V

IÓSE mucho al otro día la condesa de Albornoz al oír contar a su hijo Paquito sus extrañas aventuras de la noche precedente: al verse solo, a oscuras, vestido y acostado en una cama que no era la suya del colegio, comenzó el niño a gritar lleno de angustia, sin que nadie contestase a sus lamentos. Oíalos Miss Buteffull desde su cama y comprendió al punto la causa: sin duda, nadie se había acordado en la casa de que el pobre niño había vuelto del colegio; quizá se había puesto malo de pronto; quizá habían entrado ladrones y lo estaban asesinando… Miss Buteffull, compadecida, encendió la vela de su palmatoria. Un decoroso reparo la detuvo de repente: el caso era grave… Tenía ella cuarenta y cinco años, once el niño, la hora de la noche era avanzada. ¿Cómo entrar sola en su cuarto?… Miss Buteffúll apagó la palmatoria.

Mientras tanto, los clamores desesperados del niño despertaban también a la doncella de Lilí, Magdalena, que dormía allí cerca, y acudía esta presurosa en su auxilio; tranquilizábalo con gran cariño, hacíale acostar y permanecía sentada junto a su camita, hasta dejarlo dormido nuevamente.

Esta relación produjo en Currita una de las repentinas crisis de amor materno que solían atacarla de cuando en cuando en sus días de aburrimiento. Solía entonces pasar horas enteras en la Nursery jugando con sus hijos: comíaselos a besos, llamábales sus pichoncitos, hacíales traer costosos juguetes y golosinas de todos géneros; y complaciéndose en poner en ridículo a Miss Buteffull y en decir pestes de los padres del colegio, destruía en media hora todo lo bueno que, a costa de mil trabajos, habían sembrado y podían sembrar en adelante estos y aquella en los tiernos corazones de ambos niños; porque uno de los grandes escollos en que tropiezan los esfuerzos de las personas dedicadas a la educación, consiste en la imprudente y culpable ligereza con que se complacen muchos padres en presentar ante sus hijos a preceptores y maestros, no como amigos íntimos encargados de guiar sus pasos, ni como seres benéficos que les dispensan el favor insigne de formar sus corazones y alumbrar sus entendimientos, sino como tiranos que les oprimen y mortifican, como carceleros cuya vigilancia hay que burlar con ardides y tretas más o menos inocentes. Destrúyese así la buena opinión necesaria a todo el que manda para ser respetado; la fe humana precisa a todo el que enseña para ser creído, y sólo una cosa existe, a nuestro juicio, que sea tan perjudicial a la educación como lo es esta misma: la pugna que a veces descubre el niño entre la moral de sus padres y la moral de sus maestros… Imposible es describir las angustiosas perplejidades, las dolorosas dudas que, con harta triste frecuencia, despiertan estas contradicciones en las almas de los niños: vese en ellas la lucha del entendimiento con el corazón, demostrándole aquel que es sana la doctrina del maestro, esforzándose este por persuadirle que no puede ser mala la práctica contraria del padre o de la madre que tanto aman, que no puede ser cierto lo que, por el solo hecho de serlo, ha de dar irremisiblemente a aquellos seres tan amados la patente de perversos… ¡Ah! Jamás olvidará el que escribe estas líneas las angustias de un pobre niño, modelo de candor y de juicio, al oír explicar cierta lección del Catecismo; quedóse el niño muy pensativo, fuese luego poco a poco angustiando, hasta exclamar al fin convulso, con el corazón encogido, los ojos llenos de lágrimas y temblorosas las manitas:

—¡Entonces… entonces… mi papá es muy malo, muy malo… y se va a ir al infierno!

