III
L trato continuo con Bonnat había despertado en París las aficiones artísticas de Currita, y no contenta con el papel de Mecenas, quiso cultivar ella misma el arte del divino Apeles. Visitó a Meissonnier, convidó a comer a Carlos Durand, y pudiendo conseguir que Raimundo Madrazo la diese algunas lecciones por pura galantería de cumplido caballero, volvióse a Madrid, dejando a Rosa Bonheur tamañita y royéndose los codos de envidia.
Una vez en la corte, necesitó tener a su lado un genio complaciente, un numen auxiliar que comunicase con sus pinceles vida y expresión a los muertos y aplanados monigotes que brotaban de su paleta de artista. Hallólo, al fin, en Celestino Reguera, famoso acuarelista de la Escuela sevillana, de esos que prefieren lo correcto a lo grandioso y tienen en más un paisaje de Watteau que una sibila de Miguel Ángel. El pincel de Celestino entraba y salía por los lienzos de Currita con tanta frecuencia y libertad, que al terminar esta sus cuadros podía repetir, con harta razón, lo que dijo el monaguillo de marras: «Yo y el cura le dimos los Sacramentos».
Pero aun más que de su gloria artística, ocupóse Currita, a fuer de mujer elegante, del marco que había de encerrarla, instalando en su casa un estudio lujosísimo, digno de Fortuny o de Pradilla, Delaroche o Makart. Era una vasta pieza con estudiadas luces de oriente y cenital, atestada de preciosidades artísticas y arqueológicas, que sobre tapices de Beauvais y los Gobelinos cubrían todas las paredes, atestaban todas las mesas y apenas dejaban un sitio en que poner la planta sin encontrar algo que admirar o algo en que tropezar. Bronces antiguos, raras porcelanas, macetas de Pompeya con plantas tropicales, lámparas árabes, persas y romanas, igual una de estas a la célebre di capo danno del Museo Vaticano; bustos, cuadros, estatuas, yelmos, espadas, partesanas y armaduras completas de varias épocas rodeaban cual páginas sueltas de la historia de todos los tiempos el caballete de Currita, que, colocado en luz conveniente, parecía recibir un reflejo de la luz del cielo, que el grandísimo tuno de Celestino Reguera aseguraba ser el mismo, mismísimo que derramaba en otro tiempo el grupo de las nueve musas sobre las frentes de Rafael, Velázquez y el Ticiano.
Daban la guarda a uno y otro lado de la puerta dos maniquíes vestidos de reyes de armas del siglo XVI, con gigantescas adargas y dalmáticas auténticas de terciopelo morado, bordadas de castillos y leones, y frente por frente, en el otro extremo de la pieza, y en una especie de ancha, alta y profunda hornacina, a que se subía por tres gradas de mármol blanco, había un diván turco, cubierto el pavimento por legítima alfombra de Persia y mullidos almohadones de raso y terciopelo, y decorados el techo y las paredes con mosaicos romanos y de Pompeya, bajos relieves egipcios y brillantes azulejos moriscos. Allí estaba el narghilé, regalo de Sidi-Mohammed-Vargas, el embajador de Marruecos, y sobre primorosas mesitas de Fez, que no levantaban dos palmos del suelo, otras varias pipas en que Jacobo enseñaba a Currita a saborear el sueño voluptuoso del hatchis, y había inspirado a Diógenes, para designar a la hurí de aquel paraíso el gráfico nombre de la mona Jenny.
Refugiado en un rincón, oculto como quien está allí de limosna, entre una reducción de la estatua de Byron, presentada en Turín por Pozzi, y una arca tallada del siglo VI, que decían haber pertenecido a Isabel la Católica, había otro caballete pequeño; allí pintaba Paquito Luján, callado siempre, taciturno, tímido y receloso, bajo la dirección también de Celestino Reguera, que hallaba realmente en el niño las disposiciones artísticas que faltaban a la madre.
