IV
EDRO López creyó sucumbir de plétora de inspiración al dar cuenta en La Flor de Lis del gran baile de ancha base celebrado el lunes de Carnaval en casa de los excelentísimos señores marqueses de Villamelón… Hay situaciones, hay espectáculos que el hombre comprende y admira con su instinto, pero no puede describir ni comentar con su talento; en tales casos, el poeta más grande, el escritor más maestro, es el que exhala el grito más natural, la exclamación más vehemente… Por eso juzgó Pedro López la mejor manera de describir el mágico baile estampar al frente de una cuartilla un «¡¡¡Oh!!!» profundo, un verdadero do de pecho literario, y dejar todo lo demás en blanco.
Más allá, por la madrugada, cuando retirado en la serre tomaba apresuradamente algunas notas, acercósele Butrón, rendido y satisfecho, como el caudillo después de la victoria, y adelantando la torneada pierna que el calzón corto y la media de seda negra ceñían por completo, haciendo ondular con juvenil garbo la airosa capa veneciana, díjole con entonación solemne, con misterio profundo, metiéndole la punta de la nariz dentro de la oreja izquierda:
—¡López!… ¡Mucho ojo!… Su compte-rendu de usted nos asegura el triunfo… Que toda esa gentecilla cursi vea su nombre en La Flor de Lis, ensalzada por el reporter elegante de los salones, y es nuestra para siempre… ¡Fuera escrúpulos!… ¡La de Martínez, bellísima!… ¡La García Gómez, encantadora!… Esta que viene aquí, un portento; la Victoria Colonna, de este siglo…
Y atento y obsequioso, corrió a estrechar la mano de la Victoria Colonna del siglo XIX, una jamona muy madura, de metro y medio de largo y doce arrobas de peso, vestida de Safo, con corona de mirtos en la cabeza, lira de latón dorado en la mano, y en la chata nariz —¡Manes de Phaon, estaos quedos!— ¡gafas de oro!…
Era la excelentísima señora doña Paulina Gómez de Rebollar de González de Hermosilla, eminente literata, poetisa afamada, a quien Butrón había echado el ojo para secretaria de la junta de señoras.
La redada había sido, en efecto, completa y calificábala Butrón de pesca milagrosa; el caritativo anzuelo de socorrer a los heridos del Norte había prendido en todos los corazones, verificando la fusión deseada, y el heterogéneo personal de la Asociación de señoras quedó reclutado, faltando tan sólo organizarlo. Triunfante Butrón y rejuvenecido, felicitaba a unos, animaba a otros, multiplicábase por todas partes, tendiendo siempre la caña, y entre el calorcillo de la cena y el humo de las satisfacciones, estuvo a pique de desquiciarse aquella cabeza tan firme, hasta el punto de pasar por ella la idea de invitar para el cotillón a la excelentísima señora doña Paulina Gómez de Rebollar de González de Hermosilla. Un extraño rumor que comenzaba a circular por los salones vino a detenerle al borde del abismo, más profundo que el agitado mar, sepulcro de la Safo auténtica, al pie de la roca de Léucades.
Susurrábase que allá, en un apartado gabinete, había surgido un lance de honor entre dos personajes de mucha cuenta. Azorado Butrón, corrió a informarse por sí mismo, temeroso de que aquel incidente imprevisto viniese a romper los lazos de unión con tanto trabajo anudados. Acercóse a un grupo; en medio peroraba Gorito Sardona, vestido de peón de ajedrez y muy enterado del caso; habíalo presenciado todo y era uno de los contendientes el tío Frasquito.
—¡Polaina! —exclamó Diógenes—. ¿Y a qué es el duelo?… ¿A tijera o a aguja?…
—Algo parecido anda de por medio —replicó Gorito.
Y prosiguió diciendo, con grandes ponderaciones y mucho misterio, que el otro contendiente era sir Roberto Beltz, capitán de guardias agregado a la embajada inglesa, hombre muy posma, muy preguntón, muy aficionado a investigar el porqué de todas las cosas, y metódico y ordenado hasta el punto de reírse por la mañana de los chistes oídos la noche antes.
