VI

AMÁS había pasado el pacífico portero de Villamelón susto tan tremendo como el que le tenía reservado el señor gobernador de Madrid para aquel día memorable, 26 de junio… Eran las diez de la mañana, y Baltasar, sin haberse vestido aún la larga librea azul, con anchas franjas en las bocamangas y cuello, cubiertas de escudos heráldicos, limpiaba cuidadosamente el polvo a las soberbias arcas florentinas, los enormes sitiales antiguos y las armaduras de brillante acero que adornaban el vestíbulo. Púsose después a peinar las largas lanas de Bruin, el oso de Noruega, su mudo compañero; y en esta operación se hallaba, cuando un tropel de gente sospechosa invadió de repente la casa, en actitud nada tranquilizadora. Asustado Baltasar, cerró de golpe la gran mampara de cristales; pero, a los repetidos porrazos que en ella dieron los que de fuera entraban, cayeron rotos dos de los magníficos vidrios esmerilados que ostentaban en medio la cifra y corona de Villamelón, y aterrado entonces Baltasar, huyó escaleras arriba con el mandil remangado, atropellando a su paso al diminuto don Joselito, que pacíficamente frotaba con cáscara de limón las varillas metálicas que sujetaban la mullida alfombra en cada peldaño de la escalera. El enano huyó también dando gritos, y a poco la servidumbre entera del palacio corría por todas partes azorada, abriendo y cerrando puertas, e infundiendo la alarma por todo el vecindario.

Mientras tanto, los invasores llegaban a una antecámara completamente desierta, y el que parecía capitanearlos comenzó a golpear el suelo con su bastón de borlas, citando a la condesa de Albornoz en nombre de la justicia. Era este individuo el jefe de orden público, y venía en nombre del gobernador a registrar el palacio de la condesa e incautarse de todos sus papeles. Acompañábanle media docena de guardias municipales, un alcalde de barrio y hasta diez o doce hombres de mala catadura, provistos de grandes garrotes, que parecían por las trazas pertenecer a la por aquel tiempo famosa partida de la porra. Guardáronse todas las puertas, quedando franca para todo el mundo la entrada, prohibida para todos la salida.

Mientras tanto, dormía Villamelón el sueño del justo. Currita, por el contrario, levantada contra su costumbre desde muy temprano, como si algo esperase, notó al punto el alboroto; púsose muy pálida, y una sonrisa de diablillo crispó por un momento sus delgados labios. Temblando como una azorada, entró Kate, la doncella inglesa, a participarle lo ocurrido; pareció entonces azorarse mucho la dama, como si de nuevo la cogiese, y quiso a toda prisa avisar al marqués de Butrón lo que acontecía. Las puertas estaban ya, sin embargo, guardadas y prohibida la salida; púdose, a pesar de todo, hacer saltar la tapia del jardín a un pinche de cocina, y este fue el encargado de llevar al diplomático la embajada de la condesa.

El despertar de Villamelón fue horrible: la imagen del terror había quedado grabada de antiguo en su cerebro, bajo la forma de los salvajes rifeños de África, y ellos, con sus espingardas, fueron los primeros fantasmas que vio asomar en su imaginación en ese primer momento de confusión de ideas que sigue al despertar de todo hombre. El excelentísimo Martínez, el colosal buey Apis, vino al punto a destacarse entre ellos, presentándole con una mano su imprudente carta, echándole la otra al pescuezo para conducirle sin piedad al Saladero… Villamelón pensó morir del susto, porque a su carta, y sólo a su carta, como muy bien le había profetizado el día antes Currita, podía atribuir la repentina llegada de la policía. Pronto, sin embargo, tomó su partido: acurrucóse de nuevo en la cama y juzgó lo más prudente darse allí mismo por muerto. ¿No era Currita quien le había metido en aquellos berenjenales?… ¡Pues allá se las compusiera ella como buenamente pudiese!… En vano le instaba la condesa, temblando de ira, para que se levantase y saliera a recibir la caterva de polizontes: Villamelón contestaba que estaba constipado, que estaba sudoroso y cogería de seguro un pasmo a poco que le diese el aire.

El tiempo urgía, y la intrépida Currita viose al fin precisada a salir ella misma al encuentro de los invasores: no lo hubiera hecho con más arrogancia la viuda de Padilla al presentarse a las tropas de Carlos V en el alcázar de Toledo. Con altivo continente pidió al jefe de orden público el mandato del gobernador, legalizado por el juez, único que, según las leyes vigentes, podía autorizar aquel atropello: presentóse respetuosamente el funcionario, y rasgólo ella en dos pedazos después de leerlo. Hizo entonces una valiente protesta en que sacó a relucir sus leales opiniones alfonsinas, y mandando a un viejo empleado en la contaduría de la casa que guiase a sus habitaciones a aquellas gentes y presenciara el registro, retiróse dignamente a la sala de billar, seguida de sus doncellas como una reina de sus damas: allí hizo traer a los dos niños, Lilí y Paquito, y abrazándolos tiernamente y sentándolos en sus rodillas, parecía parodiar el triste grupo de la reina María Antonieta, refugiándose con sus hijos en un rincón de las Tullerías, invadidas por el populacho. Kate lloraba desconsolada; Miss Buteffull se había puesto el sombrero y los guantes, como si esperase la orden de marchar.

