Memorias sobre el matrimonio[1]

DONDE SE TRATA DE CÓMO LAS MUJERES PUEDEN HACER MÁS DURADERO EL AMOR DE SUS MARIDOS

Me parece que ha dicho, un alemán o un francés, que el matrimonio es la tumba del amor. Mi hombre tenía razón, pues la experiencia tiene acreditado con constancia que amantes enamorados más frenéticamente que Orlando, se convierten cuando son maridos en impasibles espectadores de escenas que si tuvieran amor, no consentirían aun cuando la vida les costase. ¿Por qué acontece esto? La respuesta es muy sencilla. Una querida la divinizamos, la vemos como un ángel, mientras en una mujer propia vamos descubriendo diariamente multitud de pequeñas humanidades que arrancan hoja por hoja las flores de la ilusión.

Así, pues, hermosa mitad del género humano, tened entendido que la escala de los placeres y felicidad matrimonial está dispuesta en la forma siguiente.

MANEJO DE UN ESPOSO CON SU ESPOSA

PRIMER AÑO. Amor frenético, delicias en todas las horas, placeres sin cuento, goces domésticos de todo género.

SEGUNDO AÑO. Cariño filosófico —alguna tibieza, síntomas de inconstancia— y mal humor con frecuencia.

TERCER AÑO. Ya la carga comienza a pesar. Divagación. Es frecuente el mal humor. Se acude para distraerse a diversiones. El hogar doméstico cansa y fastidia.

CUARTO AÑO. Algunas enfermedades, cuya causa se atribuye al matrimonio. Las ocupaciones no le dejan tiempo para cumplir con sus obligaciones domésticas. Algunas noches por compromiso permanece hasta las cuatro de la mañana en los bailes, mientras la esposa queda solitaria en vela dentro de la casa.

QUINTO AÑO. La carga matrimonial pesa como un mundo sobre los hombros del marido. Los recursos escasean, y los gastos aumentan. Controversias acaloradas por esta causa. Las disputas resultan en provecho de la cocinera, pues los dos esposos se quedan sin comer muchos días.

SEXTO AÑO. Indiferencia completa.

SÉPTIMO AÑO. Los chiquillos molestan, pero distraen y divierten con sus gracias y malas crianzas.

OCTAVO AÑO. La amante idolatrada, la esposa querida no es más que una nodriza a quien se conserva por necesidad.

DÉCIMO AÑO. Las cosas continúan así, y el marido busca una Dorila que lo divierta, y la mujer un Tirsi o Damon que la entretenga.

UNDÉCIMO AÑO. A la mejor de espadas viene la muerte y se lleva a la mujer. El marido llora con los ojos y se alegra con el corazón. El cura gana treinta o más pesos.

Hay dos gustos en esta vida, «casarse y enviudar», ha dicho creo que un español. Mi hombre tenía razón también, pues el viudo se casa con su Dorila, y da a sus hijos una terrible madrastra.

Ésta es la escala que por lo común siguen los matrimonios, salvo algunas honrosísimas excepciones, que es menester citar en justicia, de maridos que la misma noche que se casan acarician a su esposa con algunas patadas y empellones, y al día siguiente se separan de ella.

Alguna razón tendrán para proceder así, pues nunca hacemos tales cosas sin motivo.

Paz, paz, y no se incomoden las lectoras con el autor, pues podrá citar también en obsequio del bello sexo, casos en que una mujer antes de casarse ya está pensando en el amante que debe minotaurizar al esposo.

Procurando dar a mis escritos un sentido recto y genuino, estoy seguro que el hermoso sexo no tendrá motivo de enfadarse con su más entusiasta admirador. Cortemos, pues, esta pequeña digresión y sigamos adelante.

