I

L miguelete que cobra el portazgo en lo alto de la cuesta de los Meagas aseguró formalmente a José Ignacio Bernaechea que jamás había cruzado de San Sebastián a Zumárraga un coche más elegante, ni unos caballos más hermosos, ni unas gentes más locas. Aún se oía a lo lejos, allá por la cuesta abajo, el estridente sonido de su cometa, que resonaba entre aquellas altas montañas de una manera extraña, profana, como pudiera resonar una risotada en un templo, una chanza en una oración, el himno de una bacante entre las solemnes y pausadas notas de un canto gregoriano. Porque aquella naturaleza seria y salvaje, aquellos valles profundos cortados por riachuelos, salpicados de caseríos sumergidos en un mar de verdura, a que las distintas luces y los distintos matices parecen prestar flujos y reflujos fecundados por el trabajo, santificados por iglesias, siempre verdes, siempre bellos, siempre pavorosamente melancólicos, como lo es en la imaginación del campesino vasco la idea misteriosa de las Maitagarris, tienen algo de la silenciosa majestad de un templo, de la serena tristeza de los paisajes de otoño, que parecen llorar y sonreír al mismo tiempo; de la suave melancolía que inunda el alma al caer de la tarde, cuando la campana de la iglesia hace resonar el toque del Ángelus y se despide el día murmurando al oído del hombre aquella palabra mil veces repetida, sin pensar jamás en su alcance infinito: ¡Adiós!…

La bajada era peligrosa por lo inclinado de la pendiente y lo rápido de las vueltas, y los seis caballos del tiro hincaban con fuerza los cascos delanteros, inclinaban hasta los pechos las airosas cabezas, henchían con ahínco los poderosos ijares y aparecía el sudor bajo los brillantes arneses en forma de espuma blanca. Rechinaba sin cesar el torno, bajando o subiendo la plancha, y en la banqueta más alta del elegante mail-coach chillaba Leopoldina Pastor como una desesperada, gritando que aquellos indecentes caballos iban a despeñarla por la montaña abajo… Sentado a su lado, el tío Frasquito, con un finísimo pañuelo prendido en su sombrero de paja para preservar de los ardores del sol la blancura de su cutis, miraba con gesto de susto lo profundo del precipicio y agarrábase a cada vaivén del coche a los hierros del asiento, gritando angustiado:

—¡Currra, porr Dios, cuidado!… ¡Cuidado, Currra!

En la primera de las banquetas de detrás, María Valdivieso, Paco Vélez y Gorito Sardona reían a carcajadas, disputándose el honor de soplar con alientos de buzo en la sonora corneta, avisando a los pacíficos aldeanos y a los mensurados bueyes, a las modestas cestas de camino y a las chillonas carretas cargadas de helechos, que se quitasen de en medio, que se echasen a un lado y se tirasen todos de cabeza por cualquier barranco, porque el mail-coach, con seis caballos, de la excelentísima señora condesa de Albornoz, necesitaba libre toda la carretera de Guipúzcoa. En la última banqueta de detrás, tendido cual una masa inerte, iba un hombre cubierto con un waterproof de señora, que los rayos del sol recalentaban: bamboleábase con grave riesgo de caer a los movimientos del coche y roncaba con esa especie de ruido asmático, propio de los borrachos viejos cuando duermen la mona.

En los asientos del centro, entre varias fiambreras, cajas y piezas de una pequeña tienda de campaña desarmada, iban Kate, la doncella inglesa de la condesa de Albornoz; Fritz, su lacayo prusiano, y Tom Sickles, su famoso cochero, que sin perder su flema inglesa miraba de cuando en cuando con inquietud las evoluciones no del todo diestras que imprimía al fogoso tiro la débil manecita de su ilustre dueña. Porque la condesa de Albornoz en persona era quien venía guiando los briosos brutos desde Biarritz, de donde había salido el convoy la víspera, prefiriendo aquella molesta caminata por la carretera al cómodo trayecto del camino de hierro, por uno de esos caprichos, de esas excentricidades que forman las leyes de la moda y constituyen las reglas del buen tono, basadas las más de las veces en aquella razón tan filosófica y profunda:

Cuando pitos, flautas;

Cuando flautas, pitos.

