IV
E malísimo humor volvió aquella noche al Grand Hôtel el tío Frasquito: había aguantado dos horas el aristocrático aburrimiento del Círculo de la Unión, sancta sanctorum del Faubourg Saint-Germain masculino, en que tan escasos profanos logran entrada franca, y es, por lo mismo, objeto codiciado por todos los vanidosos ilustres. Siempre la gallina del vecino nos parece una pava, y bostezar en compañía de los Montmorency y los Rohan no deja de tener cierto encanto, aun para los que suelen unir sus bostezos a los de los Osunas y los Medinacelis.
Solía quejarse el tío Frasquito con harta frecuencia de dolor de muelas, y aprovechaba esta ocasión para desplegar toda la boca con gesto doloroso, poniendo de manifiesto una magnífica dentadura, limpia, igual y blanca, como las teclas de un piano que le había costado diez mil francos en casa de Ernest, famoso dentista de Napoleón III.
Lamentábase entonces de sufrir dolores tan acerbos con una dentadura tan sana, y guardábase muy bien de añadir que radicaban estos en cierta muela rezagada, única propia, existente allá en los confines de sus encías, como una piedra miliaria en mitad de un desierto.
La impresión del frío prodújole a la salida del Círculo una ligera punzada en la muela fósil, y apretó el paso sobresaltado para llegar pronto al hotel y tomar buchadas de elixir que le librasen de una noche toledana. En mitad de la escalera miró a todas partes con grandes precauciones, y no descubriendo alma viviente que sorprendiera su secreto, sacóse prontamente la dentadura y envolvióla en el pañuelo: eso le aliviaba mucho, y le desfiguraba tanto, que parecía entonces su fisonomía una burlesca caricatura de sí misma.
El tío Frasquito tenía su habitación en el piso cuarto, y al llegar al segundo, notó con sobresalto que alguien le seguía por la escalera… Apretó el paso azorado, y mirando por el rabillo del ojo, descubrió al marqués de Sabadell que subía de dos en dos los escalones, para alcanzarle sin duda. ¡Santo Dios, y qué apuro tan grande!
Zambulló la cara hasta las cejas en el gran cuello de pieles, guardóse prontamente en el bolsillo la dentadura y apretó a correr hasta llegar sin resuello a la puerta del aposento.
¡Perrrverrsa suerrte!
Sabadell le seguía sin descanso, y deteníase al fin a la puerta del cuarto vecino sin osar acercársele, pero mirándole de hito en hito, extrañado, atento, receloso…
—¡Se tragó la parrtida! —pensó el tío Frasquito—. Mañana sabe todo Parrrís que no tengo dientes.
Y afligido con esta idea, entróse atropelladamente en su cuarto, encendió la luz y corrió a asegurar la puertecilla de comunicación por la parte de dentro, temeroso de que el importuno vecino acechase sus secretos.
Este parecía, en efecto, abrigar intenciones perversas, porque el tío Frasquito percibía claramente del otro lado del tabique ruidos extraños que le desasosegaban, poniéndole nervioso; la puertecilla, sin embargo, no tenía rendija alguna traidora que diera paso a una mirada, y esto lo tranquilizó algún tanto.
Tomó sus buchadas de elixir, desaparecióle por completo el dolor de muelas y púsose a limpiar la dentadura, frotándola con un cepillo de mango atornillado de plata, que producía al chocar contra el cristal o el mármol del lavabo sonidos metálicos.
Hecha esta operación, comenzó el tío Frasquito a desprenderse de sus accesorios componentes para meterse en la cama; mas antes, en puntillas y ya en mangas de camisa, hizo un tercer viaje de exploración a la puertecilla sospechosa; el vecino parecía tranquilo y el tío Frasquito emprendió el viaje de vuelta, dando largas y sigilosas zancadas, y tarareando muy bajo, con pueril satisfacción, aquello de Las Hijas de Eva:
Tranquila está la venta,
No se oye ni un mosquito…
Quitóse con grandes precauciones la perfumada peluca y calóse prontamente un gorro de dormir de forma piramidal, terminado en una borlita: un sencillo y majestuoso casque à mèche, de aquellos que recomendaba Jerónimo Paturot a sus parroquianos por usarlos así monsieur Víctor Hugo. Sabido es que el bonnet de nuit es entre los franceses una veneranda institución social que nivela todas las cabezas, como las niveló en otro tiempo la cuchilla de la guillotina. Felipe Augusto y el último de los albigentes aparecían tan iguales a la sombra del primero, como Robespierre y Luis XVI aparecieron siglos después bajo el filo de la segunda.