Ya que he indicado el principio, progresos y decadencia del estado matrimonial, precisamente es mi objeto mencionar los remedios que pueden poner en práctica las mujeres para evitar, contener, o al menos disminuir este mal; pero exige este trabajo orden y método. Comenzaremos por el

TOCADOR

Es cierto, ciertísimo, que las prendas morales pueden hacer a una mujer amable e interesante; pero también lo es que si a estas prendas se reúne la hermosura y el aseo, es probable que el marido (a no ser un caribe u hotentote, como hay muchos) fije la atención de una manera más durable.

Un hombre cuando se casa es sin duda (excepto en casos forzosos y secundarios de que ya hemos hablado) porque la mujer le agrada y lo ama.

Pues bien, el cuidado extremo de la mujer debe ser el de no destruir después de casada la primera impresión que por su belleza concibió el marido cuando era amante.

Al ponerse al tocador, la esposa hará reminiscencia del capricho que tenía el marido cuando era novio.

Si en el principio de los amores la vio con un traje blanco, con una rosa al pecho y un jazmín en los cabellos, no deberá omitir presentarse al descuido a su marido con esos mismos adornos.

Si le alababa en sus conversaciones amorosas dos rizos castaños que caían sutiles y graciosos sobre sus sienes, hará perfectamente la esposa en procurar una que otra vez adornarse así, y darle a entender al esposo que porque es de su agrado se compone el cabello de ese modo.

El consejo es muy bueno, puesto que tiende nada menos que a despertar en el marido algunos recuerdos tiernos y agradables. La observancia de estas pequeñas reglas que al parecer son insignificantes, harán a las casadas experimentar más a menudo las caricias y ternura de su esposo.

Por ningún título deberá permanecer la mujer más de dos horas después de levantada sin asearse y adornarse lo más que pueda. Esto habla con los matrimonios de todas clases y condiciones, pues el agua y los espejos son demasiado baratos.

Lo primero que hará la mujer todas las mañanas en cuanto sus atenciones domésticas se lo permitan, será alisar y ordenar su cabello, pues no hay cosa más desagradable y que desfigure tanto el rostro, como unos cabellos erizos, alborotados y llenos de polvo.

El peinado deberá ser siempre a la moda (cuando ésta no sea absolutamente ridícula), procurando hacerle algunas variaciones. Un día, por ejemplo, se deja un rizo pequeño sobre la frente; otro día se ordenan unos graciosos bucles detrás de las orejas: otra vez se varía la forma de las trenzas y colocación de la raya. Una que otra ocasión, aun en días comunes, se coloca entre el peinado un ramo pequeño de flores artificiales o naturales, o se adorna con esos tembleques y fistoles que no faltarán a la mujer por pobre que sea.

Para el aseo del rostro debe usarse exclusivamente agua fresca todos los días, jabón de almendra, y nada más. Generalmente el uso de afeites y aguas descomponen el cutis y desmejoran el color. El agua clara está demostrado que quita al momento las pequeñas líneas rojas con que amanecen por lo regular los ojos, da tersura a las mejillas y enciende el color de los labios. Sólo en caso de enfermedad podrá suprimirse esto.

El aseo de la boca, será uno de los principales cuidados. Porción de polvos y medicinas hay con que se logra conservar el esmalte y blancura de los dientes, así como el encarnado de las encías.

Deberá acordarse la esposa que cuando era querida, el novio le decía que su aliento era más suave que la brisa de la mañana, y tan perfumado y agradable como el ambiente de un jardín, etc.

Pues bien, no debe ocasionar con la falta de aseo de la boca, que el marido se convenza después que todo esto era poesía y mentira, y que en la realidad no hay sino un hálito ingrato, y una dentadura descuidada y arruinada por el abandono y la desidia.

El traje será sencillo, pero elegante y bien arreglado al cuerpo, sin que sea tan largo que oculte los pies y el garboso andar, ni deje descubierta la pierna, sino en una pequeña parte. Los colores de los vestidos deberán acomodarse al del rostro y pecho, haciendo al descuido preguntas sobre esto al marido, y prefiriendo los géneros que más le agraden. En este punto aconsejo a las mujeres sacrifiquen enteramente sus caprichos y aun los de la moda, con tal de no dar el más pequeño disgusto a su dueño querido. Un vestido azul celeste en una trigueña es un sarcasmo horrible que lleva adherido a su cuerpo. Un vestido nácar o negro en una mujer blanca, es un título para que su marido la idolatre. El azul celeste y amarillo fuerte deberían suprimirse enteramente.

