III
L 21 de junio de 1832, Fernando VII, arrastrando los pies más por la gota que por los años, y María Cristina, en todo el apogeo de su lozanía y su belleza, sacaban de pila en la colegiata e iglesia parroquial de la Santísima Trinidad, del Real Sitio de San Ildefonso, a un niño que se llamó Fernando, Cristián, Robustiano, Carlos, Luis Gonzaga, Alfonso de la Santísima Trinidad, Anacleto, Vicente.
Era hijo primogénito de los marqueses de Villamelón, grandes de España, gentilhombre él de su majestad el rey, y dama de honor ella de su majestad la reina. Fue la última criatura que apadrinó Fernando en este valle de lágrimas; quince meses después bajó al sepulcro en el Real Palacio de Madrid, cumpliéndose a la letra el símil de la botella de cerveza con que el socarrón monarca comparaba a su pueblo. Él era el corcho que saltaba, la revolución el espumoso líquido que se difundía por todas partes.
Aquella misma tarde quiso Fernando examinar de cerca a su ahijado, y en su propia cámara, hundido él en su poltrona, puso al recién nacido sobre sus rodillas, abrióle la boquita con un dedo, y metióle su nariz de pura raza borbónica, como si quisiera examinarle la embocadura del esófago. El caso era portentoso, y asustado Fernando al cerciorarse de ello, retiró la nariz prontamente… El tierno Villamelón había venido al mundo con toda la dentadura completa.
Enrique IV nació con dos dientes, Mirabeau con dos muelas, y quien de tal modo superaba al gran rey, y se sobreponía al famoso tribuno, preciso era que diese también de sí grandes cosas. Villamelón padre lloraba de gozo, y el conde de Alcudia, que allí se hallaba presente, le aconsejó que emplease para la lactancia de su hijo las veintisiete vacas y cuarenta cabras que servían de amas de cría al hipopótamo parvulito, regalo de Abbás-Pachá, que se criaba en París, en el jardín de las plantas. Mas Fernando VII opinó que le diesen de mamar chuletas, y lo destetaran luego con aguardiente, y aquella misma noche envió a su ahijado, como regalo de padrino, un gran trinchante de oro macizo, que tenía esculpidas en el cabo las armas de España.
La reina deseó también cerciorarse del prodigio, metiendo la punta de su rosado dedo en la boca de Villameloncito, y don Tadeo Calomarde, que llegó en aquel momento, quiso hacer la misma experiencia, introduciéndole el suyo manchado de tinta. Mas el niño apretó entonces fuertemente sus precoces herramientas, haciendo lanzar al ministro un ligero chillido.
—Se conoce que no es tonto —dijo Fernando VII.
Rieron todos la agudeza del monarca, y la frase salió de la cámara regia, cruzó por los salones, pasó por las antesalas, y al bajar las escaleras comentábanla ya todos, muy admirados del talento de la criatura, asegurando que a los tres días de nacida había recitado a su augusto padrino el Padrenuestro, el Avemaría, parte de la letanía lauretana y una fabulita de don Tomás Iriarte; aquella que empieza:
Por entre unas matas
Seguido de perros,
No diré corría,
Volaba un conejo…
El caso era prodigioso, y de entonces dató la fama de hombre de talento que había de gozar el marqués futuro de Villamelón, hasta que los repetidos esfuerzos de sus majaderías dieron con ella al traste.
A los veinte años cumplidos, y puesto ya, por muerte de su padre, en posesión de su título, entró en la Academia de Artillería, y el año de 59 marchó a la guerra de África, a bordo de la escuadra que mandaba el general don Segundo Herrera. Ansioso de pisar suelo africano y teñir su espada virgen en sangre agarena, saltó Villamelón a tierra, en el sitio que llaman de Cabo Negro, con ánimos bastantes para atravesar todo Marruecos y llegar a Túnez, donde un su abuelo había ganado la Grandeza entrando en la Alcazaba con don Juan de Austria… Mas de repente brotaron de entre las cerradas malezas que cubrían la rojiza playa como el áspero vello de una fiera bestia, varios rifeños dispersos, que recibieron a los exploradores con el fuego de sus espingardas… Villamelón no titubeó un momento: olvidóse de Marruecos, renunció a Túnez y renegó de aquel su abuelo que ganó la Grandeza en la Alcazaba, para ganar él la chalupa a toda prisa y refugiarse en el último rincón de su camarote de la Blanca, sin que volviese a subir sobre cubierta, hasta regresar de nuevo a la Península con patente de enfermo. Los rifeños le habían parecido muy feos en aquella corta entrevista, y tan mal educados, que imposible se hacía a toda persona decente tener trato alguno con ellos.
