II
IÓGENES no se dio cuenta de haber recibido la extremaunción, y tranquilo en parte por la respuesta del fondista comenzaron a abrirse paso otros pensamientos entre las espesas nieblas que envolvían su mente… Mas un sopor pesadísimo, un letargo profundo, que tenía ya dejos de la muerte, avasallaba a veces todo su ser y esparcía acá y allá aquellas ideas que se afanaba por coordinar, apareciendo estas entonces como imperceptibles puntos luminosos flotando en una inmensa bruma, alejándose lentamente, apagándose poco a poco todos ellos hasta quedar uno solo, que ora se le presentaba desconsolador como la candela de la agonía, ora triste como el cirio que arde ante un muerto, ora terrible como un resplandor de las llamas del infierno: ¡era la idea de morir, acompañada y rodeada de la incertidumbre de lo eterno!…
Crecía a veces el letargo y apagaba también aquella luz pavorosa, pero al fin y al cabo luz, y al verse a oscuras Diógenes, al sentirse caer en aquel sueño que le parecía el último, en aquella sombra negra en que se perdía la mirada y en aquel silencio siniestro en que se perdía la voz, clavaba las uñas en las sábanas y las hacía jirones, como si se agarrase desesperadamente al borde de la fosa en que le hubieran de enterrar… y despertaba, despertaba no bien había pegado los ojos, como si algún importuno le empujara de improviso, con pesadillas horribles en que los más ligeros ruidos tomaban proporciones colosales, pareciéndole el rumor del tren el de una catarata de bronce fundido que se despeñase en sus orejas; el de los cascabeles de un coche, redobles de mil tambores golpeando en sus propios tímpanos; el chirrido peculiar de las carretas vascongadas, el soñua que avisa al casero vasco en las revueltas del camino, un ruido del infierno que por diabólico prodigio se encarnase en una sierra candente y le dividiera la masa de los sesos mitad por mitad… Así pasó la noche; un poco antes del alba desapareció el sopor, huyó el letargo con sus pesadillas, y un sueño tranquilo le adormeció entre sus brazos más de dos horas. Un ruido acompasado que hacía mal a su cabeza y resonaba como un eco amigo en su corazón despertóle entonces: era la campana de la iglesia que tocaba a Misa.
Diógenes abrió los ojos y le pareció encontrarse mucho mejor; incorporóse un poco y creyó hallarse bien del todo: su cabeza estaba despejada, sus miembros débiles, pero ágiles; hasta le pareció sentir un poco de hambre, hasta le ocurrió pedir para desayunarse una gran copa de ginebra con su par de terrones de azúcar. Miró en torno suyo: chisporroteaba una lamparilla sobre la mesa; una mujer de edad madura roncaba desapaciblemente al pie de la cama, en un gran butacón, y por las rendijas de las dos ventanas, cerradas ambas, entraban discretos rayos de luz, cual si el nuevo día se adelantase de puntillas y sonriendo a dar la enhorabuena al enfermo. Sentóse este en la cama alegremente sorprendido, y recobrando con la vida su humor chancero, tiróle a la mujer lo primero que halló a mano, una almohada, soltando un gran grito, un ¡polaina! formidable que la hizo saltar en el sillón despavorida, murmurando algunas palabras en vascuence.
Mandóle entonces abrir de par en par las dobles puertas de ambas ventanas, y la luz entró a torrentes y el aire fresco a raudales, juguetón como un niño, acariciando los blancos cabellos del enfermo, trayéndole, como un nietecillo cariñoso sus presentes, el olor a búcaro de la tierra cubierta de rocío, el sano perfume de las montañas, el alegre trinar de los pájaros, el solemne acento de la campana de la iglesia, que parecía repetir en su oído como una amorosa voz de lo alto: ¡Ven! ¡Ven!… ¡Qué necios temores los suyos! ¡Qué espantos tan ridículos los de la noche! ¡Morir! ¿Quién piensa en morir cuando nace el día, y sube el sol por el azul de un cielo tan bello, y se divisan a lo lejos las montañas verdes, floridas, doradas por resplandores tan alegres y risueños?…
Entró a poco el médico, acompañado del fondista, y Diógenes los recibió chanceándose con el primero, dirigiendo al segundo cariñosos gruñidos, expresivas miradas de sus ojos inyectados en sangre, que no carecían de ternura e iban a demostrar la gratitud que le inspiraba su caritativa conducta. Mas el médico, registrándole cuidadosamente, haciéndole un sinfín de preguntas a que Diógenes contestaba entre mohíno y risueño, levantólo los párpados que encubrían a medias dos pupilas dilatadas y sanguinolentas, faltas de convergencia, y meneó la cabeza siniestramente… El primer ataque había pasado, pero ya estaban allí los síntomas del segundo, y era imposible que aquella naturaleza, alcoholizada por completo, pudiera resistir a su tremendo empuje. Cruzó entonces con el fondista algunas palabras en vascuence, que escuchaba Diógenes mirando a uno y otro lleno de inquietud, y de repente, sin paliativos ni preámbulos, díjole con rudeza campesina que la muerte se aproximaba sin remedio y érale necesario aprovechar aquellos momentos lúcidos que el mal le concedía, para arreglar sus negocios con los hombres y saldar sus cuentas con Dios.
