Entretenimiento literario sobre el amor, que dará mucho que reír a los hombres serios, que criticar a los literatos y que pensar a los enamorados

I. PRÓLOGO

Queda expuesta la diligencia con que he

procurado dar más realce a esta edición, tarea

que no es de corta entidad, atendido el débil

estado de mi cabeza.

PREFACIO DE UN LIBRERO

Suelen encontrarse en las grandes exposiciones de los cuadros de los artistas más célebres del mundo algunos bocetos imperfectos colocados tal vez para llenar el lugar o para perpetuar por medio de la pintura un pensamiento que pudo haber sido grande si el autor hubiese tenido poder para desenvolverlo. Así caerá mi discurso después de que el público ha oído tratar por vosotros materias científicas de la más alta importancia.

¿Un discurso de amor en el Ateneo? ¿Un discurso de amor arrojado al seno de una respetable corporación donde se hallan reunidos los mejores talentos de la República? Confieso, señores, que esto puede dar materia para reír, y a no ser porque el amor es un asunto que entra en el campo vastísimo que llamamos amena literatura, jamás me habría atrevido a tratar una materia, que aunque importante, ha sido tocada de diversos modos desde los tiempos más remotos e inmemoriales: ¡qué digo!, desde que el hombre fue colocado en este triste valle de miserias.

Veo, señores, que por más gravedad que procuréis tener; por más que parezcáis ocupados de los arduos negocios de la política; de los vastos cálculos de las ciencias exactas, o de las profundas investigaciones de las naturales, tenéis un corazón que late y dentro de ese corazón un sentimiento grande, infinito, incomparable, que se llama amor. Así, aguardo que me escucharéis con indulgencia.

II. INVOCACIÓN

Decid, celestes potestades, dónde

encontraremos un amor semejante.

MILTON

¡Sentimiento purísimo y santo que inspiraste a Tasso y a Petrarca, que hiciste cantar a Milton y arrancaste del arpa de Lord Byron esos sonidos atrevidos y que han vibrado por todo el mundo intelectual: sentimiento celeste que suspiras en la lira de Lamartine y desciendes al corazón de Chateaubriand, ven un momento con tu «séquito inmenso de ilusiones», con tus armonías, con tus sonidos misteriosos, con el prestigio de tus recuerdos a inspirar al mísero prosista que quiere demostrar que tú, amor, riges y gobiernas los destinos de los hombres!

III. CUADROS DE LA GALERÍA HUMANA

El instinto en todos los tiempos ha hecho al

hombre imitador: La variedad de las formas

y de los colores, es para él una fuente

inagotable de placeres.

GIORGIO VASARI, Pintores célebres

El mundo, señores, no es más que una vasta galería, un inmenso salón de cuadros. Veis cuadros de magnates, de grandes señoras cubiertas de oro y terciopelo. Ésa es la aristocracia vana, lujosa y estoica de todos los lugares de la tierra. Veis algunas vírgenes llenas de belleza, de rostros ingenuos y apacibles. Son las jóvenes hermosas, nobles o plebeyas de todas las ciudades. Así los buenos pintores no han hecho más que extraer esas figuras y pegarlas eternamente a un lienzo.

Es menester, pues, que de este gran museo procuremos también extraer los cuadros, las bellas páginas que ha pintado el amor con su magnífica tinta.

IV. AMOR PRIMERO

¡Oh, llama santa!, ¡celestial anhelo!

¡sentimiento purísimo!, ¡memoria

acaso triste de un perdido cielo

quizá esperanza de futura gloria!

JOSÉ DE ESPRONCEDA, El diablo mundo

¡Qué risueña es la primera época de la vida, qué galanos los días en que la inocencia nos cubre con sus alas de armiño, en que brilla el candor en nuestra frente, y la alegría de nuestro corazón brota las miradas ardientes y expresivas! Entonces el mundo es para nosotros un Edén, las mujeres unos ángeles, y la vida un continuo festín.

Entonces con la buena fe en los labios y con nuestro corazón de paloma, empezamos a sentir esas dulces y primeras impresiones indefinibles pero vivas; ardientes pero dulces; un instinto natural insinúa el amor en nuestra alma, y buscamos, sin saberlo, unos ojos que nos miren, una boca que nos sonría, unos brazos que ciñan nuestra frente juvenil y pura, y un corazón que responda las desconocidas y vehementes palpitaciones del nuestro.

Este amor santo y sublime, cuyos recuerdos brillantes nos acompañan toda la vida, es el que experimentó Ernesto.