Importábasele todo esto muy poco a Currita, y sus granizadas intermitentes de besos, de mimos y de imprudencias borraban por completo en el ánimo candoroso de Lilí los largos olvidos y la egoísta indiferencia de su madre; mas no lograban lo mismo en el niño aquellas sensiblerías tempestuosas. Había en el fondo de aquel tierno corazoncito un rinconcillo oculto, en que la memoria iba depositando con implacable fidelidad la lista de todos los agravios, como un grano de simiente venenosa entre una vegetación salubre, como un tallo de cicuta que había de hacer brotar en aquella selva virgen el sombrío rencor, el rencor callado y paciente, árbol siniestro que produce a la larga los envenenados frutos del odio. Todavía aquel corazón angelical perdonaba fácilmente lo que reputaba por injuria; mas ya había dado un paso adelante, ya le era imposible olvidarlo por completo.

No era, sin embargo, el aburrimiento el que había traído aquella mañana a la condesa de Albornoz a entretenerse con sus hijos: parecía, por el contrario, preocupada, un poco inquieta, y notábase en ella esa agitación nerviosa de todo el que espera algo que teme o le importa. Lilí tuvo una idea felicísima: propuso a su madre que hiciese retratar a Paquito con sus premios. Púsose el niño muy encarnado, y movió negativamente la cabeza.

—¡Pues es verdad! —exclamó Currita encantada—. Sí, sí, ahora mismo… ¡Verás qué bonito!… ¡A ver, Germán!… Avise usted al señor marqués que vamos a subir a la cabaña a que nos haga un retrato…

Desprendióse el niño, al oír esto, de los brazos de Lilí, que, saltando de alegría, le abrazaba, y exclamó con enérgica ira:

—¡No!, ¡no!… ¡Papá, no!…

—¿Pero por qué? —dijo sorprendida Currita, agarrándole por un brazo.

Forcejeaba el niño por desasirse, muy colorado y conmovido, y con los hermosos ojos llenos de lágrimas.

—¿Pero por qué, por qué? —repetía Currita.

—¡Me dijo que me fuera!… ¡Me dio dos pesetas! —gritó al fin el niño con gran desconsuelo; y sollozando amargamente, escondió la preciosa carita en el seno de su madre.

¡Qué rayo de luz hubiera sido aquel lamento del niño para una de esas madres santas y prudentes que estudian y dirigen hasta el más ligero latido del corazón de sus hijos!… En él aparecía revelado un noble pundonor, que iba ya camino del orgullo, y una precoz propensión a la venganza, que espera oculta y paciente la hora de devolver desaire por desaire y ofensa por ofensa. Mas Currita sólo vio en todo aquello un capricho de niño voluntarioso, y entre caricias y reflexiones, halagos y amenazas, intentó persuadir al niño a que se dejara hacer el retrato: cedió este en la apariencia, y Currita subió con ambos niños de la mano a la espléndida cabaña en que tenía el marqués de Villamelón su taller fotográfico.

Porque el ocio, esa gran pesadumbre de los grandes, que en vez de lágrimas tiene bostezos, había despertado en el ilustre prócer y guerrero invicto la afición a la fotografía, no encontrando en él la aptitud necesaria para el cultivo de otras artes más elevadas. Comer, beber, dormir y retratar a todo bicho viviente que cruzaba ante la magnífica lente de su cámara oscura eran las útiles tareas que llenaban y aun hacían rebosar la vida de aquel ilustre prócer, a cuyos abuelos cabía tanta parte en las gloriosas empresas de la antigua España.

Acudió, pues, Villamelón presuroso, como siempre, a la menor indicación de Currita, envuelto en su fresca bata escocesa, que apenas le pasaba de la cintura; venía con él uno de esos magníficos perrazos de Kamschatka, de un blanco amarillento, que arrastran en su país pesados trineos, y había sido el paje continuo de Currita en una larga temporada en que le pareció muy espiritual hacer grandes excursiones a caballo.

Villamelón comenzó al punto a preparar la máquina con sus dedos manchados de nitrato de plata, y Currita disponía mientras tanto el artístico grupo en que habían de retratarse los niños. Colocóse en el centro un gran sitial gótico, preciosa joya arqueológica y artística, y hundidos en él ambos niños y estrechamente abrazados, habían de aparecer examinando juntos el diploma de los premios, un exacto facsímile de una bellísima miniatura del siglo XV; tendido a la larga ante ellos, Tock, el perrazo amarillento, apoyaba el hocico en el rojo almohadón de terciopelo en que descansaban los pies de los niños.

