Días hace que tenía deseos de escribir un artículo de costumbres; pero me sucedía precisamente lo que al cura, que no repicaba por trescientos mil motivos; el primero, por falta de campanas: hay entre nosotros muchas costumbres, tales como la de pretender empleos, la de ser ricos de la noche a la mañana, la de criticar todo sin entenderlo, etcétera; pero eso me daba materia para un renglón, y después… ¿Cómo hacer sonreír a los lectores? ¿Cómo amenizar las columnas del Siglo XIX? ¿Cómo granjearme la nota de maligno, de mordaz, de conocedor del mundo si se quiere? Nada de esto era posible porque hay momentos, horas, días, y hasta meses enteros, que el poco entendimiento que vaga en el cerebro se esconde en lo más profundo de los sesos, y ésos son cabalmente los momentos en que el poeta suda, se arranca los cabellos, llora, tira la pluma desesperado, y pide a Dios una gota de genio, una gota de talento, un soplo de inspiración. La inspiración no viene porque es una muchacha retrechera y algo voluntariosa, y entonces se exclama en voz sepulcral con Víctor Hugo: ¡Maldición!, o con Calderón y Lope: ¡Válgame Dios! Pero sigo con mi cuento, antes que los sufridos lectores exclamen: ¡Válgame Dios, qué pesado! Decía que no tenía asunto para artículo de costumbres, cuando he aquí que mustia y solemne se avanza la Semana Santa con sus tinieblas, sus monumentos, sus procesiones, su pésame, y tras de todos estos graves misterios se agolpa el mundo de México, vario, mezclado y confundido. Las señoritas, crujiendo los hermosos cuanto largos vestidos de seda, haciendo brillar al través del velo negro dos ojos chispeantes, provocativos, pendencieros; las chinas bamboleando sus graciosas enaguas, los charros sonando los botones de sus calzoneras, los petimetres con sus enormes fracs de progreso, sus delgadas cinturas, sus rostros románticos, barbudos o insinuantes; los militares, hijos verdaderos de Eldorado, diciendo a los extranjeros con sus vistosos uniformes: «Mis amigos, ésta es la tierra del oro, de la plata y de la cochinilla». Y todo este mundo alegre y bullicioso, vagando de las iglesias a los puestos de chía, de los puestos de chía al sermón, del sermón a la sociedad de la Bella Unión, y de aquí a descansar de tanto paseo, de tanta fatiga, de tanta penitencia, de tanta devoción; prestaba en verdad asunto copioso para artículos de costumbres. Pero los cuadros eran llenos de brillo, de movimiento, de vida; y era menester ser hábil pintor para retratar estas escenas, de manera que el lector pudiera exclamar: «Lo hizo bien, dijo la verdad», como se dice cuando se ve a una virgen de Murillo con sus ojos tiernos, con sus mejillas suavemente coloreadas, con su expresión ingenua y apacible: «Ésta es la Madre de Dios: Murillo era un artista divino». Esta poderosa consideración me impuso silencio, y vi pasar la Semana Santa sin escribir una letra, confiado en que Fidel diría algo, y aguardando el tiempo oportuno para volver a la carga con mis casas de vecindad, mis pretendientes y mis ministerios. Acabóse al fin el tiempo santo; la amargura de Marín y la muerte del Salvador fue cantada en sentidas trovas por nuestro poeta lírico, y como gustamos por lo común de variar, no parecerá mal a los lectores y lectoras, enamorados a consecuencia de estos días, saber algo sobre la vida de mi buen amigo Federico Tornasol. Allá va el cuento.
Era Federico un jovencillo de veinte años, de cuerpo mediano, pero bien formado, ojos pequeñitos, pero fogosos y vivarachos, color apiñonado, o mexicano, que es lo mismo; su boca sonriendo casi continuamente dejaba descubrir unos blanquísimos dientes; agréguese a esto una patilla recortada con esmero, un cabello castaño perfectamente arreglado con macasar, cepillo y media caña, un frac de la fábrica de Ivan Goul, un pantalón recortado por la sublime y práctica tijera de M. Pierre Chabrol, y un chaleco por el más bien escultor que sastre, Antonio Valdés, y tendremos, si no un parisiense de botín color de tierra y pantalón en la espinilla, al menos un mexicano bien vestido y ajustado a la moda. Era además Federico de esos dependientes de cajón de ropa, que con su buena figura y zalamería proporcionan a sus amos abundante concurso de marchantes: ganaba unos 60 pesos cada mes, tenía relaciones con las gentes del tono, concurría a las comedias, a los toros, a las misas de once de San Francisco y a las tertulias. Sabía además embaucar a las marchantas, decir flores a las niñas, ponerse bien la corbata, bailar un vals alemán, cantar un aria del Pirata y ganar algunos doblones al ecarté. En una palabra, sabía cuanto se necesita saber en esta sociedad para pasarse una buena vida. Éste era Federico, y ya que lo conocemos, visitémoslo en su alojamiento del Hotel de Washington, donde un criado le acaba de entregar una cartita color de rosa.
