X

E ha dicho que la hipocresía es un homenaje que el vicio rinde a la virtud, y es igualmente cierto que la falsa idea del honor es un acatamiento que los bribones hacen a los hombres de bien, esclavos del honor verdadero. Este es un hijo humano de la moral divina del Evangelio; aquel, una teoría convencional dictada por la moral acomodaticia de los pícaros y los necios; aquel defiende, cual una coraza de brillante acero, la pureza del alma y la rectitud de la conciencia, y este pretende defender con la celada de Bayardo al gran polichinela social, revestido de todas las miserias y todas las ridiculeces humanas.

De aquí que el honor, según estos, nunca pueda perderse, y se ofenda con razón el embustero porque le digan que miente, y el ratero pida una satisfacción al que le acusa de robo, y el presidiario que arrastra una cadena pueda llevar al campo del honor al juez que se la ha impuesto. De aquí también que la sangre que mancha la conciencia lave el honor hasta dejarlo limpio, y sean llamados a resolver casos de honra hombres que jamás conocieron la vergüenza: Eacos, Minos y Radamante, vacíos de mollera o cargados de picardías, que sólo por deficiencias del Código no llevan otra cadena que la que les sujeta el reloj en el chaleco. De aquí también que la condesa de Albornoz tuviera así mismo su cachuco de honor, y se lo hubiera herido profundamente el suelto de La España con Honra.

Hay personas que padecen una especie de estrabismo moral que les hace ver lo flaco donde está lo gordo, y lo gordo donde sólo lo flaco existe. Villamelón no vio otra cosa que le llegara al alma, en el registro de la policía, sino el que le hubiesen roto dos cristales de la mampara, y dio orden de que jamás se compusiesen, recordando que Wellington nunca reemplazó los de su casa, rotos por el pueblo de Londres, un día que este se olvidó de Waterloo; todo lo demás echábalo él en el montón de las bagatelas enojosas, indignas de ocupar la atención de un hombre serio, de las pequeñeces de una sociedad corrompida y etiquetera, que rotulaba con la manoseada frase de cuestiones bizantinas.

Currita, por su parte, tampoco halló otro motivo de ofensa en lo que acerca de su persona publicaban los periódicos, que aquella coletita de La España con Honra: «Creemos, sin embargo, que el lance no tendría consecuencias, dada la prudencia proverbial de las personas interesadas».

Tenía Currita puesta la celada de Bayardo sobre su fama de mujer a la moda, y esto iba a pegarle en la cimera, a herir directamente su honor, significando, como significa en sustancia, que era ella una Jimena sin ningún Cid que la defendiese; atroz insulto, ofensa imperdonable hecha a una dama que sobrepujaba en celebridad a cuantos toreros, cantantes, saltimbanquis, pulgas industriosas y monos sabios habían hasta entonces alcanzado fama en la corte.

—¡Lo veremos! —dijo la fiera Albornoz, y nombró al punto paladín de su causa a su buen amigo Juanito Velarde.

Larga entrevista celebraron ambos a solas hasta bien entrada la noche, y al despedirle Currita en la puerta del boudoir díjole con suaves mimitos:

—Conque quedamos en que yo encargaré el almuerzo en Fornos… y habrá écrevisses à la Bordelaise

Velarde hizo una mueca que parecía una sonrisa, y siguió adelante: detúvose en la puerta del salón y volvió la cabeza. Hízole entonces ella otra cariñosa señal de despedida, y él salió al fin lentamente, preocupado, como si le arrancasen de allí a la fuerza.

La noche estaba hermosísima, y Velarde siguió a pie por las extraviadas calles que llevaban al palacio de Villamelón, tropezando a cada paso con los humildes vecinos de las buhardillas y sotabancos, que tomaban el fresco sentados en las aceras. Presto llegó a la Plaza de Oriente, dio dos vueltas en torno del jardín circular y sentóse al cabo en un banco, frente al palacio.

Por la puerta del príncipe salía un chorro de luz vivísima, que cortaba con un gran rectángulo las negras sombras del adoquinado; a su reflejo distinguíanse los centinelas, armas al brazo, a la puerta de sus garitas; gentes de medio pelo, soldados y criados de servicio, por ser aquel día domingo, poblaban los jardines, ya sentados, ya paseando; algunos grupos de chiquillos trasnochadores corrían de acá para allá con gran algazara, riéndose porque se caían, riéndose porque se levantaban, riendo siempre con esa alegría de la infancia, espontánea y comunicativa, que recuerda la alegría de los pájaros cuando saludan al alba. Una rueda de niñas gritaba al lado mismo de Velarde, cantando acompasadamente:

Luna, lunera,

Cascabelera,

Dame dos cuartos

Para pajuela…

Él, extraño a todo, con ambos codos apoyados en los muslos, dibujaba caprichosas figuras en la arena, con su elegante roten con puño de malaquita… Al amanecer del día siguiente debía de batirse con el director de La España con Honra; así se lo había exigido Currita, ávida siempre de ruido, confundiendo la voz de la celebridad con los gritos del escándalo, creyendo que aquel desafío había de colocar la única perla que faltaba a la corona merecida de su última escaramuza. En vano le hizo presente Velarde el ridículo inmenso que atraería aquel duelo sobre Villamelón, sobre ella, sobre él mismo; había ya Currita tirado su programa, y su espíritu inquieto, arrastrado siempre por mil objetos que le atraían sin satisfacerle, habíase fijado en aquel duelo que ansiaba ver realizado con esa fuerza expansiva del vapor comprimido que caracteriza los deseos en las almas de temple enérgico.

¿Acaso tenía ella la culpa de que Villamelón fuese un Juan Lanas?… ¿Iba a dejar ella que un periodistilla cualquiera se riese de su aislamiento?… ¿Sería capaz de abandonarla en aquel trance, él, su único amigo, el hombre en que había puesto su amistad y su confianza?… Y, por otra parte, la suerte de ambos estaba ligada y érales necesario, desde luego, hablar gordo a aquella gentuza: a ella, para que entendiesen de una vez para siempre que sabía hacerse respetar; a él, porque era muy joven, comenzaba su carrera en el mundo, y ningún paso más acertado, ningún exordio más oportuno que poner el pie en esta senda erizada de peligros, descalabrando a un periodista; que no en balde se ha dicho:

En aquesta salvaje y fiera liza,

Lleva más razón quien más atiza.

Además, ella no pedía ninguna catástrofe, ningún duelo a muerte; contentábase con un poco de ruido, un duelo de mojiganga como tantos otros: cruzar un par de tiros e irse después a almorzar en Fornos… Ella se encargaba del almuerzo y haría poner, desde luego, écrevisses á la Bordelaise, que era, en sus días de broma, el plato favorito del buen Juanito Velarde. ¿Acaso podía darse atención mas exquisita? ¿Por ventura había en todo aquello algo de particular?…

—¡Nada, absolutamente nada! —pensaba el paladín trazando monigotes en la arena; pero ante la perspectiva del duelo, ante la idea de cruzar un par de tiros, parecíale oír ya el estampido de las armas de fuego; y a este eco siniestro surgía en su mente el fantasma del crimen, primero; el de la muerte, después; el del infierno, por último, donde no hay reposo ni paz, ni descanso, ni esperanza, sino eterno llanto, eterno crujir de dientes, eterna rabia. Velarde quiso reírse de esta idea que había oído llamar tantas veces espantajo de niños y de viejas; mas la risa volteriana no encajaba entonces en sus labios, y se reía, sí, se reía, pero sintiendo al mismo tiempo en la raíz del pelo cierta especie de molesto escalofrío. Porque aquel hombre no era un malvado: era un pobre muchacho lleno de ilusiones a quien la vida del gran mundo se le subía a la cabeza, como se sube un vino de mucho cuerpo en un estómago acostumbrado sólo al agua. Al llegar de su provincia, trayendo por todo patrimonio algo semejante a lo que el antiguo fuero de Vizcaya asignaba a los segundones de casas nobles, un árbol, una teja y una armadura, encontróse de repente en medio de aquel brillante mundo, cuyas puertas le franqueaba su ilustre nombre, y parecióle entonces, como a Galo en Roma, que detrás de aquella asamblea de dioses nada había ya. Quiso entonces tomar en ella asiento por derecho propio, y la casualidad y su bonita figura le depararon a Currita, Angélica a la sazón vacante, a quien plugo darle en su casa el destino de Medoro. Diole esto gran importancia a Velarde, y agarrado a las faldas de Currita y a los faldones de Villamelón, fuese introduciendo en todos los salones de la corte, mientras se preparaba a entrar con algún brillante destino en aquel Palacio real que tenía delante, prefiriendo su vanidad y su haraganería la vida aparatosa del palaciego a la vida activa del político. Así se lo prometía Currita a todas horas, y así se lo había prometido la noche antes el marqués de Butrón, el astuto viejo que barría para dentro en los tiempos de desgracia, mientras no llegaba la hora de barrer para fuera, que sería seguramente la hora del triunfo.

Velarde dejó de mirar a la tierra para mirar al Palacio que tenía delante, morada del monarca cuyo secretario particular había estado a punto de ser… ¡Qué fastidio tener que esperar de nuevo tanto tiempo!… Porque preciso era que se fuese aquel y que viniese después el otro, y mientras tanto, ¿quién sabe?… ¡Quizá alguno de aquellos tiritos que iban a cruzarse vendría a hacer trizas el cántaro de la lechera que Currita y Butrón le ayudaban a fabricar!…

De repente vino a interrumpir sus reflexiones un vozarrón juvenil que resonaba a su lado, modulando entre sus discordantes notas todas las delicadezas del cariño y la ternura.