Gran discusión sosteníase en aquel templo de las artes, tres días después de la junta de íntimos celebrada en casa del diplomático. Currita, sentada ante una preciosa mesa redonda, cuya tapa era un ónix mexicano, examinaba una gran porción de láminas y dibujos que le presentaba Celestino Reguera, y pasábalos a su vez a Jacobo y a Tonito Cepeda, vago elegantísimo, entendido en caballos como el hijo de Teseo, amateur de todo lo que era arte, y digno por su exquisito gusto de que la patria agradecida le votase una pensión en Cortes, como representante en España del buen tono parisiense. Tonito Cepeda era más que chic, más que pschutt: era v'lan, tschock. Mas el pobrecito joven, incapacitado de poner precio a las innumerables consultas que de todas partes le dirigían, andaba lleno de trampas y no tenía dónde caerse muerto.
Grave era la cuestión que Currita había sometido el día antes a sus despabiladas luces, y digna de sujetarse al arbitraje de un areópago de elegantes, como Domiciano sujetó en otro tiempo a las discusiones del Senado la salsa en que había de guisarse un rodaballo. Una vez decidida la dama a dar el baile de trajes, la gran fiesta de ancha base en que habían de bailar pêlemêle tirios y troyanos, rancios personajes que figuraban en la Guía y plebeyos burgueses empinados por la Revolución, era necesario encontrar algo nuevo, algo sorprendente que fuera el clou de la fiesta y dejase con la boca abierta a los pobrecillos profanos, a los Martínez y comparsa, convidados espurios que hubiera dicho el tío Frasquito, que cuidaría muy bien ella de barrer de sus salones en cuanto la caritativa empresa de socorrer a los heridos del Norte hubiera dado un buen tanteo a sus repletas bolsas.
Las cuadrillas del minué y la pavana, las figuras de la zarabanda y la chacona, estaban ya muy vistas y habían servido mil veces en aristocráticos salones como protesta de acendrado españolismo contra el intruso don Amadeo. Celestino Reguera propuso la idea de representar una alegoría de España, en que parejas de damas y caballeros habían de lucir los trajes característicos de las diversas provincias. El proyecto fue desechado por Currita.
—¡Jesús, Reguera! —dijo— ¡Parecería eso un concurso de Geografía!…
Tonito Cepeda miró desdeñosamente al pintorcillo y propuso uno de esos espectáculos que constituyen jalones de la época en que se verifican: imitar la peregrina idea de la Princesa de Segan, que había resucitado en París las fábulas de Esopo dando un gran baile de trajes, en que recibía ella vestida de pava real y acudieron todos los invitados representando cada cual un animalito. Él, Tonito Cepeda, había llamado mucho la atención con su traje elegantísimo de sapo verde. La idea no era nueva, pero estuvo a pique de seducir a Currita; hubiérale gustado mucho vestirse de gata blanca con botas color de rosa.
Mas Jacobo, con la prudencia con que moderaba todos los gastos de Currita desde que metía él la mano hasta el codo en sus arcas, desechó terminantemente el proyecto, imponiendo más bien que presentando otro más económico y también más nuevo… Dos cuadrillas imitando las piezas de un juego de ajedrez, blancas y negras, y una partida jugada por ellas mismas en forma de contradanza; Luis Fonseca, su compañero de embajada, habíalas visto jugar así en Conchinchina cuando las fiestas en honor de Phara-Norodon, rey de Cambodge. El proyecto fue aceptado con desdeñosa condescendencia por parte de Tonito, con sumisión entera por la de Currita, y Celestino Reguera quedó encargado de traer al día siguiente dibujos para el traje de la dama que había de representar la reina blanca, y un soberbio juego de ajedrez, trabajado admirablemente en el Japón, cuyas grandes piezas de marfil podrían ser copiadas en los demás trajes de la cuadrilla.
