VI

L tío Frasquito no podía ya con las piernas, y esforzábase en vano por discurrir algo parecido a la hazaña de Churruca en Trafalgar, cuando privado también de una de las suyas por una bala de cañón, siguió mandando el combate desde el puente del navío metido en un tonel de afrecho.

¡Oh!… ¡Si aquello le hubiese sucedido a él veinte años antes, cuando en un solo día hizo sesenta y nueve visitas para anunciar el primero aquel famoso casamiento que alistaba en el número de sus sobrinos a Luisito Bonaparte, el conde consorte de Teba!

Y lo peor del caso era que cuando, a las cuatro de la tarde, volvió al Gran Hôtel rendido y desalentado por no haber podido enseñar más que a las dos terceras partes de la colonia española la babucha apócrifa de la cadina, encontróse con que la trágica historia tenía una segunda parte, interesantísima también, pero pía, devota, sentimental, romántica, en que cabía a su persona no sólo el papel del cronista, sino el de agente poderoso, de intercesor eficacísimo, de ama de llaves de la Providencia, que hubiera dicho Diógenes, en el bello final de aquel drama que comenzaba su acción en las barbas del Sultán e iba a terminarse bajo el manteo del padre Cifuentes. Acordóse el tío Frasquito de Matilde y Malek-Adhel, y se sintió enternecido; la emoción le produjo un golpe de tos violentísimo, que fue necesario calmar con tres caramelos de malvavisco.

Porque Jacobo había acudido a él de nuevo en demanda de auxilio y abiértole su corazón hasta lo más recóndito. Era singular lo que por él pasaba, y en vano había intentado explicárselo. La noche antes daba vueltas en el lecho, inquieto y desvelado, viendo desfilar en su memoria los treinta y tres años de su vida cargados de placeres, de aventuras, azares sin mañana, flores sin raíces, gozos sin recuerdo, locuras sin felicidad que le causaban entonces en el ánimo la impresión de repugnancia que causa al estómago ahíto e indigestado el recuerdo de manjares sustanciosos.

El tío Frasquito le escuchaba atento y boquiabierto, creyendo ver apuntar en el corazón apasionado de Malek-Adhel aquellos alborotos misteriosos que trocaron los de Rancés y Mañara… Mas de repente, dejando Jacobo el tono sentimental de su perorata, preguntóle en prosa llana dónde andaba a la sazón su mujer Elvira.

El tío Frasquito hizo una mueca de disgusto, como si viera trocar a Malek-Adhel el blanco turbante por el sombrero de copa alta, o le hicieran saltar de una página de Madame Cottin a otra de la Guía de forasteros.

—¿Elvirrra? —contestó—. Pues no sé, perrro debe de estar en Biarrriz… Ayerrr dijo la López Morrreno que la había visto.

Quedóse Jacobo mudo y pensativo por un momento, y el tío Frasquito, reventando de curiosidad, se apresuró a añadir muy atento y oficioso:

—Perrro si quierrres noticias cierrtas, yo conozco a una persona que puede dármelas.

—¿Quién?…

—El padre Cifuentes.

—¡Hombre!… ¿Conoces tú al padre Cifuentes?…

—¡Ya lo crreo! Si es mi sobrino: hermano de madrrre de la Vegallana… Es hijo de Tonino Cifuentes, que fue subsecretario de Estado en tiempo de Iztúrrriz, y entró en la Compañía, cuando…

—¿Pero está también en Biarritz?

—No: está aquí en Parrrís; en la rrue de Sévres… Desde el 68 no ha estado en España sino de paso.

Y con cierto delicado recelo, añadió tímidamente:

—¿Quierrres que lo vea?…

—No… Quiero verlo yo mismo.

El tío Frasquito brincó otra vez emocionado, viendo ya a Malek-Adhel fundando, como Rancés, una Trapa, o un hospital como don Miguel de Mañara… ¡Todo, todo iba saliendo lo mismo, igual, idéntico que en la Favorita!… Fernando, la bella del Re, fray Baltasar… Faltaba tan sólo el convento, y ansioso él de poner la primera piedra, se apresuró a decir:

—Pues te llevarrré cuando quierrras.

—Mañana mismo.

—Conformes.

