VI

A marquesa de Villasis tardaba; eran ya las tres y media y el respetable Butrón sentía angustias de muerte, temiendo verse por segunda vez chasqueado por la dama. Con el ojo pegado al agujerillo del telón disimulaba su mal humor y sus temores, por no exponerse a las machaconas observaciones del señor Pulido, mientras observando este por el otro agujero, se afirmaba más y más en los suyos, ofreciendo ambos al que entraba por el fondo del teatro un espectáculo original y extraño en demasía. Hallábanse los agujeros bastante bajos por estar disimulados, en el lado opuesto, entre el bordado del escudo, y hacíase preciso, para observar por ellos, ponerse en cuclillas, posición harto molesta, muy semejante, por no citar otras, a la que usan los salvajes de Ohio para deliberar en el Consejo. Ovidio no refiere si el enamorado Píramo se ponía en actitud tan cómica cuando buscaba en la muralla una hendidura por donde contemplar a Tisbe; si así era, fortuna tuvo el galán en no ser visto por la dama.

De repente, sonaron hacia el fondo del teatro pasos importunos, que hacían crujir las tablas del escenario; furioso Butrón volvióse agitando las manos extendidas e interpelando en colérico sotto voce al imprudente, como al bueno de Kent el rey Lear:

—¡Despacio, demonio, despacio!…

Era el tío Frasquito, que llegaba atropellando la consigna de no permitir la entrada en aquel recinto, apresurado y ansioso por ver lo que pasaba en el congreso femenino, luciendo una corbata vistosísima, prenda hermafrodita en que profundos observadores suelen encontrar, reflejado con frecuencia, el carácter moral del individuo. La del tío Frasquito era la corbata de gran maestre de los micos de Currita, de seda azul japonesa, sujeta coquetamente con el alfiler de una sola perla. Habíale encargado la Albornoz venir a buscarla a casa de Butrón, para darle sin pérdida de tiempo sus primeras disposiciones de presidenta.

Hizo el recién venido al diplomático mudas señas de que no se molestase, y renegando Robinsón por lo bajo, volvió a su observatorio, encargando disimuladamente al señor Pulido que saliese a repetir a los criados la rigurosa consigna. Mas temeroso este de que le usurpara su puesto el intruso, hízose el desentendido, dejando abierta la puerta a la mayor calamidad que por ella pudiera entrarse.

Mientras el tío Frasquito buscaba en vano otro agujero y decidíase, no encontrándolo, a abrirlo él mismo disimuladamente con un cortaplumas, una gran sombra apareció en el fondo de la escena, deslizándose muy despacio, con el cuerpo agobiado, los pies arrastrados, la mano extendida… Era Diógenes, el cínico Diógenes, que al ver a los tres personajes pegados al telón, vueltos de espalda y puestos en cuclillas, detúvose un momento, dejando escapar una risa silenciosa, risa de chacal, risa de hiena, que de verla el tío Frasquito hubiera sentido erizarse los pelos e su peluca. Cruzóse de brazos, movió de arriba abajo la gran cabezota y desapareció sigilosamente por entre los bastidores, metiéndose luego por debajo del escenario como un nihilista que se zambulle en el centro de la tierra para fraguar siniestros proyectos…

—¡La Villasis! ¡La Villasis! —susurró en aquel momento Butrón con aire de triunfo; y pegó al punto el ojo al agujero, para no perder ningún incidente de la escena que iba a seguirse.

