III
A oportunidad es en todas las cosas precursora del éxito, y el llegar a tiempo ha levantado no pocas veces el pedestal de muchas celebridades y ceñido los laureles a infinitos héroes. Cada carácter requiere, pues, circunstancias especiales que le favorezcan, época adecuada que le sirva de marco, momento histórico oportuno que le permita desarrollarse en toda su pujanza. Un Hércules en los tiempos prehistóricos, un Cid en los tiempos caballerescos, serían un Quijote en los tiempos de la partida doble y el tanto por ciento. Un Espartero y un Mendizábal, por el contrario, hubieran sido en aquellas épocas remotas, prestamista judío el uno, cuadrillero de la Santa Hermandad el otro.
Jacobo Téllez creía haber tenido la desgracia de errar al nacer, en las circunstancias de lugar y también en las de tiempo. Entre el oleaje sangriento de la gran Revolución francesa, juzgaba él que hubiera sido, por su talento, un Mirabeu; por su valor, un Lafayette; mas entre los cenagosos remolinos de la Revolución española del 68, tan sólo fue, a juicio de los que le conocieron, como político, un pobre demonio; como caudillo, un gran mentecato.
Aquellas dos grandes figuras de aristócratas renegados como él, le sedujeron por completo; mas el peluquín del uno y la casaca del otro le venían grandes, y al querer amalgamar en sí mismo aquellas dos personalidades, rompiendo los lazos morales como el primero, y seduciendo a las multitudes como el segundo, resultó tan sólo un bribón infatuado. Así y todo, hizo papel, porque hay Arístides grandes y Arístides chiquitos; Cincinatos de dos en libra, de tres al cuarto y de ochavo la jartáa, que es como venden en Andalucía los higos chumbos.
Este, pues, higo chumbo revolucionario no llegó desde la aristocrática piña en que había nacido hasta la plebeya cuna en que vino a florecer, ni por peripecias dramáticas, ni por trágicas revoluciones: llegó naturalmente, con suavidad, como tras de la hinchazón viene el pus, y tras el pus la gangrena. Llegó resbalando sin violencias por la voluptuosa pendiente que lleva del placer al vicio, del vicio a la aberración, de la aberración al tedio, al desencanto, al espantoso vacío del corazón que produce vértigos en la cabeza y despeña al hombre en todas las locuras y en todas las infamias, en busca de placeres nuevos que despierten su sensualismo embotado, de impresiones desconocidas que sacien la voracidad de sus concupiscencias estragadas.
Nada hay más peligroso para el hombre que pasar en breve tiempo por todas las ilusiones de una larga vida; y Jacobo, con ese afán de gozar que caracteriza la sociedad presente, que teme dejar para mañana el placer de que puede disfrutar hoy, que precipita las edades y pasa de la infancia a la vejez decrépita, suprimiendo la juventud si es que por juventud se entiende esa edad venturosa en que brotan del corazón nobles impulsos y bullen en la mente generosas ideas, que constituyen más tarde, después de solidificadas, los grandes caracteres; Jacobo, decíamos, había recorrido aquella larga jornada en menos de treinta años…
A los quince, libre ya de ayos y maestros, era el sietemesino más galán que aspiraba a afeitarse, y dirigía cotillones en los grandes salones de la corte; a los veinte, era un afortunado tenorio de mala ley, que hacía gala en el Veloz Club de sus aventuras escandalosas; a los veinticinco, era un perdido aristocrático, elegante, modelo, que no retrocedía ante una estocada de mentirijillas, ni ante un steeplechase, ni ante un copo de veinte mil duros, y derrochaba los millones de su mujer con la misma facilidad con que la varilla encantada de un mágico hace fluir del centro de la tierra tesoros escondidos y guardados por gnomos y salamandras.