No hacía Currita aquellos alardes artísticos sentimentales a humo de pajas: la noticia había corrido en un segundo por los círculos políticos y aristocráticos de la corte, extendiéndose después por casinos y cafés, tiendas y plazuelas. El pueblo comenzó a agolparse con su estúpida curiosidad a las puertas del palacio, y a poco una larga hilera de coches ocupaba toda la calle, suspendían un momento su pausada marcha, abríanse y cerrábanse con estrépito las portezuelas, y bajaban encopetados señorones, aristocráticos gomosos y damas elegantes; venían estas de trapillo, mirando a todas partes, entre asustadas y curiosas, y abrazaban a Currita haciendo exclamaciones de sorpresa, de indignación, de entusiasmo y de lástima. Esto era lo que esperaba la taimada condesa; con su sonrisa de colegiala, apretaba a unos la mano en silencio, repetía a otros la relación del atropello, y elevaba los ojos al cielo con aire de víctima resignada que se inmola, abrazada a sus hijos, en aras de la proscrita dinastía. ¿Qué sería de ellos? ¡Pobres hijos suyos!… ¡Y Fernandito, tan afectado, tan nervioso, postrado en cama e inspirando su salud serios cuidados! Quizá les esperaba el destierro, quizá la cárcel, quizá… ¡Oh! Las damas se estremecían de furor y de espanto, hablando todas a un tiempo, confortando a la víctima con sus consejos y dándose todas al diablo allá en sus adentros, porque era a Currita y no a ellas a quien había tocado la suerte de hacerse sospechosa a la policía y llegar al apogeo de la celebridad de un solo salto.

Llegaron también varios periodistas a caza de noticias, lápiz en ristre y reparos a la espalda, y fueron muy bien recibidos, dignándose la misma Currita darles noticias del suceso. Pedro López, el cronista de los salones elegantes, que acudía a comidas y saraos con los bolsillos del frac forrados de hule para poderse llevar a mansalva dulces y emparedados, estuvo admirable. Currita le tendió una mano, enternecida a la vista de aquel fiel amigo que tantas veces había descrito los primores de su falda, él se la estrechó en silencio, repitiendo por tres veces:

—¡Ominoso!… ¡ominoso!… ¡ominoso!…

Y apartándose un buen trecho, púsose a garrapatear con ardor febril en su cartera, no sin que todas las damas y muchos caballeros vinieran a hacérsele presentes, mendigando una mención honorífica en aquella crónica que había de ser al otro día la great attraction de la corte. La apoteosis de Currita prometía ser ruidosísima, y preciso era figurar en ella, aunque sólo fuera de comparsa.

Llegó Leopoldina Pastor, sofocadísima, con un devocionario enorme en la mano: venía de Misa, porque estaba haciendo en San Pascual una novena para impetrar del cielo una apoplejía fulminante para don Salustiano de Olózaga. Irritóse mucho de que Currita no hubiese tirado por la ventana al jefe de orden público; juró que no saldría de allí aquel indecente sin oír antes de sus labios cuatro palabritas bien dichas, y alborotando y accionando, y sacando la lengua a los agentes de orden público que encontró al paso, fue a parar al comedor, porque eran ya las doce, estaba en ayunas, tenía hambre y se hacía imposible salir de allí hasta que terminara el registro. Muchas damas y caballeros la siguieron, dispuestos a caer sobre las provisiones de Villamelón como una nube de langostas, y el pasmo de todos fue entonces grande… Sorprendieron al moribundo marqués en un rincón del comedor, apoyado en un trinchero de roble, zampándose en pie y a toda prisa, y mirando a todas partes azorado, una inmensa jícara de suculento chocolate, con una pirámide colosal de dorados picatostes… Pasado el primer susto, y no escuchando ya en la casa otro ruido extraordinario que el incesante ir y venir de la gente que de la calle entraba, Villamelón sintió en toda su pujanza el aguijón más terrible que podía hostigarle: ¡el aguijón del hambre! En vano llamó una vez y otra vez que le trajesen como todos los días:

Ancha bandeja con tazón chinesco,

Rebosando de hirviente chocolate.

Los criados, diseminados por la casa, no acudían a su llamada, y prefiriendo Villamelón los riesgos de otra muerte a la muerte de hambre, decidió al cabo levantarse y escurrirse por pasadizos y corredores hasta la misma cocina, en busca del cotidiano alimento: una vez en posesión de él, refugióse en el rincón más cercano y allí comenzó a devorarlo.

La llegada de los importunos huéspedes hízole levantar el campo, huyendo hacia el interior con el chocolate en una mano y los picatostes en la otra. Mas, con grandes risotadas le detuvo la señoril y hambrienta turba, y alcanzándole Leopoldina Pastor por los cortos faldones de la bata, le gritaba muerta de risa:

—¿Pero dónde vas, Fernandito?… ¡No te vayas, hombre!… ¡Si para sentir es menester comer!… ¡Si nosotros venimos a ayudarte!…

Y desde el maître d'hôtel hasta don Joselito, comenzaron a trabajar, sin dar apenas abasto en servir a la emocionada concurrencia un lunch improvisado, un pic-nic sustancioso.