PRIMERA CONVERSACIÓN
Entre las poquísimas amistades femeninas que cultivo, cuento la de doña Susana. Es una mujer que raya en los cuarenta años; de tez fresca, de proporciones mórbidas, y de facciones expresivas, que anuncian que en sus tiempos juveniles fue una de esas magníficas y espléndidas bellezas que traen a los pobres hombres al retortero. Doña Susana, además, es una mujer de genio amable, de talento claro, y de un gran mundo. Sabe todas las anécdotas escandalosas de la alta sociedad, y las refiere con mucha gracia y sal; tiene relaciones con las niñas que comienzan a florecer, bellas y cándidas en la vida, y le cuentan sus cuitas de amor, y le piden, como tímidas palomas, consejos para librarse de los hombres milanos. Los hombres corderos también le refieren sus historias; y ella, amable y compasiva como una hermana de la caridad, les da preservativos para que liberten a su corazón de las uñas de las mujeres buitres. Ya ven, lectores y lectoras, que mi buena amiga doña Susana es una de esas joyas exquisitas que es menester apreciar debidamente.
Como decía: una que otra vez, cansado del fastidio y monotonía de una vida sedentaria, me dirijo a casa de mi amiga, y allí hablamos largamente de nuestra sociedad moderna, y nos alimentamos de ese suave y delicioso manjar que se llama crédito público, y que es el maná de todos los concurrentes a los teatros, a los toros y al café del Progreso. Resulta de estos inocentes entretenimientos, que suelo dejar en casa de Susana algunas de las pocas ilusiones que han quedado a mi corazón, y que salgo más fastidiado y más molesto que lo que entré. Por ejemplo, le hablo a doña Susana, con entusiasmo, de Pepita Recorte; doña Susana sonríe, y me cuenta una anécdota secreta de amores, y adiós ilusión por la virtud de las niñas.
No obstante, algún provecho saco de sus conversaciones, y día llegará en que cuando mi amiga doña Susana y yo cerremos el ojo, vea la luz pública unas memorias sobre la sociedad contemporánea, que sin vanidad podrán arder en un candil.
—Usted, señor Yo, me dijo un día doña Susana, ¿parece que quiere escribir algo sobre el matrimonio?
—Sí, señora; pero tanto hay que decir sobre esto, que juzgo que será menester formar, no un artículo aislado, para que ocupe lugar en la parte de variedades de un periódico, sino una obra de dos o más tomos.
—Con efecto, mucho hay que hablar sobre la materia, mas sería oportuno que dedicara usted un capítulo para declamar contra la coquetería, pues a fe de Susana, creo que no hay cosa que perjudique más a las mujeres y a los hombres.
—Por mi parte, señora, estoy resuelto a escribir no sólo sobre la coquetería, sino hasta sobre la lengua chinesca, que jamás he oído hablar; pero a mi modo de ver, la coquetería (cuya palabra no es muy castiza por cierto) es el arte que tienen las mujeres para realzar los atractivos de la hermosura; para dar más viveza a ese sentimiento indescriptible que se llama amor.
—Muy dueño es usted de creer lo que le agrade; pero si quiere atender a mis explicaciones sobre esta materia, le servirán acaso para formar algunos apuntes y publicarlos el día menos pensado, porque usted tiene furor de publicar cuanto se le viene a las mientes.
—No se equivoca usted, señora.
—Pues señor, en mi juicio la coquetería puede dividirse en dos clases. La primera es, aquel instinto natural que tienen las niñas cuando salen de la amiga o del convento, y que las obliga sin pensarlo a buscar los más elegantes adornos para el peinado, los más bonitos colores para los vestidos; todo con el fin inocente de agradar a los que las ven, y oír murmurar en los corrillos y salones las dulces y mágicas palabras de bonita, encantadora, celestial.
—¿Cómo le parece a usted que llamemos a esto? —le interrumpí.
—Coquetería instintiva.
—Cabal.