Currita titubeaba en la elección de modelo, y Jacobo, con la autoridad delegada que ejercía en aquella casa como amigo íntimo de Villamelón y primo cuarto de la condesa, hízola decidirse al punto por uno cualquiera, el más barato… Currita obedeció sin hacer ninguna observación, sin replicar una palabra: conocíase a las claras que estaba supeditada por completo a aquel hombre, que él era allí el amo, y todos en la casa, desde Villamelón hasta Joselito, desde la Albornoz misma hasta la última fregona, obedecían servilmente sus órdenes, adivinaban sus deseos y amoldaban a sus caprichos sus gustos propios. Sólo dos seres, los más débiles e indefensos, Paquito y Lilí, resistían a la voluntad omnipotente del desvergonzado parásito, a quien el instinto de ángel de ambos niños representaba siempre como un reptil bañado por los rayos del sol, brillante a la vez que asqueroso.
Un día, a poco de haberse injerido Jacobo en la amistad íntima del matrimonio, pintaba Currita en su estudio un retrato que decía ser de Byron, el poeta querido que en sus cuadros, bustos y estatuas tenía representado por todas partes; pero que era en realidad la imagen de Jacobo perfeccionada por Reguera, ceñida la frente de laurel y abierto hasta la mitad del pecho el ancho cuello de su camisa escocesa a la antigua. Los dos niños, embobados de pie a un lado y otro de su madre, miraban en silencio correr el pincel de la dama, que con cierta complacencia íntima daba los últimos toques al airoso y nervudo cuello del Byron de contrabando. De pronto, Lilí, con esa expresión seria y meditabunda que toman a veces los niños, dijo a su madre:
—Mamá… ¿Tú por qué quieres tanto al tío Jacobo?…
La condesa se volvió sorprendida, apoyada en el tiento, y hasta llegó a inmutarse algo; mas reponiéndose al punto, dijo con mucho cariño:
—¿Pues no le he de querer, hija?… Si es mi primo… tu tío…
La niña movió la cabecita haciendo un mohín de duda.
—¡Sí! —dijo—. Yo también quiero al primo Bautista y al primo Carlos… Pero más que a ti y a Paquito, no…, no…, no…!
Y se echó a llorar amargamente, con el corazón encogido, escondiendo la preciosa carita en el seno de su madre, como si buscara allí lo que encuentra la más pequeña golondrina en el fondo de su nido: el calor de la ternura materna. Paquito nada había dicho; púsose muy encarnado, con ese santo carmín con que el pudor instintivo tiñe las facciones de la inocencia, y destrozando entre sus deditos, sin darse cuenta de ello, una anforita romana, extraño lacrimatorio de vidrio que había sobre una mesa, ocultó con varonil esfuerzo las gruesas lágrimas que le brotaban de los ojos.
En otra ocasión, algunos meses más tarde, acercábase el día del santo de Currita, 10 de octubre, fiesta de san Francisco de Borja. Los dos niños tramaban juntos una conspiración para dar una sorpresa a su madre. Paquito, en quien comenzaban a revelarse sus notables disposiciones para la pintura, especialmente de retratos, había pintado al pastel uno de su padre, un Villamelón deforme, color de zanahoria, que parecía tener el carrillo izquierdo hinchado, pero no por eso dejaba de tener con el original un más que mediano parecido. Era lo más notable del retrato la parte de la frente y la cabeza, en que el niño había copiado fielmente la escasa cabellera de su padre, partida con una raya por en medio y formándole sobre ambas orejas dos pequeños cuernecitos a lo Napoleón III, que había alargado más de lo conveniente la impericia del artista. Lilí, por su parte, había hecho con ayuda de Miss Buteffull, que estaba en el secreto, un marco de piel de Rusia, con flores de realce; y reuniendo ambos su trabajo, quedó completo el regalo; al pie de este, escribió Miss Buteffull con su mejor letra inglesa: «A su querida mamá en el día de su santo»; y lo firmaron ambos niños, Lilí, Paquito.