El golpe fue cruel, porque al oírle, Diógenes sintió que le arrancaban de allá, muy hondo, algo que era la esperanza de la vida, la más arraigada de todas las esperanzas, por ser la última, que no se arranca nunca sin llevarse detrás lágrimas de los ojos y sangre del corazón… Cególe un movimiento feroz de ira, porque nada hay más ilógico que el terror, y pareciéndole aquello un robo descarado que venía a hacerle, revolvióse furioso contra el médico como si fuera él quien pretendiera hacerle el hurto, y arrojóle a la cara cuantas injurias y obscenidades encontraron en la sentina de su alma la cólera y el horror… Asustados y sorprendidos el médico y el fondista, retiráronse al punto, dejando a Diógenes solo, revolcándose furioso, comprendiendo por la postración y la angustia que le embargaron al punto tras su arrebato, que el médico no exageraba ni mentía, que la muerte se aproximaba, en efecto, y que era forzoso condenarse o capitular.
Créese, con razón, que nada hay tan horrible como sondear la conciencia de un pecador endurecido en el trance de la muerte; supónense tras aquel rostro lívido y desencajado luchas aterradoras que sostienen el imperio del mal y la moción del bien, fantasmas pavorosos que se levantan en la conciencia, combates encarnizados que traban en torno de aquella alma empedernida el ángel del arrepentimiento y el demonio de la impenitencia. Horrible es esto; pero hay allí lucha, y donde hay lucha hay siempre una esperanza, una probabilidad de vencer… Por eso sobrepuja a este horror aquel otro horror que suele encontrarse tras aquellas pupilas vidriosas, aterradoras en esos momentos, cual la puerta siniestra ante la cual se sintió Dante desfallecer y vacilar: el marasmo, la quietud horrible de un alma que se hunde poco a poco en lo eterno, dándose cuenta de ello, pero sin que crucen por su mente más que ideas triviales, bagatelas con que procura distraerse y divertirse, ocultándose a sí propia el abismo, hasta que la muerte descarga de súbito la guadaña, y despierta de improviso aherrojada ya en lo profundo del infierno. ¡Letargo letal, pendiente horrible que, sin un prodigio de la divina gracia, va a parar derecha a la condenación eterna!…
Este fue el estado de Diógenes al quedarse solo, y rabioso y fatigado se dejó caer en las almohadas, volviéndose de cara a la pared. El pensamiento del infierno cruzó el primero su mente, mas se distrajo en seguida mirando el feísimo papel verduzco que tapizaba las paredes, cruzado de arriba abajo por guirnaldas de flores, entre las cuales se entrelazaban largas ristras de micos que subían hasta el techo en actitudes grotescas, dándose todos las manos: pareciéronle diablillos aquellos feos animalejos y púsose a contarlos uno a uno, haciendo para seguirlos esfuerzos increíbles con la vista, y contando en todo lo que con ella abarcaba más de quinientos veinte…
La mujer que había velado durante la noche estaba allí, sentada en un rincón, haciendo calceta; llamáronla desde fuera un momento y Diógenes pensó entonces que también a él le llamaban a dar cuenta, y encontró al punto la respuesta en uno de sus mil cuentos chocarreros que le puso delante la memoria.