Cauto, sin embargo, el tío Frasquito, y deseando prevenir en el ánimo del novicio las deficiencias que pudiera tener en su papel de fray Baltasar el padre Cifuentes, apresuróse a decirle que era este un cuitadito, un infeliz sin pizca alguna de mundo, que hablaba oportune et importune del infierno, pintando unos diablos feotes y groseros que en nada se parecían a los diablillos correctos, perfumados, elegantes, que se figuraba el tío Frasquito de frac y corbata blanca, pelo rizado, gardenia en el ojal, monóculo en el ojo izquierdo y un lazo de color de fuego en la punta del rabo.

—Porrque mirrra, la verrrdad —prosiguió con aire de íntima confianza—. Yo soy muy católico, muy creyente, perrro lo que es el clerrro, deja mucho que desearr en todas parrtes… No se encuentra un sacerrdote que nos conozca bien, que sepa amoldarrse a nuestro modo de serr, al modo de sentirr de las gentes de nuestrrro círrculo… El mismo padre Cifuentes, el otro día, en el entierrro del general Tercena, me dio la tarrde, hijo, me dio la tarrde… empeñado en convencerrme de que yo me había de morrrirr también, y que era menester preparrrarrse y pensarr en lo eterrno… En fin, hijo, me angustió, ¡me angustió de verrras!… Y cuando lo de Pepita Abando, ¿tú no sabes?… Estuvo atrroz, atrroz, crruelísimo… Una muchacha tan buena, tan elegante, tan carrritativa, que nunca tuvo más pasión que Pablo Verrra, y todo Madrid lo sabía y lo sancionaba, y hasta su mismo marrrido se hacia cargo… Pues nada, hijo, el padrre Cifuentes no se lo hizo: se puso malo Pablitos, y Pepita, ¡clarrro está!, atrropelló porr todo, y se instaló a su cabecerrra. Avisarrron al padre Cifuentes, y este contestó que no podía entrarr en aquella casa sin que Pepita salierrra prrimerro… ¡Figúrrrate tú qué exigencia!… Ella se negó, porr supuesto, y Pablitos también, y porr más vueltas que dierrron parrra convencerr al santo varrrón de que errra una crueldad separrrarlos, y que todo el mundo le crriticarrría a ella abandonarrlo en la última horrra, nada, nada, nada… Têtu, como un arrragonés: se metió las manos en las mangas y dijo que no, que no y que no, y lo dejó morrrirr como un perrro. Y eso que iban ya a pedirr la bendición a Su Santidad y todo, todo…

—Te advierto esto —prosiguió el tío Frasquito, empinando el dedo— porrque si piensas consultarrle alguna… vocación o confesarrte…

—¿Confesarme yo? —exclamó muy ofendido Jacobo—. ¿De dónde sacas tú eso?

—Como decías que deseabas hablarle…

—¿No es el padre Cifuentes el confesor y el director íntimo de mi mujer?…

—Sí, porr cierrto…

—Pues lo que yo quiero exigir de él es que obligue a Elvira a acceder a mis pretensiones.

—¿Perrro cuáles son tus pretensiones, Jacobito? —preguntó el tío Frasquito muy alarmado.

—Una muy sencilla y muy cristiana… Reunirme con mi mujer y olvidar todo lo pasado.

—¡Aaah…, yaaa! —exclamó el tío Frasquito estupefacto y desolado, al ver que la Trapa se quedaba sin fundar, y el hospital sin concluir, y el novicio sin tomar el hábito.

Y rabiosillo y enfurruñado de que la leyenda de Malek-Adhel tuviera el ramplón desenlace de cualquiera comedia moratinesca, dejóse llevar de su espíritu de chismografía hermafrodita, diciendo:

—Perrro ¿has meditado bien tus pretensiones?

—¿Je parecen acaso imposibles?…

—Hombrre, imposibles no… ¿Perrro sabes tú la vida que Elvirrra hace?

—Justamente iba a preguntártelo.

El tío Frasquito hizo dos o tres visajes remilgados de ¡reviento si no lo digo!, y contestó titubeando:

—Hombrrre, te dirrré… La cosa es pública… perrro yo no sé si debo…

—¿Pues no has de deber, tío Frasquito? —exclamó Jacobo violento y azorado—. Yo tengo el derecho de preguntar, y tú, si eres mi amigo, tienes el deber de responderme.