Media hora larga tardó el tío Frasquito en desarmarse de todo, y cuando envuelto en su largo camisón se dejó caer en la cama, Hubiérase dicho que el tío Frasquito que se acostaba era la raíz cúbica del tío Frasquito que, rellenado y compuesto, se exhibía por todas partes.
A la luz de la palmatoria que sobre la mesilla de noche ardía púsose a leer, según su costumbre, una novela del vizconde d'Arlincourt, para conciliar el sueño. Gustábale el género romántico, y pasábansele a veces las noches de claro en claro, cual si tuviese quince años, compadeciendo los dolores de alguna Clarisa o participando de las ternezas de algún Adolfo. La primera cabezada del sueño hízole dar con las narices en la mesilla de noche, y el libro rodó por el suelo: inclinóse, sin embargo, a recogerlo, porque el capítulo era interesante y quería terminarlo.
A poco, un fuerte olor a trapo quemado llegó a sus narices, haciéndole incorporarse con sobresalto, temiendo los riesgos de un incendio. Miró a todas partes; nada se descubría por ningún lado que denunciase el voraz elemento, y, sin embargo, el tufillo o trapo quemado seguía dándole en las narices con progresiva persistencia.
Asomó la cabeza fuera de las cortinas del lecho, miró bajo la almohada, entre las mantas, en la fosforera de porcelana que sobre la mesilla tenía… ¡Nada, nada! Quizá había caído alguna prenda de vestir en la chimenea: algún calcetín, algún pañuelo…
El tío Frasquito saltó fuera de la cama y corrió allí muy alarmado… ¡Tampoco!… El fuego ardía en la chimenea moderadamente, y la espesa grille metálica que la cerraba no permitía el paso a ninguna brasa.
—¡Cosa más singularr!…
¿Sería quizá en el cuarto vecino, o en el corredor de entrada, o tal vez en el bulevar, algún incendio formidable que hiciera penetrar a través de las maderas sus inflamados miasmas? El tío Frasquito corrió primero a la puerta de entrada, a la de comunicación luego, y a la ventana por último, sin encontrar rastro alguno de incendio, con las narices abiertas, olfateando siempre y percibiendo, mientras más se movía de una parte a otra, el alarmante tufo más marcado.
—Perrro, señorr, ¿qué se quema?… ¡Si esto parrrece cosa de magia! —pensaba el tío Frasquito, en camisa, en mitad del aposento, con los brazos cruzados, el cuello tendido, y dirigiendo a los cuatro ángulos sus narices dilatadas y sus ojos muy abiertos.
Parecióle entonces sentir un calorcillo alarmante en lo alto de la cabeza, y miró al techo… ¡Nada tampoco!… Volvióse rápidamente, y un grito de espanto se escapó de sus labios al verse frente a frente de un espejo… En él se reflejaba su estrafalaria figura, cubierta por el largo camisón y coronada por el gorro de dormir, en cuya punta brillaba una rojiza llamita… ¡Cielo divino, allí estaba el incendio!
El miedo no raciocina nunca, y el que sintió el tío Frasquito impidióle comprender que la borlita del gorro se había inflamado en la palmatoria al inclinarse para recoger en el suelo el malhadado libro… Perdió, pues, del todo la cabeza el pobre viejo, lanzóse al timbre eléctrico, corrió luego a la puerta pidiendo socorro, y aporreando después la de Jacobo, gritó de nuevo:
—Au secours!… Au secours!…
Abrióse entonces violentamente la puertecilla y apareció en ella Jacobo, revólver en mano… Imposible era reconocer al tío Frasquito en aquel esperpento, y Jacobo no vino en la cuenta de quién era hasta que tendiendo el fantasma hacia él los brazos abiertos, gritó angustiado:
—¡Jacobo!… ¡Jacobo!…
Este, sin comprender nada todavía, diole por primera providencia un gran sopapo en la cabeza, y el gorro inflamado rodó por el suelo, dejando al descubierto una calavera monda y lironda, blanca y reluciente como un melón invernizo.