Una esposa de mediano juicio, educación y talento, debe proscribir absolutamente el detestable uso introducido en México de andar la mayor parte del día con chanclas.[2] ¿Qué cosa hay más desagradable que ese chapaleo que con tal calzado se escucha al andar? ¡Qué medio más propio para destruir la salud, impidiendo con el contacto húmedo del suelo la transpiración invisible y esencial para conservar en buen estado los órganos digestivos! ¡Qué manera más a propósito para destruir la ilusión, no sólo del marido, sino aun de las personas del mismo sexo que conozcan lo nada conveniente de tal costumbre!

Las mexicanas deberán tener entendido que por lo pequeño y bien formado de sus pies ejercen un poderosísimo influjo en su felicidad. ¿Cuántos hombres se enamoran y casan sólo por la influencia y atractivo de unos pulidos pies? ¿Cuántos extranjeros se hacen católicos, se casan con una mexicana y ganan tal vez hasta la gloria eterna, cuyas puertas hubieran hallado cerradas a la hora de su muerte, a no ser porque el mágico atractivo de unos pies los hizo entrar en el gremio de la iglesia católica? ¿Cuántos poetas se desvelan, sudan y se acongojan para hacer octavas, sonetos y hasta poemas épicos a unos pies pequeños? ¿Qué novelista ha pintado jamás sus heroínas con un pie de media vara? En una palabra: Voltaire que ha sido el mayor burlista que nació de madre, mofó y satirizó a los reyes, a los príncipes, a los santos, a Dios mismo; pero jamás se atrevió a decir mal de los pies chicos y bien formados.

Los escultores y pintores dicen que es contra las reglas del arte y del gusto un pie pequeño. Digan lo que quieran: nunca prevalecerán argumentos que tienen en contra la opinión de todo el mundo, y lo que es más, la mía, que me salgo de misa por ver los primorosos pies de mis paisanas.

Pero hablemos seriamente. Nadie mejor que las mujeres conocen cuánta es la importancia de sus pies. Pues, ¿por qué empeñarse en quitarles la perfección que les dio la naturaleza? ¿Por qué hacer que con el uso de ese infame calzado de chanclas, se engruese el cutis, se separen los dedos, se descompongan esas pequeñas uñas rosadas y se formen en la juventud esas fatales enfermedades cuyo aspecto choca a la vista, cuyo nombre disuena al oído, y cuyas molestias deben exclusivamente sufrir las viejas en castigo de lo perjudicial que es en el mundo su existencia? Hablo, y con el debido perdón de mis lectoras, de los callos y juanetes. ¡Callos y juanetes en una joven de quince años! ¡Santo Dios!, ésta será su ruina, su perdición temporal y eterna.

Así pues, lo que deberá asear y adornar con más esmero una mujer, son los pies. Media de algodón o de seda, según sus proporciones; pero constantemente limpias, pues hemos dicho que el agua es barata: zapatos, si pudiere de seda, será mejor; pero ni tan estrechos que le impidan el andar, ni tan holgados que les suceda lo que a cierto licenciado que con un balance de la pierna enviaba la bota hasta el otro extremo de su alcoba. Conozco que es una gran dificultad la del calzado, porque hasta ahora no he conocido señora que esté contenta con su zapatero; pero lo esencial de mi consejo se reduce a suprimir el uso de las chanclas. Deben proscribirse también las babuchas de lana, los zapatos extranjeros de tafilete, las medias de lana y las de seda de colores. Todas estas cosas que suelen ser necesarias en Europa por el clima no lo son aquí, donde ni el frío ni el calor son excesivos.