Pidió entonces su retiro, y entró en Madrid triunfante, como Napoleón en París de vuelta de la campaña de Egipto, precedido de la fama de sus hazañas en el combate terro-naval de Cabo Negro. El combate terro-naval corrió por toda la corte, ponderado por el héroe mismo, y un día que daba la guardia en Palacio, como grande de España, y mencionaba por centésima vez, durante la comida, el combate terro-naval de Cabo Negro, le dijo de pronto la reina:
—Mira, Villamelón; varía alguna vez, y que no sea siempre terro-naval… Siquiera por hoy, que sea navo-terrestre.
Y bautizado por los regios labios navo-terrestre, quedó Villamelón para todos los días de su vida.
Era por aquel tiempo el marqués, sin ser derrochador, bastante libertino; pero no con aquel aristocrático libertinaje de los Lauzun y los Frousac, señoriles hasta en sus vicios, caballerescos hasta en la infamia, que sacudían de sí todo lo vulgar y grosero, con la misma elegante pulcritud con que sacudían el polvillo del perfumado tabaco de sus chorreras de encaje. Su libertinaje era, por el contrario, aquel otro libertinaje tan común en España entre los jóvenes de alta alcurnia: mezcla extraña, tipo híbrido del manolo y del sportmen, del gitano y del muscadin, que se diría nacido del antitético matrimonio de un torero andaluz con una soubrette parisiense. Harto al cabo de chulas y de lorettes, de toros y de handicaps, de manzanilla y champagne, de callos y de foie-gras, resolvió a los treinta años dar fin; esto es, casarse… Mas para que Villamelón diese fin, preciso era que alguna hija de Eva diese principio, puesto que por una de esas anomalías que tienen su razón de ser en el torcido criterio de ciertas clases sociales, se ha convenido en que el hombre piensa dar fin en aquel mismo matrimonio en que juzga la mujer dar principio.
El trabajo de la elección, l'embarras du choix, como él mismo decía, no fue para Villamelón grande, porque en ningún orden de ideas era descontentadizo. Creía en Dios como en una persona excelente con quien se cumple de sobra, dejándole de cuando en cuando una tarjeta en el cancel de una iglesia; el hombre era para él un tubo digestivo muy bien dispuesto; la vida, una peregrinación, que, con la bolsa bien repleta y el estómago bien lleno, podía hacerse cómodamente; y el matrimonio, la fusión de dos rentas y la prolongación de una estirpe que había de llevar su ilustre nombre, ni más ni menos que llevan el suyo los toros de Veraguas o las yeguas de Mecklemburgo.
Viose, pues, a Villamelón, el héroe del combate navo-terrestre de Cabo Negro, que tanto se había asustado con la desnudez relativa de los rifeños, pedir sin repugnancia y obtener sin espanto la mano de una ilustre salvaje completamente desnuda de alma; porque así como en bosques y desiertos se encuentran salvajes que ofenden la decencia con la desnudez de sus cuerpos, así también se encuentran en plazas y salones otros salvajes vestidos por fuera, que insultan el pudor con la desnudez interna de sus almas. Para ellos son del todo inútiles cuantas prendas más o menos postizas usa la humanidad para encubrir sus vicios, y lo mismo el santo rubor que la falsa hipocresía, el noble decoro que la falaz preocupación, les provocan la carcajada de extrañeza que causó a Cetewayo, destronado rey de los zulús, la camisa que le ofrecían sus vencedores ingleses.
Esta ilustre salvaje civilizada era la excelentísima señora doña Francisca de Borja Solís y Gorbea, condesa de Albornoz, marquesa de Catañalzor, dos veces grande de España por derecho propio, y marquesa de Villamelón y de Paracuéllar, con otra Grandeza, por el héroe de la batalla navo-terrestre de Cabo Negro, su ilustre marido.