Confesábase un gitano, ladrón empedernido y díjole el cura: —¿Qué harías, infeliz, si el Juez Supremo te llamara ahora al juicio? —¿Pues qué había de jacer?… ¡No dir!…
—¡No ir!… ¡No ir!… —repetía Diógenes, y púsose a combinar al punto un fantástico viaje de huida, en que se le figuraba subir al coche que acababa de parar en la puerta, cuyos sonoros cascabeles llegaban a su oído taladrándole la cabeza, y correr a escape a San Sebastián, y embarcarse allí para el fin del mundo, huyendo como Caín de aquel juez que le perseguía, dando vueltas por la tierra, vueltas y más vueltas, que vinieron por fin a marearle, produciéndole bascas terribles, entre las que creyó ver asomar ya la guadaña de la muerte… ¡La muerte! Aquel maldito despertador que estaba sobre la mesa se la recordaba de continuo, pareciéndole que al compás de su siniestro tic-tac regulaba su paso, rapidísimo como nunca, y lleno de ira mandó a la mujer que lo parase; mas entendió esta que quería verlo para enterarse sin duda de la hora que apuntaba, y apresuróse a llevárselo… Diógenes, arrancándoselo de la mano con un arrebato feroz de rabia, estrellólo contra la pared de enfrente, haciéndolo trizas.
Mientras tanto, enviábale el cielo un auxilio inesperado en aquel mismo coche en que su desasosegada imaginación fantaseaba huir del Juez Supremo; en él volvía de Zaldívar, cuyas aguas medicinales tomaba todos los años, la marquesa de Villasis, con su nieta Monina, el aya de esta, una doncella, un mayordomo viejo que la acompañaba en todos sus viajes y un criado antiguo que venía en el pescante; era su idea alcanzar el sudexpreso que pasa por Zumárraga a las dos y media y estar en Madrid aquella noche misma. Trabó al punto conversación el fondista con don Federico, el mayordomo, y preocupado con la estancia de Diógenes en la fonda, contóle su percance y sus apuros. Sorprendido el viejo, apresuróse a dar a la marquesa aquella nueva que tanto había de interesarla, y esta, profundamente conmovida, quiso al punto ver al moribundo; reflexionando, sin embargo, un momento, y deseosa de ir sobre seguro, hizo llamar al fondista para conocer antes, en todos sus detalles, aquella triste aventura, cuyo fúnebre desenlace estaba ya a la vista. Mas no bien supo que el médico no garantía la vida del enfermo más allá de la medianoche, creyó saber bastante, y dio al punto a don Federico la orden de suspender el viaje y pedir cuartos para todos allí mismo, en la fonda. Entróse en seguida en el despacho mismo del fondista y escribió rápidamente al superior de Loyola, pidiéndole que enviase un padre a toda prisa para auxiliar a un moribundo, cuyo nombre y condición le manifestaba en la carta. Un propio a caballo partió a galope a llevar esta, y una hora después estaba ya entregada.
La marquesa pensó entonces en ver al enfermo; mas antes, temerosa de que su presencia repentina pudiera causarle alguna emoción violenta, pidió al fondista que fuese a anunciarle poco a poco su llegada. Subieron ambos hasta la misma puerta que se abría a un corredor, y el fondista asomó tímidamente la cabeza. Diógenes, muy postrado, con la repugnante cabezota hundida en las almohadas, tendidos ambos brazos sobre la colcha, y arrollando entre las manos las sábanas sin notarlo, comenzaba a sentir de nuevo aquel horrible sopor, aquel letargo siniestro que le había atormentado la noche antes… Adelantóse el fondista unos pasos, dejando la puerta entreabierta, y díjole en voz alta:
—Señor…, señor… Aquí tiene visita…
Torció Diógenes un poco la cabeza y balbuceó con ira:
—¿Visita?… ¿Quién?… ¿El enterrador?… ¡Polaina!… ¡Que aguarde!…
—Es una señora…
—¿Una señora?… ¡Polaina!
Y soltó una atrocidad, una indecencia que aturdió por completo al fondista e hizo enrojecer a la marquesa detrás de la puerta, con ese santo rubor que realza tantas veces a los fuertes y castos ángeles de la caridad que sirven en los hospitales, sin asustarles por eso, ni hacerles huir de la cabecera de ciertos enfermos. El fondista, muy turbado, quiso terminar de un golpe, diciendo:
—Es la señora marquesa de Villasis.