El zapato negro indica recato, seriedad y compostura.

El carmelita indica amor, y deseo de matrimonio, voluntad de agradar.

El verde oscuro, melancolía, encogimiento, pasión oculta.

El blanco, voluptuosidad y enajenamiento amoroso.

El azul celeste, lo usan las cocineras los domingos.

El verde claro y color de rosa, lo acostumbran las maromeras y las mujeres que tienen la locura de vestirse de moras en tiempo de máscaras.

Entre los tres primeros colores puede alternar la mujer casada. Sin embargo, podría ceñirse a salir de mantilla siempre con zapato negro.

Para visitas en la tarde, carmelita muy oscuro.

Para baile, y algunas veces dentro de casa, zapato blanco.

El uso de la media calada y de una ligera cáliga cruzada en la garganta del pie, es especial para mantener la ilusión del sexo brusco y feo.

¿Por qué no te peinas, Dorotea? Porque ya me casé y no tengo a quién agradarle.

¿Por qué no te lavas y te aseas, Dorotea? Porque al cabo estoy dentro de mi casa y sólo mi marido me ve.

¿Por qué andas con ese túnico suelto y enredado en la cintura? Porque ya soy casada y no pienso como las niñas doncellas, en gustarle a todo el mundo.

¿Por qué tienes esas medias tan sucias, ese calzado tan lleno de agujeros, ese túnico tan plagado de manchas de grasa? Porque al fin mi marido de cualquier manera me ha de aguantar.

Todas estas respuestas que por lo común dan las matronas casadas, son otras tantas herejías matrimoniales.

¿Con que un pobre marido ha de sufrir a una mujer enmarañada, floja y sucia? ¿Con que en lugar de recrearse con la vista de una dama, bien adornada, hermosa, llena de atractivos, ha de soportar la presencia de una arpía? Esto ni la religión, ni la sociedad, ni la educación lo aprueban.

En el artículo siguiente se tratará del aseo interior de la casa.

ASEO Y GOBIERNO DE LA CASA

Si parecieren imprudentes o inoportunos a mis lectoras los consejos que han leído en lo que va escrito, con la mejor buena fe del mundo y el más grande acatamiento, les copiaré lo que dice un Bracman, y cuidado que esa clase de gente sabe lo que trae entre manos respecto a mujeres; puesto que en tono oriental asienta: «Hija hermosa del amor, presta oído a las instrucciones de la prudencia, e imprime fuertemente en tu corazón las máximas de la verdad». Por cierto no puede haber verdad más evidente que la de que una mujer con el rostro lustroso de la transpiración nocturna, los ojos hinchados y llenos de lagañas, el cabello erizo y en desorden, el calzado raído, el vestido sucio y enroscado, el corpiño en la cintura, etc., etc., debe necesariamente disgustar al marido y entibiar el más ardiente y acrisolado amor.

¡Patrañas, tonterías! La mujer debe ser amada por sus cualidades morales y no por su belleza. Ríanse ustedes de todos esos sermones: los duelos con pan son menos, y los hombres tenemos más caprichos al cabo del día, que estrellas el firmamento. Si a la virtud, como he dicho, se reúne la hermosura, bueno; y si a la hermosura se reúne el aseo, mejor. Mediten, pues, el asunto del tocador con mucho detenimiento, y aun si pudieren, adopten la costumbre inglesa de no dejarse ver del marido hasta que no estén visibles; porque en México por lo regular, no están visibles las mujeres cuando se levantan del lecho.

Amigo, dispense usted que lo reciba cuando mi cuarto está en absoluto desorden; pero ¿qué quiere usted?, al fin cuarto de hombre solo. Esto decimos los celibatarios que tenemos necesidad de hacer nuestra cama y nuestro chocolate como Dios nos da a entender. Pero ¿puede por ventura un hombre casado decir lo mismo? De ninguna suerte, puesto que donde hay mujer de por medio, se sobreentiende que hay un conserje minucioso y eficaz que cuida de que las sillas no tengan polvo, de que los espejos no estén manchados, de que ni un popote ensucie el suelo, ni ningún mueble esté fuera de su lugar.

