VIII

UENO estaba para bollos el horno del señor gobernador a las dos de la tarde de aquel mismo día 26 de junio. La noticia de la visita de la policía al palacio de Villamelón había llegado a las altas esferas del Gobierno, causando en ellas sorpresa y disgusto: ignorábase allí la causa de aquella violenta medida del gobernador, y esperábase todavía, por otra parte, obligar a la Albornoz a aceptar el cargo de camarera, a pesar de la escena cómico-dramática que entre ella y el excelentísimo Martínez había tenido lugar la víspera. Porque, como el lector habrá ya adivinado, no obstante los enredos de la tramposa señora, los compromisos de esta con el Gobierno eran tan reales y positivos como había asegurado dos días antes la condesa de Mazacán en casa de la duquesa de Bara.

Resentida profundamente Currita por lo que ella creyera desaire de la abdicación, había decidido al punto pasarse con armas y bagajes al enemigo, satisfaciendo de este modo sus femeniles deseos de venganza y realizando al mismo tiempo su continuo anhelo de dar que hablar a todo el mundo y ser siempre la primera de la primera línea. El nuevo monarca era joven y guapo, y una vez teniéndole ella a su alcance en el puesto de camarera, parecíale fácil amalgamar en poco tiempo, en sí misma, dos personalidades históricas que le eran muy simpáticas: mademoiselle de La Vallière y la princesa de los Ursinos.

Costóle, sin embargo, algún trabajo reducir a Villamelón a secundar sus planes, porque encastillado este en lo que llamaba su honor, empeñábase en vivir y morir fiel a la dinastía caída. Supo al cabo Currita convencerle, y cauta siempre, y sin dar ella la cara, encargóle a él entablar las negociaciones con don Juan Antonio Martínez y el ministro de Ultramar, personajes ambos que con traidora previsión había procurado desde mucho tiempo antes atraer a su casa, importándosele un bledo los aristocráticos aspavientos de sus ilustres amigas. Las condiciones impuestas por la condesa eran un considerable aumento de sueldo para ella y la Secretaría particular de don Amadeo para Juanito Velarde, adorado amigo que a la sazón privaba.

El encargo era fácil, dado el afán que de llenar aquel desairado cargo con un grande de España existía en la corte y en el Gobierno. Villamelón, sin embargo, cometió una pifia contra las terminantes prescripciones de Currita. Habíale encargado esta que por ningún concepto soltara prenda por escrito en el manejo de aquel negocio, y por no faltar el majadero a una cita que con cierta viuda problemática tenía, a la misma hora en que le citaba también el ministro, dejó escapar aquella malhadada carta dirigida a este, que tan serias complicaciones había de traer más tarde.

Mientras tanto, la carta de la reina Isabel vino a desbaratar todo lo hecho, y con su desfachatez sin igual, volvióse atrás Currita, dejando a la corte y al Gobierno burlados, y en las astas del toro a su marido. No satisfecha con esto, y para acallar los peligrosos rumores, que, atizados por Isabel Mazacán, corrían de lo sucedido, imaginó denunciarse a sí misma al gobernador, escribiéndole un anónimo en que con pruebas patentes y señales manifiestas aseguraba que la condesa de Albornoz y el marqués de Butrón urdían un complot vastísimo, existiendo en poder de ellos papeles muy importantes para la causa alfonsina. El incauto gobernador cayó en el garlito, y ya hemos visto la admirable profundidad con que secundó los atrevidos planes de aquella ilustre bribona, cuyas mezquinas intriguillas traían en conmoción a toda la corte. La visita de la policía afianzaba para siempre la fama de su lealtad alfonsina, dándole una importancia en el partido que la ponía por completo a cubierto de las pretensiones de la corte amadeísta. Así lo comprendió el excelentísimo señor don Juan Antonio Martínez, y hecho un basilisco fue a pedir al gobernador cuenta de su torpeza; alborotóse este, y guardándose muy bien de confesar que sólo en un anónimo cifraba él las pruebas del complot de Currita, aseguró campanudamente que le constaba la existencia de una vasta conspiración alfonsina, que el marqués de Butrón la dirigía, y que la señora condesa de Albornoz era una trapisondista de tomo y lomo.

—¡Si me lo querrá usted decir a mí! —exclamó el buey Apis resollando por la herida.