Fue todo aquello una grotesca escena de sainete, acaecida en un segundo, y, sin embargo, aquella pequeña y ridícula trivialidad de la vida decidió para siempre de la suerte de Jacobo…
El criado de servicio en aquel departamento llamaba, atraído por el timbre, a la puerta del cuarto; comprendió entonces el tío Frasquito lo ridículo de la situación, y cada vez más angustiado, calóse prontamente una gorra de pelo, envolvióse en un abrigo de pieles, púsose la dentadura y refugióse en el aposento de Jacobo, diciéndole a este medio lloroso y suplicante:
—¡Contesta tú, Jacobito!… ¡Que no me vean!…
Entonces, de repente, entre la espesa bruma de temores y perplejidades que envolvía la mente de Jacobo como una cerrazón del océano, paralizando su natural audacia, brotó un punto luminoso… El tío Frasquito era rico, influyente, tenía entrada en todas partes, y aquella ridícula aventura le ponía en su poder atado de pies y manos, dadas las femeniles manías del presumido viejo. Las torcidas líneas de su plan comenzaron al punto a enderezarse, y una idea germinó al fin en su mente, vaga todavía e indecisa, pero visible ya, como el capullo del gusano de seda a través de su sedosa borra.
Despidió al criado, disculpando al tío Frasquito con una alarma infundada, apagó el gorro, todavía inflamado, en la jofaina llena de agua, abrió un poco la ventana para renovar el aire y volvió presuroso a su cuarto, donde el tío Frasquito le aguardaba.
Este, sosegado ya y tranquilo, hallábase arrellanado en la poltrona, al calor del fuego; cuando entró Jacobo, examinaba atentamente, con aire de aficionado, los tres sellos de lacre arrancados a los cartapacios por el masón traidor y olvidados en su azoramiento encima de la mesa.
Los papeles estaban a buen recaudo, encerrados bajo llave en la cómoda del fondo.
—¡Qué alboroto más necio! —exclamó el tío Frasquito al verle.
Y queriendo atenuar lo ridículo de la escena, no dándole importancia alguna, añadió en seguida:
—¿Qué sellos son estos?… No los conozco…
El tío Frasquito coleccionaba sellos diplomáticos, según ya dijimos, y tenía un álbum de curiosos ejemplares que compraba a precios muy subidos. Días antes había pagado doscientos francos por un sello antiguo de cera de Yacoub Almanzor, que ostentaba en letras árabes esta hermosa leyenda: «Que Dios juzgue a Yacoub, como Yacoub haya juzgado».
—La corrrona esta es de Italia: corrrona rreal sobre la cruz de Saboya —prosiguió el tío Frasquito—. Uno idéntico tengo de Víctor Manuel, perrro estos otros no los conozco…
Embarazado Jacobo al ver en manos del tío Frasquito aquella prueba flagrante de su atentado, no contestaba, y el viejo, volviendo y revolviendo en todas direcciones los dos sellos verdes, preguntaba sin cesar:
—¿De quién son?… ¿Te sirven?
Jacobo, más y más embarazado, contestó por decir algo:
—¿A que no lo aciertas?…
—¡Toma! —exclamó de repente el tío Frasquito—. ¡Ya lo creo! El compás y la escuadra y la rramita de acacia en medio… ¡Torrrpe de mí! ¡Si esto huele a logia que trasciende!…
Jacobo se echó a reír forzadamente, y el tío Frasquito, con el ardor de un amateur que tropieza con una ganga, añadió entusiasmado:
—Pues me los vas a darr, Jacobito… De estos no tengo ninguno, y son curriosísimos… Supongo que no te servirán; a lo menos, uno me llevo…
¡Cosa extraña y, sin embargo, harto común en caracteres como el de Jacobo! Cuatro horas llevaba este batallando consigo mismo sin osar decidirse, y de repente, en un momento, con cuatro palabras tan sólo, quemó sus naves y decidió su suerte.
—Llévate los tres, si quieres —dijo encogiéndose de hombros.
Alea jacta est!… Una vez entregados los sellos, imposible era colocarlos en su lugar y devolver los papeles, conservando copia de ellos, como había sido su primera idea, y hacíase preciso correr los riesgos de aquel audaz atentado, sin que hubiese ya lugar al arrepentimiento. Aquel punto luminoso le deslumbraba sin duda, o el capullo de su idea iba poco a poco aclarando la borra nebulosa en que antes aparecía envuelto.
El tío Frasquito no se hizo repetir la invitación: envolvió los sellos con gran cuidado en el papel en que se hallaban puestos y guardóselos prontamente en el bolsillo, como si temiese que Jacobo revocase la dádiva. Este le miraba hacer con una extraña sonrisa, y cuando el terrible papelito desapareció en el bolsillo del viejo, murmuró en lengua turca:
—¡Olsum![10]…
Y levantándose de pronto, propuso al tío Frasquito pedir un bowl de punch bien caliente. Excusóse este, dando por pretexto lo avanzado de la hora; mas Jacobo, con frases cariñosas y expresivas y cierto aire melancólico que sentaba muy bien a su varonil hermosura, le instó a que se quedase. ¿Iba a negarle aquel rato de expansión?… ¡Estaba tan triste, tan abatido, tan solo en el mundo!