Sentado a su lado, en el pescante, iba el marqués de Sabadell, afable y cariñoso, defendiendo de los rayos del sol el rostro de la dama con una gran sombrilla de grueso tafetán encarnado, y atento siempre a remediar con su vigoroso puño cualquier descuido que en su ardua tarea de guiar el coche pudiera tener el aristocrático cochero. Pronto se le ofreció ocasión oportuna: a una vuelta del carruaje enredóse la sombrilla en las ramas de un roble, y despedida aquella con violencia, vino a caer sobre uno de los caballos; espantóse el animal, reculando bruscamente; retrocedió el coche a su empuje, osciló un momento y quedó inmóvil, inclinado, hundiéndose, hundiéndose suavemente… Un grito de espanto escapóse de los labios de todos, y una vieja que cruzaba guiando un borriquillo gritó, extendiendo los enjutos brazos, con esa energía de la fe en los momentos de angustia:

¡Aita San Ignazio…, salbazazu![16]

El peligro era inminente; hallábase una de las ruedas traseras fuera del camino, sostenida sobre el precipicio tan sólo por el tronco de un roble inclinado, cuyas raíces se sentían crujir y ceder a cada momento, arrancando grandes pelotones de tierra… Un instante perdido, un solo movimiento de cualquiera de los espantados brutos, y coche, caballos y viajeros rodarían por el alto repecho de la cuesta, haciéndose trizas. Jacobo no se aturdió, ni Tom Sickles tampoco; empuñó el primero las riendas sin hacer ningún movimiento y saltó el segundo fuera del coche, abalanzándose a la rueda opuesta a la hundida, y tirando hacia el centro del camino con todas sus fuerzas; la vieja casera acudió en su ayuda, tirando con sus descarnados brazos, que parecían tener el aguante de dos poderosos cables. Saltó Fritz detrás de Tom y fue a sujetar por el diestro al caballo espantado, que era el de la izquierda del primer tronco. El terror había enmudecido a todos, dejándolos inmóviles, sin osar rebullirse por miedo de apresurar la catástrofe; el hombre del waterproof seguía roncando.

A un grito de Tom Sickles fustigó Jacobo los caballos bárbaramente, azuzólos Fritz dando voces y el coche arrancó al fin crujiendo, bamboleándose un momento hacia el precipicio, dando, al entrar en la carretera, un vaivén violentísimo, que despidió al hombre dormido desde lo alto de su banqueta en mitad del camino, donde cayó inerte y pesado cual una piedra de diez arrobas, mientras el coche desaparecía entre una gran polvareda por el declive de la cuesta y seguía corriendo hasta llegar frente de Oiquina, donde pudo al fin Jacobo detener el tiro a la sombra de unas higueras, cubierto de polvo, sudoroso, jadeante… Ya era tiempo: el roble, descuajado por completo, cayó a lo largo del violento repecho del camino, quedando suspendido sobre el precipicio por algunas raíces. Tom Sickles, sin cuidarse del hombre tendido en tierra, miraba correr el coche, apretando los puños y dirigiendo en inglés tremendas imprecaciones, no a los caballos, sino a su ilustre señora y dueña.