Y contó al gobernador, con todos sus pormenores, la historia del nombramiento de camarera y la escena de la carta arrojada al fuego, que había ya hecho desternillar de risa, en las narices mismas del ministro, a todos sus compañeros de gabinete. Mordióse el gobernador los labios, comenzando a sospechar que habían hecho un pan como unas hostias, y el pas trop de zéle de Talleyrand acudió a su mente como un reproche. Detuvo, sin embargo, un momento su cólera y sus temores la entrada del jefe de orden público, que venía a entregarle los papeles sorprendidos en poder de Currita.

Lanzóse el gobernador sobre ellos con todo el ardor de su picado amor propio, y púsole su mala suerte ante los ojos, lo primero, un plieguecillo de esquela, con el timbre de la condesa de Albornoz, y escrito en él, con diversos caracteres de letra, este extraño letrero: ¡Qué animal tan hermoso es el hombre! Examinaba atentamente el gobernador el papelillo, creyendo encontrar alguna clave oculta o algún santo y seña misterioso entre aquellos diversos caracteres de letras, rechondas y apretadas unas, largas y finitas otras, diminutas cual patitas de moscas entrelazadas que se prolongasen en forma de cadeneta, las últimas. Estas despertaron en su mente un vivo recuerdo; buscó apresuradamente el anónimo que encerraba la denuncia, cotejó ambas letras, y el velo se rasgó entonces por completo. ¡Era la misma!… Probado quedaba que la excelentísima señora condesa de Albornoz era una trapisondista de tomo y lomo, y el excelentísimo señor gobernador de Madrid un majadero de siete suelas.

Su furor no tuvo entonces límite, y vino a aumentarlo el cazurro Martínez, que con los carrillos hinchados y la boca llena de risa reventaba por soltar la presa, y soltóla al fin, diciendo a modo de fisga:

—¡Abortó la conspiración!… ¡España puede ya dormir tranquila!…

Su excelencia encontraba cierto maligno gustito en no ser la única víctima de los enredos de aquella grandísima tuna que tan pesados chascos estaba dando a los Epaminondas y Arístides de la España con honra. El señor gobernador comenzó a echar sapos y culebras por la boca, lo mismo que cualquier rufián de callejuelas, y volviendo y revolviendo los papeles, vino a topar con el paquete de las veinticinco cartas. Su gozo fue entonces inmenso: tenía ya asegurada la venganza.

La noche anterior había hecho Currita un escrupuloso escrutinio en sus papeles, quitando de en medio lo que podía comprometerla, y poniendo bien a la vista lo que favorecía sus planes; excusado es decir que la carta de la reina Isabel quedó en puesto tan visible, que presto pudo dar con ella el jefe de orden público. Dos descuidos imperdonables tuvo, sin embargo: quedósele traspapelado en la carta de escribir el plieguecillo en que había hecho sus pruebas caligráficas y olvidóse por completo de que en un cajoncito oculto de la arquilla antigua del boudoir existía, hacía más de tres años, un paquete de cartas. Eran estas de cierto capitán de artillería, andaluz, de gran familia, arrogantísima figura y poquísima vergüenza, que había antecedido a Juanito Velarde en el puesto de confianza que a la sazón ocupaba este en la casa.

Triunfante el gobernador, preguntó a Martínez si le parecía conveniente publicar aquellas cartas en los periódicos.

—Pero, hombre, no sea usted mentecato —replicó el ministro—. ¿Cree usted que hay alguien en Madrid que no sepa o suponga que esas cartas existen o han existido?…

—Pero entonces, ¿qué partido sacamos de ellas?

—Uno muy sencillo… ¿No tiene usted que devolvérselas a la condesa?

—¡Claro está!… Como que el jefe de orden público le ha dejado recibo.

—Pues en vez de enviárselas usted a la mujer, se las envía al marido… Es la única manera de practicar en este asunto la obra de misericordia de enseñar al que no sabe.

—¡Magnífico! —exclamó el gobernador, admirado de la maquiavélica política de su excelencia.

Y, sin pérdida de tiempo, púsose a escribir un atento B. L. M. al marqués de Villamelón, presentándole mil excusas por el mal rato que le había dado aquella mañana, anunciándole la devolución de los papeles incautados y suplicándole cortésmente los repasase uno a uno y muy en particular las veinticinco cartas del paquete, no fuera que por casualidad se hubiese alguna de ellas traspapelado.