Diógenes dio una gran voz, un grito doloroso, como si acabara de pronunciar una blasfemia; quiso arrojarse de la cama, incorporarse siquiera, y le faltaron las fuerzas, cayendo pesadamente, levantando los brazos, agitando las manos, lanzando bramidos ininteligibles, extraños balbuceos que parecían retratar la emoción de una fiera agonizando en su caverna. La marquesa se adelantó entonces, y sin asco ni temor apretó entre las dos suyas aquellas manos sudorosas.
—¡María!… ¡María!… —exclamaba Diógenes.
—¿Qué es eso, Perico?… ¿Qué es eso, hombre? —decía ella dulcemente, inclinando su rostro lleno de lágrimas sobre el desencajado del viejo.
—¡Me muero, María!… ¡Me muero!… Te saliste con la tuya… No es en el hospital, pero es de caridad… En la fonda.
—¿Y qué importa?… Más cerca del cielo está la cama de un hospital que la de un palacio.
Diógenes calló sollozando, y la marquesa fue a dar otro paso adelante; mas el moribundo, sin dejar de sollozar, preguntó entonces:
—¿Y Monina?
—Abajo está… ¿Quieres verla?…
—¡Sí…, sí quiero!… ¡Angelito!… Le daré un beso…, ¿verdad?… ¿Me dejas?… ¡Será el último, María!… ¡Le besaré el zapatito…, nada más que el zapatito!… ¡Anda, por Dios te lo pido, déjame!… Si no le dará asco…
La marquesa, conmovida hasta lo sumo, pareció tener entonces una inspiración repentina: desprendió sus manos de las de Diógenes, que se las sujetaba fuertemente, y dijo:
—Espera un poco… Voy a traértela…
Fuera ya de la estancia enjugóse precipitadamente las lágrimas para no asustar a Monina, y sentando a esta en sus rodillas, púsose a explicarle muy bajo y con gran vehemencia algo que debía de ser importante… Escuchábala la niña con los ojos muy abiertos, con ese aire de atención profunda que revela a veces en los niños un instinto superior a sus años para adivinar lo peligroso o lo terrible; cuando cesó de hablar su abuela, dijo que sí con la cabeza… Besóla esta en la frente con amor inmenso y volvió a repetirle con gran cuidado lo que antes le había dicho, recalcando mucho algunas frases; Monina, sin decir palabra, volvió a decir que sí con la cabeza. Tomóla entonces la dama de la mano y entró con ella en el cuarto de Diógenes; púsola sobre la cama sin decir palabra, y salió de la estancia, cerrando la puerta.
¿Qué sucedió entonces?… ¿Comprendió realmente aquel ángel de seis años el encargo de su abuela? ¿Habló por su inocente boca el ángel de la guarda de Diógenes?… Es lo cierto que la niña, sin asustarse de aquella horrible cabeza desgreñada, en que se pintaba ya la agonía de la muerte, sin mostrar repugnancia al asqueroso vaho que exhalaba el sudor del enfermo, hundió sus rosadas manitas en las blancas patillas del viejo, y tirando de ellas a medida que hablaba, según su antigua costumbre, díjole muy bajo, poniendo sobre el oído de él su roja boquita:
—Teno biscochos de Mendaro y te daré uno… Y no me traíste la muñeca que dicía papá y mamá; pero mamá abuela me compró un niño llorón grande, grande… Y dice mamá abuela que te vas a morí, y si quieres confesá… y yo rezaré por ti cuando rece por mi papá y por mi mamá y por el abuelito, que están en el cielo… Y yo iré también… ¿Tú quieres i?… ¡Pues confiesa!…
Y Monina, cumplida su misión, diole un beso en la frente, escurrióse de la cama y echó a correr hacia la puerta. Diógenes lanzó tal sollozo, que pareció romperse su pecho, como si le estallara el corazón dentro; crujió la cama a los violentos impulsos de su cuerpo, y agitando los brazos en alto, balbuceaba con la lengua cada vez más torpe:
—¡Quiero!… ¡Quiero!… ¡Quiero confesar!… ¡María…, María!… ¿Oyes lo que dice la niña?… ¡Quiero confesar!… ¿Pero con quién…, con quién?… ¿Quién me confiesa a mí, Dios mío?… ¿Dónde hay espuerta tan sucia que reciba mis pecados?… ¡Soy un infame, un perverso!… ¡Me pesa, Dios mío, me pesa!…
Y con ambos puños cerrados se daba terribles golpes en el pecho, que retumbaban en todo el aposento y le hacían toser horriblemente, y le produjeron a poco un ligero vómito de sangre… Monina, falta ya de valor al verse al lado de allá de la puerta, agarrábase, con los labios blancos, a las faldas de su aya, preguntando muy bajito:
—¿Se ha morido ya?…
Mientras tanto, procuraba la marquesa sosegar a Diógenes, diciéndole que había mandado a toda prisa a Loyola por un padre jesuita, que debía de llegar de un momento a otro. Diógenes exclamó:
—Con ellos me eduqué… Pero no lo digo nunca… ¡Los deshonro!…
Aquella emoción violentísima parecía haber despejado las facultades del enfermo, mas su físico resentíase de ella y veíasele perder fuerzas por momentos. La marquesa pidió un crucifijo, y poniéndoselo delante, díjole que hiciera ante él examen de conciencia, en tanto que llegaba el padre; tomólo Diógenes con ambas manos y besólo devotamente, mas dejólo caer a poco sobre la colcha, llorando desconsolado.