La marquesa entraba, en efecto, causando su presencia un movimiento general de sorpresa, seguido de un murmullo prolongado que disipó las angustias de Butrón, hizo sonreír triunfalmente a la de Bara y morderse los labios a Currita, adivinando desde luego una rival, la más temible, porque era la más detestada. En la conciencia de todas las señoras presentes brotó al mismo tiempo la idea de que aquella era la llamada a ser la presidenta, porque a todas se imponía la marquesa por diversos conceptos: las sensatas y honradas admiraban en ella el tipo de la gran señora de virtud y de prestigio, digna y afable, que, firme en sus convicciones en medio de una sociedad frívola y corrompida, imponía sobre todos, callando siempre, la poderosa crítica del buen ejemplo. Las otras, más ligeras o menos honradas, veían, sin embargo, en ella la mujer de talento, la dama de gran nombre, de riquezas inmensas, de carácter firme e independiente, que sin prescindir jamás de las justas conveniencias que exige un rango elevado, sabía sacudir toda imposición que repugnase a su conciencia o a su decoro, constituyendo así lo que admiran tanto las medianías rutinarias, que sólo saben copiar lo que halaga la vanidad o seduce al instinto: un tipo original, genuinamente noble, digno y honrado.

Algunas, ignorando, como ignoraban todas, excepto la Butrón y la de Bara, el modo cómo había de nombrarse la junta, dejaron escapar la idea entre sus misteriosos cuchicheos, y la señora de Martínez, con ingenua sinceridad, algún tanto lugareña, soltó esta frase, que hubiera provocado en otra ocasión las crudas sátiras de la de Bara:

—¡Esa sí que es una marquesa de veras!…

María Valdivieso, con su falta de tacto acostumbrado, inclinóse hacia Currita como para quitarle una pelusilla que desperfeccionaba el complicado lazo de las bridas de su sombrero y le dijo muy bajo:

—¿Eh?… ¿Qué tal?… Con esta prójima no contábamos… ¿Te inquieta?…

Irguióse la otra como una Juno a quien dijeran que la ninfilla más patimondada del Olimpo iba a sentarse en su carro tirado por pavos reales, y contestó desdeñosamente:

—¿A mí?… Jamás me ha merecido ni un bostezo, que es el último de los gestos despreciativos…

También la marquesa de Villasis hacía sus observaciones. Tendió la vista por la sala y pudo contemplar, desde luego, el Madrid heterogéneo de siempre, en que la virtud y el vicio se mezclan en amigable consorcio, representando la historia eterna de la manzana podrida que comunica a las sanas su podredumbre y sus gusanos, sin tomar de ellas ni el sabor exquisito, ni la fragancia saludable; la indecorosa y dañina mescolanza de grandes nombres y grandes vergüenzas, honras sin tacha y reputaciones escandalosas, revestidas todas con el mismo brillante barniz de formas elegantísimas, barajadas y confundidas por el mismo apetito ciego de placeres, por los mismos impulsos necios de vanidad, por el mismo afán irresistible de sacudir el ocio, de distraer el tedio, espantosa y continua tentación de los grandes y de los ricos, que les arrastra a todas sus extravagancias y les lleva a todos sus extravíos.