—¡Delicioso! —exclamaba encantada Currita—. Mira, Fernandito, parece un cuadro de Meissonnier.

Los premios, sin embargo, no aparecían por ninguna parte, y Paquito se encogía de hombros, asegurando ignorar dónde los había puesto.

—¡Tonto! —gritó Lilí, dándole una palmada—, si los dejaste abajo…

Y en menos de dos minutos fue por ellos y los trajo, mostrándose muy sorprendida de que los vivos colores del diploma apareciesen desteñidos en algunos sitios como por gotas de agua. El niño se puso muy encarnado y no dijo una palabra: sus lágrimas de la noche anterior eran la causa de aquellas manchas.

En aquel momento anunció un criado a Currita que el señor ministro de la Gobernación deseaba hablarla con urgencia. Volvióse ella bruscamente a su marido, dejando caer el diploma que tenía en la mano, y él se incorporó asustado, quedándole por la cabeza el paño negro con que se cubría para enfocar la máquina; por debajo asomaban sus bigotes retorcidos, su nariz colgante, sus ojos azorados en aquel momento, fijos en Currita, con la medrosa expresión del escolar desaplicado cogido in fraganti.

La esposa dio dos pasos hacia el esposo, desmintiendo con los rayos, que de sus claros ojos brotaban, la suave vocecita y el pausado tono con que dijo:

—¿Pues no comió ayer aquí ese buey Apis?…

—Es un animal —replicó el marido; y para ocultar su turbación, escondióse bajo el paño negro, poniéndose a enfocar de nuevo la máquina.

—Óyeme, Fernandito, que te estoy hablando —añadió Currita con relamida pausa.

Incorporóse de nuevo Fernandito, cada vez más turbado, sin quitarse el paño negro de la cabeza.

—¿Dijo anoche algo el buey Apis sobre el nombramiento?

—Nada —balbuceó Villamelón.

—¿Nada?… ¿Estás cierto?…

Los labios de Villamelón temblaron como tiemblan los del chico que va a soltar una mentira.

Y pensándolo mejor, sin duda, recordó al cabo Fernandito que el ministro de la Gobernación, el buey Apis, como por razón de su corpulencia le llamaban, tan sólo le había dicho que el pastel de ratas debía de ser muy indigesto. ¡Vaya usted a ver qué tontería! Pero en cambio manifestó a Juanito Velarde que aquello no podía quedar así, que nadie se burlaba impunemente del Gobierno y que estaba decidido a reclamar de Currita la aceptación del nombramiento, apoyándose en una carta que —¡frase poco ministerial!…— había de refregarle por los hocicos…

—¿Una carta? —exclamó Currita realmente sorprendida—. ¿Pero de quién?…

—¡Mía!… ¡Mía!… —balbuceó Villamelón; y comprendiendo que con esto soltaba el trueno gordo, pidió a la tierra que se lo tragase. Mas la tierra no tuvo por conveniente darle gusto. Currita avanzó otros dos menudos pasitos, y suavizando más y más su acento, mientras más y más se encolerizaba, añadió:

—¿Pero tú le has escrito, Fernandito?…

Villamelón bajó la cabeza anonadado.

—¿Pero no te dije que fueras a hablarle?… ¿Que en todo este negocio no había que soltar por escrito una sola letra?… ¿Lo ves, Fernandito?…

Villamelón retrocedió un paso como quien espera un cachete, y Currita adelantó otro, diciendo después de una pausa:

—¿Y dijo que iba a… a… a presentarme esa carta?

—Eso decía Velarde.

—¿Estás seguro?…

—Segurísimo.

Villamelón dio otro paso atrás y Currita otro adelante, repitiendo con tan suave voz que parecía una caricia:

—¿Lo ves?… ¿Lo ves, Fernandito?…

Y tirando de repente con rabioso arranque del paño negro, hundióle la cabeza a su ilustre esposo en la especie de saco que aquel formaba; volvió luego la espalda pausadamente, y sin perder su suavidad, salió de la cabaña.