—La segunda, que llamaremos coquetería meditada —prosiguió doña Susana— es aquel deseo de parecer bien; pero con el doble objeto de satisfacer un orgullo ilimitado, y herir, destrozar y derribar adoradores con la magia de la belleza, con el atractivo de las sonrisas, y con el fuego de las miradas, a la manera que un fiero conquistador derriba, hiere y mata a sus enemigos en un campo de batalla. ¡Desgraciados los hombres corderos, que arrastrados de su entusiasmo concurren a esta terrible lucha! Corazones desangrados, ilusiones desvanecidas, esqueletos pálidos, y enfermos de amor, son los trofeos que vagan en tomo de una coqueta, que con la alegría en los ojos y la sonrisa en los labios mira satisfecha llorar, arrastrarse a sus pies, morir de rabia y de dolor a sus infelices víctimas.
—Muy cruel es la coquetería meditada, mi querida Susana, y no veo que pueda resultar gloria a ninguna mujer, de marchitar tantas esperanzas, de deshojar las flores nácares y lozanas del corazón, de hacer verter a los pobres hombres corderos tantas lágrimas, que caen en la esterilidad y la indiferencia del corazón egoísta de una coqueta.
—¿Qué quiere usted? Éstas son las anomalías que se ven en el mundo, y cuya explicación es tan difícil hallar, como hacer oro con los rayos del Sol. Aconséjole, pues, que tenga mucho cuidado, pues ustedes, escritorzuelos, que se vanaglorian de tener mundo y de adivinar los sentimientos del corazón de la mujer, caen redondos en la trampa cuando menos lo esperan: mas oiga usted la confesión franca y sincera de mis faltas, y encontrará el retrato de una coqueta.
Tenía quince años: mi corazón estaba todavía virgen; pero la coquetería instintiva hacía que riñera al zapatero, porque el zapato tenía la pala más o menos ancha, y a la lavandera, porque el olán del vestido no estaba bien lavado, ni encarrujado con esmero: pasaba horas enteras en el tocador, poniendo ya un ramo en mi peinado, ya una flor en mi pecho, ya un dije o un fistol en las trenzas, ya un collar en el cuello: me lavaba el rostro con aguas aromáticas; esparcía aceites y bálsamos en mi cabello; y cuando la toilette, como dicen hoy, terminaba, me ponía delante de un espejo de cuerpo entero, y contemplaba con orgullo mi fresca tez de rosa, mis ojos negros y rasgados, mis dientes blanquísimos, mi cuello terso de alabastro, mi delgada cintura y mi pie pequeño, calzado con un zapato de raso negro. Satisfecha de mí misma, y preocupada, salía al balcón, pensando en que cada hombre que pasara exclamaría por fuerza: «Qué hermosa es». No me engañaba, pues cuantos transitaban por mi calle alzaban la vista, y cuando habían andado dos cuadras, no podían menos de voltear la cara y dirigirme una última mirada, que sin duda quería decir: «Aquí, en mi corazón, va grabada tu imagen».
Hasta aquí todo era un recreo pueril, si se quiere, pero inocente; pues sin remordimiento ni pena me acostaba en mi lecho, y me dormía arrullada por la grata satisfacción que causa el ser el objeto de la admiración de los demás.
Poco a poco me fueron naciendo vehementes deseos de saber asertivamente cuántos eran los que se interesaban vivamente por mí, y ya se figurará usted que para esto sobran oportunidades a una muchacha. Una tarde me dijo Antonia, criada joven, vivaracha y de toda mi confianza, que un señor le había prometido darle una carta para mí.
—Tráemela, le respondí sin decirle que yo estoy de acuerdo: nos divertiremos.
A la noche me entregó Antonia, no sólo una, sino ocho cartas a un tiempo. ¡Qué risas! ¡Qué burlas a los pobres autores de las epístolas! Ja ja; Antonia, éste se quiere matar si no le correspondo; el otro me amenaza con que buscará un tabardillo en la mar; el tercero es más respetuoso, dice que me amará eternamente, y que si yo no le amo se conformará con ser mi amigo; el cuarto quiere que le envíe un rizo de mi pelo; el quinto, me manda una sortija dentro de la carta, y dice que se casará conmigo dentro de ocho días, si yo consiento; el sexto es un necio, ha copiado su carta de un libro; el octavo, ¡qué horror!, me da una cita, y agrega que se subirá por el pie de gallo del farol de la calle, y…
—Pero ¿qué hacemos señorita? —me preguntaba Antonia.
