comentarios y los sobresaltos, y la murmuración no fue ya el ruido de una ola al reventar en la playa, sino que cundió y se hizo formidable, y resultaron todos los imponentes estrépitos del mar batiendo las costas… Mas a pesar de que todo el mundo vio claro el viento que había desatado aquella tormenta y los polvos de que salían aquellos lodos, tan sólo dos de las muchas madres honradas que acudían a los saraos de Currita dejaron de llevar allí a sus hijas; tan sólo uno de los muchos maridos con decoro que a ellos concurrían retrajo a su mujer de aquella casa funesta a que se hacía necesario acudir, porque… porque… se pasaban allí ratos deliciosos, era la dama quien fijaba en sus salones las leyes del buen tono, y el ser admitido en su casa era un brevet de elegancia y de notoriedad.
Mas un día corrió por Madrid una noticia estupenda, que se escuchó al principio como un absurdo inventado por algún ocioso del Veloz; concediósele más tarde la verosimilitud que hubiera merecido la de que Sagasta cantaba misa o el Gran Turco se había hecho monje bernardo, y extendióse al fin como un hecho inverosímil, pero cierto, absurdo, pero verdadero, desde los salones hasta las antesalas, y desde los pasillos del Congreso hasta los de los teatros, llenando a todo el mundo elegante de asombro, de extrañeza y de curiosidad. La imaginación siempre exaltada de los madrileños aderezó el hecho con interpretaciones y comentarios, y unos vieron en él un manejo político, otros una rivalidad femenina, algunos una señal de reconciliación entre el mundo devoto y el profano, y varios, los que se decían más enterados y eran más hábiles en aquello de ajustarle las cuentas al prójimo, vieron, por el contrario, una emboscada peligrosa que la más inflexible de las beatas tendía a la más tolerante de las pecadoras; un reto del calendario piadoso a la mitología pagana; un combate singular entre la marquesa de Villasis, que arrojaba el guante, y la condesa de Albornoz, que se apresuraría sin duda a recogerlo.
Porque era el caso que habían circulado por ciertas casas privilegiadas de la alta sociedad madrileña unas lindas tarjetas litografiadas, en que la marquesa de Villasis anunciaba a sus numerosos amigos que abría las puertas de sus salones, y fijaba como día de recepción —¡aquí estaba el busilis!— el mismo fijado por Currita: ¡los viernes!… La noticia llegó a casa de esta un miércoles por la noche, estando presente tan sólo la duquesa de Bara, Carmen Tagle, Leopoldina Pastor y la Valdivieso; algunos señores mayores jugaban al tresillo, y en la sala de billar oíanse a lo lejos los secos golpes de las bolas y los tacos. Currita recogió, en efecto, el guante, y puesta en guardia al punto, manifestó su asombro con ingenua sencillez de cándida tortolilla.
—¿De veras?… ¡Cuánto me alegro!… Supongo que habrá convidado a las novicias del Sagrado Corazón…
Riéronse todos a carcajadas, y ella, muy extrañada de aquellas risas, prosiguió diciendo:
—Pues no lo digo de burlas… Creed que lo decía sin ningún arrière-pensée… Como María es tan piadosa y suele darle a todo un tinte devoto…
—¡Pues claro está! —replicó muy seria la de Bara—. Por eso ha convidado también a los congregantes de San Luis.
—Y por lo menos exigirá a los presentados la cédula del cumplimiento pascual.
—Y el certificado de buenas costumbres del cura párroco…
—¡Qué delicia!… ¿Y abrirán el baile rezando el rosario?…
—Como que tocará el cuarteto de la capilla real, y se cantarán en los intermedios los Gozos de san José.
—¡Ya lo creo!… La Villasis sabe hacer bien las cosas, y de seguro que ha pedido al arzobispo indulgencia plenaria para todos sus tertulianos.
—Pero, en suma —dijo al fin Currita, deteniendo aquella granizada de burlas—, ¿qué es lo que se propone esa pobre María?…
Aquí miró a todas partes con gran misterio el que había traído la noticia, y las cinco señoras alargaron las cabezas y abrieron las orejas con curiosidad intensísima.