Era una tarde de verano, cuando maquinalmente entró a un jardín. El cielo azul estaba tachonado de nubes de grana y oro, las rosas y los jazmines embalsamaban el ambiente, los pájaros cantaban dulcemente y las aguas del arroyo corrían con pausado y melancólico murmullo. La naturaleza toda proclamaba el amor y hacía latir fuertemente el corazón de Ernesto.

Debajo de un árbol estaba recostada una muchacha vestida de blanco y ceñida su sien de rosas. Dormía y soñaba con el amor. Era pura e inocente como Ernesto, y linda como las creaciones de la fantasía de un poeta. Sus párpados sombreados por negras pestañas caían suavemente sobre sus lindos ojos. Su boca pequeña y de labios bruñidos y encarnados estaba entreabierta y dejaba ver dos hileras de dientes blancos y parejos, y su tez ligeramente pintada de nácar, era tersa y delicada como la hojilla de la dalia.

¡Qué tranquila dormía! ¡Qué iguales eran los latidos de su pecho, qué pausada y tenue su respiración! Y debajo de aquel naranjo brillante, copado de frutos, y en medio de aquella atmósfera tan diáfana y tan perfumada, y de aquella naturaleza tan risueña, diríase que era un ángel que había dejado Dios olvidado en el Paraíso.

Ernesto había soñado precisamente una criatura así: de suerte que cuando la miró, mudo de asombro, embargada su voz con el llanto del placer, erizados los vellos de su cuerpo por un dulcísimo escozor y temblando sus miembros de susto y de temor, se acercaba dudando aún si sería un delirio de su fantasía o una mágica ilusión la que tenía delante de los ojos.

Acercóse más… Ya no podía respirar, no podía contenerse… Depositó un beso en la frente angélica de María y lloró de gozo.

María despertó, compuso las negras trenzas que caían sobre su seno de alabastro, entrelazó su cabeza con pasionarias y jazmines, y cuando vio al joven mudo y tímido delante de ella, encendiéronse sus mejillas con el pudor; sin embargo, sonrió ligeramente y concedió al joven una de esas miradas íntimas, profundas, que dicen: «He comprendido tu pasión; te amo con toda mi alma y con todo mi corazón: mi ser físico y moral se ha estremecido como el tuyo, y ambos estamos destinados para atravesar, asidos del brazo, este mar turbulento y borrascoso que se llama mundo».

V. AMOR TEMPESTUOSO

¿Dónde mi dicha fue? La dulce calma

Huyó por siempre del doliente pecho,

El blando sueño abandonó mi lecho

Y el porvenir sus puertas me cerró.

A. DE C.

Separóse Ernesto de María cuando más la adoraba: como Emilio de su Sofía; porque sucede frecuentemente que el mundo y las exigencias sociales, pongan las más veces una muralla de bronce entre dos almas nacidas para entenderse con ese lenguaje mudo, que jamás han podido definir los retóricos y preceptistas. Una vez que esto sucedió, cambiaron absolutamente las ideas y sensaciones del joven. La naturaleza le parecía triste, la sociedad mezquina, corrompida y caprichosa y la vida una árida senda, de cuyas penalidades sólo podía desembarazarse en las puertas de la muerte. Ernesto al perder de vista aquella paloma, que como la del arca le había anunciado en los primeros días de su vida una existencia espléndida y llena de goces en un mundo bellísimo y renovado, había perdido esa dulcísima y desconocida armonía, que como un religioso concierto resonaba en su alma en aquellos días, en que el primer amor le tocó con sus alas, y en que la aurora de la vida le mostró sus colores de rosa y de oro.

Época triste que habréis experimentado, señores; aquélla en que se vive al acaso, en que se camina en el mundo sin objeto, en que se apagan las nobles inspiraciones, y en que se nulifican todas las brillantes dotes, que Dios ha puesto en la organización del hombre. Esa época de vacío, de duda, de inquietud y de fastidio, es la época en que el corazón no tiene amor.

Entonces se deja uno arrastrar por el torbellino del mundo: entonces los desaciertos se suceden diariamente, entonces el hombre como un insensato se entrega sin cálculo y sin reflexión en brazos de todas las mentirosas ilusiones que se le presentan, y finalmente, entonces, tanto desengaño y sufrimiento rompen las más delicadas fibras del corazón. Así es como se explica, por qué en cierta época de la vida, el hombre abandona sus creencias religiosas y políticas.