—¡Si no sé, María!… ¡Si no me acuerdo!…
—No te apures, hombre, yo te enseñaré en un momento…
Y púsose con gran cariño a explicarle el modo de hacer examen de conciencia, escuchándola Diógenes atentamente, mirando a veces el crucifijo. Cuando la marquesa cesó de hablar, díjola él con sencillez de niño:
—Se me va a escapar algo… Lo mejor será que te lo diga a ti todo…, y tú se lo dices luego al padre…, y entre los dos ven si falta algo…
—¡No, hombre, si no es preciso! —replicó la marquesa sin poder contener una sonrisa—. Piensa tú ahora, y luego el padre te ayudará.
Largo rato permaneció Diógenes silencioso, sosteniendo con ambas manos el crucifijo, fijos en él los ojos. A veces levantaba su pecho el temblor de un sollozo, y lágrimas abundantes corrían por sus mejillas; besaba entonces los pies del Cristo, entornaba los párpados y parecía rezar… La marquesa habíase sentado a los pies de la cama, en el gran butacón, y rezaba el rosario. Sonaron los cascabeles de un coche, y la dama hizo un movimiento para levantarse.
Diógenes abrió los ojos muy azorado.
—María… ¿Te vas?…
—No…, iba a ver si llegaba el padre.
—¿Pero no te irás?…
—No, hombre, descuida; no me voy…
—¿Estarás aquí hasta que muera?…
—Hasta que mueras estaré —replicó ella dulcemente.
Diógenes cerró los ojos, sosegado y tranquilo, como el niño que se duerme a la vista de su madre… Al cabo de un gran rato, dijo:
—María…, no me acuerdo del Credo… ¿Cómo era aquello?… «Subió a los cielos y está sentado…». ¿Dónde está sentado?…
—«A la diestra de Dios Padre» —dijo sonriendo la marquesa.
—«Todopoderoso» —prosiguió Diógenes; y terminó lentamente y en alta voz el símbolo de la fe, besando luego con grande afecto el crucifijo.
Entreabrióse a poco la puerta y asomó la cabeza del fondista, diciendo que dos padres de Loyola habían llegado. La marquesa quiso levantarse para salir a su encuentro; mas Diógenes, con gran sobresalto, apresuróse a decir:
—¡María…, no te vayas! Que entren ellos… ¿Para qué has de ir tú?…
Abrióse entonces la puerta para dar paso a una extraña figura que sorprendió a la marquesa e hizo a Diógenes echarse atrás en la almohada, al verla adelantarse hacia él extendiendo los brazos: hubiérase dicho que la muerte en persona, cubierta con la sotana de un jesuita, se presentaba en el aposento. Era un viejo alto y descarnado, hasta el punto de traslucirse todos sus huesos; traía una vieja sotana ceñida a la cintura por un orillo de que pendía un rosario, y escapábanse de su gran becoquín largos mechones blancos. Andaba lentamente, tambaleándose, con las manos extendidas como si temiese tropezar, porque estaba medio ciego, y así llegó sin ver a la marquesa hasta el lecho de Diógenes, y allí comenzó a palpar hasta tropezar con una mano de este; entonces, con sonrisa de niño que contrastaba con sus cabellos blancos, con voz cascada pero dulce, que el asma atroz que padecía tornaba un poco premiosa, dijo muy bajo:
—¡Perico…, Periquito…, hijo mío! Soy yo… ¿No me conoces?