—Pues dice…, dice… que se propone recibir a… mujeres honradas…
Un ¡ya! general, preñado de extrañas e intencionadas inflexiones, se escapó de todos los labios, y la Albornoz, abriendo cándidamente los ojos, dijo con su suave vocecita:
—Pues a mí no me han convidado hasta el presente…
Las señoras soltaron el trapo a reír, y dijeron todas al mismo tiempo:
—Ni a mí…
—Ni a mí…
—Ni a mí…
Leopoldina Pastor no dijo nada; púsose muy encendida, y dando una brusca media vuelta, sentóse al piano y comenzó a tocar furiosamente la antigua canción del ¡Trágala!…
Anocheció por fin el viernes, llegó la hora de comer, y tan sólo trece, de los veinte personajes convidados, se sentaron aquella noche a la mesa de los consortes Villamelón. El número era funesto, y la duquesa de Bara, que supuso al punto la causa de tan repentina baja, dijo muy quedito a su sobrino el duque de Bringas:
—Mal número… ¿Si será esta la última cena?
—Con tal que no te toque a ti el papel de Judas.
—¡Oh, no, no!… Yo le soy fiel a Curra.
—¿Pero por qué han desertado los otros?
—Pues nada, hijo, que ha habido conjunción de pucheros y el de María Villasis triunfa.
—Será más delicado.
—¡Pchs!… Bizcochitos de monja y tocino de cielo… Prefiero el de Curra: es más sustancioso.
—¿Pues cuál es?…
—Olla podrida.
Y con tales ganas comenzaron a reír la tía y el sobrino, que casi vinieron a echar por las narices el consommé à la Régence, servido en magnífica vajilla de plata, con que los ilustres comensales comenzaron a apaciguar sus respectivos apetitos… Con estos augurios funestos dio principio la comida, lenta y desanimada; Villamelón, con gravedad señoril y solemne aspecto, embaulaba en silencio, sin ocuparse gran cosa de la embajadora de Alemania y la duquesa de Bara, que tenía a derecha e izquierda, consultando a cada paso el menú, impreso con vivos colores en apergaminada vitela, al estilo de los antiguos misales de la Edad Media, y no satisfecho con esto, preguntando de cuando en cuando con sigilo prudentísimo al criado que le servía:
—¿He comido de todo?…
Frente por frente estaba Currita, teniendo a su derecha al embajador de Alemania, y a su izquierda al excelentísimo señor don Juan Antonio Martínez, buey Apis por otro nombre, que olvidando con loable magnanimidad antiguos rencorcillos, era a la sazón íntimo de la dama, como sustituto del respetable Butrón en el cargo de Mentor del joven Telémaco. Prodigábale Currita atenciones delicadísimas y hablábale a veces en voz baja, con muestras de íntima confianza: en una de estas, mostróle rápidamente con ademán misterioso un pequeño objeto que había sobre la mesa. Entre los mil primores y monerías que la adornaban, veíanse ante el cubierto de cada caballero pequeños bouquets de violetas para el ojal del frac, puestos en diminutos vasitos de cristal, ligeros y diáfanos cual si fuesen de aire petrificado, y teniendo todos en el centro una pequeña flor de lis, lindísima maravilla natural, criada a fuerza de cuidados en las estufas de Currita. Con significativa sonrisa mostróle la dama al buey Apis el bouquet que tenía delante, y este, sonriendo también, dijo entre dientes, sin que ella protestase:
—El diablo son las mujeres…
Entre estos dos grupos principales que ocupaban ambas cabeceras sentábanse el resto de los convidados: la señora de López Moreno, que redondeaba a la sazón su inmensa fortuna prestando al veinte por ciento; la marquesa de Valdivieso, que no atestiguaba ya sus sentencias con la autoridad de Paco Vélez, sino con la de Fermín Doblado; la condesa de Balzano, divorciada de su marido y en pleito con sus hijos; el duque de Bringas, declarado pródigo por los tribunales a instancias de su esposa; don Casimiro Pantojas, buscando siempre el paulot postfuturum de algún verbo griego; dos diputados novatos, cándidos provincianos todavía, a que la ilustre condesa, de acuerdo con el excelentísimo Martínez, tendía el anzuelo de sus banquetes para pescarlos en la oposición futura; el espiritual Pedro López, que pagaba su cubierto todos los viernes con algunas columnas de La Flor de Lis de prosa gelatinesca, y el marqués de Sabadell, que al notar las siete bajas habidas en el número de convidados, dirigía a Currita miradas impacientes, que hacían en la comprimida cólera de esta el efecto que el viento hace en el fuego, y parecían demostrar en ambos el pesar de ver frustrado en parte algún plan que proyectaban.