Así, pues, luego que el marido se vista y salga de la casa, tendrá cuidado la esposa de hacer que se repare el desorden ocasionado la víspera en los muebles y ropa. El suelo debe barrerse, haciendo desaparecer todas las suciedades arrojadas a él, los muebles sacudirse de suerte que no se estropeen, o pierdan su barniz con la frotación de gruesos cotenses; las vidrieras continuamente estarán limpias, la ropa del marido acepillada y en orden, y en cuanto a sus libros y papeles (si los tiene), será mucho mejor que se conserven, aunque con polvo, en los términos que él los deje.

Ya considero que las señoras que lean esto, harán cólera formal al cerciorarse que con letras de molde se les pretende enseñar obligaciones que todas las mujeres deben saber. Con efecto, todas deben saber esto; pero el hecho es que muchas abandonan esta parte de su quehacer doméstico a la exclusiva intervención de las criadas, si las tienen, y resulta naturalmente lo siguiente.

Que las criadas al regar el suelo salpican los marcos dorados.

Que al sacudir los muebles los maltratan, y las más veces los ensucian en vez de limpiarlos.

Que no pasa día sin que no rompan un florero o un espejo.

Que al componer la mesa o bufete del marido recogen cuanto papel les parece inútil, y tal vez cambian por trastos, o un escrito si el señor es abogado; o una lista de revista, si es militar; o una oda o drama, si es poeta; o unos autos, si es escribano; o una cuenta corriente si es comerciante.

Que los lapiceros de plata, botones de camisa y dinero que queda en las bolsas de los chalecos, desaparecen sin saber por qué y sabiéndose cómo.

Que la manera brusca con que los criados tratan los muebles, los va destruyendo día por día, y al cabo de poco tiempo, hay necesidad de comprar otros nuevos.

De esto resulta también lo que sigue.

Que el marido ve uno de sus cuadros más queridos lleno de manchas de agua sucia, y reclama a su mujer.

Extraña un papel de su mesa, y reclama a su mujer.

Busca sus trastos de lumbre o botones, y no encontrándolos reclama a su mujer.

En fin, todos estos justísimos reclamos forman una querella que ocasiona lágrimas, y tal vez separación (por una noche); cuatro o cinco de estas querellas forman un disgusto, y una docena de estos disgustos son más que suficientes para echar al diablo la vida matrimonial. Véase, pues, cómo el descuido de estos minuciosos deberes puede producir consecuencias funestas.

Pero sobre todo, donde debe hacerse más palpable el buen gobierno de una mujer, es en la cocina. Criadas sucias y llenas de harapos deben abolirse absolutamente, así como procurar el mayor aseo en el condimento de los manjares. Una mosca frita con el asado, un cabello en la sopa, o una suciedad cualquiera, pueden ocasionar un divorcio. Se dirá que éstos son accidentes. Con efecto, una que otra vez debe atribuirse a tal circunstancia; pero si se repite esto casi todos los dias, el marido preferirá comer en una fonda.

Toda mujer medianamente instruida en sus deberes, será forzoso que espíe y adivine el gusto gastronómico de su esposo, y le prepare diariamente con sus propias manos, si es posible, algunos manjares exquisitos y apetitosos. Un día lo sorprenderá con un guisado de nueva invención; otro día con un dulce sabroso y de figura delicada y armoniosa; otro variará absolutamente el método de cocina adoptando la francesa o la italiana. Todo esto además de proporcionar al matrimonio un inocente goce, lo verá el marido como una prueba evidente de la afección y virtudes de su mujer.

¿Cuando sois novias, no guardáis al amante, ya los merengues, ya los mostachones adornados de florecillas de listón, ya la pieza de fruta? Pues, ¿por qué cuando sois esposas queréis obligar al marido a que día por día tenga que comer unos manjares monótonos, mal sazonados, y que lejos de avivar el apetito lo quitan con un solo aspecto?