Asombrado Diógenes, miraba aquella extraña aparición sin acertar a decir palabra, e interrogaba con la vista, ora a la marquesa, ora a otro padre más joven que tras el viejo había entrado; este añadió:
—Soy el padre Mateu…, tu inspector del Colegio de Nobles… ¿Te acuerdas?…
—¡Sí!… ¡Sí me acuerdo! —exclamó Diógenes con una gran voz, estrechando entre las suyas, sin soltar el crucifijo, aquella mano helada de esqueleto, que llevó con gran vehemencia a sus labios.
El viejo, con su serena sonrisa de niño, volvió el rostro hacia su compañero, diciendo con satisfacción íntima:
—¡Se acuerda…, se acuerda!… ¡Bien lo decía yo!… ¡Sí, por cierto!
—¡Sí que me acuerdo! —repetía Diógenes con grande ahínco—. Usted fue muy bueno para mí, y me quería, ¡oh, sí!, me quería mucho…, y me enseñó a rezar el Bendita sea tu pureza, y luego las tres Ave Marías… que decía usted alcanzaban de la Virgen misericordia…
—¡Y lo digo, Perico, lo digo! —repuso gravemente el viejo—. La alcanzan, sí, por cierto… Y en ti mismo lo ves ahora…, porque tú las habrás rezado…
—¡Sí, padre, sí…, siempre, siempre! Y se las enseñé a Monina… Ni una noche las dejé, aunque hubiese…
El viejo le atajó con gran viveza la palabra:
—¿Lo ves?… ¿Lo ves cómo la Virgen Nuestra Señora te concedió la misericordia?… Yo se lo pedía, se lo pedía —y sin dejar de sonreír cruzaba las manos y las levantaba, mirando al cielo con expresión beatífica—, porque me dijo Miguelito Tacón hace algún tiempo, cuando lo vi en Cuba de capitán general, el año treinta y cinco, que andabas…, vamos…, un poco alegre… ¡Y mira qué buena fue nuestra Madre!… ¡Porque lo viese yo, me ha conservado ochenta y seis años, Perico, ochenta y seis años!… Sí, por cierto…
Diógenes, cada vez más postrado, lloraba en silencio; el viejo, buscando a tientas la mano del enfermo, añadió apretándosela con todas sus escasas fuerzas:
—Porque tú querrás que yo lo vea… ¿No es verdad, Perico?… Querrás confesarte…
—¡Sí, padre…, sí quiero! ¡Con usted… Ahora mismo! —exclamó Diógenes tendiendo los brazos hacia él, como un niño que llama a su madre.
Y el otro viejo, sin dejar de sonreír, pero rompiendo también a llorar, se arrojó en ellos murmurando:
—¡Ochenta y seis años!… ¡Ochenta y seis años esperándote!…
Mientras tanto, la marquesa de Villasis y el otro padre habíanse salido del cuarto, y aquel explicaba a la dama la historia del viejo. El padre Mateu había conocido a Diógenes muy pequeñito, en el Colegio de Nobles, y enterado de que se hallaba moribundo en Zumárraga, pidió permiso al superior para ir a auxiliarle; negóselo este, temeroso de que en su edad avanzadísima le costara aquella obra de caridad la propia vida, mas el anciano instóle con tanto afán, suplicóle con tal ahínco, asegurándole con convicción tan profunda que Dios le había conservado ochenta y seis años sólo para aquello, que el superior no pudo menos de darle gusto.
A través de la puerta cerrada oíanse a veces los sollozos de Diógenes, y escuchábanse otras los gritos de horror que él mismo se inspiraba a sí mismo, seguidos del llanto de la contrición, desolado, abundante, pero dulce y sin amargura, como lo es el de todo dolor que se apoya en la fe y en la esperanza. Sonó al cabo de una hora una campanilla dentro del cuarto, y la marquesa y el otro jesuita se apresuraron a entrar… El padre Mateu estaba sentado a la cabecera del lecho, extenuado y jadeante, como si en aquella hora escasa hubiera perdido el corto resto de fuerzas que le quedaban. Dos hilos de lágrimas que iban a perderse en sus blancas patillas brotaban de los ojos de Diógenes; con una leve señal llamó a la marquesa, y díjole al oído con sencilla expresión de gozo inefable:
—Dice el padre Mateu… que Dios me ha perdonado…
Y luego, con el profundo desprecio del pecador que se considera a sí mismo, con la cristiana humildad del hombre que se ve a dos pasos de convertirse en tierra, añadió muy bajo, como si fuera su voz un débil quejido, queriendo y no pudiendo levantar una mano para golpearse el pecho:
—¡A mí!… ¡A mí!