El berrenchín de Currita igualaba, en efecto, a su inquietud, porque justamente pertenecían sus convidados prófugos a aquella parte sana y virtuosa de la sociedad madrileña que se complacía ella en atraer a su casa para acallar con el ejemplo de estos los escrúpulos de algunos otros, a la manera que en ciertos garitos de industrias prohibidas colocan en el portal la muestra de alguna otra industria inocente, que desorienta a la policía y sirve de cebo a los incautos. Faltaban, pues, aquella noche los duques de Astorga, que con gran acierto habían sido elegidos por el nuevo monarca para formar parte de la alta servidumbre de la joven reina; los condes de Orduña, nobles figuras del antiguo bando carlista, fiel siempre a la desgracia, y la marquesa de Lebrija, cuyo prurito de socorrer y presidir asociaciones pías habíale conquistado justamente la doble fama de caritativa y de vanidosa. Faltaba también el tío Frasquito, que, con gran indignación de Currita, no se había tomado el trabajo de disculpar su ausencia; y faltaba Leopoldina Pastor, que la había disculpado tan sólo con una lacónica esquelita, diciendo que un indecente orzuelo le había aparecido en un ojo, poniendola de humor malísimo. La ausencia de estos dos últimos hería, más que ninguna otra, el amor propio de Currita, porque eran él y ella de esos pájaros que se retiran a tiempo del árbol que pierde su sombra y tienden el vuelo hacia el que comienza a verdear.
Azoraba todo esto a Currita, pareciéndole indicio cierto de conjura sospechosa, y al mismo tiempo que procuraba sostener y animar la desmayada conversación de sus comensales, prestaba oído atento a lo que por fuera del comedor pasaba… Sucedía de ordinario los viernes que, aun antes de terminarse la comida, poblaban ya los salones gran número de tertulianos que se apoderaban de las mesas de tresillo y de billar y formaban grupos y corrillos llenos de la alborotada animación, que duraba siempre hasta muy entrada la madrugada… Nada se oía aquella noche, y cada vez más inquieta Currita procuraba alargar la comida, agotando todos los recursos de su ingenio e intercalando entre plato y plato historietas que equivalían a las más picantes salsas, con el fin de dar tiempo a la llegada de la gente y evitar que los comensales recibiesen la mala impresión de encontrar los salones desiertos. Fuele ya imposible alargar por más tiempo la ímproba tarea y puso al cabo fin a la comedia con una escena misteriosa, seguida de un golpe teatral hábilmente dispuesto… Su diminuto piececito tocó ligeramente por debajo de la mesa la pezuña del buey Apis, y ambos cruzaron con Jacobo una rápida mirada de inteligencia que parecía significar: ¡Alerta! Entonces, tomando Currita el bouquet que tenía Martínez delante, tuvo la exquisita galantería de ponérselo ella misma en el ojal, repitiendo la acostumbrada frase de las floristas parisienses:
—Monsieur… Fleurissez votre boutonnière…
Mas Jacobo, con jovialidad perfectamente afectada, detúvola en mitad del camino, diciendo desde su sitio:
—¡Cuidado, Martínez, cuidado!… Que le tienden a usted un lazo…
—¿Un lazo? —exclamó Currita, retirando vivamente el ramito.
—Sí, señor, un lazo —afirmó Jacobo riendo—. ¿Pues no ve usted que lleva el bouquet una flor de lis?…
—¡Ay, Jesús! —replicó Currita escandalizada—. Entonces ¡protesto, protesto!… Yo persuado a quien puedo, pero no sorprendo a nadie… ¿Quiere usted que se la ponga, Martínez?… ¿Sí o no?…
—¡Jú, jú, jú, jú! —mugió el buey Apis, haciendo con la cabeza ademán afirmativo.
—¿La acepta usted entonces? —preguntó Currita.