¡Oh! La obra era magna, había costado mucho y preciso era que los autores se cobrasen, presenciando por completo la alegre sorpresa de su madre… Llegó el ansiado día, y ocultando Lilí bajo su capita de pieles el magnífico regalo, entráronse ambos niños a hurtadillas en el estudio de su madre: allí solía venir ella todos los días antes de almorzar, bastante después de las doce, y era la ocasión más a propósito para darle la sorpresa. En el caballete de Currita, sobre el cuadro mismo que estaba pintando, colocó Paquito con sumo cuidado su obra maestra… Luego, riéndose como ángeles del cielo, con la agitación de las grandes expectaciones, con la candorosa confianza en el más santo de los cariños, corrieron presurosos a ocultarse entre los innumerables cachivaches, debajo de una papelera antigua de acero, ocultos por un gran tapiz, que tenía unas figuras muy largas, muy secas, muy feas: las tres Parcas… Veíase desde allí el caballete, destacándose en medio el monigote, y los dos niños, muy agazapados, muy juntitos, apretándose el uno contra el otro, contemplaban su obra.
—¡Qué bien está! —decía Lilí.
Pasó media hora; Lilí se impacientaba y estiraba las piernas.
—No viene —decía.
—¡Calla, tonta!…
Sonó un ruido; Lilí dio un codazo a su hermano; susurróle al oído:
—¡Ya viene! —Y se encogió mucho, mucho…
Y venía, en efecto; pero no venía sola… Venía con ella el tío Jacobo, hablando de cosas que ellos no entendían, ¡qué fastidio! Deudas que era menester pagar, acreedores que querían cobrarse, una firma que era necesario sorprender a Villamelón al pie de un pagaré por tres veces protestado… Un préstamo, un mero préstamo pagadero al verificarse la Restauración, cuando pudiera él cobrar lo que habían valido ciertos misteriosos papelitos…
Jacobo hablaba con voz desmayada, y animábale Currita, muy alegre, muy satisfecha, diciendo a todo que sí, que no tuviera cuidado… De pronto miró al caballete.
—¿Qué es eso?…
Los niños no respiraban y apretábanse mucho, muy pegaditos, muy pegaditos… Sonó entonces una carcajada.
—¿Has visto?…
Otra risa de hombre, la del tío Jacobo, hizo coro a la primera, oyéndose esta vez:
—¡Valiente majadero!…
Y volvieron a reírse los dos, el tío Jacobo y la madre, con una risa que desconcertó por completo a los niños, porque no era la risa alegre, tierna, agradecida, rebosando amor y ternura de madre que ellos esperaban, sino una risa acre, burlona, desvergonzada, que les recordaba, sin saber por qué, la que usan para insultarse las mujeres malas de la calle…
—¡Qué ocurrencia!… ¡Pobres criaturas!… ¡Y qué feísimo está el babieca!… Mira, parece que tiene dolor de muelas. ¡Qué delicia!…
—Y el chico le coronó de firme…
—¡Pues es verdad!…
Hubo entonces un infame cuchicheo de risas y palabras entrecortadas… Algo cogieron de una mesa, algo pusieron en el retrato, y de nuevo resonaron aquellas carcajadas que hacían daño.
Los niños nada decían; habíanse apartado el uno del otro como si temieran comunicarse sus impresiones, y estaban allí acurrucados, quietos, muy calladitos…, muy calladitos…
Un criado entró en el estudio anunciando que el almuerzo estaba servido, y Jacobo y Currita se fueron a poco sin volver a ocuparse más del regalo de los niños.
Paquito salió el primero: tenía el aire de un chico que ha sentido en una pesadilla un peso enorme, que no ve, ni palpa, ni comprende, pero que le oprime y le anonada y le deja el pecho jadeante. Lilí salió después y se le quedó mirando; los dos se acercaron al retrato.
—¡Uy! —dijo Lilí desolada— ¡Lo que le han puesto!…
Una mano infame había trazado con carbón de diseñar, en los dos ricitos del retrato, la prolongación más sarcástica, el insulto más villano.
El niño se puso muy rojo, luego pálido, muy pálido. Cogió el retrato, escondiólo bajo el gabán y fuese hacia la puerta sin decir palabra. Lilí se puso a llorar; entonces volvió el niño y le dio un besito.