—Ésta es carta de mi Leonarda —dijo rompiendo la preciosa oblea de goma que decía Lunes con letras de oro. Era efectivamente carta amorosa; la abrió, y leyó:
Federico mío: Mi madre acaba de apoderarse de toda nuestra correspondencia; me ha reñido, me ha pegado, y mi desgracia no parará aquí, pues según entiendo se dan disposiciones para enviarme a Querétaro en casa de mi tía. Al escribir estas líneas me ha venido un pensamiento horrible, que ha hecho estremecer mi corazón y llorar abundantes lágrimas a mis ojos, y es el de que usted puede haberme engañado, burlado mis esperanzas y destruido todo el encanto de mi juventud, todo el prestigio de mis sueños de felicidad. ¿Me abandonarás, Federico? ¿Destrozarás mi corazón? ¡Ah!, te juro que si me separan de ti, moriré de dolor, porque eres mi único pensamiento…
Al acabar este renglón vino mi madre a decirme que a las cuatro de la mañana debería partir en la diligencia. El dolor me ahoga. Ven a las doce de la noche frente al balcón, volaremos donde quieras, porque mi amor es frenético, no puedo vivir sin ti. Adiós, bien mío. A las doce sin falta. Adiós te dice tu… Leonarda.
Leyó Federico dos o tres veces la carta, y tomando después con precipitación un tintero y un papel, escribió estas líneas:
Ángel mío: Esta noche a las doce estaré frente de tu balcón, prepáralo todo y disponte a seguirme: mañana serás mía, mañana un edén se abrirá ante nuestros ojos, y esta vida solitaria y desierta será un jardín bordado de flores, en el que se deslizará sin sentir nuestra existencia. ¿Y dirás todavía que te abandono? No, ídolo mío; primero moriré mil veces que faltar a los juramentos que te he hecho. A las doce sin falta te aguarda tu… Federico.
Salió el criado con la misiva, y Federico se quedó reflexionando. «En efecto —decía—, un hombre solo en el mundo es una paja que gira a la voluntad de los vientos. Las horas de soledad son amargas, pesadas y llenas de una apatía que marchita cuantos placeres proporciona la sociedad. ¡Oh, cuánto vale un seno amoroso en que reclinar la frente marchita y angustiada! ¡Cuánto vale oír los latidos del corazón puro de una virgen! ¡Cuánto vale despertar en la compañía de una joven candorosa! ¡Cuánto, en fin, ver sus ojos húmedos de amor y de placer! Y todo esto se consigue solamente casándose, porque entonces nadie tiene derecho de arrebatar a uno la felicidad, ni de arrancarle el corazón de la mujer que adora.» No se acordaba Federico que hay hombres cuya única ocupación es enajenar cuantos corazones pueden. Mas sigamos. Federico entusiasmado besó la cartita color de rosa, y exclamó: «Idolo mío, a las doce de la noche te habré ya estrechado en mis brazos, y cubierto de besos tu angélico semblante. Y por otra parte —continuó—, esta vida turbulenta y continuamente agitada no puede agradar mucho tiempo. Siempre seduciendo mujeres casadas, siempre en citas nocturnas con las doncellas, siempre vagando en los cafés, en los billares, en los teatros, y al fin todo esto no deja en el alma más que remordimientos, tedio, tristeza. Sí, me casaré con Leonarda, arreglaré un sistema de vida que me proporcione una dulce tranquilidad. Por la mañana temprano iremos a la Alameda; el ejercicio y el ambiente fresco nos dará gana de comer, y almorzaremos sazonando con expresivas caricias los manjares. En seguida me iré al cajón, y entre tanto yo trabajo, ella se ocupará de bordarme tirantes y hacer calados en las camisas. ¡Qué dulce es ponerse una camisa de manos de una mujer que se ama! La noche la ocuparemos en leer alguna novela de Walter Scott, o iremos al teatro. ¿Qué más se puede apetecer en la vida? No hay remedio, el matrimonio es el estado más feliz. Está resuelto: me caso».
Esto diciendo abrió un estante, sacó una escala que envolvió en un pañuelo, un par de pistolas de bolsa, tomó su sombrero, se arrebujó en su capa y se salió a la calle. Eran cerca de las ocho de la noche.
Demasiado temprano para realizar su expedición, vagó por varias calles, hasta que impensadamente se encontró en el pórtico del Teatro Principal. En esa noche se daba un drama tierno, apasionado. Era el Trovador de don Antonio García Gutiérrez, que atravesando el océano había caído en la inquisitorial jurisdicción de nuestros clásicos cómicos del Teatro Principal. El drama, aunque representado sin esmero, se atrajo la simpatía del partido romántico, que comenzaba a nacer, es decir, el de los jóvenes, mientras los que se llaman clásicos, no porque sepan más que los románticos sino porque tienen sus pasiones muertas y elogian a Moratín, silbaron y criticaron tan excelente composición; pero Federico, cuya imaginación ardiente necesitaba sólo de una composición de Arriaza para entusiasmarse, se puso de punto de caramelo, como suele decirse; salió del teatro casi embriagado de amor y de romanticismo, y se marchó resuelto a libertar a su dama a toda costa, y a cambiarle el nombre de Leonarda en el de Leonor, como más poético y más tierno.