Pero por una de esas excepciones que apartan en algo al individuo de las reglas generales del tipo para constituir en el un carácter propio, tenía la condesa un pudor especial, un extraño pudor que pudiera muy bien llamarse el pudor de su marido. Porque lejos de ser este matrimonio, como tantos otros de su clase, la pareja de perros que se esfuerzan por andar tan apartados como permite la traílla harto elástica que los une, veíaseles, por el contrario, siempre juntos en todas partes, abrumando él a ella con cariñosas atenciones, correspondiente ella a él con monadas de niña tímida, de candorosa colegiala cuyo encantador enfantillage, sobrepuesto a su desvergonzado cinismo, traía a la imaginación el extraño fantasma de un caribe bebiendo en delicadísima copita de cristal de Bohemia, poquito a poco y sorbo a sorbito, espumante sangre caliente; de un antropófago que con tenedor y cuchillo de brillantísima plata se comiese con la mayor pulcritud posible un beefsteak de carne humana.
Villamelón, sin embargo, había realizado su ensueño; porque su esposa prolongó su estirpe añadiéndole una niña y un niño, y la renta de él, que, según su frase, daba para comer, se unió a la de ella, que daba a su vez para cenar; para comer y cenar, se entiende, con todas las opíparas reglas del arte, porque Villamelón honró siempre su precocidad dentífrica y el trinchante de oro macizo, regalo de su augusto padrino, siendo glotón a la vez que gastrónomo, gourmand a la vez que gourmet; un tonel sin fondo en cuanto a la cantidad de lo que bebía y engullía, y un inteligente Brillat-Savarin en cuanto a la calidad y modo de lo que engullía, sordo siempre a los clamores de la indigestión, que de cuando en cuando se encargaba de predicar moral a su estómago.
La esposa, por su parte, era también feliz; zambullida en su desvergüenza, como los héroes griegos en la Estigia, habíase hecho como ellos invulnerable, y con su audacia infinita y su cínica travesura femenina, lograba el único fin de su vida, natural anhelo de su vanidad inmensa: sobreponerse a todo el mundo, ser siempre la primera y lograr que todas las lenguas le rindiesen vasallaje, ocupándose constantemente, para bien o para mal, que eso poco importaba, de su persona y de sus cosas. De ella hubiera podido decirse lo que de cierto personaje dijo un escritor elegantísimo: «Si asiste a una boda, quisiera ser la novia; si a un bautizo, el recién nacido, si a un entierro, el muerto».
Y aunque nadie hubiera podido explicar la razón de ser de esta supremacía de que gozaba Currita en la corte, sin embargo, con esa vergonzosa condescendencia para el escandaloso que es a nuestro juicio el pecado capital de la alta sociedad madrileña y el origen y fuente de sus deformidades, todo el mundo, desde el caballero cumplido hasta el tahúr elegante, desde la dama honrada hasta la hembra sin decoro, se sujetaban a ella de modo más o menos directo, sin dejar por eso de proclamar que en belleza la aventajaban todas, en alcurnia la igualaban muchas, en riquezas la superaban bastantes, y sólo en audacia y desvergüenza caminaba siempre la primera… ¿Sería, pues, esta la razón de ser de aquella supremacía? ¿Sería que a fuerza de ver refinado el vicio y respirar la atmósfera de escándalo llegan ciertas sociedades a la aberración de aquellos pueblos bárbaros que prestan su homenaje más profundo y su culto más entusiasta al ídolo más monstruoso?…
Limitémonos a indicar el hecho sin tratar de analizarlo, y veamos lo que hizo Currita aquella tarde en casa de la duquesa de Bara.
Esta se había incorporado en su asiento, y Currita llegó hasta ella, saludando a derecha e izquierda, al son del himno de doña María Victoria, siempre con su cándida risita:
—¡Gracias! ¡Gracias, amado pueblo!
—A tout seigneur, tout honneur! —le dijo la duquesa devolviéndole sus besos.
Agrupáronse todos en torno a Currita, que se había sentado junto a la duquesa, desairando una taza de té que le ofrecían; pidió en cambio una copita de whisky, porque era de rigor en aquel tiempo, entre algunas damas elegantes que pretendían formar el cogollito de la crème, fumar y empinar de lo lindo, con mucha distinción y gracia. El respetable Butrón le ofreció un cigarro.