—No llores, tonta…
Él no lloraba; estaba muy serio, con las naricillas pálidas, la boca seca, blancos los labios… Empinó el dedo y dijo mirando a la alfombra:
—Y no digas nada a mademoiselle… ¿Sabes? Nada, nada… Yo me voy a mi cuarto.
Y se fue a su cuarto el inocente, y allí, en aquella soledad en que nadie había de consolarlo, lloró a lágrima viva, lloró a raudales… Porque sentía una pena profunda que le destrozaba el corazón sin comprenderla, como destroza las entrañas sin dar la cara un cáncer oculto; porque sentía una vergüenza, por decirlo así, anónima, que le hacía ocultar el rostro bañado en lágrimas en la blanca almohadita… ¿Y por qué, por qué sentía él aquella vergüenza, si era bueno y amaba a su padre y a su madre, y adoraba a Lilí, y tenía siempre notas de sobresaliente, y le rezaba a Dios todos los días, y también a la Virgen Santísima que estaba allí delante, en un cuadro, con el Niño en los brazos?…
Se serenó un poco. ¡Oh! Qué feliz debió de ser aquel Niño divino con poder llamar a aquella Madre tan pura: ¡Madre!… ¡Madre!…
Muy pocos días después Currita retiró repentinamente a su hijo del colegio de Nuestra Señora del Recuerdo. Contaba ya el niño doce años, y el padre rector manifestó a su padre, un día de visita, que era menester disponerle para recibir la primera Comunión. Currita no estaba delante, y Villamelón se apresuró a aprobar la idea. Quería él, ante todo, que su hijo fuese cristiano.
—Y no crea usted, padre rector, esto me viene de casta. Mi mujer es parienta de san Francisco de Borja y yo lo soy de santa Teresa, y por los Benedetti, de san Francisco de Caracciolo…
¡Ah! Los Villamelón habían sido siempre muy piadosos… Celebraban todos los años una novena a san Roque, abogado de la peste, en Quintanar de Oreja, donde tenían posesiones. El era patrono de la iglesia y tenía facultad para nombrar al párroco. —¿Usted me entiende, padre rector?…
El rector lo entendió muy bien, y confiando en san Francisco Caracciolo, dio otro paso adelante; la fiesta de la primera Comunión había de celebrarse el 19 de marzo, día de san José, y parecía natural, era muy conveniente, sería muy edificante que él, padre del niño, y la señora condesa, su madre, le acompañaran a la Sagrada Mesa. También aceptó Villamelón.
—¡Sí, señor, padre rector, comulgaré con mi hijo!… Mi santa madre lo decía: conviene tener con Dios ciertas atenciones. ¿Usted me entiende?… Y además, esas escenas de familia me conmueven; yo aspiro a una familia patriarcal… Mi madre era una santa; mi mujer es un ángel que se mira en mis ojos y no tiene voluntad propia: Currita, esto; Curra, lo otro, eso hace. ¿Usted me entiende, padre rector?…
El rector, que era escrupuloso, no se atrevió a decir que entendía por miedo de soltar una mentirilla, y Villamelón prosiguió con el aire de un monarca que se brinda a ser padrino de un pordiosero:
—Pues nada, padre rector, comulgaremos los dos con el niño, y yo, no crea usted, vendré de uniforme.
El rector, que cazaba de largo y veía venir las cosas de lejos, prevínole que sería conveniente vinieran ya los dos confesados al colegio, porque los padres de allí andaban siempre faltos de tiempo y quizá les fuera imposible despacharlos.
—Corriente, padre rector, corriente… Yo tengo mi confesor fijo; nunca me he confesado con otro… El padre Pareja, excelente sujeto. ¡Un santo, padre rector, un santo! ¿Usted me entiende?
El padre rector lo entendió tan bien, que estuvo a pique de soltar la risa. El padre Pareja, confesor ordinario del señor marqués, había muerto diez años antes.