Mientras tanto, Fritz y la casera acudían al caído en el momento en que, desembarazándose este del waterproof que le envolvía y sentándose en el suelo, dejaba ver la granujienta faz de Diógenes, azorada, reflejando todavía la colosal borrachera que se había tomado la víspera, mirando a todas partes con aire de extrañeza, sin acertar a explicarse cómo, habiéndose dormido en lo alto de una banqueta del mail-coach, despertaba sentado en el suelo en mitad de un camino. Los dolores de sus huesos vinieron a revelárselo, y agarrándose a Fritz, trató de levantarse, murmurando:

—¡Polaina!… Si parece que me han dado una paliza… Comenzó a andar, sin embargo, sin sentir grave molestia, con el sombrero en la mano, cubierto de polvo, arrastrando por detrás el waterproof, que llevaba terciado al hombro izquierdo. Los del coche habían recobrado el habla al verse fuera de peligro y chillaban todos al mismo tiempo, comentando el suceso, sin acordarse ninguno de dar gracias a Dios, que les había arrancado de las garras de la muerte con un verdadero prodigio; tan sólo Kate, la doncella inglesa, encogida en un rincón, blanca cual un papel todavía, con las manos cruzadas, cerrados los ojos, inclinada la cabeza, parecía rezar entre dientes… Echaron entonces de menos a Diógenes y viéronle venir a lo lejos, seguido de Tom Sickles y el prusiano, que traía la sombrilla encarnada causa del percance. El buen humor acabó de disiparles el susto, y recibieron todos al caído con grandes carcajadas, excepto Leopoldina Pastor, que dominando las risas con su poderosa voz de contralto, gritaba furiosa:

—¡Pues mira el indecente cómo trae mi waterproof arrastrando!… ¡Diógenes, hijito!… ¡Recoge ese impermeable!… ¿No ves que me lo estás poniendo hecho un asco?…

Oyóla muy bien Diógenes, y liándose al cuerpo el waterproof, con el garbo del torero que se ciñe la capa para hacer con la cuadrilla el saludo al presidente, quiso hacer una pirueta; un ligero vahído se la cortó, sin embargo. Al pasar junto al balneario de Cestona acometióle otro ligero desvanecimiento, y Leopoldina Pastor, que unía siempre algún rasgo de locura a los impulsos de su corazón, realmente bueno y compasivo, empeñóse en hacerle beber un par de vasitos de aquellas famosas aguas medicinales. Contestóle Diógenes una de sus indecentes paparruchas, que rieron todos en coro, y detúvose, en efecto, en el balneario para beber una enorme copa de ginebra, que tomó, según su costumbre, echando antes en el fondo un par de terrones de azúcar. Volvióle el alcohol la salud y la alegría, y desde Cestona hasta Azpeitia charló sin cesar, comentando, con grandes risas de todos, su tremendo batacazo.

—¡Polaina, señá Frasquita!… Si te lo llegas a dar tú, ¿eh, comadre?… Te desbaratas en treinta y dos partes, lo mismo, lo mismo que un rompecabezas…

¡Saltar así a los sesenta y cinco años!… ¡Polaina!… Pero se acordaba él de otro salto aún más mortal todavía: el que dio cierto barbián amigo suyo, desde el almuerzo de un lunes a la comida de un jueves, sin tropezar siquiera en un garbanzo.

Al trote largo atravesaron las calles de Azpeitia sin hacer caso de los bandos del alcalde y las multas impuestas; y con riesgo de atropellar a cada paso a los pobres alpargateros que trabajaban en los umbrales de las tiendas y a los chiquillos que por todas partes pululaban, entraron al fin en el trozo de carretera que lleva en línea recta al prado de Loyola… En el fondo, sombreado por la alta cumbre del Izarraiz, destacábase la majestuosa mole del Real Colegio y Santuario trazados por Fontana, rico joyel construido por una reina para engarzar la casa de un santo. En mitad del prado levantábase sobre un pedestal, resguardado por una verja, la estatua de san Ignacio de Loyola, hijo y patrono de Guipúzcoa, alzando la mano como para bendecir aquella comarca en que se meció su cuna y en que parece proyectarse aún la sombra benéfica de su figura gigantesca.