Miróle el tío Frasquito extrañado, y la curiosidad, que es la fuerza de resistencia más sufrida que se conoce, le clavó en el asiento… Quizá iba a despejar la X misteriosa que se debatía aquella misma tarde en la terraza del Grand Hôtel, la incógnita que representaba la presencia intempestiva de Jacobo en París, abandonando su Embajada de Constantinopla. El tío Frasquito recordaba haber aprendido en el Colegio Imperial, allá cincuenta años antes, aquello de Horacio: «Fecundi calices quem non fecere disertum?». Y el ponche fue aceptado con disimulado entusiasmo.
Horacio no se equivocó, en efecto: Jacobo comenzó inter pocula sus confidencias, hablando lentamente, muy bajo, a retazos, como un hombre agobiado de pena que destila gota a gota por los labios la amargura que inunda su alma… Abrumábale el peso de un remordimiento, de una espantosa catástrofe de que había sido él causa involuntaria, obligándole a huir de Constantinopla con el corazón hecho pedazos y la conciencia salpicada de sangre…
El tío Frasquito pegó un brinco en el asiento, abriendo los ojos tamaños, y Jacobo inclinó la cabeza entre las manos, mirando atentamente su copa vacía y guardando silencio.
—¡Hombrre, hombrre… eso es serio! —murmuró el viejo asustado; y como viese que el otro prolongaba su silencio, tiróle de la lengua, diciendo:
—Serría cuestión de faldas, sin duda…
—O de pantalones, que para el caso viene a ser, en Turquía, lo mismo —replicó Jacobo.
Y de repente, de un tirón, con el violento esfuerzo de un hombre que arroja lejos de sí un peso que le abruma, refirió con todos sus detalles la terrible historia de la cadina Sarahí… El tío Frasquito escuchaba con la boca abierta, encogiéndose, encogiéndose en la poltrona, convencido de su pequeñez, a medida que lo novelesco y lo terrible agigantaban en su imaginación la figura del héroe de aquella aventura legendaria, de que era el primer confidente y esperaba ser futuro cronista… Y a la idea de ser el primero en lanzar a los cuatro vientos de la publicidad la trágica aventura, el tío Frasquito se alargaba, se alargaba en la poltrona, hasta hombrearse con el héroe como la sombra se hombrea con el cuerpo y el eco con la música, y Homero con Aquiles, y el inmortal Virgilio con el divino Eneas. ¡Y pensar que era ya demasiado tarde para correr de casa en casa aquella misma noche dando la noticia!…
Jacobo leía en la cara de babieca del tío Frasquito lo que allá para sus adentros iba pensando, y no pudo contener una sonrisa de triunfo al ver conseguido su primer intento. Al día siguiente, la historia de la cadina correría por París entero, justificando gloriosamente su fuga de Constantinopla, y rodeándole a él de la aureola de lo novelesco, de lo absurdo, de lo imposible; pedestal el más alto sobre que suele colocar sus ídolos de un día el público de papanatas ilustres, que anda a caza de novedades y cuentos.
Harto conocía Jacobo aquel público, y necesitaba y le bastaba un solo día para sentar seguramente el pie en el nuevo terreno a que sus planes le llevaban. Quiso, sin embargo, remachar el clavo, y levantándose sin decir palabra, fuese a la maletilla abierta sobre la cómoda, revolvió un poco y arrojó después sobre el velador, delante del tío Frasquito, un pequeño objeto, diciendo:
—¡Único recuerdo de mi idilio de Oriente!…
Era una babucha, pero una babucha inverosímil por su tamaño, de raso blanco, con puntera de filigrana de oro y lazos de pluma de cisne sujetos con esmeraldas: una preciosidad artística, cortada sin duda alguna a la medida del pie de un hada, y hecha, más bien que para encerrar un pie humano, para guardar joyas y dijes sobre el tocador de una dama.
El tío Frasquito se quedó pasmado, viéndose otra vez chiquitito, chiquitito como el little man Carlos Statton, que podía bañarse en aquella ponchera, y figurándose a Jacobo alto, alto como el Napoleón de la columna de Vendôme, que mira a los hombres por la coronilla…
Un deseo irresistible, tentador, nació entonces en su alma y se detuvo en sus labios tímido y respetuoso. Hubiera dado su más preciada joya, su dentadura misma de Ernest, por tener tan sólo veinticuatro horas aquella presea de la cadina y pasearla por todos los salones y enseñarla a todos los curiosos, desempeñando así un bout de rôle en aquella novelesca tragedia que había de ser al día siguiente tema obligado de todas las conversaciones. París entero correría a postrarse ante aquel exótico zapato y él sería entonces el sumo sacerdote que mostrase la reliquia a la turba de noveleros.