—¡Ay, no, no —dijo ella con su melodiosa vocecita—; eso es paja!… Dame tú uno más fuerte, Gorito…
Y mientras Gorito le daba un veguero, capaz de tumbar de espaldas a un sargento de caballería, y lo encendía ella pulcramente con una prosaica cerilla, le dijo la duquesa:
—¡Pero vamos, mujer… cuenta, cuenta!…
—¿Y qué he de contar yo —dijo ella entre dos chupadas—, si veo que lo saben ustedes todo?…
—¿Pero es cierto? —preguntó Butrón azorado.
—¡Ciertísimo! —replicó con énfasis Currita.
El peludo Butrón levantó ambas manos al cielo, la Mazacán paseó por la horrorizada concurrencia una mirada de triunfo, y la duquesa, irguiéndose iracunda, exclamó violentamente:
—¿Y lo dices con esa frescura?… ¿Y tienes valor para venir a decirlo aquí, en mi casa?…
Currita pareció quedarse sorprendida, casi espantada, y paseando por todo el auditorio sus claros ojos admirablemente azorados, dijo con el tonillo lastimero de una niña a quien amenazan con azotes:
—Pero entendámonos… ¿Qué es lo que ustedes saben?…
—Que estás nombrada camarera mayor de la Cisterna —dijo Isabel Mazacán con todos sus bríos.
Currita pensó desmayarse.
—¿Yo? —dijo con la ruborosa indignación de una virgen de cuya virtud se duda—. ¿Y ustedes lo han creído?…
—¡Nadie, nadie! —exclamó Butrón soltando el resoplido inmenso de un gigante a quien quitan de sobre el pecho una montaña— Nadie ha dudado ni por un momento de tu lealtad, hija mía querida, y cree que…
—¡Jesús, señor, qué gentes!, ¡qué lenguas!, ¡qué modo de tergiversar hasta lo más sencillo! —decía Currita con voz debilitada.
Y enjugándose con su finísimo pañuelo una lágrima, que, falsa o verdadera, apareció en sus ojos, dejaba ver al descuido la bellísima flor de lis que traía en el pecho, y una magnífica pulsera de oro, en que con sus gruesos brillantes se leía incrustada la cifra de Isabel II.
—El caso no puede ser más sencillo —prosiguió con aquella suave vocecita que jamás dejaba un mismo y pausado tono—. Ayer, en el consejillo, trataron del nombramiento de camarera, porque la verdad es que la posición de esa pobre Cisterna no puede ser más desairada… Pues nada, hija, el ministro de Ultramar[2] tuvo la ocurrencia de proponer que me hicieran a mí la oferta.
—¡Indecente! —gritó Leopoldina Pastor—. ¿Y tu marido no le ha dado ya una estocada?
—Bien la merece; pero, después de todo, el pobre Fernandito es quien tiene la culpa —continuó Currita con aire de pacientísima esposa—. Se empeñó en que su amigo Juanito Velarde había de ser secretario particular de don Amadeo, habló al ministro, este le ayudó, y envalentonado con eso, se ha atrevido a tanto el señor ministro… Lo que yo le decía a Fernandito: si le das el pie a esa gente, se tomarán la mano… En fin, hija, el presidente del Consejo en persona estuvo a hacerme la propuesta… ¡Por supuesto que yo no lo recibí; Fernandito se entendió con él, y tuvieron una escena!… Yo, muerta de susto, porque creí que lo iba a plantar en la calle y acabaría la cuestión a tiros… En fin, se fue por donde había venido, con las orejas calientes; y sabe Dios lo que en venganza dirán de mí ahora… Esto ha sido todo; por eso, cuando al entrar oí el himno y vi el saludo de Gorito, creí que era una broma que ustedes me daban…
Butrón hizo una profunda señal de asentimiento, y la duquesa, ya amansada del todo y queriendo remediar su anterior arranque, dijo vivamente:
—¿Pero podías creer otra cosa?
Y cogiéndola la muñeca en que traía la pulsera de Isabel II, besóle la mano con gran cariño, diciendo:
—Si fueras tú camarera de la Cisterna merecerías que se te volviese un grillete esta pulsera.