Al oír hablar de sir Roberto Beltz, hizo Diógenes un gesto como si le asaltara gran tentación de risa, y quedóse, sin embargo, muy serio escuchando la narración del gomoso. De ella resultaba que el tío Frasquito había observado con sorpresa al principio, con recelo luego y con inquietud más tarde, que sir Roberto Beltz le seguía a todos los lados sin perderle un momento de vista; atribuyólo, al pronto, a la admiración que pudiera causarle su magnífico traje de gran mandarín, capaz de despertar las envidias del Mikado, porque era el tío Frasquito el feliz mortal que había tenido la honra insigne de figurar como rey blanco, al lado de Currita, en la famosa partida de ajedrez que acababa de representarse. Mas al terminar esta, encontróselo repetidas veces entre los frecuentes apretones del baile, rozándolo siempre con intención muy marcada y sacudiéndole en dos ocasiones.
—¡Unos codazos —decía la víctima en su capítulo de cargos— horrorrosos…, horrorrosos!… Ni más ni menos que si pretendiese averriguarr si sonaba yo a hueco…
Y algo más tarde, hallándose el venerable mandarín hablando con unas señoras, un poco inclinado hacia adelante por estar ellas sentadas, acercósele sir Roberto con mucho disimulo, oculto entre el gentío, y sin provocación ninguna, sin objeto alguno justificado, ¡zas!, hundióle con flema británica, hasta la cabeza, un alfiler en la nalga izquierda…
—¡Majadero! —exclamó Diógenes— Si le dije que era la derecha… La derecha es la de corcho.
Y en medio del pasmo de todos y de sus risas después, explicó entonces Diógenes el enigma… Mientras las cuadrillas del ajedrez bailaban, hallábase sir Roberto Beltz al lado de Diógenes, mirando con grande atención al tío Frasquito, que muy pomposo y satisfecho en su papel de rey, movíase con pausa y majestad sobre el tapiz a cuadros rojos y blancos que representaba el tablero.
—¿Quién es ese goven? —preguntó a Diógenes.
—¿Goven?… ¡Polaina!… Dos años me lleva a mí, y tengo sesenta y tres; conque ajuste usted la cuenta.
Estiróse la cara de pasmo perpetuo de sir Roberto, y Diógenes acrecentó su asombro, añadiendo muy serio:
—Ahí, donde lo ve usted, lleva en el cuerpo treinta y dos cosas postizas.
—¡Oh, señor de Diógenes! Usted estar un andaluz muy crecido…
—¿Que no?… Pues vaya usted contando…
Y comenzó a enumerar los componentes que suponía en el tío Frasquito la leyenda, acabando por poner en el catálogo la nalga de corcho. Sir Roberto, asombrado, creyendo encontrar un nuevo modelo de hombre clástico que colocar en el British Museum, quiso aplicar al hallazgo su método experimental, y recibió, en cambio, un espontáneo abanicazo que, en la irascibilidad de sus nervios excitada, le sacudió el tío Frasquito con su abanico de mandarín en lo alto de la cabeza.
La sangre no llegó, sin embargo, al río; intervino Currita muy indignada contra las zafias bromas de Diógenes, y puso fin a la contienda apoyándose en el brazo de sir Roberto Beltz, para dar una vuelta por la serre, y encargando antes al tío Frasquito que convidase para el día siguiente a comer con ella a todos los que habían tomado parte en las dos cuadrillas, blanca y negra. Fernandito quería fotografiarlas en ambos grupos y en sus respectivos trajes, para que publicasen luego un gran grabado de ellas en La Ilustración Española y Americana.
La comida fue divertidísima; Currita tuvo el capricho de mandar preparar a su cocinero un menú; japonés, y todos se sentaron a la mesa con los mismos trajes japoneses con que en diversos grupos y actitudes se habían retratado en la cabaña de Fernandito. A los postres tuvo el tío Frasquito una idea nueva y felicísima, una verdadera inspiración nacida entre los vapores de su estómago agradecido, y acogida con entusiasmo por todos los presentes. Ocurriósele, para eternizar la memoria de aquel baile famoso, para grabar el recuerdo de aquellos trajes lujosísimos, para no separar nunca de su reina aquella aristocrática cuadrilla japonesa, reclutada por él mismo en los salones del Veloz-Club, prolongar la mascarada, transformándola en una especie de guardia de honor que sirviese y acompanase a Currita por todas partes, llevando alguna particular contraseña que la diferenciase del resto de los mortales. Currita aceptó encantada la idea, y señaló como distintivo de la nueva orden de caballería una corbata azul, color de la famosa liga de la condesa de Salisbury, para fundar la antigua y nobilísima orden de la Jarretière. Brindóse la dama a regalar a todos la insignia de la nueva orden y envióle a cada uno una preciosa corbata azul de rica seda japonesa, sujeta por un alfiler formado por una gruesa perla, procedentes todas de un magnífico collar que había pertenecido a su madre. El tío Frasquito fue nombrado por aclamación gran maestre de los ilustres caballeros, que tomaron el dictado de Mosqueteros de Currita. La cáustica sátira madrileña, la más sangrienta quizá que hemos conocido, hízoles bien pronto variar de nombre. Carmen Tagle, profundamente resentida, porque habiendo representado ella a la reina negra en la partida de ajedrez no se había formado ninguna guardia en honra suya, comenzó a designar a la de su rival, por su origen japonés, con el nombre de Mikado.