Vagando Ernesto en este camino de duda y martirios, tropezó una noche en una de esas magníficas orgias iluminadas por la lúbrica luz de la esperma, reproducidas por los espejos y animadas por las aromáticas exhalaciones de los licores. Todas las damas con crujientes vestidos de seda y terciopelo y adornadas de diamantes y de perlas, le parecían sorprendentes y magníficas como los cuadros que pintaba Hans-Holbein en la galería de Tomás Morus. Aquellos cuellos alabastrinos, aquellos pies pequeños con ricos calzados de seda y plata, aquellas mil huríes de ojos lánguidos que se revolvían en el baile en giros caprichosos al compás de las dulcísimas armonías de una orquesta; le parecían bellas como las mismas ilusiones del placer, fantásticas como las esperanzas de la dicha, voluptuosas como las jóvenes que rodean a Mahoma en su serrallo celestial.

¡Cómo no amar entonces, cómo no perder el juicio, cómo no dar el alma y la vida temporal y eterna por una de aquellas magas relucientes como las estrellas y poéticas como las dalias y las azucenas de un jardín!

Ernesto dobló una rodilla ante una beldad, le juró un amor eterno, se le figuró que se le habían abierto de nuevo las puertas del Paraíso, y que esta vida cansada para él hacía pocos momentos, era corta, muy corta para apurar la copa de deleites que ya tocaba con el labio.

Al día siguiente encontró a su dama con la faz marchita y rugada, con el cabello descompuesto, con el talle mal ceñido y con la indiferencia y el fastidio en sus miradas. Ésta no era por cierto la mujer que se había figurado; sin embargo, los celos y los pesares carcomieron su corazón, y a poco tiempo se cansó de amar a un magnífico busto que le pareció en un principio animado de una alma amorosa, de un corazón tierno y de una índole virtuosa. Disipáronse como el humo estos amores, porque no los animaba el candor y la inocencia, porque los dos corazones vacíos y desiertos se habían encontrado en un festín donde procuraban ahogar esos terribles e inauditos dolores de un corazón sin amor y sin fe.

VI. AMOR FILOSÓFICO

La vida es el amor: dulce ambrosía,

Del alma ardiente celestial beleño.

B. DE C.

Se ha dicho que Ernesto se separó de María; pero aquel sueño tranquilo que velaba el ángel de la inocencia, aquella tarde perfumada, aquella sonrisa y aquella mirada del primer amor, jamás pudieron borrarse de su memoria.

Ernesto había pasado por todas las inconsecuencias y contradicciones de la sociedad, que hacen que el hombre largue diariamente en el camino de la vida una ilusión de su alma y una esperanza de su corazón. No obstante, cuando se acordaba de María, entonces se rejuvenecía su espíritu, como las flores con el rocío del alba, entonces no veía el mundo vacío y desierto, entonces creía en la religión, en los hombres y en la sociedad, y comprendía que un alma capaz de tan santos y sublimes sentimientos, no podía acabar en las orillas de la tumba, y que había más allá del polvo y de la vanidad de la tierra otra existencia de amor y de ventura.

Estos sentimientos que acompañaban a Ernesto como un ángel tutelar, fueron el origen de multitud de buenas acciones. ¿Acumulaba bienes, era honrado, era virtuoso, procuraba lograr un honroso puesto social? Todo era por ella y para ella: para que aquel ángel que se le había aparecido puro, cándido y sublime en los primeros días de su juventud, fuera feliz y lo amase con todo su corazón.

He aquí, señores, cómo el amor filosófico es un manantial de virtudes y de nobles acciones.

Convencido de que esas pasiones frenéticas y tumultuosas no hacen más que clavar agudas espinas en el corazón, deseaba una mujer cuyas virtudes fueran el objeto de un respetuoso amor.

Ernesto tenía asuntos graves: era dado a las ciencias, a la política, a la literatura; pero cuando agobiado con el trabajo e incómodo con las disputas y controversias, volvía a su casa, se encontraba siempre una mano que acariciase su frente, unos dulces y negros ojos que lo mirasen con ternura, y una voz armoniosa y suave que disipase sus pesares con una sola palabra. ¡Qué le importaba a Ernesto que ese loco mundo se agitase con su pompa, sus pasiones y sus festines, si él tenía dentro de su casa un asilo escondido de felicidad, una perla encerrada en la concha, una flor en cuyo cáliz libaba la sabrosa felicidad de un amor filosófico?