A los treinta había visto, como Salomón, cuncta quae flunt sub sole, pero no comprendía, como él, que todo fuese vanidad y aflicción de espíritu, sino que lloraba como Alejandro, porque no había otro mundo de goces que disfrutar; y seco su corazón, embotada su inteligencia por el prematuro desarrollo de sus pasiones, arruinada su casa por locas prodigalidades, era un fruto podrido que no había madurado nunca, un hombre en la flor de la vida a quien faltaba el objeto de la vida, un ruinoso despojo del placer y la impiedad, que no interrogaba como Hamlet lo eterno, sino que se arrastraba por todos los rincones de lo terreno, buscando un charco de placeres desconocidos en que zambullirse y revolcarse y gozar…
Entonces, por curiosidad, por diversión, por aburrimiento, por encontrar en las tenebrosidades del misterio algo desconocido que se resolviese en placer y en dinero, se hizo hombre político. Garibaldi le inició en las logias de Milán, y Prim le introdujo en Inglaterra, en el complot que grandes traidores urdían contra el trono de España…
La Revolución triunfó, y a las agitadas emociones del conspirador sucedieron en Jacobo las halagüeñas embriagueces del triunfo, las cínicas rapacidades de pretor romano, las ruidosas apoteosis de arcos de cartón y farolillos de papel a que le llevaban en hombros masas estúpidas arrastradas por su verbosidad, multitudes frívolas, que, por tener algo de mujer, prendábanse de su gallardía y gentileza y se prometían llevarle a defender la soberanía popular en los escaños del Congreso, a él, aristócrata orgulloso, tan sólo de nombre renegado, que se reía de ellos llamándoles paletos, babiecas y burgueses mentecatos, y corría, al separarse de estrechar sus manos, a lavarse y enjabonarse y perfumarse, para echar lejos de sí aquel insoportable hedor de la canalla…
A poco abríase en su vida un paréntesis negro, tenebroso, ante el cual la maledicencia misma se detuvo aterrada, temerosa de resbalar en un charco de sangre…
Un día, el 27 de diciembre, un trabucazo tendió en la calle del Turco a la audacia más temeraria que dio impulso a la Revolución. El general Prim había sido asesinado, y su amigo íntimo, su portaestandarte, el marqués de Sabadell, indicado ya para la cartera de Fomento, desaparecía súbitamente de la corte, a la misma hora en que corría la falsa nueva de que las heridas del general no eran de muerte y se habían escapado de sus labios terribles revelaciones.
Prim murió, sin embargo, el día 30, llevándose a la tumba la clave del misterio, y tres meses después publicaba la Gaceta un real decreto nombrando al marqués de Sabadell ministro plenipotenciario de la corte de España en Constantinopla. «Me he convencido —escribía al presidente del Consejo el nuevo embajador— que mis disposiciones naturales son para la vida de Oriente, y pongo todas mis ilusiones en El Cairo, Bagdad, Ispaham o Constantinopla».
El resultado de estas ilusiones no tardó en presentarse.
Una mañana, la cadina Sarahíl no se asomó a su adorada celosía para mirar las azuladas montañas del Asia, y la puerta de su quiosco permaneció cerrada. Susurrábase en el palacio que la noche antes había resonado un lamento y vístose dos sombras que se perdían en el laberinto de corredores oscuros, llevando una cosa negra…
El centinela de la torre del mar de Mármara había escuchado sobre el agua un golpe siniestro.
A la mañana, al otro lado del Bósforo, apareció en la orilla opuesta el cadáver de un eunuco estrangulado. Desde la embajada española, allá en lo alto de Pera, veíase flotar sobre el límpido azul de las olas su largo levitó oscuro, ceñido por el zurriago de cuero de hipopótamo, insignia de su clase, que había servido de dogal.
El embajador no pudo verlo; había salido aquella noche de Constantinopla con tan grande urgencia, que sólo llevaba por equipaje una pequeña maleta de mano… Y con esta pequeña maleta de mano hemos visto a Jacobo llegar al Grand Hôtel, después de merodear dos meses por las logias más tenebrosas y los garitos más elegantes de Italia.
El ministro fugitivo de Constantinopla hallábase alojado en el cuarto piso del hotel, en una habitación de doce francos diarios, harto opulenta para quien sólo contaba en el mundo con tres millones de deuda al 15 por 100, y sobrado mezquina para lo que juzgaba indispensable a su decoro el excelentísimo señor don Jacobo Téllez-Ponce Melgarejo, marqués consorte de Sabadell.
A la luz de un candelabro de color que ardía en uno de los extremos de la chimenea, devoraba Jacobo los periódicos españoles que relataban el nuevo cambio político acaecido en España y los franceses que lo comentaban haciendo pronósticos y formulando juicios, Frecuentes exclamaciones y aun palabras groseras que se escapaban de sus labios revelaban en él esa sorda cólera que despiertan en el ánimo violento las grandes contrariedades.