—¡Señor! —pensaba la dama—. ¡Qué grande obra sería la de deshacer esta mescolanza que repugna, que envenena, que liberta el vicio de toda sanción social que le marque la frente como con una señal de infamia, y lo contenga, ya que no con el temor de Dios, con la vergüenza al menos y con el respeto humano; que familiariza con el escándalo hasta a las conciencias más rectas, y destruye la poderosa barrera de horror y de extrañeza que debe separar al bueno del escandaloso, y comenzando por hacer a este tolerable, acaba por hacerle pasar por imitable!… ¡Qué grande obra haría quien con el mismo espíritu de caridad cristiana con que se fundan asilos para huérfanos y casas de refugio para doncellas en peligro, fundase un salón para mujeres honradas y hombres decentes, en que sin riesgo alguno de mal ejemplo pudiese encontrar la juventud las justas, legítimas y aun necesarias distracciones propias de sus años; hallar sin desvergonzada levadura ese trato señoril y digno a la vez que alegre y placentero, que afina y suaviza las inclinaciones del hombre, fortalece y alecciona las de la mujer, y fomenta el trato mutuo y el mutuo conocimiento de que brotan castas simpatías, germen de puros y tranquilos amores, que sirven de base solidísima a matrimonios felices y meditados, de que nacen luego familias cristianas y ejemplares!… Y la caridad, la caridad derivada del cielo, única santa y legítima, que todo lo ve con sus ojos de lince, que todo lo abarca con su actividad insaciable, que todo lo precave con su perspicacia amorosa, y no deja dolor sin alivio, ni pena sin consuelo, ni llaga sin remedio, ¿no se ha fijado nunca en esta úlcera ensangrentada?… ¿Acaso es más digna de lástima la pobre labriega, la infeliz criada de servicio que el abandono precipita en un lodazal de escaleras abajo y salva la caridad en una casa de refugio, que la encopetada señorita, la rica heredera que un abandono distinto, sólo en la forma, precipita del mismo modo en otro lodazal de salones adentro?… ¡Y pensar que no es tan difícil el remedio como a primera vista parece; que bastaría quizá que una mujer de prestigio y de energía, cerrando los oídos a indecorosos respetos humanos y a culpables condescendencias sociales, fundase, por el amor de Dios, un salón de refugio, lanzando a los cuatro vientos de la alta sociedad madrileña, por toda esquela de convite, esta estupenda noticia: «La marquesa tal, o la duquesa cual, se queda todas las noches en casa, para las señoras honradas y los caballeros decentes»!…

Y cuando algo muy hondo, pero muy claro y distinto, le decía a la Villasis en el fondo de su conciencia que ella podía y aun debía ser aquella tal marquesa o aquella cual duquesa, vino a distraerla de sus extrañas reflexiones la voz de Genoveva Butrón, que dando ya por reunido el congreso femenil, comenzaba a exponer el objeto de aquella junta.

La marquesa ateníase en sus palabras a la pauta trazada de antemano por Butrón, evitando con habilidad suma los puntos escabrosos y las mentiras gordísimas marcadas por el diplomático; hablaba muy despacio, con sencillez exenta de toda pedantería y el aplomo y la seguridad que dan a las personas nacidas y criadas en altas esferas el trato continuo de gentes y la conciencia de su propia grandeza. Butrón, en cuclillas, delante de su agujero, seguía con el alma en un hilo el discurso de su mujer, extendiendo las manos y llevando el compás como un director de orquesta que dirige una partitura, o como un magnetizador que desprende de sí con extraños pases el misterioso fluido. Quedó bastante satisfecho.

La miseria en que yacían los infelices soldados heridos en la campaña del Norte era grande y dolorosa, y debía precisamente despertar en el corazón de todas las señoras españolas los sentimientos más compasivos… Por eso habíase atrevido ella, la Butrón, a citar a todas las presentes para pedirles, por amor de Dios y compasión hacia aquellos infelices, que uniesen sus esfuerzos para socorrerlos, formando una asociación de señoras que, propagada por todas las provincias, pudiera allegar cuantiosos recursos para este objeto.

A esto se redujo la primera parte del discurso de la marquesa, que fue escuchado con religioso silencio. Hubo una pausa, en que las diversas fracciones se miraron unas a otras, alerta todas, silenciosas, con la solemne expectación de ejércitos enemigos que esperan para venir a las manos el sonido de la primera descarga.

La baronesa de Bivot, el bizarro Zumalacárregui, rompió el fuego la primera con la certera puntería de la lógica más exacta.

—El pensamiento no puede ser más caritativo ni más santo, y supongo que merecerá la aprobación de todas estas señoras, como merece la mía —dijo, echándose lentamente fresco con el abanico—. Pero debo hacer notar que en la campaña del Norte hay dos ejércitos españoles

Y la pícara vieja acentuaba lo de españoles con una ambigua risita que hacía saltar a Butrón detrás de su agujero…

—… Uno del Gobierno y otro carlista: en los dos hay heridos y en los dos hay miseria… Supongo, por lo tanto, que esos recursos que se alleguen se dividirán en dos partes iguales: una para los heridos del Gobierno y otra para los carlistas…

Silencio sepulcral en toda la sala y saltos nerviosos de Butrón, que bufaba fuera de sí en su escondite.