Los manteles sucios dan pésima idea de la educación de una mujer.

El aceite de comer en botella corriente de vino, se usa sólo en las casas de cesantes y retirados, a quienes jamás paga la Comisaría.

Los guisados y sopa servidos en cazuela, además de dar a conocer que no hay platones, indica también una absoluta nulidad de buen gusto y educación.

Los vasos empañados y con las señales de los labios en el borde, dan la idea más cabal de la indolencia de una mujer.

Mujer que come con los dedos mucho chile, que bebe pulque con exceso, y que no sabe guisar buenos frijoles, es insufrible, pésima esposa.

ENTRETENIMIENTOS DOMÉSTICOS

El fastidio es el enemigo más temible de la felicidad del matrimonio. Las más veces destruye y aniquila las ilusiones, hace buscar a la mujer diversiones excéntricas, y le inspira vehementes deseos de traicionar a su marido. Las casadas, deben pues, evitar con el más grande cuidado permanecer dentro de la casa sin ocupación que las distraiga. Los quehaceres relacionados en el precedente párrafo, tienen como saben todas nuestras lectoras, tiempo fijo y determinado en las primeras horas de la mañana; así es que en el resto del día y de la tarde deben buscarse otras ocupaciones que sirvan por decirlo así, de diversión y de tregua a las graves y serias atenciones de una madre de familia.

¿Qué cosa más propia ni más adecuada para una señorita que el canevá? Aquellas flores hermosas y vivas que bordan en el lienzo, aquellos matices verdes y azules que entran en la composición de los países, aquellas pequeñas capillas lejanas y rodeadas de árboles que copian; ¡ah!, todo esto tiene muchísimo de tierno, y puede decirse de virtuoso. ¡Qué espectáculo tan grato es el ver a una dama con su peinado de flores, su vestido blanco, sentada delante de su bastidor y rodeada de países, de madejas de lana y seda de mil colores, bordando con sus pequeños y rosados dedos una de esas bellísimas escenas de la naturaleza! Si el esposo sorprende a su mujer así, es imposible que deje de adorarla. Este entretenimiento, el de tejer ataderos o tirantes de seda, bordar pañuelos y tápalos, hacer calados en las camisas y demás ramos anexos al de costura, que en el día no ignoran en México, ni las mujeres de la más ínfima clase, deberá escogerse con preferencia por las casadas cuando hayan concluido sus principales obligaciones.

Cuando la mujer permite que su marido se ponga camisas hechas por la costurera, es prueba que no lo ama tanto como debiera.

Por regla general no deberá consentir que las mascadas y corbatas que use el marido sean bastilladas por mano de la modista o costurera.

Una mujer que no sabe coser y bordar, es como un hombre que no sabe leer ni escribir.

Desgracia y maldición para la mujer que consiente que su marido cosa los botones de sus pantalones y recorte con las tijeras las excrecencias que las lavanderas suelen criar en el cuello y puños de la camisa.

Excecración eterna para la esposa que por indolencia sale a la calle con lo que se llama puntos en las medias.

Las ocupaciones expresadas de costura, no será conveniente que las tomen con absoluta continuación, pues al cabo de algún tiempo se resentiría de ello su complexión delicada, y enfermarían del pecho o del pulmón. Por el contrario, deben evitar todo trabajo fuerte y continuado en los primeros días de la concepción y algunos después de pasado el parto; pero perteneciendo esto a la higiene matrimonial, la dejaremos para otro capítulo y continuaremos con el presente.

Hay mujeres que les causa hastío sólo el ver un libro —esto es malo—. Hay otras que devoran cuanta novela y papelucho cae a sus manos —esto es peor—. Dice un proloquio que en el medio consiste la virtud, y en este punto debe llevarse a puro y debido efecto.