—¡Ese, ese es el nombre propio! —gritó la Mazacán, entusiasmada al oírlo—. Lo natural y lógico es que para guardar a la mona Jenny se cree un cuerpo de micos.
Y desde aquel entonces quedó confirmado el cuerpo de mosqueteros con la nueva denominación de Micos de Currita.
También el tío Frasquito conquistó en aquella escaramuza otro sobrenombre, que vino a aumentar ese largo catálogo de ellos que prodigan la malignidad y la envidia con tan grande profusión, en la alta sociedad madrileña. La duquesa de Bara habíale encontrado gran parecido, vestido de mandarín, con un retrato publicado en La Ilustración, de Pan-Hoei-Pan, célebre literata china, y Pan-Hoei-Pan comenzó a llamarle desde entonces la inmensa falange de sus sobrinos legítimos y espurios.
Jacobo, con la egoísta y rapaz avaricia con que moderaba todos los gastos de Currita, y la despótica autoridad que sobre ella ejercía, reprendióle agriamente aquel derroche de perlas, desperdiciadas en regalar corbatas a sus micos. Ella, ciega por la más temible y la más tupida de todas las vendas, y temerosa siempre de verse privada de las luces y consejos de aquel hombre, que llenaba la escasa cavidad de su corazón y satisfacía las inmensas proporciones de su vanidad, resolvió entonces, para desagraviarlo, hacerle el 30 de abril, día de su cumpleaños, un magnífico regalo. Iluminó, pues, con ayuda de Reguera, una gran fotografía en que se hallaba representada ella misma con su rico traje de reina japonesa, y encargó dibujos para un marco suntuoso que habían de ejecutar, en oro, plata y pedrería, Marzo y Ansorena. Los dibujos, sin embargo, no la satisfacían; el 30 de abril se acercaba, y apremiada por lo breve del plazo, desesperaba ya de ver realizado su proyecto. Propúsole entonces Celestino Reguera comprar un marco antiguo, de plata cincelada, que procedente de cierta casa ducal muy conocida, estaba de venta en la Exposición de arte retrospectivo. Currita se dio una palmada en la frente.
—¡Tonta de mí! —dijo—. Si no se necesita; si tengo yo aquí mismo, en casa, al alcance de la mano, algo mejor y mas rico que cuanto pudieran ofrecerme.
Con la viveza de una niña que corre a satisfacer un soñado capricho, atravesó Currita los vastos departamentos del palacio, en que resplandecían por todas partes el lujo y la molicie; llegó a uno de sus extremos, la de honor en otro tiempo, habitada entonces por la servidumbre. En una especie de rotonda, adornada con antiguas pinturas al fresco, ya del todo desteñida y borradas, abríase una gran puerta de roble con herraje de bronce y bellos tableros de talla. En vano intentó la condesa levantar con sus delicadas manecitas el enorme pestillo cincelado: estaba la llave echada. Acercóse entonces a la salida de un corredor que daba a la cocina y gritó muy impaciente:
—¡Germán!… ¡Basilio!… ¿No hay nadie?…
Acudió Germán muy presuroso y extrañado de encontrar a la señora condesa por aquellos andurriales.
—La llave de aquí —dijo ella.
Germán se encogió de hombros. ¿Quién iba a saber dónde estaba aquella llave?
—¡Pues buscarla en seguida! —gritó Currita—. ¡Pregunte usted a don Joselito, en la contaduría, en todas partes!… ¡Jesús! ¡Qué fastidio!