Villamelón volvió a su casa muy satisfecho y refirió a Currita el compromiso que había contraído. Ella, con la rápida percepción de su claro entendimiento, comprendió al punto todo lo grave del compromiso, y una idea horrible, la del sacrilegio, cruzó por su mente cual un pájaro siniestro… Mas se detuvo asustada ante ella, porque aun la mala mujer española es rara vez impía; allá, en el fondo de su corazón, cree siempre y teme, y menos aterra el sacrilegio a la falsa devota que a la francamente escandalosa. Su fecunda imaginación ofrecióle al punto otro expediente digno de la superiora de Port-Royal, la mística jansenista Sofía Arnaud.
—¿Pero qué estás diciendo, Fernandito?… ¿Comulgar un niño de doce años?… ¡Qué barbaridad!… Eso es una irreverencia y yo no puedo permitirlo.
Villamelón abrió la boca espantado.
—Pero, mujer, Curra, ¿sabes?… Si el padre rector dice que sí…
—Pues yo digo que no. ¡Nadie comulga en Francia antes de los catorce años… lo menos!
—Pero como estamos en España…
—Mira, Fernandito, vida mía; te he dicho que no hables en ninguna parte… Eso no es cuestión de clima. ¿Te enteras?… De modo que mañana vuelves al colegio y le dices a ese señor rector, de mi parte, que yo no permito que Paquito comulgue sin estar convenientemente preparado… ¡He dicho!
En vano alegó el padre rector que el niño lo estaba de sobra, que aquel rigorismo francés era un resto del jansenismo que las indicaciones de la Iglesia y el celo del clero habían ya hecho desaparecer por completo, y que era una maldad, un verdadero delito, privar por tanto tiempo a un alma inocente del auxilio de un sacramento que obra ex opere operato… Villamelón se encogía de hombros, no comprendiendo bien de qué óperas se trataba; los astutos escrúpulos de Currita no cedían, y sospechando el padre rector la hipócrita hilaza, dijo terminantemente que, de seguir el niño en el colegio, comulgaría el día de san José, sin el permiso de sus padres. Indignóse con esto Currita, y para evitar la horrenda profanación, apresuróse a retirar al niño.
Entonces comenzó el inocente a fijar su candorosa atención en las extrañas escenas que pasaban en su casa. Solo casi siempre el pobre niño escapábase a las caballerizas, donde pasaba la mayor parte del día entre lacayos y mozos de cuadra, escuchando conversaciones que al principio le hacían enrojecer y acabaron por hacerle reír, a medida que se le iba encalleciendo el pudor, especie de epidermis delicadísima que preserva la pureza del alma. El enano don Joselito le divertía mucho, y a él acudía con dudas misteriosas que el malvado pigmeo se apresuraba a resolver, poniéndole de manifiesto secretos tan curiosos como los que descubría a su discípulo el Diablo Cojuelo, el impuro y asqueroso Asmodeo…
El niño iba atando cabos.
Vino entonces a la corte una famosa compañía dramática francesa, y Currita mandó reservar el abono de un palco para que fuesen los niños todas las noches al teatro. Hablaban aquellas criaturas un francés tan chabacano, tan de provincia, que era preciso aprendiesen de viva voz el puro acento parisiense. En aquella escuela de acento y de prosodia siguió el niño atando cabos, y un día, después de una larga conversación con don Joselito, en que el maldito enano tanteó todo lo que podía esperar su codicia de aquel ánimo generoso si conseguía iniciarle de una vez y guiarle más tarde por los laberintos del vicio, el niño ató el último cabo… Desde entonces varió de carácter; había visto más de lo que esperaba ver, y una gran vergüenza clara ya y distinta, y un odio feroz, implacable y reconcentrado, nacieron a la vez en su corazón, impidiéndole aquella levantar los ojos delante del último lacayo, haciéndole este afilar en silencio el puñal de su rencor, para cuando él fuera hombre, para cuando él mandara en su casa…