—¡El demonio de la vieja!… ¡Pues no faltaba más!… ¡En eso estaba yo pensando! ¡En que con los fondos de mi asociación comprasen fusiles los carlistas!… ¡Y la estúpida Veva se calla!… Contesta, Geno, demonio: contesta que no, que se vaya si quiere, que no saca de aquí un ochavo… ¡La denuncio primero!

Aturdida, la marquesa no contestaba, en efecto, porque ninguna respuesta tenía aquella lógica observación, tan oportuna e inesperada. La Villasis, compadecida de la angustia de su amiga, acudió al punto en su auxilio.

—La baronesa tiene mucha razón —dijo—; pero sin duda no se ha fijado en un inconveniente insuperable… El Gobierno permitirá, sin duda, que se repartan en el ejército toda clase de recursos; pero imposible es que tolere el pase de dinero alguno para los carlistas… Por eso, la asociación tendrá que limitarse a socorrer a los heridos del ejército, dejando que secretamente acudan todas las que quieran al socorro de los carlistas…

Y dirigiéndose a la baronesa, añadió con significativa sonrisa:

—Supongo, baronesa, que usted conocerá bien el camino; pero si alguna no lo conoce, yo puedo indicarle un medio muy seguro por donde enviar socorros a esos infelices, que no están menos necesitados, ni son menos dignos… Yo tengo tirado ya mi plan: la mitad de lo que pueda dar lo entregaré a Genoveva; la otra mitad la enviaré por este conducto de que hablo a los carlistas…

¡Bonito se puso Butrón! A las primeras palabras de la marquesa, respiró con fuerza, murmurando: «No está mal el remedio». Mas cuando vio, por el giro que daba la dama a su respuesta y por el plan que exponía, que no era una estratagema la que usaba, sino un verdadero proyecto que podían imitar otras muchas, saltó fuera de sí muy incomodado, gruñendo entre sus bigotes puestos en punta:

—¡Demonio…, demonio…, demonio!… Si el remedio es peor que la enfermedad, si lo echa todo a rodar con eso… Se lleva la mitad, nos lo quita, nos lo roba…

El señor Pulido, con su flemática suavidad, díjole entonces:

—Descuida, Pepe…, pocas darán si hay que dar en secreto…

El valiente Zumalacárregui, parado en firme con la réplica no menos lógica de la Villasis, replegó su guerrilla y parapetóse en el monte Aventino, con una retirada digna de Jenofonte.

La marquesa de Butrón aprovechó tan favorable coyuntura para reanudar su discurso por la parte más espinosa… Era necesario nombrar una junta directiva, y a este propósito iba a leer una candidatura formada con el consejo de personas autorizadas, para sujetarla a la aprobación de todas las señoras presentes.

El golpe era atrevido y la imposición resultaba manifiesta; preciso era suponer que nadie osaría oponerse a un plan propuesto en su propia casa por dama tan respetable… El silencio era profundo y hubiérase podido oír el inquieto pestañear de Butrón y de Pulido, pegados a sus agujeros; los resoplidos que costaba al tío Frasquito mantenerse tieso en su incómoda postura, y los amagos de risa de Diógenes, que, metido en la concha del apuntador, frente al telón y de espaldas a la concurrencia, ocultábase a todos, oyendo a unos y otros, y maquinando, sin duda, algún plan endiablado que le hacía reírse a sus solas.

La marquesa sacó un gran pliego y comenzó a leer esforzando la voz un poco:

—Presidenta: excelentísima señora marquesa, viuda de Villasis.