Y daba pataditas en el suelo, llena de impaciencia, mientras Germán se lanzaba presuroso por toda la casa en busca de la llave. Volvió, al fin, después de un cuarto de hora trayendo una muy grande, llena de orín, con un tarjetón de pergamino colgando, en que se leía: Oratorio. La llave entró rechinando en la cerradura, y en vano forcejeó Germán para hacerla dar vueltas; preciso fue sacarla de nuevo, untar las guardias con aceite, e introduciendo un palo por el ojo, giró al cabo al sexto o séptimo empuje. Otros dos o tres vigorosísimos que dio Germán con todo su cuerpo sobre una de las hojas hicieron girar a esta lentamente, dejando escapar una bocanada de viento húmedo: el interior estaba oscuro.
—Espere usted aquí —dijo Currita con cierto airecillo de miedo.
Y adelantóse ella con las manos extendidas para no tropezar, cerrando los ojos un momento para poder acostumbrarse a aquellas tinieblas. Algunos reflejos de tenue luz entraban por dos altas y rasgadas ventanas laterales, cubiertas ambas con grandes cortinones de rojo damasco, desteñido y empolvado. Currita quiso descorrer uno de ellos, tirando violentamente del cordón de seda que a lo largo de la pared bajaba desde lo alto; mas la cortina rechinó sin descorrerse, y podrido sin duda el cordón, rompióse por arriba, cayendo sobre Currita enroscado, cual si fuese una larga y delgada serpiente. La dama dio un chillido, y una nube de espeso polvo se desprendió al mismo tiempo, y dos murciélagos salieron de entre los pliegues del brocado y comenzaron a revolotear de una a otra parte.
¡Germán! —gritó Currita muerta de miedo.
Y disimulando, al verle entrar, su repentino azoramiento, añadió, huyendo del malhadado cordón, cual si fuese en realidad una serpiente:
—¡Jesús, hombre, qué torpeza!… Acabe usted y descorra esa cortina…
Con gran trabajo y tirando de los dos cordones a la vez, con sumo tiento, pudo Germán descorrer la contraria, y asustada por la luz, saltó entonces del altar una gallina y echaron a correr dos o tres pollos cacareando, entrándose por una puertecilla entreabierta que a la derecha del retablo había. Currita miró a Germán estupefacta, y este, conteniendo a duras penas una carcajada, que le pareció falta de respeto a su ilustre dueña, contestó muy grave.
—El cocinero encierra aquí a los que ha de matar para tenerlos más a mano.
—¿Pero por dónde los mete?… ¡Si estaba la puerta tan atrancada!…
—Por la otra puertecilla de la sacristía que da junto a la cocina…
—¡Ya!…
Penetraba la luz por los sucios y empolvados cristales, escasa y como avergonzada, mas era suficiente para iluminar aquel cuadro desolador de impío abandono… Era el oratorio una preciosa capilla de alta bóveda pintada al fresco, construida con grande gusto y riqueza a fines del siglo XVII. Hallóse en tiempos tapizada de arriba abajo con ricos paños de damasco encarnado, que caían entonces en sucios guiñapos a lo largo de las paredes, llenas de manchas y desconchones, como el rostro de un virolento; a trechos, veíanse encerrados en ricos marcos, ya podridos, amarillentos pergaminos en que constaban las innumerables gracias y privilegios concedidos por los sumos pontífices a los fundadores de la capilla. La rica talla, algún tanto churrigueresca del retablo, desaparecía bajo una espesa capa de polvo y de telarañas, y las varias imágenes que ocupaban las hornacinas parecían tener esa palidez lívida que indica en los hombres lo supremo del espanto. Sobre el altar veíanse el ara rota, el tabernáculo hundido, y dos bellos ángeles, que a un lado y otro sostenían antes lámparas de plata, levantaban entonces sus manos vacías, crispadas, como anunciando la cólera del Señor… A los pies de la capilla, sobre un confesonario destrozado y varios reclinatorios rotos, hallábanse amontonados trastos viejos, muebles inservibles y el armazón de un teatro en que había representado la condesa, tiempos atrás, unos famosos cuadros vivos. Sobre las dos gradas que formaban el presbiterio había, a la izquierda del retablo, una especie de armario de cristales, embutido en la pared, donde se guardaban reliquias: allí se dirigió Currita, mandando a Germán que abriese la puerta. En la parte inferior había varios estuches medio abiertos que encerraban vasos sagrados, y tirada en un rincón, arrugada y hecha un lío, una casulla de terciopelo negro, con ricos bordados de oro, que presentaban en primoroso realce las armas de la casa. Al verla Currita, acordóse instantáneamente de la última misa celebrada en aquel recinto profanado: había sido quince años antes, estando allí mismo de cuerpo presente la vieja marquesa de Villamelón, madre de Fernandito: aún se veían a lo lejos, entre los amontonados restos del teatro, las piezas del catafalco que había sostenido su cuerpo. Currita sintió una especie de escalofrío de miedo y miró instintivamente al sitio en que solía oír todos los días misa la anciana marquesa. Allí estaba su sillón de terciopelo, hundido todo y destrozado, y delante el reclinatorio, conservando aún sus almohadones apolillados las huellas de sus rodillas y sus brazos. Currita volvió bruscamente la espalda, como si temiese ver aparecer allí, pálida y airada, la sombra de la vieja dama.