—¿No me la habías visto? —dijo con mucha naturalidad Currita—. Me la regaló la reina el último día de mi santo.
Mientras la de Albornoz hablaba, Isabel Mazacán, muy impaciente, cuchicheaba al oído de Butrón, diciéndole:
—¡Pero qué grandísima embustera!… ¡Pero qué modo de inventar historias!… ¡Mentira, Butrón, mentira todo!… Si me dijo García Gómez que justamente en el consejillo había dado cuenta el ministro de Ultramar del deseo de ella, y entonces quedó acordado el nombramiento, supuesta la aprobación de la Cisterna… Hoy, hoy por la mañana, es cuando debe de haber ido el presidente del Consejo a notificárselo a Currita.
Y luego, no bien cesó de hablar ésta, se apresuró a decir en voz alta, con marcado aire de triunfo:
—¿Lo ven ustedes?… ¿Lo ven ustedes cómo era lo que yo decía?… Lo mismo, lo mismo que está diciendo Curra fue lo que me contó a mí García Gómez.
Currita, que tenía sobradísimas razones para saber que García Gómez debía de haber dicho cosas muy distintas, dio un par de chupaditas al cigarro, que con tanto hablar ya se apagaba, y dijo a la Mazacán muy despacito:
—Pues mira; también tengo mi quejilla contra… tu García Gómez… Porque como ministro de Estado que es, entretiene sus ocios registrando toda la correspondencia que viene de París… ¡Sí hija mía, sí; no lo defiendas!… En el gabinete negro se abre toda la correspondencia antes de que llegue a su destino, y por eso pudo decir en el consejillo que ayer vino para mí una carta de la reina, que debió probar al Ministerio todo lo absurdo de sus pretensiones.
Comprendieron todos, y Butrón el primero, a qué carta aludía Currita, y exclamaron en coro general, que dejaba sobresalir bastante las sordas notas de la envidia:
—¿Te ha escrito la reina?…
—Sí —replicó Currita—; me escribe invitándome para la primera comunión del príncipe Alfonso en Roma…
Y se quedó mirando de hito en hito a Isabel Mazacán, cuyas misteriosas ganas de acompañar a la reina destronada en aquella expedición eran de todos conocidas. Esta, que hacía largo tiempo que sentía furiosos hormigueos en la lengua, se aprestó a soltar alguna de sus crudezas. Pero Butrón, que no cabía en sí de gozo al ver que su pifia diplomática quedaba orillada, se apresuró a detenerla, llevándosela al hueco de una ventana, donde por algún tiempo dialogaron vivamente.
Mientras tanto, Currita, con la vaga mirada fija en el espacio, como era siempre su extraña costumbre mientras hablaba, no los perdía de vista, trazando al sino tiempo su itinerario. A principios de julio pensaba marchar con Fernandito a Bélgica, para pasar un mes escaso con Mariano Osuna en su castillo de Beauraing; después no sabía a punto fijo dónde iría a esperar el 15 de octubre, fecha en que estaba citada con la reina en Marsella, para emprender el viaje a Roma: quizá fuera a Trouville… El verano anterior lo había pasado allí en una villa preciosa, frente al Chalet Cordier, que era el de M. Thiers… Y por cierto que era Thiers un vejete muy simpático y muy limpio, a pesar de ser republicano; su mujer, una bourgeoise así, así… vamos, bastante pasable. Pues ¿y la cuñada mademoiselle Dosne, la ninfa Egeria del presidente?… Era cosa graciosísima verla coser los botones de la bata de son beau-frère Adolphe… Parecía el ama de llaves de un notario acomodado.
—¡Era una trinidad deliciosa!
Y con su ingenuidad de colegiala, describió entonces Currita, con todos sus pormenores, una picantísima caricatura de los esposos Thiers: una indecencia verdusca publicada en Burdeos y recogida al punto por la policía.