Lilí se reía a carcajadas al ver a su padre forcejeando por sacar la cabeza del saco negro, y corrió a Paquito para decirle al oído un secreto muy grande, muy grande…

—¡Pero qué tonto es papá!…

Paquito no la escuchaba, sin embargo: durante toda esta escena había sentado en el sitial gótico a Tock, el perrazo amarillento, que se dejaba manejar con esa especie de cariñosa paciencia con que a los niños soportan los perros. Colgóle después de su collar de hierro repujado las cinco medallas de los premios, y colocándole en la cabeza el diploma en forma de cucurucho, gritó a Lilí con extraño acento:

—¡Anda, que lo retrate papá!… ¡A Tock le doy yo todos mis premios!…

Mientras tanto, pasmábase el lacayo al oír que su señora le daba, al pasar, la extraña orden de encender sin pérdida de tiempo la chimenea del boudoir, era aquel día el 25 de junio y el calor comenzaba ya a ser sofocante. Obedeció, sin embargo, con esa especie de impasibilidad automática, propia de los criados de grandes casas, y cuando el excelentísimo ministro de la Gobernación, don Juan Antonio Martínez, buey Apis, por otro nombre, entró en el boudoir, ardía ya en la chimenea un alegre fuego, y a su lado le esperaba Currita, tendida en una chaise longue, envuelta en una bata de raso, perfectamente enguatada, y arropados los pies con un plaid escocés finísimo: descansaba su cabeza en una gran almohada con lazos color de rosa, y tendiéndole al verle entrar su franca manecita, dijo con la débil voz de un enfermo desahuciado:

—¡Adiós, Martínez!… Sólo a usted hubiera yo recibido hoy.

El buey Apis dio un mugido, expresión fiel de la admiración, la sorpresa y el sobresalto que al punto le embargaron, y comenzó a sudar a la vista de la chimenea encendida.

—¿Pero qué es esto, señora condesa? —exclamó desolado—. ¿Sigue la jaqueca?…

—Fatal… ¡Fatal estoy! —contestó Currita—. Creo que tengo calentura… ¡y unos escalofríos!…

Y la muy ladina estremecía el débil cuerpecillo, señalando al mismo tiempo al ministro una pequeña marquesita colocada junto al fuego y al alcance de su mano: en ella se sentó el excelentísimo Martínez, dispuesto a dejarse tostar en su mullido asiento como san Lorenzo en las parrillas.

—¡Lo siento… lo siento en el alma! —dijo.

Y con sencillez verdaderamente progresista, añadió, recordando la rústica farmacopea de su tierra nativa:

—¿Por qué no se pone usted dos ruedas de patatas en las sienes?… Eso alivia mucho.

—¿Patatas? —exclamó Currita estremeciéndose de espanto. ¡Jesús, Martínez, por Dios!… Prefiero la jaqueca.

Martínez comprendió que había asomado la oreja lugareña bajo la piel del ministro cortesano, y entró en materia, dejando a un lado compasivos preámbulos y recetas caseras.

—Siento entonces venir a aumentarle a usted la jaqueca; pero el negocio es grave y urgente…

La condesa acomodó la roja cabecita en su blanda almohada con lazos rosa y fijó en el ministro sus claros ojos, que expresaban admirablemente la extrañeza. Afianzóse Martínez las gafas de oro, torció la descomunal cabeza, y amenazando a Currita con su gordo y porrón dedo, como hace el dómine que echa al niño una reprimenda cariñosa, le dijo:

—En Palacio están muy disgustados…

Currita se encogió de hombros, haciendo un gracioso pucherito como quien dice: ¿Y a mí qué me cuenta usted?…

—Sí, señora —prosiguió el ministro—. Su majestad el rey, muy ofendido… Su majestad la reina, sentidísima.