Estaba la parte superior del armario forrada de terciopelo rojo, bastante bien conservado, y sobre almohadillas del mismo terciopelo hallábanse varios relicarios de plata, guardando huesos de santos; en un rincón, de pie contra la pared, había un objeto de más de una tercia de largo, envuelto en una funda de oscuro tafilete, roída toda de ratones, y esto fue lo que cogió Currita, sosteniéndolo por su mucho peso con ambas manos, y saliendo al punto de la capilla muy de prisa, azorada, como si hubiese cometido un robo en lugar sagrado.
A solas ya en su estudio, cuando abrió la destrozada funda, quedóse ella misma admirada: era aquello una preciosidad artística de valor inmenso, un marco de plata cincelada, obra admirable de orfebrería del siglo XVI, que ostentaba cual noble ejecutoria, esculpido en el pedestal de una de sus mil bellas figurillas, el nombre ilustre de Enrique de Arfe, autor de la custodia de Córdoba y de la llamada Cruz antigua. Aquella maravilla servía, sin embargo, de marco a un objeto harto extraño e insignificante: sobre un fondo de raso blanco y cubierto por limpidísimo cristal chafianado, veíase sencillamente un harapo, un pedazo de burdo y raído sayal pardo. Por el reverso, cerraba el cuadro una gran chapa de plata, sujeta por finas tuercas, que no sin grandes esfuerzos consiguió destornillar Currita. Liados en blancos tafetanes, amarillos ya por el tiempo, halló dentro dos papeles escritos con clarísima letra del siglo XVI, que sin esfuerzo ninguno podían perfectamente descifrarse. En uno decía: «Pedazo de la cogulla del venerable siervo de Dios fray Alonso de Luján, muerto en olor de santidad en su convento de Talavera de la Reina, a los 23 de enero de 1590». Y a renglón seguido, con la candorosa arrogancia de los magnates de aquella época, firmaba sencillamente: Doña Catalina.
—¡Ya! —exclamó Currita muy admirada—. ¡Con que esto era de aquel!…
Y sus ojos fueron a buscar, entre las mil preciosidades que adornaban el estudio, una admirable cabeza, pintada por Pantoja, de un capuchino[15] muerto, en cuyo rostro resplandecía esa serena calma que deja impresa la muerte, como señal de predestinación, sobre la frente de los justos. Era, en efecto, aquella cabeza venerable el retrato de fray Alonso de Luján, hermano del cuarto marqués de Paracuéllar, y había sido trasladado años atrás del oratorio a los salones de la casa, no como objeto de piedad, sino como monumento de arte.
En el otro papel hallábase copiada esta cláusula del testamento de doña Leonor Manrique de la Cerda, repartiendo entre sus parientes un hábito de su primo hermano, el venerable padre fray Alonso de Luján, religioso capuchino: «Mi señora, la duquesa del Infantado, escoja la pieza que le pareciere, y otra se dé al conde de Salvatierra, y otra al conde de Montijo, y otra a mi sobrina doña Catalina, marquesa de Paracuéllar, y el cordón se dé al conde de Salinas, mi sobrino, que lo tenga y venere como cordón y reliquia de un tan venerable y santo varón como yo lo he tenido; y una cogulla que yo tengo del dicho padre fray Alonso mando también a mi señora duquesa, y le suplico la dé cuando a su excelencia le pareciere al conde del Cid, y la pieza que su excelencia escogiere, la dé al duque de Béjar, de cuya casa era muy devoto el dicho padre fray Alonso».