Formando ángulo recto con el Real Colegio de Loyola, hay otro edificio construido en la misma época, que llaman la Hospedería; allí suelen albergarse los viajeros que acuden a visitar el santuario, y allí pensaba Currita partir la jornada, deteniéndose a comer, descansando un par de horas y prosiguiendo su camino hasta Zumárraga, para alcanzar el tren expreso para Madrid, que pasaba a las cinco y media.

El día estaba magnífico, aunque algún tanto caluroso, como suelen serlo en Guipúzcoa los últimos de septiembre; y bajo el espacioso cobertizo que forman los ocho arcos que dan entrada a la Hospedería, mandó la condesa de Albornoz disponer la mesa. Extendíase al frente el prado, verde, risueño, lleno de luz y de alegría, con una fuentecilla alegre y bullidora que por cuatro caños murmuraba; a la izquierda, alzábase la majestuosa mole del Colegio, adelantando el soberbio pórtico de su iglesia como adelantaría un soldado de Cristo el fuerte brazo mostrando un crucifijo, elevando la grandiosa cúpula como elevaría al cielo la frente, buscando allí la fortaleza, el impulso, la luz. A la derecha, abríase el valle de Azpeitia, cruzado por el Urola, alegre también y risueño, ligando al pueblo con el Santuario como con un lazo de flores, pareciendo su alegría, sobre el tinte melancólico de todo el paisaje, un ramo de rosas sobre la tumba de un justo, una dulce sonrisa sobre el austero rostro de un trapense; el alto Izarraiz, verde en la falda como la vida en su primavera, áspero y ceniciento en la cumbre como la vejez ya desengañada, cerraba bruscamente el fondo, y en medio de todo aquello, elevada sobre la tierra, inalterable entre lo alegre y lo triste, indiferente entre lo pobre y lo rico, elevábase la estatua de san Ignacio, la imagen de la santidad, serena siempre, igual, tranquila, orando y bendiciendo.

Sonó una campana en el interior del Colegio, y a poco contemplaron los viajeros un espectáculo común en aquel lugar, pero nuevo y extraño para ellos. Por la escalinata que da entrada a la portería salían los novicios a paseo, de tres en tres, con el rosario al ceñidor, el continente modesto, los ojos bajos; tomaban todos hacia la carretera, serenos y alegres, descubríanse al pasar ante la estatua de su fundador, con el cariñoso respeto con que se saluda a un padre, y repartíanse luego en distintas direcciones, por diversos caminos y senderos. Dos o tres ternas de novicios pequeñitos encantaron a Leopoldina; con la servilleta en la mano levantóse de la mesa y salió fuera de los arcos para verlos mejor, diciendo entusiasmada:

—¡Mira, mira… qué indecentillos más monos! ¡Si parecen curitas de barro! ¡Qué chiquitos! ¡Qué preciosos!…

—Pues cómprales dulces —respondió Jacobo despechado.

—¡Ya lo creo que se los compraría si quisieran tomarlos!… ¡Si dan ganas de coger un par de ellos y ponerlos en una rinconera, como si fuesen juguetes!…

—No están malos juguetitos los tales nenes —dijo Jacobo con ira reconcentrada—. La primera pifia que ha dado la Restauración ha sido abrir la puerta a esta canalla… ¡Dejar que se forme ahí una almáciga de intrigantes, una pépinière de hipócritas revolucionarios!…

Entablóse entonces una discusión acalorada sobre los jesuitas, en que salieron a relucir autorizados textos de Eugenio Sue, en su novela El Judío Errante, quedando al cabo decidido que, terminada la comida y mientras los caballos descansaban, irían todos a visitar la tenebrosa madriguera… Diógenes, que hasta entonces nada había dicho, aseguró terminantemente que él no iba, porque no acostumbraba poner los pies donde tenían derecho a ponerle en la calle, y si aquellos señores obraban en razón, era eso lo que debían hacer con las parejas de mocitos y mocitas que amenazaban invadirles la casa. Echáronse todos encima con grande furia y él comenzó a soltar a diestro y siniestro enormes desvergüenzas, mientras Currita, con altivez de reina ofendida, llamaba a Fritz el lacayo y dábale orden de ir al punto a Loyola para anunciar al superior que la señora condesa de Albornoz iría de dos y media a tres a visitar la casa y el Santuario.