Y como si Jacobo leyese en su frente aquel deseo, y desde las alturas de la columna de honor en que el viejo le colocaba se dignase realizarlo, le dijo de pronto:
—Tío Frasquito…, hazme un favor…
—¿Qué?…
—Guárdate eso…
—¡Perrro, hombre!…
—¡Sí, sí!… Llévatelo y que no lo vea más… Para mí es un recuerdo triste, y para ti es un bibelot curioso, que puedes colocar encima de tu mesa…
—Perrro, Jacobito, hijo…, no sé si debo…
—Sí debes, hombre, sí debes… Ahí llevas la zapatilla de Ceneréntola; el día en que encuentres una mujer que pueda calzársela, ese día me la devuelves.
—Pues entonces es mía parra siemprre —replicó el tío Frasquito encantado—. No creo que fuerrra de Turquía se calcen las mujeres con hojas de lirrrio.
Despidióse al fin el tío Frasquito de Jacobo con las mayores muestras de cariño, y no bien se vio a solas en su cuarto, comenzó a examinar la babucha por todos lados, acabando por meter dentro las narices… Retirólas, sin embargo, al punto, haciendo un gesto de disgusto: no encontraba allí aquel suave perfume de Smirna, mezcla de áloe y de incienso, que se figuraba él había de dejar dondequiera que se posase el pie de una odalisca: lejos de eso, olía mal, muy mal —y el tío Frasquito fruncía la boca y arrugaba las narices—; olía a una cosa rara, así como mezcla de cuero sin adobar y engrudo medio podrido.
Miró entonces a la suela, y estaba esta limpia, flamante, como si jamás se hubiera puesto en contacto con el suelo, ni sufrido la presión de la más ligera golondrina… ¡Hum!… ¿Si resultaría después de todo que el tal Jacobito era un grandísimo embustero, que le había encajado una sarta de mentiras?…
Y pensando en esto, el tío Frasquito quedóse largo rato inmóvil, mirando atentamente la suela del zapato, como si interrogase a la Esfinge… Encogióse al fin de hombros: después de todo, aunque la reliquia resultase apócrifa y tuviera que ver con la cadina lo que sus calzones de él con los del gran Turco, nada se perdía en ello… Se non è vero, è bene trovato. ¡Mayores pamphlets había visto él correr por el mundo!…
De pronto se acordó de una cosa importantísima, y corrió a dar discretos golpecitos en la puerta de Jacobo; este, con su truhanesca sonrisa estereotipada sobre los labios, ocupábase en aquel momento en esconder en el último rincón de la maleta la babucha compañera de la regalada al tío Frasquito. La historia de la cadina era cierta, mas la babucha habíala comprado él en el Gran Bazar, por mero capricho, a uno de esos viejos turcos de rostro impasible, ojos de vidrio, enorme turbante y caftán naranjado, que recuerdan todavía en la Constantinopla moderna los tiempos de Bayaceto y Solimán el magnífico. El tío Frasquito asomó tímidamente la cabeza, diciendo:
—Jacobo, Jacobito…, dispensa… Me parrrece lo mejor que no digas nada de aquello…
—¿Y qué es aquello?
—Pues hombre, aquello… Lo del gorrro, lo del incendio.
—¡Ah, ya!, ni siquiera me acordaba.
—¡Pues clarrro está! Es una tonterrría… Perrro ya tú ves; ¡la gente es tan necia!… Se rríe de todo y lo pone a uno en rridículo…
—Descuida, hombre, descuida… ¿A quién voy yo a contar semejantes sandeces?
—Pues, buenas noches, Jacobito… Dispensa… Si ocurre algo, pega en el tabique… Yo tengo el sueño de un pájarrro; en eso parrrezco un viejo…
El tío Frasquito acostóse al fin muy satisfecho, pensando en mañana, y al apagar la luz, esta vez con grandes precauciones, tuvo un escalofrío de espanto… Parecióle que se arremolinaban las tinieblas en medio del aposento y surgía de ellas mismas el eunuco estrangulado, con el dogal al cuello, los ojos fuera de las órbitas, el paso lento, la mano extendida, fría, yerta, que se alargaba, se alargaba hacia él… y le tiraba de las narices.
El tío Frasquito se tapó la cabeza con la sábana, apretó mucho los ojos y por tres veces se santiguó muy de prisa.