—¡Ya lo crreo que soy tu amigo, Jacobito! ¿Lo dudas?… Y lo fui de tu padrre, y de tu abuelo… Quierrro decirr… a tu abuelo lo conocí siendo yo una criaturrra… Perrro hay ciertas cosas…

—¿Pero qué cosas?… ¡Dilas, hombre, dilas!…

—Pues mirrra, Jacobo, la verdad… Tu mujerr ha dado mucho que hablarr en todas partes…

—¿De veras?…

—Lo que oyes: siento mucho decírtelo, perrro es muy cierrrto… Está déclassée, hijo, déclassée por completo. Todo Madrid le ha dado de lado, y sólo se trata con mi sobrina Villasis, ¡otra que tal!… Perrro siquierrra esta es mujerr de arranque, y gasta y hace ruido…

—¿Pero qué es lo que hace Elvira?…

—¡Horrrorrrres, Jacobito, horrrorrrres!… Empieza porque desde que se separrró de ti, no se la ha vuelto a verr en ninguna parrte: ni en un teatro, ni en un baile, ni en la Castellana, ni siquierrra un domingo en casa de Montijo… Dicen que está fanatizada… Carmen Tagle tuvo una doncella que había estado en su casa ¡y contaba unas cosas!… Siempre detrás de los criados, porrque hoy errra día de ayuno, y mañana de Misa, y al otro día de vigilia… En fin, insufrible; ninguno le paraba… ¡Y ella, unas rridiculeces!… Decían que dorrmía sobre una tarrrima, y ayunaba a pan y agua, y a ejemplo de no sé qué varrrón piadoso, se disciplinaba con un gato[11].

—¡Qué atrocidad!… ¿Con un gato?… ¡Pero eso es imposible!…

—Pues, hijo, así lo asegurrraban… no te puedes figurrarr lo que nos rreímos una noche en casa de Carmen Tagle, discutiendo el asunto… Algunos pensaban que el gato estarrría muerrto; lo que es así, también yo me disciplinaba… Lo mismo podía hacerrse con un plumerrro…

Jacobo pareció tranquilizarse por completo al oír los horrrorrrres que el tío Frasquito le relataba, y cortóle el hilo del discurso, diciendo:

—¡Bah!… Si no es más que eso, de mi cuenta corre desfanatizarla.

El tío Frasquito iba a replicar muy disgustado, pero Jacobo le atajó la palabra, preguntándole:

—¿Y cómo vive Elvira?… ¿Gasta mucho?…

—¡Ca!… Si parrrece la viuda de un cesante… Está seca, desgavilada; ella, que tenía un cuerpo tan airrroso, tan elegante… En fin, hijo, un día la vi en casa de mi sobrina Villasis, y me parrreció hasta sucia… Como si parrra serr santa se necesitarrra serr puerrca, cuando el aseo es una virrtud que se ejerrcita con agua fresca y un estropajo… De la casa no te digo nada, porrque no la he visto: tres veces estuve allí porr currriosidad, y no me rrrecibió ninguna. Perrro vive en un principal muy modestito, allá, junto a las Carbonerrras…

—Eso no es extraño; la pobre debe andar mal de cuartos.

—¡Ca!, no lo creas… ¿Perrro tú no sabes?… Si está rrica; como que ganó el pleito con la Monterrrubio y debe de tenerr de quince a veinte mil durrros de rrrenta.

—¡Hombre!… ¡Lo siento! —exclamó Jacobo muy pesaroso.

—¿De verrras?

—Y tan de veras… Porque siendo ella más rica que yo, no faltarán malas lenguas que atribuyan al interés mi vuelta a su lado…

—¡Oh, no, no, Jacobito, porr Dios! ¡Porr Dios, Jacobito!… ¡Quien piense eso…, no te conoce!

—En fin, ya lo veremos… Lo que importa ahora es que yo me entienda con el padre Cifuentes.

—Pues si te parrrece, mañana irrremos.

—Sin falta.

El tío Frasquito, resignado con el giro clásico que tomaba la leyenda, convino con Jacobo la hora en que habían de hacer al otro día la trascendental visita, porque el arrepentido esposo quería marchar a Biarritz cuanto antes.