Hablaba Diógenes pálido y agitado, con el tono iracundo que solía usar cuando hablaba de veras, y levantándose de repente de la mesa, entróse por un cobertizo que iba a parar en las cuadras; viéronle, a poco, salir lívido más bien que pálido y dejarse caer como sin fuerzas en un banco de hierro que bajo los arcos estaba: con grandes ansias y sudores había arrojado en un rincón de la cuadra lo poco que había comido. Acercáronsele entonces Gorito y Leopoldina, temerosos de que el batacazo de por la mañana comenzara a tener consecuencias, y esta, con verdadero interés, le dijo:

—Mira, Diógenes, tú estás malo y es necesario que te vea el médico.

—¿El médico? —balbuceó Diógenes con los ojos extraviados—. En mi vida llamé a ninguno… La alopatía es un cañón Armstrong, y la hemopatía la carabina de Ambrosio: con que vete a freír monas con tus médicos y medicinas, que yo me curo solo…

—Pues llamaremos entonces al albéitar —repuso Gorito.

—Eso es otra cosa: estos tienen más ciencia, porque curan al paciente sin sacarle palabra alguna… Pero tampoco es necesario, porque yo me curo a mí mismo.

Y pidiendo una botella de ginebra, comenzó a beber copa tras copa, echando, en vez de dos, tres y hasta cuatro terrones de azúcar. Mientras tanto, María Valdivieso hacía una escena sentimental a Paco Vélez, porque lejos de ocuparse de ella, durante el riesgo de la mañana, había pensado tan sólo en salvarse a sí mismo; Jacobo y el tío Frasquito habíanse entrado en la Hospedería sin decir adónde iban, y Currita, llevada de sus gustos idílicos, entreteníase en echar migas de pan a un altanero gallo que merodeaba por el prado, seguido de algunas sumisas gallinas. Acercóse entonces un hombre de aspecto modesto que traía una carta en la mano, y preguntóle sin ceremonia si la señora condesa de Albornoz era ella misma; la altiva dama dignóse tan sólo responder con una ligera inclinación de cabeza, y el hombre le entregó entonces la carta, entrándose al punto en Loyola, de donde había salido, por la escalinata de la portería. Currita leyó extrañada estas solas líneas:

«Si la señora condesa de Albornoz viene a Loyola a confesar sus pecados y a pedir a Dios perdón de sus extravíos, no tiene que fijar hora ni tiempo, porque todos son igualmente oportunos… Pero si viene sólo a hacer a esta Santa Casa testigo del escándalo de su vida, se la suplica encarecidamente evite el disgusto de tener que cerrarle la puerta a su afectísimo en Cristo y humilde servidor, Pedro Fernández, S. J.».

Quedó Currita atónita con la carta en la mano, mirando atentamente al gallo, que con una pata en alto, torcida la cabeza y fijo en ella el ojo inflamado, parecía ofrecerle caballerosamente, en caso de guerra, el auxilio de sus espolones.

