III

Tres meses habían pasado, tiempo en que es preciso trasladarnos a una vivienda de una casita de vecindad. Constaba de dos cuartos estrechos y sucios, y de una cocina. Una pieza contenía una mesa coja y dos sillas que habían tenido asiento de tule, pero que hoy estaba completado con mecate. En la otra pieza una cama de madera fina, una silla y un mecate de pared a pared que suplía de ropero o cómoda, dejaba ver un pantalón roto, una chaqueta sucia y dos o tres túnicos de indiana. Una joven pálida, con el peinado desaliñado, el túnico roto, estaba sentada en un petate poblano, y no bordaba tirantes ni cosía canevá, sino que soleteaba con crea unas medias. A poco entró un joven: sus ojos no brillaban con el fuego del entusiasmo, su rostro estaba amarillento y sus barbas crecidas. Se dirigió a su mujer.

—¿Qué haces?

—Soleteando unas medias.

—¿Sabes que no tengo empleo?

—No.

—Pues hace días me despidió el amo porque voy tarde a la tienda, porque no tengo ropa decente con que presentarme, y en una palabra, porque soy casado.

Al escuchar esta última frase, la joven se puso encarnada; Federico continuó:

—He ido a jugar y he perdido, porque a los casados ni Dios ni el diablo los ayuda. ¡Diera un ojo de la cara por ser soltero!

—Federico —dijo la joven llorando—, si te sirvo de estorbo, si ya no me amas, me iré de tu casa y pediré limosna.

—Eso no cambiaría mi situación, ni tampoco me refiero a ti. Digo en general que el hombre pobre que se casa se echa encima un quintal de sal y una azumbre de amargura.

—¿Y la pobre mujer? ¡Ah, ésa no! Para ella todo es felicidad, todo dicha. Mucho he sufrido, pero he callado, porque a la mujer que como yo se sale de su casa por el balcón al abrigo de las tinieblas, no le queda más arbitrio que llorar en silencio. Yo tenía en mi casa las caricias de mi madre, el amor de mis hermanos, y vestía bien, y paseaba, y nunca lloraba.

—Bien, ¿y por qué te casaste?

—Porque tú…

—Yo te enamoré como se enamora a cualquiera mujer, pero tú me propusiste que te sacara de tu casa. Lo demás ya lo sabes.

—Federico: calla por la Santa Madre de Dios, porque esos insultos lastiman el alma.

—La verdad es amarga, señorita, y yo no hago más que decir lo que pasó.

—Y tus juramentos de amor, y tus lágrimas, y tus ruegos, ¿qué se hicieron? ¡Ah, eres un injusto, un mal hombre!

—Nómbrame como te agrade. Pero hija mía, es ley del mundo que la ilusión se acabe, que el amor se desvanezca, que todo pase, y esos tiempos pasaron, y…

—Y es decir que ya no me amas.

—No te he dicho semejante cosa, y lo que repito es que cuando la miseria y la hambre asedian a un matrimonio, el matrimonio no puede ser feliz por la sencilla y poderosa razón de que no se come amor, ni se viste amor; y por el contrario, una mujer sucia, mal peinada, pálida, inspira si se quiere lástima; pero amor, no.

—Tú me has hecho desgraciada.

—Los dos lo somos, Leonarda. Mas dejemos esta conversación que es por demás pesada. Lo que importa es vender la cama, y un almonedero va a venir.

En efecto tocaron la puerta, y el almonedero, con diez pesos que dio por el último mueble decente que había en la casa, puso fin a un diálogo que se iba acalorando. Federico tomó nueve pesos, dejó uno a Leonarda, y ésta tributó algunas lágrimas a la partida de su lecho de caoba.

El diálogo que acabamos de oír fue la sentencia de divorcio, el fin de la pacífica vida conyugal, y el principio de otra llena de pesares, de espinas y de remordimientos. Leonarda por su parte conservaba, si no la ilusión de los primeros días de su matrimonio, al menos un sentimiento tierno hacia su esposo; pero la injusticia de éste, un estado tristísimo, una vida sin sociedad, sin encantos, desalojó de su alma el resto de candor que conservaba; y en adelante cualquier hombre, por despreciable que fuese, le parecía mejor que su marido. No faltaba alguno que rondara la calle, porque Leonarda, a pesar de que los sufrimientos habían marchitado su hermosura, tenía diecinueve años, y en su rostro se leía: «Esta mujer habrá sido divina». El galán persistió en rondar, ella en salir al balcón, y Federico, distraído con el juego, no hacía el menor esfuerzo en reconquistar el corazón de su mujer: todos los días poco más o menos tenían a las once de la noche el siguiente diálogo.

—¿Cómo te va, Leonarda?

—Bien, ¿y a ti?

—La cena.

—No hay.

—¿Por qué?

—Porque no me alcanzaron los tres reales que me dejaste. Pagué un real al aguador, cuartilla a la vecina por que me hiciera un mandado; lo demás se empleó en velas, chocolate, carbón, manteca, garbanzos, sal, cebollas.

—Ya está, no quiero saber más.

—¿Quieres unos pocos de frijoles?

—Vengan.

—Federico comía los frijoles, bebía un vaso de agua, y se acostaba murmurando entre dientes en una mala cama llena de insectos. Leonor hacía lo mismo. Éstas eran las delicias, la paz, el sosiego de la vida matrimonial: ni paseos, ni teatro, ni novelas de Scott, ni tirantes de canevá. Sufrimientos, miserias, fastidio, desesperación, he aquí lo que rodeaba a mi pareja. Eran bien desgraciados. Pero ¿quién no lo es la mayor parte de su vida?

Dos meses después salía una expedición para Tejas. Federico con una charretera de teniente marchaba a la cabeza de su compañía, con un sombrero jarano, en un flaquísimo caballo. Había perdido su corazón las ilusiones de amor, y buscaba la gloria y un pedazo de pan para vivir.