—Pero ajonde usted, madre —decía—. ¡Si es que no coge usted náa!…

Velarde volvió la cabeza y vio un aguaducho a su espalda: sentados a una mesilla de hierro había un muchachote que parecía un obrero y una vieja que era sin duda su madre. Un vaso de horchata helada de chufas estaba en medio, y ambos metían dentro la cuchara, tragándose él con delicia cuanto salía, mirándole ella con plácida sonrisa y mojando apenas su cuchara, como si le dejase a él saborear a sus anchas la golosina y le bastase a ella saborear la dicha inmensa de ser aquel un obsequio del hijo de su alma.

Velarde comprendió al punto todo lo que aquello significaba, el valor inmenso de aquella dicha comprada por ocho cuartos, y una oleada de afectos y sentimientos dormidos se levantó entonces de su corazón, poniéndole de repente delante todo el pasado, con la amargura del bien por nuestra culpa perdido, con la poesía que reviste en la mente de la juventud todo recuerdo, con ese vago hormigueo de sombras queridas que despiertan en la imaginación toda época lejana… En medio estaba su madre, cuyo primogénito era, y en torno sus hermanos pequeñitos, llorando todos, como los había dejado él tres años antes al darles el último abrazo. Ella le había estrechado entonces contra su corazón con delirio, con fuerza increíble, como si quisiese incrustarle a él en el pecho todo lo que le amaba o quisiera incrustarse en el suyo propio aquella imagen tan querida; su frente ya arrugada descansaba en su hombro, y sus labios temblorosos le dijeron al oído:

—¡Juan, hijo mío!… ¡Que seas buen cristiano y reces a la Virgen de Regla!… ¡Que te acuerdes de tu padre, que murió como un santo!… ¡Te lo digo, hijo, te lo digo; lo sé, lo sé, que no puede morir bien quien no vive como cristiano!…

Y luego, más tarde, allá por la madrugada, cuando preocupado él con su viaje cerraba las maletas en su cuarto, oyó en el silencio de la noche moverse la llave en la cerradura: salió al punto y encontró a su madre a medio vestir, descalza, que venía cautelosamente de puntillas a mirar por el ojo de la llave.

—¿Qué es eso, mamá?… ¿Tiene usted algo?

—No, hijo, nada; no tengo nada… ¡Es que quería verte otra vez, hijo del alma!… ¡Es que te vas mañana!…

Y volvió a decirle al oído, llorando, con la energía de la fe que ofrece un remedio seguro, con la angustia del amor que se agarra a una esperanza:

—¡Que reces a la Virgen de Regla, Juan!… ¡Que seas siempre buen cristiano, hijo del alma!

Velarde sintió vergüenza de sí mismo, y la ola misteriosa subió, subió del corazón a los ojos, hasta hacerle llorar, con la cabeza entre las manos, llorar a lágrima viva, llorar también sollozando, con más debilidad que una mujer, con más pavor que un niño… ¡Su madre sí que le adoraba!… ¡No le aconsejaría ella cruzar un par de tiros, ofendiendo a Dios; ponerse delante de una bala con riesgo de perder la vida, con riesgo de perder el alma! ¡Y se habían pasado ya tres años sin verla!… ¡Y estaba tan lejos la santa viejecita! ¡Y acababa él, ingrato y perverso, de dejar pasar cerca de dos meses sin escribir una letra a la pobre anciana!…

Velarde sintió la necesidad de escribirle al punto, de vaciar en un papel aquel cariño, aquella angustia, aquellas lágrimas que le asfixiaban, y a grandes pasos tomó el camino de su casa, repasando lo que había de decirle, hilvanando una carta llena de cariño, de protestas, de esperanzas halagüeñas, de todo lo que a ella más le gustara… ¡Celebraba ella tanto sus gracias! ¡Cuánto se había reído veinte años atrás, cuando explicándole un día el catecismo, se espantaba él de que fueran sólo tres los enemigos del alma!

—¿Náa más? —decía muy asombrado, y la madre se reía, se reía… ¡Dios mío! ¡De qué manera tan distinta se reía él veinte años después, en medio de sus lágrimas!… ¡Ay! ¡Entonces tenía él seis años, y preciso fue que pasaran otros veinte para hacerle comprender que eran sólo tres en efecto, y que con ellos solos bastaba y sobraba!…

A la mitad de la calle del Arenal comenzó a seguirle un muchacho, empeñado en venderle un décimo de la lotería.

—¡Mañana se juega! —gritaba.