—Lo vas a ver —le contesté—: ocho amantes es muy poco: quiero tener veinte, treinta, cuarenta; pero no de la calaña de estos pobres diablos, que sólo estrenan un frac el día de su santo, y que van al paseo a pie dando tumbos y saltos por el lodo; no de estos hombres pacatos y oscuros, que no los conoce nadie, sino de esos jóvenes ya corridos de mundo, que visten elegantemente, que van a caballo al paseo, y que tienen ya experiencia y…
—¿Pero a éstos qué se les dice?
—Lo vas a ver. Tomé la pluma y escribí. «Señor. Nunca le he dado a usted motivo para que se tome la libertad de dirigirme una carta, mas ya que la criada me forzó a recibir la de usted, le manifiesto que pierda toda esperanza de conseguir mi correspondencia y cese en sus instancias que me son demasiado molestas». Mira, Antonia, copia siete cartas iguales a ésta, y repártelas a los pretendientes.
Antonia, con su mala letra y peor ortografía, copió mi severa carta, y al día siguiente repartió siete iguales. Todas estas conferencias eran en el silencio de la noche, y cuando mi familia me creía gozando de un sueño tranquilo e inocente. La coquetería estudiada comenzaba a aparecer en mí.
Desde entonces pasaba horas enteras delante del espejo, no arreglando mi peinado, ni entallándome el traje, sino ensayando el modo de sonreír y de mirar, colocándome en posiciones voluptuosas y académicas. Ya me reclinaba muellemente en el sillón, con la cabeza ligeramente inclinada a un lado, y los ojos entre lánguidos y dormidos; ya me colocaba enhiesta y con semblante orgulloso; ya procuraba dar a mi rostro un aire de melancolía, y al descuido arreglaba mi traje, de manera que el pie, y una pequeña parte de la pierna, quedara visible; ya en fin, me ponía en pie y estudiaba la manera con que debía andar, sentarme, y dar vuelta. Quien me hubiera visto, habría dicho que era una loca: era simplemente una coqueta, y todo va a dar allá.
No crea usted que había nacido en mi corazón ese sentimiento puro y celestial, que se llama amor; por el contrario, mi deseo era brillar solamente, arrebatar la admiración de los hombres, y tener un gran número de amantes para despreciarlos a todos, para divertirme con sus necedades, para reírme a carcajadas cuando los veía firmes y constantes, sufriendo recios aguaceros embutidos en el umbral de una puerta, frente de mi balcón. Sin embargo, les otorgaba de vez en cuando alguna recompensa; por ejemplo, un saludo expresivo en el paseo, una mirada, una seña, una sonrisa, una tos, cualquier cosa: el caso es que llegué a contar hasta treinta, y entonces pensé seriamente en fijarme en el que me pareciera menos malo.
Un joven pálido, de porte serio, de andar mesurado y de agradables maneras, fue el preferido. Conocía yo que el pobre diablo me adoraba con delirio; nunca me había escrito; nunca me había hecho una seña, ni dirigido una palabra en la calle, o al entrar a la iglesia o al teatro; pero cada vez que me veía observaba yo que se demudaba, que casi vacilaba y quería caerse, y una que otra vez vi también, que al disimulo enjugaba una lágrima que rodaba por sus mejillas. Tímido hasta el extremo, como verdadero amante, no se había atrevido a tentar ningún medio para manifestarme su cariño de una manera más terminante; pero Antonia se encargó de esto, y de facto a los tres días tenía yo en mi poder una carta suya, sencilla, pero tierna y elocuente: se conocía que el infeliz muchacho la había escrito con el corazón. Se la contesté haciéndole concebir algunas esperanzas, y me respondió otra llena de tanta ternura y emoción, que estuve a punto de que se me saltaran las lágrimas. Para no fastidiar a usted le diré, que al fin de un mes nuestra correspondencia estaba perfectamente arreglada, y que ya le había concedido una entrevista, en la que por cierto no pudo decirme ni una sola palabra; pues su pecho se comprimió, y se soltó llorando como un niño de la escuela.