En aquel momento, un portero entregó al señor gobernador una esquelita perfumada, que parecía ser de una dama coqueta, y era del lindo ministro García Gómez, el elegante de la situación, el dandy de aquel gabinete eminentemente progresista. Enterado por su amiga Isabel Mazacán de la orden del día dada por el marqués de Butrón en la casa de Currita, apresurábase a poner en conocimiento de la primera autoridad de la provincia la manifestación de mantillas y peinetas que las damas de la aristocracia preparaban para aquella tarde en la Fuente Castellana. El gobernador comenzó a bufar de nuevo, amenazando entre enérgicas interjecciones hacer con mantillas y peinetas lo que Esquilache hizo con capas y sombreros.

—¡Pero, hombre, no sea usted mentecato! —volvió a decir el ministro con su risa de paleto—. Eso tiene muy fácil remedio.

—¿Cuál?

—Llame usted a Claudio Molinos.

Llegó Claudio Molinos, bribón consumado, especie de baratero político que en aquel tiempo alcanzó gran boga, y era, según la voz pública, el galeoto del Gobierno en sus enjuagues de mala ley, y el reclutador y generalísimo de la partida de la porra. Recibiéronle ambos personajes de igual a igual, y con grandes extremos, y después de una corta conferencia, tornó a salir Claudio Molinos muy apresurado. Martínez salió también con gran pachorra, inclinada la cabezota, y las manos y el bastón a la espalda, y quedóse el gobernador muy satisfecho, restregándose las manos chiquitas y regordetas con alguna que otra uña no limpia del todo.

A las seis y media de aquella misma tarde no se veía un solo carruaje en el Retiro ni en el Parque, y centenares de ellos, por el contrario, atravesaban al trote largo el Paseo de Recoletos, atestado ya de gente, y seguían en confuso remolino hacia la Fuente Castellana. Jamás Viena corriendo hacia el Práter, Berlín hacia el Linden, París hacia el Bosque, habían presentado espectáculo tan original y pintoresco como el que ofrecía a la puesta del sol aquella inmensa avalancha de trenes lujosísimos, la mayor parte descubiertos, atestados de mujeres de todos tipos, de todas edades, con trajes de colores vivos, mantillas blancas o negras, peinetas de teja y flores en la cabeza, en el pecho, en las manos, en los asientos y portezuelas de los coches, en las frontaleras de los caballos y en las libreas de los cocheros, confundiéndose, sin atropellarse, en aquella baraúnda ordenadísima, carruajes, caballos, jinetes, arneses, prendidos, libreas, cocheros con la fusta enarbolada, lacayos con los brazos cruzados, retintines de bocados y crujidos de látigos, efluvios de primavera y perfumes de tocador, olor a búcaro de la tierra recién regada, y fragancia de lilas, azucenas y violetas; envuelto todo como en una gasa en un polvillo fino y brillante, iluminado todo con golpes de luz bellísimos por los reflejos del sol poniente, que penetraba por entre las copas de los árboles, haciendo brotar resplandores de incendio en la plata de los arneses, los botones de las libreas y el herraje de los coches.

Por las anchas aceras de la calle de Alcalá desembocaba también en Recoletos muchedumbre compacta de gente de a pie, destacándose de trecho en trecho grupos de mantillas más o menos bien llevadas, peinetas de teja puestas en cabezas más o menos airosas. No correspondía, sin embargo, la animación y la algazara al número y al lujo de aquella muchedumbre; marchaban los paseantes con esa curiosidad más ávida mientras más medrosa, que inspiraba siempre un espectáculo peligroso; con esa curiosidad propia del cobarde que espera oír a cada momento el estampido de un arma de fuego. Las damas de los coches, por su parte, cruzaban entre sí saludos, señas y sonrisas, sin poder disimular un involuntario azoramiento, semejante al del chico descarado que se resuelve a hacer una travesura en las barbas mismas del maestro.