Currita estaba admirada… Mentira parecía que aquellas buenas gentes, tan grandes señores, por otra parte, tan famosos en la historia muchos de ellos, se repartiesen entre sí, como joyas preciosas, el burdo sayal de un pobre fraile. ¡Lo que varían los tiempos!… La buena de doña Catalina se había gastado un dineral en fabricar una joya para su pedacito de cogulla, sin sospechar siquiera que había de ahorrarle a ella el gastarlo en…
Con una brusca sacudida echó fuera, sin tocarla, la reliquia, y puso después en su lugar el retrato. Estaba perfectamente, y sólo con recortarle un poco los bordes encajaría tan bien como si hubiese sido hecho el marco a su medida. Currita calculaba complacidísima el efecto, alejando de sí el retrato, y la mano con que le sostenía fue a tropezar con el pedazo de cogulla del fraile; retiróla bruscamente, cual si hubiese tocado una brasa ardiendo, y miró con miedo, con espanto casi, la magnífica cabeza de Pantoja, que tan admirablemente expresaba sobre el lienzo la imponente y serena calma de la muerte. Con los mismos papeles que encerraban la auténtica y la cláusula testamentaria, cogió la reliquia de fray Alonso, y sin tocarla, con un gesto que lo mismo expresaba la repugnancia que el miedo, el asco que el respeto, arrojólo todo en una preciosa cestilla destinada a recibir papeles para la basura. Arrepintióse al punto; había oído ella que las cosas santas no deben tirarse, sino quemarse, y volviólo a recoger todo de la misma manera para no tocar la reliquia, y fue a echarla entonces en una chimenea encendida que ardía en un ángulo. Otra vez lanzó, sin poderlo remediar, una mirada a hurtadillas, con medroso recelo, a la pálida cabeza del fraile muerto.
Un fuerte olor acre y desagradable del paño que se quemaba extendióse al punto por toda la estancia. En aquel momento entró Villamelón muy alegre y satisfecho, que volvía de Chamartín de la Rosa, donde en su preciosa quinta de Miracielos estaba ensayando con gran entusiasmo la incubación artificial de los huevos de gallina.
—¡Jesús, hija, qué mal olor! —exclamó deteniéndose a la entrada—. ¿Qué has quemado?… Si huele aquí a infierno…
Currita se puso muy seria, muy enfadada, y hasta un poco pálida.
—Mira, Fernandito, no digas tonterías… No me gustan bromas con las cosas del otro mundo.
Y como si fuese cosa de él, volvió a lanzar otra mirada furtiva y medrosa a la imponente cabeza de fray Alonso.
—Pero hija, Curra, ¿sabes?… Que abran esa ventana; si huele aquí a chamusquina, a cuerno quemado…
—Pues nada, hombre; un pincel viejo que tiré en la chimenea… Vamos, dejemos ya eso. ¿Has visto a Lilí?…
Villamelón dio una gran palmada.
—¡Mujer!… Se me olvidó…
—¿Pues no te dije que fueras a verla? —gritó Currita muy colérica.
—Pues, nada, hija, se me olvidó… ¿Qué vamos a hacerle?…
—¡Jesús, qué hombre este!… Se acuerda de ver las gallinas y se olvida de visitar a su hija…
Porque el lector ignora aún que ninguno de los dos niños estaba ya en la casa… Cuatro días después de la escena que en el anterior capítulo queda referida, cayó Currita en la cuenta y convenció de ello a Fernandito de que, no pudiendo dedicarse ella exclusivamente a la educación de sus hijos como hubiera sido su deseo, era lo mejor enviar a Lilí al colegio que tienen en Chamartín las religiosas del Sagrado Corazón, y a Paquito al que por aquel tiempo tenían los jesuitas en Guichón, del lado de allá de los Pirineos… Ni ella ni Jacobo habían tenido en cuenta que en aquel mismo colegio se educaba Alfonsito Téllez-Ponce, el hijito de este.
Villamelón, muy contrito de su falta, prometió remediarla al día siguiente, cuando fuese a Chamartín a inspeccionar los períodos de la incubación artificial, que ocupaba en aquella época toda su atención y todo su tiempo. Diógenes, al saber las nuevas aficiones del ilustre prócer, había dicho: —No hay que extrañarse… Está clueco.