Con esto, y estas muestras evidentes de amor, en el fondo de mi corazón no correspondía francamente a su pasión vehemente y generosa, y sólo cultivaba yo este amor como un ensayo para cerciorarme del poder y tiranía que ejerce una mujer en el corazón del hombre. ¿Pero, cree usted que acostumbrada a tener tantos amantes, me contentara con quedarme con sólo uno? Eso me hubiera parecido tan horrible como hallarme sola en un desierto de Arabia. Así pues, no dejaba de emplear mis atractivos naturales y mis ensayos cómicos para conservar un cierto círculo de vasallos, de que yo era la reina. De uno recibí algunas cartas; a otro le di un rizo de mi pelo; al de más adelante le permití que conservara un guante; al otro, que me seguía en la calle, no le reclamé la liga que se me cayó, y él se apresuró a levantar. Antonia fomentaba estas intrigas; y yo, descuidada del porvenir, y divertida y engolfada con este género de vida, no me acordaba ni de Dios, ni de mi familia, ni del mundo que me observaba.
Este estado de cosas no podía durar mucho tiempo, y debe usted figurarse que tantas prendas amorosas como había yo repartido, habían de servir para ponerme en un conflicto.
Era una noche: me hallaba yo en uno de esos bailes espléndidos, en que los acentos de la orquesta entusiasman, en que la luz de la esperma parece que aviva los deseos de nuestro corazón; en que el ambiente de aromas y de rosa que se respira, embriaga y comunica a los sentidos cierta voluptuosidad indefinible. Hubiera querido tener diez existencias para darlas a mis diez amantes; pero era una sola mujer, y deseaba contentarlos a todos; esto era imposible. Bailé con uno, estreché la mano de otro, y me sonreí con dos; di una cita a Perico Centinela; convidé a Juan Bodoque para que me acompañara a casa, y… pero cuando más contenta y complacida estaba, reclinada en un sofá, en una de las piezas solas de la casa, meditando en el poder de mi hermosura se apareció delante de mí la figura pálida de Arturo, y me presentó su mano, de donde goteaba sangre.
—¡Arturo! ¡Arturo! —exclamé temblando de terror—, ¿qué es eso?
—Nada, señora, me contestó con voz ronca, un pequeño rasguño que me ha dado uno de los mil amantes que usted tiene.
—¡Arturo!…
—Señora; pero la sangre que destila de la mano nada vale: es al fin de un miembro que no es esencial para la vida; pero cuando destila sangre del corazón, entonces no hay remedio, es menester morir.
—¿Cómo, Arturo, estás herido? —exclamé arrojándome a él, y buscando entre su camisa y corbata la herida.
—Valía más señora —me contestó con voz más fuerte, y rechazando mi mano—. Vos sois la que habéis herido mi corazón, la que en una sola noche le habéis quitado cuanta sangre, cuantas lágrimas, cuanta vida tenía.
Yo iba a hablar; pero Arturo me lo impidió.
—Todo lo sé, señora: tenéis diez o más amantes a un tiempo, y me habéis tratado como un niño, engañando un amor, traicionando mi buena fe; secando mi corazón y… Susana, Susana, continuó con la voz ahogada, ¿por qué me habéis engañado? ¿Qué mal os he hecho para que así me castiguéis?
Yo, recurriendo a mi coquetería, prorrumpí en mil excusas; pero Arturo me arrojó un paquete de cartas, y dijo: —Adiós, Susana, adiós: quiera el cielo que nunca te engañen vilmente como tú me has engañado a mí. Apenas salió Arturo, cuando Perico, que era un libertino, entró, y antes de que yo pudiera ocultar el paquete de cartas, se apoderó de él, y tirándome a la cara el rizo de pelo que yo le había dado, me dijo: —Así se vengan las infamias de una mujer coqueta. Estas cartas serán leídas en los corrillos de los cafés, y mucho vamos a reímos a costa de usted.
—Perico, por piedad, no sea usted cruel, no me deshonre.
—Usted sola se ha deshonrado —me contestó secamente, volviéndome las espaldas.