De repente, a la altura de la Casa de la Moneda, paráronse los paseantes, agrupándose bajo los árboles, y los coches moderaron su carrera, llamándose a derecha e izquierda para dejar una calle en medio… Por ella se adelantaba al trote largo un magnífico landó de Binder, caídas a uno y otro lado las capotas de chagrín finísimo, arrastrado por dos soberbios bayos oscuros, dos steppers de grande alzada y poderoso trote que la mano férrea de Tom Sickles manejaba tan fácilmente como movía el viento los ramos de lilas y claveles que lucían los nobles brutos en las brillantes frontaleras. Tendida en los almohadones de raso, con aire distinguidísimo, paseaba la condesa de Albornoz su desvergüenza, dando la derecha a su amiga y pariente la marquesa de Valdivieso; vestían entre las dos primas los colores nacionales: traje amarillo con mantilla negra la de Albornoz; rojo con mantilla blanca la de Valdivieso, y grandes peinetas de carey una y otra, con ramos de claveles blancos y encarnados en la cabeza y en el pecho. Arremolinábase la gente al verlas pasar, las damas las saludaban con los pañuelos desde los coches, arrojándoles flores muchas de ellas, y una turba de gomosos a caballo trotaban a uno y otro estribo del coche, a guisa de caballerizos. De esta manera triunfal hizo Currita su entrada en la Castellana.

Formaban ya allí los carruajes ordenada fila, y entonces pudo apreciar el marqués de Butrón todo el numero y arrogancia de sus huestes femeninas. Allí estaba él en un landó de colores oscuros, teniendo a su derecha a la marquesa, respetable señora que llevaba uno de los nombres más ilustres de España, y podía hacer gala de una de las reputaciones más sin tacha de la corte. Más lejos iba Isabel Mazacán con Leopoldina Pastor, en un milord preciosísimo; Pilar Balsano, la duquesa de Bara, Carmen Tagle y otra infinidad de estrellas y constelaciones del gran mundo, entre las que descollaba la señora de López Moreno con su hija Lucy, vestida ella de azul con mantilla blanca y grandes rosas en la cabeza, ocupando casi por completo una gran carretela con arreos a la calesera, y cochero y lacayo con sombrero calañés, pantalón y chupa de oscuro terciopelo. Todas ellas, mujeres problemáticas, y otras mil y mil mujeres frívolas y superficiales en apariencia, pero honradas en el fondo las más, sólidamente virtuosas y sensatas muchas de ellas, saludaban al pasar a la ilustre bribona, inclinándose todas a su paso, rindiéndole el homenaje de sus sonrisas y su envidia, haciéndose reas de la perniciosa condescendencia con el vicio, llaga mortal de las grandes sociedades, contribuyendo con su presencia y con su lujo, por necedad, por debilidad o por malicia, al gran pecado del escándalo, al triunfo de la más ruin bellaca que urdió jamás trapisondas en la corte.

No duró mucho, sin embargo, la apoteosis… Nadie ha podido explicar nunca cómo sucedió aquello: unos dicen que vino del Hipódromo; otros, que del barrio de Salamanca; algunos, que de un hotelito que, emboscado en un jardín, existe en la Castellana. Es lo cierto que, de repente, apareció en la fila de coches un gran landó a la Daumontl con cuatro caballos blancos; venían dentro dos mujerzuelas de vida airada, abigarradamente vestidas de encarnado, con pomposas mantillas y enormes peinetas, poniendo en asquerosa caricatura a las damas de la aristocracia. En el asiento de enfrente, un rufián con sombrero de copa un poco ladeado y largas patillas postizas, parecía parodiar a cierto prócer famoso que en aquel tiempo hacía gran papel en las filas alfonsinas[7].

Aquello no fue un bofetón, fue una coz, una patada del excelentísimo Martínez, que acababa de un golpe con las peinetas y mantillas, con más facilidad que acabó Esquilache con los sombreros y las capas. Díjose luego que, desde una ventana del hotelito escondido, había él presenciado la escena, con las manos a la cabeza, sacudiendo la cabezota, dejando oír su risita de cazurro, de paleto empingorotado.

—¡Ju, ju, ju, ju!…

Entonces hubo un momento de confusión grandísima, de alarma verdadera: algunos hombres de a pie y de a caballo se lanzaron sobre el coche con los bastones enarbolados, para hacerlo salir de la fila. Intervinieron los guardias de orden público en favor de las mujerzuelas, y mientras tanto, huyeron en un segundo los lujosos trenes, al galope, a la desbandada, mordiéndose los hombres el bigote de despecho, escondiendo las mujeres, llenas de vergüenza, los rostros azorados.

Sólo quedó Currita incorporada en su coche, abriendo mucho los claros ojos, abofeteando a todas aquellas mujeres honradas, cuya culpa consistía en admitirla a ella en su trato, con estas candorosísimas palabras, dichas para tranquilizar a su prima:

—Pero mujer… ¿Qué ha sucedido?… ¿Por qué se van?… Que haya otras dos más, ¿qué importa?…