—A mí me proporcionó un ejemplar el duque Decazes, y no pude resistir a la tentación de enviársela por el correo, con una fajita, a mademoiselle Dosne… ¡La cara que pondría!… ¡Ella que es tan pulcra, tan comedida!…
Y a renglón seguido, sin transición ninguna, Currita se enterneció profundamente al pensar en el gozo inmenso que la esperaba en Roma, besando la sandalia del Santísimo Padre Pío IX… ¡Qué figura tan gigantesca la del Pontífice! ¡Qué anciano aquel tan venerable!… Y todas las señoras comenzaron a ponderar su adhesión al santo Pío IX, prontas a sacrificarle vida, hacienda, todo, todo menos el alma, por tenerla ya de antiguo comprometida con el diablo… Carmen Tagle dijo que le había mirado siempre como si fuese su abuelo; la señora de López Moreno añadió muy conmovida que ella le enviaba todos los años una pipa de doce arrobas del riquísimo moscatel de sus soleras jerezanas, y la duquesa, verdaderamente indignada, trajo a la memoria los atropellos a que cinco días antes se habían entregado las turbas, apedreando los faroles de la iluminación con que celebraban los católicos el aniversario del Pontificado del augusto anciano; sólo en el palacio de Medinaceli rompieron veintidós faroles y treinta y siete cristales… ¡Y mientras tanto, los ministros y las autoridades se solazaban en un concierto instrumental celebrado en Palacio!… ¡Qué Gobierno aquel, y qué populacho tan impío y tan asqueroso!… Siquiera ellas veneraban la persona del Pontífice encendiendo faroles en honra suya, y limitábanse tan sólo a apedrear a todas horas la moral divina del Dios a quien aquel representaba.
Esto no lo dijeron, por supuesto, aquellas señoras; pero lo pensó, sin decirlo, don Casimiro Pantojas, que atentamente las escuchaba, después de haber desorejado a toda una desdichada familia de conejitos de porcelana y arrancado los rabos a una parejita de bulldogs, fabricados en Bristol.
Y en esto concluyó Isabel Mazacán su aparte con el marqués de Butrón, y disculpándose con Currita de no acompañarla a la visita de la Inclusa, por habérsele ya hecho tarde, se marchó al parecer algún tanto disgustada. Currita decidió entonces volverse a su casa, y el marqués de Butrón se despidió también en el acto.
—¿Tiene usted coche, Butrón? —preguntó ella al diplomático.
—No —respondió este presuroso, aprovechando la ocasión que tan pronto se le ofrecía de hablar a solas con Currita.
—Pues le llevaré a usted en mi berlina adonde quiera.
—A la calle de Isabel la Católica… Tengo que hacer en la embajada alemana.
—Justamente me coge de paso.
Currita bajó las escaleras apoyada en el brazo de Butrón, encontrando al pie de su berlina, preciosa monería, verdadero juguete forrado de raso azul con botones de terciopelo, que parecía el delicado estuche destinado a guardar una joya.
El diplomático no las tenía todas consigo: para él era evidente que Isabel Mazacán no exageraba ni mentía al repetir las noticias del lindo ministro García Gómez. Pero ¿cómo interpretar entonces la repentina mudanza de Currita? La oportuna carta de la reina Isabel podía explicarla por completo, porque el olvido de la abdicación quedaba con ella satisfecho; y desagraviada Currita, pudo a tiempo renunciar a su revancha. Tranquilo por esta parte Butrón, quiso, sin embargo, asegurar más y más al partido la alianza preciosa de Currita; porque hay ciertas políticas indecorosas y a la larga funestas, que, aun tendiendo a fines honestos, no saben prescindir de individualidades asquerosas. Barrer para adentro era la política de Butrón, como si la basura sirviera en alguna parte para otra cosa que para infestar el recinto que la encierra.