Arrojó al fin los periódicos y agitándose furioso un instante, y apretando los puños llenos de rabia, quedóse largo tiempo pensativo, hundido en la poltrona en que se hallaba sentado, contraída la boca, frunciendo el entrecejo, fijos los ojos en el fuego de la chimenea, cuyas movibles llamas prestaban a su rostro un resplandor rojizo.
Hubiérase dicho que meditaba un crimen, y también que lo había decidido, cuando, dando un fuerte puñetazo en el brazo de la poltrona, se levantó de repente. El espejo que coronaba la chimenea reflejó entonces su fisonomía descompuesta, y al verse allí retratado tuvo uno de esos miedos solitarios, pueriles, que cortan de un solo golpe a la audacia sus alas gigantescas.
Miró en torno suyo: en la alcoba, forrada de papel oscuro, se movía suavemente una cortina a impulsos del aire levantado por él mismo al moverse. Arrojóse a ella vivamente y la descorrió de pronto, y riéndose entonces de sus miedos infantiles, dirigióse a una gran cómoda de nogal que había en el fondo.
Sobre ella hallábase abierta y extendida la pequeña maleta, y en el cajón superior, cerrado con llave que tenía él en su bolsillo, estaba la cartera de viaje. Sacó el gran cartapacio que dentro venía, y púsolo sobre un velador que había en el centro.
Resonaron en esto pasos en el corredor de fuera, y Jacobo corrió vivamente en puntillas a la puerta, escuchó un instante, y con el menor ruido posible echó la llave por dentro. Escogió entonces, en un pequeño nécessaire de viaje, un instrumentito con mango de carey, una especie de limita para las uñas, con hoja delgadísima y perfectamente afilada, y púsose a caldearla con gran cuidado en la llama de la chimenea.
Aún vaciló un momento, y miró a todas partes otra vez, y prestó oído atento a los lejanos rumores del bulevar, bocanadas de locura y de placer que escalaban las ventanas, y se decidió por último.
Con ligereza suma introdujo la hojilla caldeada por debajo del lacre del cartapacio, y haciéndola girar lentamente, desprendió el sello tan entero y tan intacto, que de nuevo podía volverse a pegar sin rastro alguno de fractura. Después púsolo con grande precaución en un extremo del velador, sobre una hoja de papel blanco.
Quedó abierto el misterioso cartapacio, y Jacobo, con avidez no exenta de temor, púsose a registrarlo. Dentro venía una carta en italiano, no muy larga, de la misma letra, gorda y corrida, del sobre, firmada por Vittorio Emmanuele; venían también otros dos grandes sobres en blanco, sellados con la insignia de la francmasonería, un compás y una escuadra, cruzados en forma de rombo, sobre lacre verde.
Mirólos Jacobo por todos lados, sin muestra alguna de sorpresa, y con la misma habilidad y ligereza de antes, arrancó también los sellos de ambos: el primero contenía un gran pliego, escrito de letra menuda, marcados sus párrafos con números romanos en forma de artículos, y anotados varios de ellos al margen, por la misma letra gorda de la carta y el sobrescrito.
Jacobo leyó todo ello con atención, mas sin sorpresa, y como si todo lo que allí se trataba le fuera conocido; tan sólo al recorrer los últimos artículos en que el nombre del marqués de Sabadell aparecía consignado, una sonrisa truhanesca entreabrió sus labios mientras murmuraba:
—¡Ah, pillo!…
Llególe entonces el turno al último paquete, que era el más voluminoso: abriólo con mucho tiento, por haberse pegado una esquinita del sobre, y al punto salieron de él otros dos en blanco, y un tercero en que venía escrito un nombre que hizo a Jacobo pegar un salto, murmurando una de esas palabrotas groseras, familiares en momentos de cólera o sorpresa aun a personas que presumen de cultas.
Habíase quedado estupefacto; latíale el corazón, temblábanle las rodillas, y revolvía aquellos papeles con el ansia temerosa, el gozoso terror, si así es posible sentirlo, del débil hombrecillo que se encontrara de repente entre las manos fabulosas riquezas de un gigante formidable que no ha de dejárselas arrebatar. Por dos veces dirigió una mirada furtiva a la puerta, como si temiera verla abrirse, a pesar de la llave que la cerraba por dentro.