Despidiéronse al cabo protector y protegido, y aquel, para lanzar al público sin pérdida de tiempo la noticia, corrió a ponerse, desde luego, de punta en blanco para sus nocturnas correrías, y bajar de seguida a la terraza del hotel, donde toda la colonia española esperaba, como siempre, la llegada del correo.

Pero ni la incertidumbre de nuevas desdichas en la madre patria, ni los mil chismes que por la patria adoptiva corrían, lograron apartar la conversación general de la novelesca historia de la cadina, cuya apócrifa babucha habían contemplado todos, después de algunas prudentes precauciones que, para la mise en scène, juzgo indispensable el tío Frasquito. Porque temeroso este de que algún ánimo suspicaz pusiese en duda lo auténtico de la presea, apresuróse antes de presentarla a la veneración pública a frotar la suela sobre el pavimento, a fin de que apareciese usada, y a desvirtuar con ricas esencias aquel importuno hedor a zapato nuevo que la noche antes había despertado en sus narices dudas tan peligrosas.

La duquesa de Bara no había encontrado todavía ocasión oportuna de hacer el análisis crítico de la solemnidad religioso-política a que había asistido horas antes, y hasta la señora de López Moreno, reina destronada de Matapuerca, habíase olvidado por un momento de la honra insigne que al día siguiente la aguardaba. La duquesa le había anunciado que su majestad la reina se dignaba recibirla, y a renglón seguido, como quien no quiere la cosa, habíale pedido prórroga para el pago de aquellos piquillos que hacía varios años le adeudaba.

—¡Pues no faltaba más!… ¡Lo que usted quiera! —había contestado la generosa acreedora.

Y a renglón seguido también, y como quien no quiere la cosa, había plantado esta estaquita matrimonial, con sonrisa indagatoria:

—Lucy y Gonzalito (primogénito de la duquesa), encantados de verse juntos… ¡Qué pareja tan mona hacen!… Hoy se han ido al Skating-Rink, porque Gonzalo está enseñando a patinar a Lucy…

La duquesa pescó al vuelo la indirecta, y contestó tan sólo con una sonrisa que encubría este pensamiento:

—¡Estás fresca!… ¡Cualquier día te cobras, endosándome a la niña por nuera!… ¡Una duquesa de Bara, née López Moreno! ¡Dios nos asista!

Currita, por su parte, guardaba aquella tarde un solemne silencio, hijo de una rabieta de dos mil demontres que le bailaba por dentro. Jacobo había desairado su almuerzo con el frívolo pretexto de que necesitaba descansar del viaje, y ella había descargado su ira sobre el indefenso Villamelón, que sentado a su espalda, en actitud pensadora, se consolaba de los rigores de su esposa pensando en las musarañas y distrayendo su imaginación con vivos recuerdos de su visita a los antropófagos.

Leopoldina Pastor alborotada por ciento, proponiéndose referir a Octavio Feuillet la historia de la cadina para que escribiese un cuento original, y lamentándose de que Jacobo Sabadell no apareciese por ninguna parte, aguardándole todos tan impacientes para tributarle el justo homenaje de admiración que su novelesca aventura les inspiraba, tan distinto del frío recibimiento con que le habían acogido la víspera.

Apareció entonces el tío Frasquito, vestido ya de gran gala, cargado de perfumes y de noticias, que, como las burbujas al hervor del agua, anunciaba en su rostro una significativa y prolongada sonrisa. La inesperada resolución de Jacobo causó en el auditorio sensación profunda, y cuando el tío Frasquito anunció que el héroe pensaba marchar a Biarritz quizá al día siguiente, dos personas, Diógenes y Currita, no pudieron contenerse… Levantóse el primero y fuese derecho al tío Frasquito como si quisiera pegarle, y la segunda, sin que denunciase su violenta ira más que una extraña vibración en su dulce vocecita, comenzó a vomitar injurias y vituperios contra la marquesa de Sabadell, su muy amada prima, con gran pasmo de Villamelón, que recordaba todavía el sermoncito sobre el amor de la familia que había escuchado aquella mañana.

La grey femenil hizo coro a los vituperios de Currita, y todos convinieron en que la marquesa de Sabadell era una intriganta, una beata hipocritona, una mala esposa que, habiendo campado por su respeto diez años entre curas y monaguillos, quería ahora oscurecer al pobre Jacobo bajo la tutela del padre Cifuentes, y que era caso de conciencia y obligación imprescindible de todo fiel cristiano arrancar a la pícara el antifaz y advertir al cándido muchacho el lazo que le tendían.