—La acepto.
—¿Con todas sus consecuencias?…
—Con todas sus consecuencias —repitió el buey Apis.
Y paseó por todos los presentes una mirada orgullosa, casi fiera, que no carecía de la tosca grandeza de un Mario, a la vez plebeyo y formidable, que se dejase acariciar por afeminados patricios… Un aplauso general acogió la declaración del antiguo revolucionario, y Villamelón, muy conmovido, propuso un brindis en honor del rey Alfonso XII. Apuráronse las copas, y Fernandito, tomando entonces la que había servido a Martínez, dijo solemnemente:
—Esta copa tendrá con los años gran valor histórico. ¿Me entiende usted, Martínez?… Permítame que la guarde… Quiero legarla a mis hijos.
Y con su recuerdo histórico muy empuñado fue a ofrecer el brazo a la embajadora de Alemania, para pasar al saloncito azul, donde se acostumbraba a servir el café en aquellos días de gala… Allí acabaron los triunfos: el salón estaba vacío, y por sus puertas abiertas veíase a la izquierda el otro salón amarillo, y a la derecha, el gran salón de baile, que sólo se abría e iluminaba los viernes, ambos desiertos. En el primero, divisábanse a lo lejos, en un apartado rincón, cuatro señores muy graves, muy tiesos, jugando al tresillo; en el segundo, reverberaban las luces en el brillante parquet de finísimas maderas enceradas y en los colosales espejos, dando a todo aquel recinto el aspecto fantástico y temeroso, en medio de su magnificencia, de aquellos palacios encantados que se describen en los cuentos de hadas. El fiasco era completo, y aturdida Currita miró espontáneamente hacia el magnífico reloj de bronce dorado que había allí cerca, sobre una chimenea: ¡eran ya las diez y cuarto!…
Vio entonces a su espalda, en el mismo salón azul, una dama muy apuesta y elegante dormida en una butaca: tenía en la mano un número de un periódico de modas, caído negligentemente sobre la falda, y dábale de lleno en el rostro la tibia luz de una gran lámpara colocada en un trípode, cuyos reflejos recogía amplia pantalla de seda de suaves matices… Era Isabel Mazacán, la pérfida Mazacán, reconciliada dos meses antes con Currita y dispuesta a pelearse otras mil veces con ella en cuanto el tiempo y la ocasión se presentasen. Ninguna tan propicia como la presente, y fingiéndose dormida en aquella soledad, abrió poquito a poco los ojos con tan cómico espanto, con tan chistoso sobresalto, que todos los presentes soltaron la risa…
—Jesús, hija, dispensa…, pero al verme tan sola me quedé dormida.
Parecióle la broma a Currita de malísimo gusto y contestó muy picada:
—¡Qué delicia!… ¿Y soñarías sin duda con los angelitos?…
—Algo había de eso, porque soñaba contigo…
Guardóse muy bien Currita de pedirle la interpretación del sueño, mas la Valdivieso, con su importunidad acostumbrada, dijo muy gozosa:
—¡Vaya una coincidencia!… ¿Y qué soñabas?…
—Pues nada, hija… Que también se había ido a casa de la Villasis la pobre Curra.
Y la grandísima tuna de la Mazacán pronunciaba aquel pobre Curra con un aire de lástima, con un acento de chunga, que la compadecida se revolvió furiosa, diciendo con su inocente risita:
—Pues mira, mujer…, ni dormida ni despierta se me hubiera ocurrido de ti semejante cosa.
—¿Y por qué?
—Pues por dos razones… La segunda, porque tú no querrías ir…
—Y la primera, porque María Villasis no querría que yo fuese —dijo la Mazacán echándose a reír con todo su desparpajo.
—Justo —replicó Currita—. Lo mismo, lo mismo que don Simplicio Bobadilla Majaderano y Cabeza de Buey: «Puesto que Leonor renuncia a mi mano, renuncio a la mano de Leonor…».