Su padre le inspiraba desprecio, su madre despego, y sólo seguía adorando a Lilí, único ángel que quedaba ya en la casa. En cuanto a Jacobo, evitaba su presencia en lo posible, y más de una vez sorprendió Currita, con verdadero miedo, en los ojos del niño una mirada de rencor profundo, que relucía entre sus largas pestañas rubias como un acero al salir de la vaina. Dedicóse entonces con ardor a la pintura, y pasaba largas horas pintando en su caballete, teniendo a Lilí sentada a su lado, cual si fuese el ángel de su guarda. Así los sorprendieron aquel día los que para trazar el plan del baile de trajes entraban con Currita, y los niños, resistiendo a la curiosidad, permanecieron en su rincón callados e inmóviles. Mas cuando Celestino Reguera comenzó a formar sobre el tablero maqueado las magníficas piezas del ajedrez, y se puso Jacobo a explicar el pintoresco modo como habían de moverse al jugar la partida las personas que las representaran, Lilí no pudo resistir la tentación y aproximóse al grupo de puntillas, haciendo señas silenciosas a su hermano para que viniese. ¡Era aquello tan bonito!…
El niño se decidió al fin, y levantóse para mirar un momento, con la paleta en una mano y el tiento en la otra. Había crecido mucho, iba ya a cumplir trece años y prometía ser muy lindo de cara, y de cuerpo esbelto a la vez que fornido. Acercóse al grupo, sonriendo a Lilí, y púsose a mirar, empinándose un poco, por detrás de su madre y al lado mismo de Jacobo. De repente, en el calor de su explicación, hizo este un brusco movimiento con el brazo y pegó en la paleta del niño; desprendiósele esta con fuerza de la mano, y fue a caer sobre la manga izquierda de Jacobo, manchándosela toda de pintura. El muchacho retrocedió un paso, poniéndose lívido.
Volvióse Jacobo colérico, soltando impaciente una sucia palabrota, con esa obscena grosería que se oculta con frecuencia bajo las pulidas formas sociales de ciertos hombres y brota espontáneamente en cuanto la excita la ira o la impulsa una confianza sin decoro. El chico, al oírla, miró iracundo a su madre y a Jacobo, haciendo un gesto amenazador, en que se veía palpitar el hombre bajo la frágil envoltura del niño.
—¿Qué? —gritó Jacobo desafiándole—. Nadie te ha llamado aquí… ¡Vete!
Inyectáronse en sangre los ojos del niño, y dio tan fuerte golpe con el tiento, que lo rompió en dos pedazos.
—¡No me da la gana! —gritó.
Jacobo hizo ademán de lanzarse a él, mas Currita le detuvo asustada… El niño, ronca la voz por la ira, breve y cortada como la de un calenturiento, volvió a gritar:
—¡No me da la gana!… ¡Vete de aquí!… ¡Aquí no mandas tú!… ¡Esta no es tu casa!…
Y se detuvo jadeante, sin voz, en medio de un silencio siniestro, parecido al que reina en la tempestad entre ráfaga y ráfaga… Jacobo habíase vuelto con los puños apretados, tartamudeando entre sus labios blancos de ira:
—Está pidiendo un cachete…
No terminó la frase: con la fuerza y prontitud que caracterizan al león en su ataque, con la sanguinaria avidez con que el cachorro de un tigre se arroja sobre su primera presa, lanzóse el niño a Jacobo, clavándole las uñas en la garganta, dándole cabezadas en el rostro, pateándole todo el cuerpo con las robustas piernecillas, que parecían tener músculos de acero. Sorprendido Jacobo, rechazó el brusco ataque, separando al niño con un poderoso esfuerzo de sus nervudos brazos, y arrojólo lejos de sí, cual si fuese un saco de arena, a cuatro pasos de distancia; su cabeza fue a chocar contra un enorme jarrón japonés, de bronce antiguo, que despidió un sonido metálico.
Con los ojos dilatados de terror, púsose Lilí a su lado de un salto y levantó entre sus manos la lívida cabecita. Celestino le cogió en sus brazos y llevóselo apresuradamente fuera de la estancia.
Quedó Lilí arrodillada en la alfombra, mostrando a su madre sus manitas ensangrentadas, tartamudeando con la opaca vibración de un terror sin medida:
—¡Sangre!… Mamá… ¡Sangre!…