Fuese, pues, derecho al bulto, no bien el coche se puso en movimiento, y apoyado en la autoridad de sus años, en la confianza del parentesco que con Villamelón tenía y en su dignidad de jefe de la brigada femenina conspiradora, le pidió categóricas explicaciones del hecho… Mas Currita, volviendo a abrir palmo y medio los claros ojos y muy espantada y ofendida, y casi llorosa, se limitó a repetir la historia ya referida, con nuevas afirmaciones y protestas… Suponer otra cosa era un insulto verdadero. ¿Por quién se la tomaba a ella? ¿Pues no había dado toda su vida pruebas del más leal afecto a la real familia?… Y aun cuando ella fuese capaz de semejante infamia, ¿se la hubiera permitido acaso Fernandito, cuya sangre había corrido en el combate navo-terrestre de Cabo Negro, al grito de Isabel II?… Justamente tenía él tal odio a la intrusa casa de Saboya, que jamás ponía el sello de una carta sin colocar al pobre don Amadeo con la cabeza para abajo. ¡Que lo había dicho Isabel Mazacán, cuyas intimidades con el ministro revolucionario debía hacerla a ella misma tan sospechosa!… ¿Pues no sabía todo el mundo que la tal condesa de Mazacán era una intriganta, que andaba detrás del viaje a Roma con la reina, para tapar a García Gómez ciertos líos antiguos que debía de arreglar allí con un príncipe italiano?…
Y tales cosas dijo Currita, y tales protestas hizo, y con tal acento las pronunció, que el mismo Butrón con ser tan ducho, se quedó perplejo, y entre las afirmaciones contrarias de aquellas dos condesas igualmente tramposas, sólo sacó en claro una nueva confirmación de aquel principio práctico que de toda la vida había profesado: la mujer aborrece a la serpiente por celos y envidias del oficio.
Mientras tanto, la berlina corría desempedrando las calles y doblando las esquinas, con esas airosas vueltas que imprime a un fogoso tronco la hábil mano de un cochero experto. A la mitad de la calle del Turco, y dominando el ruidoso rodar del carruaje, llegó a oídos de la pareja un extraño rumor lejano: esa especie de sordo mugido, amenazador, imponente, que sólo es común al mar encrespado y a las muchedumbres alborotadas… Currita y Butrón miráronse sorprendidos, y repararon entonces en algunos transeúntes que venían presurosos de la calle de Alcalá, y en el conserje de la Escuela de Ingenieros, que cerraba apresuradamente la puerta de este edificio. Era esto harto común en aquellos tiempos de alborotos continuos, y la berlina avanzó, sin acortar su carrera, hasta la calle de Alcalá, para tomar luego por la del Barquillo.
Era esto, sin embargo, imposible; un largo y compacto cordón humano, compuesto de una muchedumbre heterogénea y abigarrada, llenaba de un cabo a otro la calle de Alcalá, cubriéndola en toda la gran extensión que por ambos extremos abarcaba la vista.
Era aquella una manifestación pacífica de la democracia, que con grandes clamores y largos garrotes y extrañas banderas enarboladas se dirigía a Palacio pidiendo la entrada en el ministerio de don Manuel Ruiz Zorrilla.
El cochero de Currita, Tom Sickles, enorme tipo del automedonte británico, que pedía a voces el tricornio y la peluca empolvada, y se había sentado en Londres en el pescante del duque de Edimburgo, y en París en el de la princesa Matilde, dirigió los caballos corriendo a lo largo de la manifestación, por ver si adelantaba la cabeza de esta y podía entrar por la calle del Caballero de Gracia o por la de Peligros. También era ya tarde, y viose precisado a detenerse frente al Veloz-Club, entre el remolino que allí se iba amontonando, de lujosos trenes que volvían de la Castellana y humildes simones que pretendían inútilmente cruzar de un lado a otro. Butrón quiso volver atrás y salir por cualquiera bocacalle a la Carrera de San Jerónimo.
—¡Pero si esto es muy divertido! —decía Currita con infantil alborozo—. ¡Qué delicia!… Mire usted, Butrón; mire usted qué graciosos van todos con sus cintitas encarnadas… ¡Uy, aquel jorobadito!… ¡Qué mono!… ¡Ah, pícaro!… ¡lleva una bandera en que pide reforma!… ¡Pues claro está que la necesita!… ¡pobrecito!, ¡sobre todo por la espalda!…
Otro carruaje se interpuso en aquel momento entre la muchedumbre y la berlina, impidiendo la vista a Currita: en él iba el gobernador civil de Madrid, muy rollizo y pomposo, que se dirigía a Palacio y veíase forzado también a detenerse.
—Ahí va ese mastodonte —dijo Butrón al oído de Currita—. En cuanto nos vea juntos se figura que conspiramos.
Estas sencillas palabras del diplomático parecieron despertar en Currita una de esas ideas atrevidas que se conciben de repente, por más que tarden en madurar años enteros. Asomóse a la portezuela como si desease que el gobernador la viera, y sin contestar al respetuoso saludo que al divisarla este le hizo, metióse bruscamente para dentro y se cubrió con el pañuelo parte del rostro, como si quisiera entonces esconderse.