La Mazacán iba a contestar, pero entraron en aquel momento Carmen Tagle, Paco Vélez y Gorito Sardona, todos muy compungidos, diciendo que venían del Real, pero que no había allí nadie, nadie… Al pronto creyeron ellos que Monsieur tout le monde estaría en casa de Curra, porque ¡claro está!, como era viernes… Pero supieron luego que el grand complet era aquella noche, ¡quién lo creyera!, en casa de la Villasis; y por eso, ellos, muy indignados, habían venido a protestar, porque no les parecía decente acostarse en aquella ocasión sin dar las buenas noches a la pobre Curra.
Escapóse la pobre Curra como pudo de aquellas muestras de compasión que le atacaban los nervios y dirigióse muy de prisa a la sala de billar, donde Jacobo, los dos diputados y el excelentísimo Martínez conferenciaban a solas. Felicitaron todos a la dama por lo hábilmente que había dispuesto y representado la comedia del bouquet, llamada a tener gran resonancia. Al día siguiente, La Flor de Lis daría cuenta de ella, preparando de este modo el terreno para la declaración solemne que a los pocos días pensaba hacer en el Senado el excelentísimo Martínez… Mas todavía juzgaba este necesario, antes de dar aquel último paso, atar bien otro cabo importante: parecíale prudente tentar antes el vado en Palacio.
Currita ofreció al punto sus servicios; ella era dama de honor desde los tiempos de Isabel II, y al casarse el monarca, dos meses antes, habíase visto obligada la nueva reina a enviarle también su cruz de dama… Martínez meneó la gran cabezota; no era esto precisamente lo que él iba buscando, porque el explorador a que había echado el ojo, para que como heraldo suyo entrase en Palacio, era Jacobo; podía este como Grande de España…
La baronesa viuda de Platavieja le cortó la frase, entrando en la sala seguida de sus seis hijas, amables retoños que en unión de la madre formaban en cantidad y calidad la suma de los pecados capitales, nombre por el cual se las conocía en la corte… Madre e hijas venían también presurosas e indignadas a protestar delante de la pobre Curra, y la señora baronesa aseguro coram populo que lo que había hecho la Villasis aquella noche era ni más ni menos que un timo…
—¡Un verdadero timo! —repitieron en coro las amables señoritas de Platavieja, rodeando al punto como enjambre de mariposas a los dos diputados, jóvenes y solteros, con la idea sin duda de pegarles alguno.
Imposible fue ya continuar la plática ante aquellos testigos, y la noche corrió lenta y aburrida, sin más incidentes. María Valdivieso, que andaba de morros con su prima, procuraba bostezar con fingido disimulo siempre que la miraba esta; la embajadora de Alemania cantó con notable falta de gracia una balada, que calificó la duquesa de ladrido, y a las doce y cuarto, cuando Pedro López, después de tomar el té y encerrar en sus bolsillos provisión de sandwichs suficiente para toda la semana, comenzó a hacer el recuento para la crónica de salones que publicaba La Flor de Lis todos los sábados, sus ojos atónitos pudieron tan sólo contar bajo los artesonados techos el número exiguo de catorce señoras: siete pertenecían a la familia de los pecados capitales y las otras siete podían repartirse entre la de los enemigos del alma: mundo, demonio y carne.
La marquesa de Villasis triunfaba en toda línea, y las ciento veinte mujeres honradas que reunió aquella noche en su casa y siguió reuniendo todos los viernes vinieron a probar a los pesimistas lo que había dicho ella misma a la marquesa de Butrón en época no lejana:
—Madrid no es un lodazal…
Cierto que hay en él algo que huele a podrido y esparce por todas partes su mal olor, a la manera que las emanaciones de una pequeña charca se extienden e inficcionan toda una hermosa campiña y tiñen la vegetación salubre con los mismos desconsoladores tintes de la enferma. Mas este algo podrido, esta charca hedionda, desbordada siempre por la desvergüenza propia y la cobardía ajena, mezclándose con el agua pura y comunicándole en apariencia sus impurezas, habíala ella estancado en casa de la Albornoz; y al quedar deslindados los campos, la lógica de los números metió la mano inexorable dessus du panier del gran mundo y sacó tan sólo catorce mujeres perdidas, por ciento veinte mujeres honradas.
Un periódico regañón hizo, sin embargo, de las damas de aquel tiempo otra subdivisión distinta:
Bastantes buenas.
Pocas malas.
Muchas que, siendo de las primeras, se parecen a las segundas.