Había allí un verdadero arsenal de cartas y papeles comprometedores, importantísimos por los nombres que los firmaban, perfectamente ordenados y clasificados en una especie de memoria adjunta, en que una pluma muy hábil había estampado datos interesantes y preciosas observaciones. Era aquello un tesoro de gran valor, una palanca formidable que, bien manejada, podía dar al traste en breve tiempo con gran parte de los políticos revolucionarios que pululaban en España. Eran letras de cambio pagaderas a la vista, que cualquiera podía cobrar en poder o en dinero.
Todo lo devoró Jacobo línea a línea, letra a letra, pasando por todas las emociones de la sorpresa: el pasmo, el rencor, la esperanza, el recelo; hundiéndose ambas manos en su crespa cabellera y apretándose el cráneo como para impedir que su atención se distrajese; oprimiendo algunos de aquellos papeles entre sus dedos temblorosos, como si quisiera indicar que eran suyos, que a él solo pertenecían, y nadie en el mundo se los había de arrebatar; a veces, deteníase un instante, cerraba los ojos y respiraba con fuerza, como si le faltase el aliento…
Cuando acabó de leer estaba pálido, y la vaga y temerosa mirada que arrojó en torno expresaba la desconfianza, el temor que hace creer a todo criminal, aun en medio de un desierto, que le miran y le acechan ojos escrutadores.
Levantóse entonces y comenzó a pasear, haciendo gestos de temor y de alegría, piruetas de niño y de loco, parándose ante el espejo como si quisiera interrogar a su propia imagen, deteniéndose ante el velador para coger las gotas de esperma que se deslizaban a lo largo de las bujías color de rosa, y estrujarlas entre los dedos haciendo bolitas con ademán reflexivo, imponente, amenazador…
De pronto pareció estorbarle la luz y las mató todas de un soplo; luego abrió la ventana de par en par, y la muchedumbre, siempre compacta, de París, lo desafiaba, precipitándose por el bulevar entre torrentes de luz, sin detenerse un momento, sin descansar nunca, como un alma réproba condenada por Dios a una fiesta eterna.
Entre los remolinos de aquella muchedumbre y los mil cambiantes de luces de todos colores y reflejos, que asemejaban el bulevar al fantástico escenario de un baile de hadas, Jacobo sólo veía un pensamiento, un plan cuyas primeras líneas se le torcían a cada instante, empujadas por ideas opuestas, por inconvenientes inesperados, por temores fundadísimos que le hacían titubear, gimiendo de dolor como un niño caprichoso a quien quitan de las manos una golosina, rugiendo de rabia como un león encadenado a quien arrancan de las garras su presa; que esto era para él la idea de devolver aquellos documentos, de no quedarse con ellos utilizándolos en provecho propio, y siendo actor principalísimo en vez de mero instrumento… Mas ¿cómo responder entonces a la reclamación del terrible propietario? ¿Cómo evitar la sospecha de aquel robo, hecha a un ladrón sin duda, pero al fin y al cabo robo? ¿Cómo prevenir la venganza terrible e inevitable que había de seguirse al descubrimiento?…
Entre las mil mojigangas ridículas de que tantas veces se había reído en las logias, destacábase entonces en su imaginación algo terrorífico, algo amenazador, que tomaba forma sensible en aquella palabra misteriosa que siempre había pronunciado riendo y recordaba ahora temblando:
—¡Neckan! ¡Venganza!…
Preciso era obrar con prudencia y reflexionar, y pesar, y medir, y decidir sin tardanza…
Y, como si esperase hallar con el movimiento alguna de esas ideas que se ocurren de repente al volver una esquina o brotan en medio del arroyo, lanzóse a la calle después de encerrar en la cómoda todos los papeles, y siguió por el bulevar des Capucins, y entró por el de la Magdalena, y recorrió luego toda la calle Real, y entróse después por un laberinto de calles desconocidas, para volver a las dos horas al hotel, rendido, fatigado, sin haber pensado nada ni decidido nada tampoco…
Porque era Jacobo de esos hombres audaces a la vez que irresolutos, en quienes la reflexión, lejos de allanar el camino al entendimiento que plantea y tirar de la brida a la apasionada voluntad que se desboca, sólo consiguen enredar al primero en intrincadas imaginaciones, y exasperar a la segunda hasta hacerla saltar al fin, de repente, de un golpe, cuando menos lo requiere la oportunidad y lo aconseja la prudencia. Caracteres por lo general fogosos, impacientes, que obran por brotes más bien que por razonamientos, y tomando por realidades las perspectivas de la imaginación, edifican sobre ellas fuertes castillos, sin más cimientos que el aire.