No hay ocupación más útil para toda clase de gentes que el leer. El entendimiento se fertiliza, la imaginación se aviva, el corazón se deleita, y el fastidio huye a grandes pasos ante la presencia de un libro. Todas estas son verdades evidentes, reconocidas, y que otros las habían ya dicho antes que yo; pero estas reglas deben sufrir grandes modificaciones respecto a las mujeres. El literato, el eclesiástico, el jurisconsulto deben y pueden leer (y eso si tienen ya el juicio y gusto formados) cuantas obras puedan, desde los escritos de Lutero hasta los sermones de Bossuet; desde el Hijo del Carnaval de Pigault-Lebrun, hasta Pablo y Virginia de Bernardino de Saint-Pierre; desde los Cuentos de Bocaccio y Fábulas de La Fontaine, hasta tas meditaciones de Lamartine; desde las novelas de Voltaire, hasta Los mártires de Chateaubriand; pero ¿una mujer? ¡Ah! Una mujer no debe jamás exponerse a pervertir su corazón, a desviar a su alma de esas ideas de religión y piedad que santifican aun a las mujeres perdidas. Tampoco deberá buscarse una febril exaltación de sentimientos que la hagan perder el contento y tranquilidad de la vida doméstica, y ver a su marido como un poltrón e insufrible clásico.

Una mujer que lee indistintamente toda clase de escritos, cae forzosamente en el crimen o en el ridículo. De ambos abismos sólo la mano de Dios puede sacarla.

Mujer que lee las minas de los imperios de Volney, es temible.

La que constantemente tiene en su costurero a la Julia de Rousseau y a Eloísa y Abelardo, es desgraciada.

Entre la lectura de las minas de los imperios de Volney y la de Julia, es preferible la de novenas.

Por regla general, voy a daros un consejo, hermosas mías. Siempre que oigáis decir de una obra que es romántica, no la leáis; y esto va contra mis ideas literarias y contra mi opinión respecto a escritos; pero generalmente lo que se llama romántico no deben leerlo ni las doncellas ni las casadas, porque siempre hay en tales composiciones maridos traidores, padres tiranos, amigos pérfidos, incestos horrorosos, parricidios, adulterios, asesinatos y crímenes, luchando en un fango de sangre y de lodo.

Con verdad, éste es el mundo; pero ¿qué necesidad tenéis de llenar vuestra alma de miedo, vuestra fantasía de quimeras, y vuestro sueño de espectros y fantasmas? ¿Qué necesidad tenéis de que vuestro juicio se turbe y extravíe tal vez, como sucedió al joven incauto que leyó las excecrables obras del marqués de Sade? Y sobre todo, si el objeto es distraerse y no agravar el peso de la vida, que de por sí es las más de las veces insoportable y fastidiosa, ¿a qué fin leer libros que compriman el corazón?

Ya que he indicado los peligros generales que puede causar la lectura en una mujer, justo será indicar también las obras que pueden leerse sin peligro.

Acaso habréis oído hablar de un pobre soldado español, que combatiendo contra los moros, perdió una mano en la batalla de Lepanto. Pues este pobre soldado, que fue encerrado después en una prisión bajo el reinado de Felipe II, se llamaba Miguel de Cervantes, y este Miguel de Cervantes compuso un libro que ha sido leído por todas las gentes y traducido en todos los idiomas. Este libro se llama Don Quijote.

¿Queréis gozar algunos ratos dulces y olvidar las graves ocupaciones que han pesado sobre vuestros hombros de esposa? Pues bien; reuníos en una noche de invierno alrededor del fuego, convocad a vuestra familia y abrid las páginas que escribió el genio original, inimitable, único en el mundo. Hallaréis en ellas escenas tiernas, apacibles y sencillas como vuestra alma, otras serias y filosóficas, otras que os arrancarán grandes carcajadas de risa. El Quijote es una tela, un inmenso panorama donde van pasando figuras, siempre nuevas, siempre llenas de encanto; el noble caballero, como dice Julio Janin, con su armadura de cartón, su vacía de barbero en vez de yelmo, y su caballo flaco; pero cuyos sentimientos siempre nobles, siempre puros y generosos, hacen verter lágrimas y dan la más cabal idea de la perfección de que es susceptible la humanidad cuando predominan en su corazón tan santos y respetables sentimientos. Después, podréis leer el Gil Blas, obra llena de moral, donde se da a conocer el mundo y la vida en general, y particularmente la sociedad española. Lazarillo de Tormes, El Diablo Cojuelo, Guzmán de Alfarache, etc., etc., también os harán pasar ratos muy divertidos.