La dama volvió a leer la carta y comprendió entonces una sola cosa; pero una cosa para ella inverosímil, que vino a despertar en su ánimo el movimiento de ira, de sorpresa, de rabia desesperada que causa al potro bravío el primer espolazo que desgarra sus ijares, el primer serretazo que le hace detener su voluntariosa carrera, anunciándole que hay alguien que puede, y quiere, y debe sujetarle y humillarle… ¡Comprendió que por primera vez en su vida le cerraban una puerta, y que era el que se la cerraba un hombre desconocido, un pobre fraile, un Pedro Fernández!… ¡La fuentecilla que corría allí al lado murmurando llegó a los oídos de Currita como el eco de la sarcástica carcajada que había de soltar el mundo al verla vencida por Pedro Fernández!…

Resonó en aquel momento a su espalda la voz de Jacobo, y apresuróse a esconder prontamente en el bolsillo de su falda la malhadada carta. Jacobo reunía a su grey, porque iban ya a dar las dos y media, y a poco que se detuvieran en la visita a Loyola podrían llegar a Zumárraga demasiado tarde. Currita salió a su encuentro, andando lentamente, diciendo con mucha displicencia:

—¿Sabes que me encuentro mala… y sería lo mejor dejarlo?…

Creyéronla todos, porque aparecía su rostro pálido y alterado, y decidióse entonces salir al punto para Zumárraga y descansar allí en la fonda una hora larga, antes de que el tren llegase. La ginebra había repuesto a Diógenes por completo, y púsose a ayudar a Tom Sickles y al prusiano a enganchar el tiro, cantando con aguardentosa voz de cualquier mozo de cuadra una tonada antigua que llamaban El Mayoral:

Vamos, caballeros,

Vamos a marchá

¡Al coche, al coche!

¡Basta de pará!

Vamos ligerito,

Vamos a partí

Empués los calores

Nos van a freí…

Jacobo y Currita ocuparon el pescante, tomando aquel esta vez las riendas, y colocáronse los demás en el mismo orden en que habían venido. Al pasar ante la estatua de san Ignacio, quitóse Diógenes el sombrero, como había visto hacer antes a los novicios, y repitió en voz muy alta, con el acento de un cariñoso saludo, aquella hermosa frase que inspiran a los caseros de Guipúzcoa su piedad, su sencillez y su amor al santo, gloria de sus montañas:

—¡Aita San Ignazio… agur[17]!

Luego, sin hacer caso de los furiosos aspavientos de Currita, que le amenazaba con plantarle en medio del camino si no guardaba silencio, comenzó a cantar de nuevo las estrofas de El Mayoral:

¡Cuidado ese bache!

¡Bájate, zagal!…

Si voy, salerosa,

Te voy a matá…

Volaba el mail-coach por la carretera, dejando atrás los baños de San Juan, el caserío de Juin-Torrea emboscado en sus jardines, el convento de Santa Cruz encaramado en su monte, el palacio ruinoso de la Florida en que Juan Jacobo Rousseau en persona presidió más de un conciliábulo de enciclopedistas. Atravesaron al paso, más sosegados que por la mañana, las calles de Azcoitia, y entraron de nuevo en la carretera, flanqueada siempre por el río, hundiéndose a poco en la cañada estrechísima y bravía que forman dos altas montañas, cubiertas de bosques sombríos que trepan cual escuadrones de árboles que quisieran escalarlas, para desgarrar en su cumbre el seno de las nubes, azuladas a veces, vaporosas como la flotante túnica de una poética maitagari; cenicientas otras, flotantes también, pero tétricas como el sudario que cubre las rígidas formas de un muerto. Era aquella naturaleza agreste y sombría, y hacíanla pavorosa los muchos saltos de agua que se despeñaban de los riscos, el continuo lamentar de la corriente del río detenida por las peñas y la falta de sol que ocultaban ya en aquella hora las dos altas montañas.