VII. AMOR PATERNAL

Y la hija de mi amor, de mi ventura

Tendió sus alas y volóse al cielo.

ANÓNIMO

Ernesto tenía una hija, criatura linda con su cabello rizado de oro, sus expresivos ojos azules y sus mejillas rojas como el clavel. La hija de Ernesto, inteligente y poética como la Ada de Lord Byron, tenía cinco años.

Una noche la fiebre asaltó a la inocente: su frente ardía, sus pequeñitos labios quemaban: de sus lindos ojos azules apagados y moribundos se desataba una lágrima fría y temblorosa.

¿Si vierais entonces a Ernesto, al hombre filósofo, al hombre sereno en los peligros, al hombre fuerte y de espíritu enérgico? Lloraba, retorcía y alzaba sus manos al cielo, imploraba al Señor le concediera la vida de su hija, o maldecía a la suerte, al destino que le arrebataba esa pequeña sílfide que diariamente lo llenaba de besos, le estrechaba su cuello con sus delicados brazos y le decía con su voz infantil esas palabras llenas de ternura y de suavidad que los niños dicen a sus padres. Al fin la niña murió, Ernesto recogió con un largo beso en sus labios, el alma de la niña, ciñó su frente yerta con una corona de oro, cubrió el inanimado cuerpo con flores y lo depositó en una sepultura donde constantemente se le veía llorando con las últimas luces del crepúsculo o con el tibio rayo de la Luna. Vosotros, señores, habéis tenido hijos y comprenderéis el dolor que se siente cuando uno de estos pequeños ángeles se vuela al cielo.

VIII. ÚLTIMOS DOLORES DEL AMOR

Por fin, por fin, la vida se despierta

En la faz del rendido moribundo

Y el gemido de adiós que lanzó al mundo,

Del sepulcro fatal le abrió la puerta.

G. PRIETO

En una estancia alumbrada por la amarillenta luz de una bujía, había un lecho: en ese lecho agonizaba una mujer: a pesar de su semblante pálido, sombreado con líneas cárdenas, de sus grandes y negros ojos fijos e inmóviles, de su cabello rizado, que en desorden caía por su cuello, se conocía que esa mujer, que iba a devorar la tumba, había sido hermosa.

Junto a este lecho de muerte, estaba un hombre sentado, cabizbajo, con los ojos anegados en llanto y presa de un profundo dolor.

Era Ernesto, que después de haber visto morir a su hija, también estaba pendiente al último suspiro de su María, de esa María a quien había amado con delirio, cuyo corazón iba a cesar de latir dentro de breve, cuyos ojos empañaban las sombras de la muerte, cuyos labios pálidos no volverían a sonreír, y cuyas mejillas lívidas no volverían a animarse con el carmín de la salud y de la vida.

En aquel momento sus primeros amores, las tempestades de su corazón, los dolores de su juventud, su felicidad doméstica, sus santas afecciones por sus hijos, todo se presentó a su mente; pero todo había pasado brillante como un meteoro y rápido como el huracán. Todo estaba próximo a desvanecerse, a convertirse en polvo, en humo, en vapor. Todo se iba a hundir para siempre en la tumba con la vida de su mujer. El corazón de Ernesto estaba desgarrado; porque los últimos dolores del amor son tan vivos como sus primeros placeres.

María murió, y Ernesto después fue un sabio: se dedicó a las matemáticas, a la astronomía, a las ciencias. Se había extinguido para siempre en su corazón el fuego del amor y necesitaba otro agente que animara su vida.

EPÍLOGO

Muchos de los que han leído estos apuntes sobre el amor, los bautizarán con el nombre de novela: sea así. El nombre no hace al caso, con tal de que se persuadan que en Ernesto he personificado a una mayoría inmensa de hombres que pasan por esa escala. Todos los hombres tienen un primer amor en su corazón: después sufren y padecen por el amor: después gozan tranquilas delicias, después ven hundirse una a una en la tumba todas las personas que les son queridas. Después en la ciencia, en el oro, o en los vicios buscan un objeto que llene el vacío de su alma. Ésta es la historia doméstica del género humano. El amor, y siempre el amor, es el objeto principal en que se ocupa, la guía de sus hechos, la fuente de sus inspiraciones, la cadena a cuyo eslabón se unen los acontecimientos de la vida. Si los señores socios del Ateneo convienen en estas últimas razones, creo que disimularán el rarísimo giro que he dado a esta lectura y dispensarán a quien de todas maneras necesita de su indulgencia.