II

Daban las doce de la noche cuando un hombre embozado en una capa se paseaba por una callejuela estrecha, mirando con atención y deteniéndose a cada momento frente de un balcón que no distaría más de cuatro o cinco varas del suelo. De repente las puertas del balcón rechinaron, y un bulto blanco se asomó, y con voz temblorosa y meliflua dijo:

—¿Eres tú Federico?

—Yo soy, Leonor querida. ¿Estás lista?

—Sí.

—Pues allá va la escala.

Leonor aseguró la escala en el barandal, y encomendándose a Dios, ofreciendo una libra de cera a la Virgen de la Soledad, e ir descalza por la calzada de piedra hasta el santuario de Guadalupe, bajó por la escala ayudada de su Federico.

—Virgen santísima —exclamó Leonor al verse sana y salva en la calle—, yo te doy gracias y ofrezco mandarte hacer un milagrito de plata, además de lo que te prometí. Federico, vámonos, no sea que despierte mi madre, y que el guarda nos vea. Huyamos, porque el corazón me ahoga de susto.

Federico quitó su escala, tapó con su capa a su adorada Leonor, y se dirigió a pasos precipitados a su alojamiento del Hotel de Washington. Después de pasado el momento en que el susto ocupaba toda la existencia de la joven, la ocupó el arrepentimiento. El corazón de una doncella es un termómetro que se resiente de la más pequeña variación, y puede asegurarse que la mayor parte de nuestras jóvenes tienen un fondo de virtud, un cimiento de inocencia que las hace apesararse de las acciones menos conformes que cometen. Después el continuo vaivén de la sociedad y el influjo poderoso del amor socavan ese cimiento y destruyen esa inocencia; pero esto no es más que una consecuencia de vivir en un mundo donde las pasiones brindan con su prestigio, mientras la virtud rechaza con su austeridad. Leonor, dominada por la virtud de que aún tenía restos en su alma, prorrumpió en abundante lloro y comprimidos sollozos, siguió el mal de nervios, y por último una palidez mortal y el desmayo de ordenanza. Federico roció su rostro con agua, aplicó pomitos de esencia a sus narices y le dijo palabras llenas de ternura. Leonor volvió en sí.

—Me has hecho desgraciada, Federico. ¡He abandonado mi casa a deshora de la noche, he causado un pesar a mi madre, a mi pobre madre! Mañana se hablará en los cafés, en la Alameda, en todas partes de la aventura, y yo no apareceré más que como una joven loca y sin recato: tal vez tú me aborrecerás…

—Mañana se hablará, sí, de la aventura, pero mañana también serás mi esposa; la bendición nupcial y mi nombre sellará todas las lenguas. Ha sido forzoso dar este paso para unirnos. Consuélate, Leonor, no llores, tus lágrimas parten mi corazón y me causan celos, porque creo…

—¿Me amas, Federico? —interrumpió Leonor mirando con sus ojos empapados en lágrimas a su amante.

—Sí, Leonor, te amo, te idolatro, eres mi único anhelo, y te juro que ni el soplo de la muerte podrá apagar el amor que me has inspirado.

Pues bien, Federico, ¿cuándo nos casaremos?

Federico miró el reloj, y le contestó:

—Dentro de dos horas.

Eran las tres de la mañana.

—Dicen que el casamiento destruye la ilusión, y mata al amor. Con que cuando sea yo tu mujer…

—Te amaré más.

—¿Me amarás siempre?

—Mientras dure mi vida, y cuando termine querría yo que tú durmieses conmigo en la tumba, porque te juro que mi alma no podrá dejar a mi cuerpo si tú quedas en el mundo.

—¿Viviremos juntos y amándonos, Federico?

—Y moriremos juntos y amándonos, Leonor: acércate, deja flotar tus rizos sobre mi rostro. Dame tu mano. Quema mi frente, ¿no es verdad? Es de amor, en amor arde mi alma. ¡Leonor, Leonor, soy el más feliz de los hombres, tú derramas sobre mí raudales de felicidad!

—Federico, Federico, ámame así toda la vida. También soy feliz. ¡Sí, estos momentos valen toda una existencia…!

Eran en verdad felices. ¿Quién no lo ha sido un momento en su vida?

Las dos horas que faltaban para las cinco de la mañana pasaron breves como el relámpago, y la aurora comenzaba a colorear el horizonte, y los edificios a pintar en sus fachadas la luz blanquecina de la mañana, cuando nuestros dos jóvenes salieron de la posada y se dirigieron a casa de un eclesiástico conocido de Federico. A las siete volvieron al hotel. El matrimonio estaba celebrado.