Currita, sentada en el pescante, sombría como la naturaleza y no como ella en calma, daba vueltas en su memoria a la carta de Loyola. Sentía una especie de irritación sorda que no acertaba a comprender quién se la inspiraba, porque, por un extraño fenómeno que no sabía ella misma explicar, aquel Pedro Fernández, autor de la carta, causante de la ofensa, tan sólo acudía a su mente en un lugar secundario, presentándosele, más bien que como representante, como instrumento de un ser más poderoso que parecía imponerse a la orgullosa dama, obligándola a confundirse, y a humillarse, y a callar…

Un poco más lejos, al volver una punta, vio parados en la vertiente misma de la montaña a tres de los novicios pequeñitos que habían entusiasmado a Leopoldina. No estaban solos; había con ellos una vieja decrépita, cubierta la cabeza con la blanca toca de las caseras vascongadas, esforzándose por cargar en sus hombros, ayudada de los novicios, un pesado haz de leña que había puesto en el suelo para tomar alientos un instante y descansar. Inútil fue su empeño: a los diez o doce pasos rindióla la fatiga, y el haz de leña, superior a sus fuerzas, cayó de nuevo en tierra: la mujer se echó a llorar. Los novicios hablaron entre sí un momento, y uno de ellos, el más fuerte, cargóse entonces el haz a la espalda y comenzó a trepar por la áspera pendiente, hacia un caserío ruinoso que se divisaba en la cumbre, pequeño y escondido cual un nido de pájaros.

Leopoldina comenzó a alborotar, conmovida a su manera, gritando que aquellos indecentillos eran unos ángeles del cielo, unos santos chiquititos a quienes era necesario venerar, y que en cuanto llegara a la corte había de enviarles a cada uno un par de medias negras, hechas por sus propias manos, con el estambre más fino que pudiera hallarse… Riéronse todos; Currita callaba, sin embargo, sintiendo un extraño enternecimiento que la humillaba y que se apresuraba por lo mismo a combatir, oponiendo a su benéfico influjo el parapeto del orgullo, del inquebrantable orgullo, que viene a ser en el alma como la fortaleza del mal… Aquellos tres novicios, aquellos tres Pedros Fernández en embrión, humillándose por caridad a una mendiga, hiciéronle comprender que aquel otro Pedro Fernández habría podido imponérsele por deber a ella, orgullosa Grande de España, y una luz súbita, semejante a la de un relámpago que ilumina a la vez que aterra, hízole ver claramente lo que antes sospechaba: que aquella carta, que aquella ofensa no venía de un desconocido, de un pobre fraile, de un Pedro Fernández; porque aquella puerta primera que se le cerraba en la vida, no era la puerta de Loyola, era la puerta de Dios…

Sintió frío y pidió a Kate un ligero abrigo en que se envolvió pensativa siempre y silenciosa… Seguía aquella luz alumbrando en su alma, y a su reflejo parecióle contemplarse a sí misma por fuera de sí misma, como debía de contemplarla el desconocido Pedro Fernández, sentada en aquel pescante al lado de Jacobo… Instintivamente miró a este, y por primera vez en la vida parecióle lo que no le había parecido nunca: le pareció un cómplice.

Rodaba ya el coche por las calles de Villarreal, atravesó el puente que separa a esta villa de Zumárraga y se detuvo frente a la estación, entre varias diligencias y coches desenganchados, a la puerta de una conocida fonda, cuyo extenso comedor se abre a la plaza misma, en la planta baja. Apeáronse todos; las damas pidieron un cuarto para arreglarse un poco; los caballeros tiraron cada cual por su lado; Tom Sickles y el prusiano recogieron el mail-coach y los caballos en una cochera próxima, para conducirlos a Madrid en el correo del día siguiente: faltaba para la llegada del tren una hora larga.

El tío Frasquito, cepillado ya, limpio y resplandeciente, con sus finísimos guantes de piel de Suecia en una mano y un ligero cabás de Leopoldina Pastor en la otra, entró en el comedor y pidió un refresco de grosella… No llegó a tomarlo: una muchacha de las del servicio apareció dando gritos, sin poder articular, haciendo gestos desesperados de que la siguiese… En un pasadizo cerca de la cocina, frente a una puerta entreabierta, estaba Diógenes, tendido boca arriba, con los brazos en cruz, doblada una pierna, revestido el semblante de una palidez cadavérica, sobre la que se destacaba sus rojas manchas granujientas, amoratadas entonces, casi negras: parecía muerto.