Hizo entonces el otro jesuita que el padre Mateu se volviese a Loyola antes que cerrase la noche, acompañándole don Federico en el coche que esperaba, y los dos ancianos, los dos moribundos, separáronse sin pesar, como dos amigos que en el dintel de un palacio en que han de entrar por puertas distintas se estrechan la mano diciéndose: ¡Hasta luego!…
Pensóse entonces en traer el santo Viático al enfermo, y este acogió la noticia entornando los ojos con humildad profunda, diciendo siempre:
—¡A mí!… ¡A mí!…
De allí a poco viole la marquesa agitarse mucho, gemir profundamente, revolver los ojos azorados; acercóse a él… Habíasele olvidado un pecado muy gordo, muy gordo…, y antes que tuviera tiempo la dama de llamar al padre, decíale ya él con gran trabajo:
—Yo…, por divertirme…, por fastidiarle…, escribía todos los días una carta a Frasquito… diciéndole: ¡Mentecato!… ¡Cuatro meses le escribí!… Cuando Jacobo volvió de Italia, dejé de hacerlo… Me lo pidió él: decía que le interesaba… Tú le pedirás perdón a Frasquito… ¡Me pesa! ¡Me pesa!…
Llegó el Viático, y recibiólo el enfermo con muchas lágrimas y cierta especie de pavor afectuoso y humilde, que le hacía repetir de continuo:
—¡A mí!… ¡A mí!…
Entonces pidió la extremaunción, y dijéronle que ya la había recibido la víspera; mas él, con gran sencillez, quiso recibirla de nuevo.
—Si no me enteré —decía—. Que me la den otra vez; así iré más limpio.
A las siete hallábase aún bastante entero, y dando una gran voz de repente, llamó a Monina… La marquesa hizo traer a la niña y púsola, como por la mañana, frente a él, encima del lecho; la inocente criatura agarrábase asustada al cuello de su abuela y miraba al enfermo con los ojos muy abiertos, sorprendida y silenciosa, sin atreverse a llorar. El moribundo quiso levantar una mano y no pudo; miró a la niña con ternura inmensa, y haciendo un penoso esfuerzo, dijo:
—Yo te enseñaré… Bendita sea tu pureza… Dilo.
Los ojos de la niña se llenaron de lágrimas y su pechito comenzó a estremecerse como el de un pájaro asustado; su abuela le dijo al oído:
—Dilo, hija mía… Si lo sabes tú, dilo…
La niña cruzó las manitas y comenzó su oración, repitiéndola Diógenes en voz baja, muy lenta, con cierta especie de solemnidad augusta que recordaba las notas de un órgano acompañando el canto de un ángel:
Bendita sea tu pureza
Y eternamente lo sea,
Pues todo un Dios se recrea
En tu graciosa belleza.
A ti, celestial Princesa,
Virgen sagrada María,
Yo te ofrezco en este día
Alma, vida y corazón.
Mírame con compasión…
Apagóse aquí la voz de Diógenes, y oyóse tan sólo la temblorosa vocecita de Monina, que por un infeliz error o por una inspiración del cielo, equivocaba el último verso:
¡No le dejes, Madre mía!
Diógenes ya no la oía: comenzaba entonces el estertor, y su angustioso resuello interrumpíase a veces por más de un minuto. Lleváronse a la niña; la marquesa y el jesuita se arrodillaron y comenzaron a rezar la recomendación del alma; a las once menos cuarto, sin ningún estremecimiento, sin verdadera agonía, sin soltar de las manos el crucifijo, abrió un poco la boca y expiró.
A la otra mañana, cuando después de la solemne misa de réquiem que hizo celebrar la marquesa en Zumárraga, volvió el jesuita a Loyola, oyó que las campanas de la iglesia tocaban también a muerto… Había fallecido aquella noche el padre Mateu; encontráronle al amanecer ya frío, tendido en su lecho. Tenía en las manos el rosario y vagaba aún en sus labios su pura sonrisa de niño; sobre su frente, amarilla como el marfil antiguo, un nimbo de cabellos blancos realzaba el tipo más peregrino de belleza moral que puede fingirse el hombre: la inocencia con la cabeza blanca[18]…