Diógenes, que, a mitad del camino pareció hacer de repente al tío Frasquito gracia de la vida, arremetió briosamente contra la hueste femenina, diciendo que era maldición de gitanos: «¡en lengua de hembras te veas!»; que quien dijo mujer, dijo demonio, y que de tan mala ralea era la casta, que todos, todos los bichos, hasta las chinches, ¡polaina!, eran mujeres…

Riéronse mucho todas las presentes de la ocurrencia de Diógenes, y este, más que por darles placer, por machacarles las liendres, contóles entonces que Dios no había formado a nuestra madre Eva de la costilla de Adán, sino del rabo de una mona[12]… Porque aunque este fue su primer intento, y tenía ya la costilla en la mano para formar de ella a la que había de ser causa de tantas desdichas, una mona que le miraba hacer atentamente, arrebatóle de repente el hueso y echó a correr para esconderlo en su madriguera. Quiso el Señor perseguirla y alcanzóla por el rabo; mas tan fuerte tiró la mona, que el rabo se le arrancó, quedándosele al Señor en la mano. Encogióse entonces de hombros y dijo:

—Para lo que voy a hacer, lo mismo da…

Y de aquel extraño utensilio formó a la madre del linaje humano.

Alborotáronse las damas con el cuento de Diógenes y Currita, pesarosa de haber dejado escapar en la explosión de ira algo que la convenía tener muy guardado, apresuróse a seguir la broma, diciendo:

—Pues mira, Diógenes, quizá tenga algo de verdad tu historia, porque a mí me contaron con respecto a la formación del hombre otra muy parecida. Dicen que Dios había criado ya a todos los animales; pero le faltaba todavía crear al hombre; era ya muy tarde y estaba cansado. Entonces, por ahorrarse tiempo y trabajo, cogió al primer animalillo que encontró a mano y le dijo:

—Mira, habla tú —y quedó formado el hombre.

Y al decir Currita: «Habla tú», dio un golpecito con la punta de su abanico en el hombro del marqués de Villamelón, su caro esposo. Este interpretó la seña como una muestra de reconciliación, y sonrió satisfecho, dulce y placentero, mientras Currita, inclinándose a su oído, le dijo muy bajo:

—Mira, Fernandito…, me parece natural que vayas a ver si ha descansado Jacobo, y que le convides a comer… Dile que le espero sin falta, porque tengo que hablarle de cosas que le interesan.

Anunciaron en aquel momento la llegada del correo y Diógenes aprovechó la confusión natural que esto produjo para acercarse al tío Frasquito y cogerle sin miramiento alguno por la abierta solapa de su rico gabán de pieles, que dejaba al descubierto una pechera inmaculada, en cuyo centro relucía, bajo la corbata blanca, una bellísima turquesa, celeste como el cielo.

Azoróse el tío Frasquito al verse solo y sin defensa en las garras de Diógenes, y procuró encubrir sus temores, acogiéndole humilde, sonriente, cariñoso, llamándole Perriquito, y ofreciéndole ricos cigarros que él no fumaba nunca, pero llevaba siempre a prevención para casos apurados. Mas Diógenes, fijando en él sus ojos abotagados por el ron y la ginebra, con el maléfico influjo de la serpiente que magnetiza al incauto pajarillo, le preguntó con muy malos modos después de un imperioso «¡oye, Frasquita!», si era cierto que andaba en compadrazgo con Jacobito.

¡Él, con Jacobito!… ¡Jesús!… Pues si justamente era Jacobo una persona que le estaba reventando desde su cuarto y que sin saber por qué se le había indigestado… Verdad era que le había pedido una recomendación para su sobrino el padre Cifuentes, y él —claro está—, por salir del compromiso, le había ofrecido una tarjeta; ¿pero en qué cabeza podía caber que fuera él a acompañarle, ni a mezclarse en asuntos de familia, ni a meterse en tripotages de mala ley con un loco semejante?…

Y mientras esto decía el tío Frasquito, iba poco a poco escurriendo, escurriendo su solapa de manos de Diógenes, hasta que, libre al fin, abrochóse prontamente el gabán hasta la barba, para poner a cubierto su nívea pechera de cualquier acometida de Diógenes. Este, dejándole hacer, tornó a preguntarle:

—¿Y cuándo se va Jacobo a Biarritz?…

—Mañana por la noche…

Y con ademán misterioso y tono de íntima confianza, añadió:

—Porr supuesto, que Jacobo sólo va allí al olorrcillo de los millones de la Monterrrubio, que disfruta hoy Elvirrra… ¿Y qué harrrá ella?… Porque no cabe en cabeza humana que una muchacha tan buena, tan santita, quierrra hacerr de nuevo ménage con ese Poncio Pilatos…

Diógenes le volvió la espalda sin preguntarle nada más, y el tío Frasquito, gozoso de verse libre al solo precio de hacer traición a su amigo, corrió a noticiar a Currita que Diógenes tomaba partido por la Sabadell, y a lamentarse con la de Bara de que la policía correccional no pusiera coto, ni en España, ni en Francia, a los desafueros de aquel cínico viejo.

Este había salido de la terraza por el salón de lectura, y entrando en un gabinete, cogió pluma y papel, y con letra inverosímil, púsose a escribir esta carta:

«Mi querida María…».

Aquí se atascó Diógenes, y rascándose la nariz con el cabo de la pluma, quedóse perplejo, hasta que añadió por fin al encabezamiento esta reverente coleta:

«… muy respetada: Mañana sale de aquí para esa el perillán de Jacobito Sabadell, que lleva las de Caín, pues trata nada menos que de intentar una reconciliación con su pobre mujer Elvira. Anda huido de Constantinopla, donde ha hecho no sé qué atrocidades, y por lo visto ha olido que Elvira tiene dinero y quiere ahorrarle el trabajo de guardarlo. Mañana, antes de salir, tendrá una conferencia con el padre Cifuentes, que Francesca di Rimini le servirá de tercero…».

Aquí notó Diógenes que la concordancia era vizcaína, y añadió:

«… o de tercera. Te advierto todo esto por si puedes hacer algo por esa pobrecita, que será capaz de entregarse atada de pies y manos al bribón de su marido, si no hay alguien que la aconseje. Si sirvo yo para algo, incluso para romperle un esternón a Jacobito…».

De nuevo se detuvo Diógenes dudoso, por no saber a punto fijo si Jacobo podía tener uno o más esternones, y dispuesto sin duda a romperle cuantos tener pudiera, prosiguió al cabo:

«… avísame y ahí me tienes. Yo sigo tan campante con mis sesenta y dos a cuestas, caminito, caminito de esa cama del hospital que tantas veces me has pronosticado. ¿Llegará en el sesenta y tres?».

Y dando con esta pregunta por terminada la carta, firmóla como Antonio Pérez las suyas a milady Richs:

«Perro desollado de vuestra señoría, Diógenes».

«P. D.— Un beso a Monina».

Y aquí se detuvo otra vez perplejo, meneó lentamente la gran cabezota, y su rostro granujiento tomó una expresión indefinible de ternura y de tristeza.

Aquella Monina, bellísima criatura de cuatro años, ídolo de su corazón por un fenómeno semejante al que hace a los grandes perrazos encariñarse con los niños, que le tiraba de las patillas y le hacía andar a cuatro pies, guiándole ella por una oreja, había rechazado un día un beso de sus aguardentosos labios, diciéndole con infantil repugnancia:

—¡No…, que apesta!…

Y Diógenes, el cínico Diógenes, que se burlaba de la opinión del mundo entero y hacía gala de revolcarse en los más inmundos lodazales, sintió, ante la repugnancia de aquel ángel, que una gran vergüenza invadía su corazón y subía hasta su frente, tiñéndola de carmín, y asomaba a sus ojos llenándolos de lágrimas… Por tres días enteros estuvo sin beber una copa; al cuarto, rindióle el vicio otra vez; mas jamás volvió a besar a la niña.

Y entonces, a tan gran distancia del bello angelito, creyó faltar a su propósito escribiendo en aquella postdata la palabra beso, y borrándola con grandes tachaduras, puso en su lugar: «A Monina, que le llevaré un muñeco que dice papá y mamá». Después escribió en el sobre:

Mme. LA MARQUISE DE VILLASIS

Villa María.

Biarritz.