El tío Frasquito dio un chillido y echó a correr, llamando a voces a Jacobo y a Gorito; acudieron todos los de la fonda y llegó también Jacobo, mirando el reloj con gesto de grande enfado.

—¡Hasta para morirse es importuno! —dijo al verse frente a Diógenes.

Llevábanle ya dos robustos mocetones, hijos del dueño de la fonda, y pusiéronle en la cama de un cuarto del primer piso. Llegó el médico a toda prisa, llamado poco antes, y al saber la caída de por la mañana y después de reconocerle, hizo un siniestro pronóstico: aquello era un ataque cerebral, efecto de la caída, y si volvía en sí del primero, no tardaría en sucumbir al segundo.

Las damas, muy sobrecogidas, no se atrevían a salir del cuarto y mucho menos a ver al enfermo. María Valdivieso, con profunda compasión, preguntó si se había puesto muy feo. Leopoldina, con pesar no fingido, gimoteaba ruidosamente. De pronto, dijo:

—¿Si traerá el pobrecito dinero?…

Acercóse mientras tanto el fondista a Jacobo y pidióle órdenes; mas este, encogiéndose de hombros con estudiada indiferencia, díjole que ni él ni ninguno de sus compañeros tenían nada que ver con aquel hombre; que era un amigo, un mero conocido que en Biarritz se les había colocado en el coche sin que nadie le llamara, y que ni podía responder de él, ni mucho menos dar órdenes. La hora del tren se aproximaba, y decididos todos a partir, después de una ligera discusión en que triunfó el más cruel egoísmo, pusiéronse en marcha. Leopoldina, muy desasosegada, suplicó entonces a Currita que dejase por lo menos al cuidado de aquel infeliz a Fritz, su lacayo prusiano. Currita le contestó:

—Si quiere quedarse esta noche, no tengo inconveniente… Será una mala noche que pase a su cuenta… Pero lo que es mañana tendrá que marcharse en el correo: Tom no puede ir solo a Madrid con los seis caballos.

Fuese entonces Leopoldina al fondista y díjole con grande ahínco:

—Yo no sé si ese pobrecito traerá dinero… Si no lo trae, todo cuanto pueda necesitar me lo pone usted en cuenta… Soy hermana del general Pastor, y mis señas son estas.

Y se las dio apuntadas con mucho primor en una tarjeta: acercóse también el tío Frasquito y suplicóle encarecidamente que, no bien muriese aquel infeliz, se lo avisase al punto por telégrafo; diole entonces su nombre y señas, y el importe del telegrama: una peseta.

A las nueve de la noche pareció el enfermo experimentar gran fatiga, y asustado el dueño de la fonda, mandó llamar al cura párroco para que le administrase los santos óleos. Pasó, sin embargo, la crisis, y ya cerca de las doce abrió Diógenes los ojos, y vio delante de sí al fondista, un hombre gordo, alto, completamente afeitado, sin corbata, calada la boina, y el chaquetón largo, tipo característico del guipuzcoano de pueblo acomodado. Tardó algún tiempo el enfermo en coordinar sus ideas, y diose al fin cuenta de algo de lo que le estaba pasando: un pensamiento, para él muy pavoroso, acudió el primero a su mente… Con voz quebrantada, agonizante, que dejaba, sin embargo, traslucir todas las agonías del terror, las inflexiones de la súplica, las ansias de la incertidumbre, dijo muy bajo:

—¿Me llevarán al hospital?…

Miróle el fondista extrañado, con ira casi, y contestó con toda la brusca hombría de bien del genuino guipuzcoano:

—¡Quite usted, caballero, allá!… ¿Usar eso en Guipúzcoa?… ¡Nunca!…

Diógenes dio un suspiro de descanso y se echó a llorar.