Murmullo general de aprobación… Brusco movimiento de Currita y repentina llamarada de ira, de rabia reconcentrada presta a desbordarse en sus claras pupilas… Tras el telón, Butrón sonríe satisfecho y Pulido suspira desahogado; el tío Frasquito, sorprendido y acongojado al ver a su reina destronada, pierde el equilibrio y se agarra al telón, poniendo en riesgo el que guardan sus compañeros: mudos ademanes y miradas furibundas de estos le llaman al orden… En la concha, Diógenes hace una mueca que quiere decir: «¡Estáis frescos!», y prosigue riéndose solo… La marquesa de Butrón continúa leyendo:

—Vicepresidenta: excelentísima señora condesa de Albornoz.

Silencio profundo… Doscientos ojos escrutadores se fijan en la elegida, e Isabel Mazacán le envía desde lejos un irónico saludito de enhorabuena… Currita se muerde los labios y aparecen istrías sanguinolentas en torno de sus pupilas; un pedacito de encaje del pañuelo resbala por la seda de su falda y cae sobre la alfombra… Tras el telón, Butrón se azora de nuevo; Pulido murmura: «¡Lo dije!», y el tío Frasquito desiste de velarse el rostro con las manos por miedo de perder de nuevo el equilibrio… Diógenes ha desaparecido de la concha… La marquesa de Butrón prosigue:

—Vocales: excelentísima señora duquesa de Astorga, excelentísima señora condesa de Villarcayo…

Movimiento de horror en las huestes de Zumalacárregui

Gesto de protesta del caudillo… La agraciada sonríe con una cara de babieca que revela la razón por que figura en la lista… La marquesa de Butrón continúa:

—Excelentísima señora condesa de Minahonda. Excelentísima señora doña Servanda Molinillos de Martínez.

Modestísimo rubor en el rostro de la agraciada, que extiende las manos y mueve la cabeza diciendo que no… La duquesa de Bara la anima cariñosamente… La García Gómez detiene su indignación, hasta ver si está ella incluida en la lista… Tras el telón, Butrón mira a Pulido, y Pulido mira a Butrón, y ambos se ríen… El tío Frasquito, envuelto en su dignidad, permanece en cuclillas… Diógenes aparece sobre el tablado y busca algo junto a la pared, dentro de los bastidores del lado izquierdo… La marquesa de Butrón prosigue…

—Excelentísima señora condesa de Nacharnudo. Excelentísima señora duquesa de Bara…

Recóndito asombro de esta al verse incluida en el grupo en que por exigencias de Butrón habían de figurar tan sólo mujeres honradas… La marquesa hace una pausa, examina un momento al auditorio y prosigue leyendo:

—Secretaria: excelentísima señora doña Paulina Gómez de Rebollar de González de Hermosilla…

Fogosísimo brinco de Leopoldita Pastor, que esperaba la plaza, y enérgico «¡Indecente!», que revolotea anónimo en el aire sin saber dónde posarse… Carmen Tagle se desternilla de risa… La agraciada guarda majestuoso silencio, compónese las gafas de oro y proyecta reparar en la retórica de Marco Tulio la parte preceptiva de los documentos oficiales… La duquesa de Astorga la felicita sin pizca alguna de malicia… Tras el telón, Butrón espera, Pulido teme, el tío Frasquito medita… Diógenes ha encontrado junto a la pared un cordelito que parece bajar del techo y lo examina detenidamente… La marquesa de Butrón concluye:

—Tesorera: excelentísima señora doña Ramona Gómez de López Moreno…

Amago de apoplejía en la interesada… La duquesa consuegra la saluda desde lejos… Grandes cuchicheos que crecen, crecen cual ráfaga de viento huracanado que comienza por silbar y acaba por rugir… De repente, crujido misterioso… Silencio profundo… Sorpresa general.

Diógenes ha tirado del cordelito, el telón sube rapidísimo y aparecen los tres Píramos en cuclillas, Butrón, Pulido y el tío Frasquito, ante los ojos asombrados de aquel centenar de Tisbes… Cuadro final.