Velarde lo rechazó por dos veces impaciente, dándole la última vez un palo; mas variando de pronto de opinión, volvió atrás y le compró, no sólo el décimo, sino el billete entero. ¡Si aquel billete saliese premiado, cuántas cosas había de hacer entonces!… Y pensando en ello y haciendo combinaciones, llegó Velarde al final de la calle del Príncipe, donde estaba situada su casa: pidió luz y se encerró en su cuarto. En un cajón de su escritorio estaba en un cuadrito la estampa de la Virgen de Regla que el día de su marcha le había regalado su madre; púsola en pie, delante de sí, apoyada en el tintero, y comenzó a escribir, a escribir, y se llevó dos horas escribiendo… Estaba contentísimo; sus negocios marchaban muy bien, y la Restauración era cosa segura. La condesa de Albornoz…

¡Oh, no, no, no!… ¡Imposible que figurara aquel nombre en aquella carta!…

Borrólo, pues, con apretadas y menudas tachaduras, para que no pudiera entenderse, y puso en su lugar el marqués de Butrón… El marqués de Butrón le había asegurado que no tardaría un año, y prometido para entonces un porvenir brillantísimo. Esta sería la ocasión de pensar en el de los niños: Enrique y Pedro podrían venirse con él a Madrid, y Luisito, el chiquitín, su niño querido, su ojito derecho, podría quedarse allí hasta que se graduara de bachiller… Pero de esto ya hablarían despacio, porque pensaba… ¡Ah!, pensaba… ¿No lo había ella adivinado?… ¿El corazón no se lo había dicho? Pues pensaba ir a pasar con ellos todo el mes de agosto y quedarse allí hasta el 8 de septiembre, para hacer con toda la familia la novena de la Virgen de Regla… Luego venían las preguntas sin fin, después los encargos sin cuento, y, a lo último, el trueno gordo, lo que había de hacer estallar de gozo y de consuelo el corazón de su pobre viejecita… El día 3 de julio, aniversario de la muerte de su padre, iría a confesar y comulgar, para solemnizar en lo posible aquella tristísima fecha.

Y conforme lo iba escribiendo, así lo iba pensando el desdichado, pidiéndole al mismo tiempo a la Virgen de Regla que le sacara en bien de aquel par de tiritos que a la mañana siguiente habían de cruzarse… Porque, claro está, que en aquello estaba ya su honor interesado: era negocio resuelto, pecado cometido de que le era ya imposible excusarse.

Echó entonces él mismo la carta en el correo, y a las dos se acostó sin desnudarse del todo, para descansar hasta el alba. El cansancio de la noche precedente, pasada en el baile del marqués de Butrón, le rindió bien pronto y durmióse al fin pensando en su madre, que le llevaba de la mano, como cuando era niño, al santuario de la Virgen de Regla, encaramado sobre un peñasco, dominando el mar que se confunde en el horizonte con el cielo, como si fuese imposible presentar dos imágenes distintas del infinito, y vuelve después, soberbio siempre y constante, a estrellarse contra las rocas de la costa, mugiendo como una desesperación eterna e impotente…

A las cuatro despertó Velarde despavorido, porque su criado le sacudía bruscamente por un brazo: habían llegado dos señores en un coche, y se espantaban y no podían creer que estuviese dormido todavía. Vistióse apresuradamente, bajó azorado, aturdido, y entró con ellos en el coche; y este comenzó a rodar, sin que él se diese cuenta de lo que hablaban, ni de lo que le decían, ni del camino que tomaban, ni pudiera definir otra cosa en su mente que un cartel de toros pegado en la esquina de la casa de Alcañices y un guardia que, al pasar ellos, abría la verja del Retiro, con grandes patillas blancas, iguales a las de Diógenes. ¿Por qué tendría aquel hombre patillas y no bigote?… Esto le preocupó un momento, y volvió a acordarse de ello cuando, una hora después, se detenía el coche a la entrada de una inmensa alameda formada por árboles frondosísimos, en que miles y miles de pájaros cantaban en todos los tonos las maravillas de Dios… Había allí un hombrecillo con patillas ralas y gafas de oro, tan pálido como él, tan azorado y tembloroso, con otros dos señores muy serios. Parecióle a Velarde que hablaban entre sí, y medían el terreno, y le daban a él una pistola y otra al hombrecillo, y los ponían a los dos frente a frente. Sonó luego una palmada, después un tiro… Velarde dio un salto atroz y un alarido horrible, y árboles, montes, tierra y firmamento giraron bruscamente derrumbándose sobre él para aplastarle: cególe después una nube de sangre, luego otra negra, y después nada… nada más vio en la tierra…

Sólo vería en lo alto a Jesucristo, vivo y terrible, que se adelantaba a juzgarle, y detrás la eternidad, oscura, inmensa, implacable.