Diole a Currita ganas de reír la pomposa hinchazón con que pronunciaba el ministro demócrata aquellas sonoras palabras: Palacio…, majestad…, rey…, reina, que parecían llenarle la ancha bocaza, y preguntó con su suavidad acostumbrada:

—¿Quién?… ¿La Cisterna?…

Crecióse el ministro como un toro de Veragua al que plantan una pica.

—No, señora —exclamó ofendido en su orgullo dinástico—; su majestad la reina de España, doña María Victoria.

—¡Ya!… —dijo Currita—. ¿Y qué tengo yo que ver con los sentimientos de esa señora?…

—¿Qué tiene usted que ver?… —exclamó el ministro, sofocado por el calor de la chimenea y la calma zumbona de Currita—. ¿Pues le parece a usted poco solicitar el cargo de camarera mayor, para desairarlo luego después de concedido?… ¿Así se juega con una reina modelo de virtudes? ¡Pues sepa usted que el Gobierno está decidido a reclamar enérgicamente!…

Y el ministro, descompuesto, sudando la gota gorda, colorado como una remolacha, y con ambos puños apoyados en las respectivas rodillas, fijaba en Currita sus ojos de besugo, como si pretendiese tragársela de un solo bocado. No le intimidaban, sin embargo, a ella los mugidos del buey Apis; incorporóse un poquito, y muy extrañada y ofendida, y con los claros ojos fijos siempre en el vacío, comenzó a decir con su suave vocecita algún tanto apurada:

—¡Pero Martínez, por Dios, no se descomponga así!… ¡Se pone usted tan feo!… Preciso es que haya en eso alguna equivocación, algún quid pro quo, para que un hombre de su talento de usted diga semejantes desatinos… ¿Yo, camarera de la Cister… quiero decir, de doña Victoria?… ¿De dónde ha salido eso?

—¡De usted misma, señora condesa, de usted misma! —gritó el ministro—. ¿Se atreverá usted a negar delante del ministro de Ultramar que ha solicitado el cargo de camarera, con tal que diesen a Velarde la Secretaría del rey, y a usted seis mil duros de sueldo?…

—¡Pues ya lo creo que lo negaré! —contestó Currita con todo su desparpajo.

—¿Sí?… Pues veremos si su marido de usted lo niega igualmente, cuando todos los periódicos de Madrid publiquen esta carta.

Y el buey Apis sacó una de su bolsillo, que puso extendida ante los ojos de Currita, como si pretendiese cumplir su bestial amenaza de refregársela por los hocicos. La condesa fue a echar mano al papel con grande prisa, pero el ministro lo retiró al punto, diciendo brutalmente:

—¡Ca!… Esta no la suelto yo ni un momento; pero ahora mismo la oirá usted de cabo a rabo.

Y poniéndose las gafas sobre la frente, porque era miope, comenzó a leer la carta. En ella, el marqués de Villamelón, de acuerdo con su esposa, pedía para esta, por medio del ministro de Ultramar, el puesto de camarera mayor de la reina, con las dos condiciones indicadas antes por Martínez: la Secretaría particular de don Amadeo para Juanito Velarde y los seis mil duros de sueldo para la dama misma. La prueba no podía ser más concluyente, y Currita pudo comprender toda la imprudencia de su caro esposo al dejar escapar aquella prenda. No se apuró mucho, sin embargo: mientras el ministro leía, habíase ido incorporando poco a poco, haciendo mohínes de espanto y gestos de protesta, y de repente, con la agilidad de una gata cazadora que se lanza sobre el incauto ratoncillo, arrancó de manos del ministro la peligrosa carta y la arrojó al fuego… El papel se enroscó un segundo entre las llamas, quedando al momento convertido en cenizas.

Atónito el ministro retrocedió bruscamente en la butaca, soltando una palabrota: mas Currita, sin ofenderse por ella, ni asombrarse tampoco, dejóse caer de nuevo en su almohada como si tal cosa, diciendo con su cándida risita:

—¡Vamos, vamos, Martínez!… Preciso será que se ponga usted dos parches de patata… ¡Eso refresca mucho!…