—¡Qué mal huele la democracia! —decía para ocultar a Butrón aquellas maniobras—. ¡Pero qué peste echan!…
El coche del gobernador arrancó al fin trabajosamente a lo largo de la calle, y desde aquel momento, nerviosa y agitada Currita, pareció impacientarse mucho por aquella misma detención que poco antes la había divertido tanto. Frente a frente de ella, un poco más hacia la Puerta del Sol, asomaban por los balcones del Veloz-Club, bajo sus toldillos de verano, aristocráticos racimos de cabezas de gomosos desocupados, que miraban el democrático desfile con esa especie de medrosa curiosidad burlona, a la vez que tímida, con que se contemplan desde lo alto de un tendido los terribles retozos de una piara de ridículas bestias feroces; parecíales imposible en aquel momento que la bestia pudiera alguna vez alzar su zarpa hasta ellos. La vista de aquellos elegantes espectadores acabó de impacientar a Currita, y de tal modo se enardeció ante ellos su afán de exhibirse y singularizarse, que tiró del cordoncillo hasta descoyuntar el dedo del cochero, y sacó la cabeza por la ventanilla gritando:
—Go on, Tom, go on! Run Through!… Carry them off[3]!…
Tom no se hizo repetir la orden: sacó el hercúleo pecho, tirando de las riendas, con el esfuerzo de aquellos antiguos aurigas esculpidos por Fidias en los frontones del Partenón, de pie sobre un carro, deteniendo con una mano el galope de cuatro caballos. Piafaron los suyos, encabritándose, castigóles él suavemente con la fusta, y aflojando de repente las bridas, los lanzó con la velocidad y el empuje de una flecha a través de la turba democrática, desapareciendo como un relámpago por la calle de Peligros.
Un alarido terrible de terror y de ira salió de la muchedumbre, que se bamboleó a uno y otro lado del surco abierto por el coche; comenzó la gente a correr asustada, los gomosos del Veloz-Club se metieron para dentro, cerrando prontamente sus balcones, y el jorobado que pedía reforma estuvo a pique de sufrirla por completo entre los pies de los caballos y las ruedas de la berlina.
Mientras tanto, asombrado Butrón de aquel brusco arranque, y muerto de susto ante audacia tan temeraria, echaba a toda prisa las cortinillas para que no le viesen; y Currita, riendo como una loca, se asomaba por el vidrio de la trasera para ver a los transeúntes refugiarse asustados en los portales, y a los guardias públicos correr detrás de la berlina, haciendo señas de que parasen. Mas Tom Sickles, arrebatada la cara de remolacha, hacía terribles visajes, como si llevase los caballos desbocados, mientras con suaves vibraciones de las riendas más y más los azuzaba. En la calle de Isabel la Católica, Tom Sickles hizo otro prodigio: coche y caballos quedaron parados en firme, de un golpe, ante la embajada alemana. La señora estaba servida, mereciendo él la corona triunfal de los Juegos Hípicos.
Currita encontró enfilados a la puerta de su casa tres coches, reconociendo al punto en uno de los cocheros la escarapela encarnada, propia de los ministros. Apeóse entonces en las mismas caballerizas, y por una escalera reservada para el uso de la servidumbre llegó a sus habitaciones sin ser vista de nadie. Al ruido de la campanilla acudió Kate, la doncella inglesa de la señora.
—¿Quién está con el señor? —preguntó a esta.
—El señor ministro de la Gobernación… El señor duque de Bringas y don Juan Velarde juegan en el billar.
—Dile a don Joselito que no recibo a nadie… Tengo mucha jaqueca.
Kate pareció titubear un momento y se decidió al fin a decir tímidamente:
—¿Ni tampoco a don Juan Velarde?…
—Tampoco: a nadie, a nadie…
De nuevo volvió a insinuar Kate con mucha delicadeza:
—El señorito volverá hoy del colegio…
—¡Es verdad!… ¡Pobre Paquito!…
—Y querrá ver a la señora…
—No, no… que se entretenga con Lilí… Mañana lo veré… ¡Tengo una jaqueca horrible!