Por la escalera, agarrándose a la balaustrada, subía renqueando un viejo, envuelto en un largo y amplio gabán de mackintosk, capaz de preservar de todas las humedades a un explorador del Polo.
Parecióle a Sabadell aquella estantigua el tío Frasquito en persona, y comenzó a subir ligeramente con la idea de alcanzarlo. Mas el viejo, al notar que le perseguían, zambulló el rostro en su gran cuello de pieles, y ocultando con presteza en el bolsillo del gabán algo que en la mano llevaba, entróse prontamente en el cuarto contiguo al de Jacobo. Quedósele este mirando sorprendido y receloso, y dudando entonces de que fuese el tío Frasquito, entró también en su aposento.
En el fondo de este había una puertecita de escape que dividía en dos un solo departamento, cerrado para ello con doble pasador por una y otra parte. Acercóse a ella Jacobo de puntillas y púsose a escuchar atentamente. Oyó entonces que echaba un fósforo el vecino y aseguraba la puerta del corredor cerrando la llave por dentro… Oyó después acercarse a la débil puertecilla unos ligeros pasos que no ahogaba del todo la alfombra, y sintió un leve crujido en el pasador por la parte opuesta…
Azorado, Jacobo dio un paso atrás conteniendo casi el aliento, y lanzando una mirada rápida a la cómoda que guardaba los papeles, sacó del bolsillo del pantalón un revólver de seis tiros… El vecino le espiaba, y en su acalorada fantasía vio ya el masón traidor los puñales de todas las logias de Italia dispuestos a reclamarle el precioso depósito.
El pestillo crujió de nuevo mientras tanto; indudable era que el vecino lo echaba o descorría, y como natural era suponerlo echado, podía muy bien sospecharse que intentaban abrirlo. La puerta, charolada con gran primor, no presentaba agujero ni resquicio alguno que permitiera la vista.
Los ligeros pasitos volvieron a resonar otra vez alejándose, y Jacobo tornó a acercarse con el revólver montado y el oído atento. A poco sonó una tos sospechosa; no era la pulcra, perfumada y cadenciosa tos del tío Frasquito, sino una tos asmática, tos de viejo, que recordaba esos crujidos peculiares que anuncian en las casas ruinosas el próximo hundimiento.
Otro ruido extraño vino a aumentar su zozobra: oyóse un ligero golpe metálico, argentino, semejante al de la hoja de un puñal chocando con precaución sobre una superficie cristalina o marmórea; después, a intervalos y por largo rato, un ruido sordo de algo que frotaba con rapidez y ligereza…
Quizá el vecino afilaba el puñal, quizá lo estaba envenenando…
Todo quedó en silencio un breve rato; oyéronse después los ligeros pasitos en diversas direcciones; tornáronse a acercar a la puerta, sintiéndose tras ella el roce del vecino sospechoso que espiaba, y más tarde, al dar la una en el reloj del hotel, oyóse un golpe semejante al de un cuerpo pesado que cae sobre un colchón de muelles; después un ¡Aaaaaah! prolongadísimo, un bostezo formidable, que vino a tranquilizar a Jacobo.
Nadie que va a matar se prepara bostezando.
Tranquilo ya entonces, aunque siempre receloso, puso el revólver sobre la mesa, y con el deleite del avaro que revuelve sus tesoros, engolfóse de nuevo en la lectura y examen de los papeles.
De repente saltó otra vez azorado en el asiento, echando mano al revólver: en el cuarto vecino había resonado un salto violento, pasos precipitados, varios golpes en la puerta, y al punto una voz cascada, angustiosa, que gritaba en castellano: —¡Socorro!… ¡Socorro!…
Después, con el intervalo de un lamento, volvió a escucharse en francés:
—Au secours!… Au secours!…