Pero sobre todo si queréis tener materia para mucho tiempo, si deseáis pasar largas horas de delicia, tomad a Walter Scott. Por más duro que os parezca su nombre, fue el escritor que reunió al más colosal talento el más cándido y puro corazón. A la hora de su muerte dijo que no se arrepentía de haber escrito ni una sola línea. Con efecto, sus obras pueden leerse por las niñas tiernas, por las castas doncellas y por las virtuosas casadas. Encontraréis en estas novelas unos cuadros por decirlo así, teatrales, que os sorprenderán unos caballeros leales, honrados y valientes, unas jóvenes enamoradas como Julieta; pero cándidas como el lirio blanco, y puras y virtuosas como el aroma que exhalan los campos de rosas. Es la belleza ideal de cuerpo y de alma, realizada en estas creaciones perfectas y originales. Es la mente de Dios que hizo a sus criaturas con una perfecta organización, la que se ve personificada en estos seres que cruzan como ángeles vestidos de blanco y oro a través de las escenas bárbaras y sangrientas de la Edad Media. Y no juzguéis que estos amores castos y cubiertos con el alba cendal del pudor, que estas reinas ya elevadas entre el oro y el incienso de un trono, o llorando cabe las rejas de una prisión; que estos caballeros, tipos de nobleza y gallardía, y estos varones de corazón de fierro aislados en la terrible soledad de sus castillos y montañas, son otras tantas invenciones y quimeras de la fantasía del autor; de ninguna suerte es la historia, son los hombres, las costumbres, los acontecimientos de edades más o menos remotas, los retratos vivos y animados de todo un pueblo singular que ha llenado y llena el orbe con su nombre y poder. Así pues, sin sentirlo haréis un estudio de la historia de Escocia e Inglaterra, que fertilizará vuestro entendimiento sin perjudicarlo, y dará materia para que sin que se os atribuya presunción y charlatanismo, amenicéis con vuestra conversación la sociedad de vuestro esposo, y de vuestros amigos.

Otros libros hay también extremadamente divertidos, y que asimismo pueden leerse sin temor, y son las obras de Fenimore Cooper. Este autor tiene el mismo estilo de Walter Scott; y si bien no es tan superior ni tan original como él, describe con bastante exactitud y con brillantes coloridos, los primitivos tiempos de la colonización de los eternos bosques y praderas de la América del Norte; aquellos combates encarnizados que sostuvieron los primeros pobladores con las tribus indígenas: aquellos cuadros de la lucha americana para hacerse independiente de la Inglaterra. En lo que sobresale más Cooper es en la pintura de escenas marítimas, y esto no puede menos que arrebatar la atención, y hacer pasar alegremente las horas de ocio.

Ya que se ha tratado de lectura, es indispensable recomendar a nuestras amabilísimas mexicanas la lectura de las obras de sus paisanos. En verdad son pocas hasta ahora; pero no encontrarán en ellas nada que perjudique a su moral. Las poesías de José Manuel Martínez de Navarrete y Anastasio María de Ochoa, las de José Joaquín Pesado y Francisco Ortega: los Año nuevo, El Recreo de las Familias, El Mosaico y otra porción de escritos donde podrán deleitarse e instruirse.

Los pobres y míseros escritores no tenemos otra ambición, ni otra recompensa verdadera, más que la de que las hermosas lloren, y se rían con nuestros delirios o sandeces.