Caí en el sofá anonadada, como si un rayo hubiera tronado en mis pies, y sólo me sacaron de mi enajenamiento las fuertes exclamaciones de Juan, que me llamaba vil, infame, perjura; pateaba el anillo, y cerrando los puños me amenazaba. El miedo me dio fuerzas, y volando me dirigí a la sala del baile.
No pasó mucho sin que cada amante contara la aventura del baile: mis cartas se leyeron en los cafés, y de boca en boca se repetía esta cruel palabra: «Es una coqueta».
Al día siguiente de esta fatal noche me asaltó una violenta fiebre, y no volví a saber de mí hasta los siete días, que merced a los cuidados de mi familia me restablecí en breve.
SEGUNDA CONVERSACION
Pocas de las lectoras que hayan meditado con detenimiento en el capítulo anterior, habrán dejado de pensar lo que yo, cuando me retiré de la casa de doña Susana; a saber, que una mujer cuando extravía su juicio, cuando abandona la senda que marcan la moral y la religión, recibe al fin el castigo merecido por sus errores. ¡Qué suplicio más cruel para una joven bella, y acostumbrada a dominar con una sola mirada a los hombres, que el que éstos la insulten groseramente, y publiquen sus defectos! ¡Qué humillación más terrible puede sufrir, que la de verse de improviso privada de las dulces y sinceras comunicaciones que proporciona un casto amor!
El recuerdo solo de estos dolores vagos ya, y adormecidos con el tiempo, hizo derramar lágrimas a Susana, y no tuve valor para decirle que continuara su conversación. Al día siguiente, deseando que terminara su interesante historia, volví a su casa, y ella prosiguió en estos términos:
“Apenas me restablecí de mi enfermedad, cuando seriamente dije a mi madre que deseaba entrar en un convento. Mi madre, aunque ignoraba la verdadera causa, sospechó fácilmente, que esta resolución provenía de alguna desgracia amorosa, que seguramente no podría aliviar la vida solitaria y aislada de las monjas; sin embargo, yo insistí; pero felizmente se opuso a esto toda mi familia, y tuve que resignarme. Quedó en mi corazón un vacío tan grande, sentía en todo mi ser moral un disgusto tan indefinible, que nada bastaba a remediar. Sentía mi existencia sola y abandonada, y al pensar que un hombre sincero, leal y honrado, me podía dar la felicidad que buscaba, lloraba amargas lágrimas. ¡Lágrimas estériles que nadie se atrevía a enjugar!
Este estado fatal de mi alma, duró mucho tiempo: aislada y sola, sin tener a quién quejarme, pues Antonia, confidente de mis errores, se había marchado de mi casa y contribuido a desacreditarme, como lo hacen todas las criadas: pasaba los días entregada a la melancolía, y las noches llena de insomnios y de fatales pesadillas. ¡Con qué envidia miraba yo a esas parejas de amantes, felices y tranquilas, que parece que comunican dicha y bienestar a cuanto los rodea! ¡Con cuánta tristeza contemplaba a esas niñas, de cándida alma y de virtuoso corazón, que no dejándose dominar por la moda, ni vencer por el atractivo de unos goces efímeros y pasajeros, conservan el amor de un solo hombre en su corazón, y se atavían, y se ponen espléndidas y bellas para complacer al único objeto de sus pensamientos!
No juzgue usted que me faltaban amantes que rondaran mi calle y me dirigieran cartas; pero yo no admitía ninguno de estos obsequios, y sólo veía con alguna satisfacción, pasar todos los días a cierta hora, a un joven de buen parecer y vestido brillantemente. Sin quererlo, me ponía detrás de la vidriera diariamente, y esperaba con impaciencia la hora en que debía pasar. Si algún día no pasaba, como de costumbre, me ponía de mal humor, reñía con los criados, y no comía ni podía dormir con sosiego.
Una vez que fui de visita a una casa, él estaba allí. Luego que lo vi, sentí un trastorno general en los nervios, me puse pálida, y tuve que decir que un desvanecimiento me había acometido. Al retirarme de la visita, se ofreció Alberto (que así se llamaba) a conducimos a casa. Dio a mi madre un brazo, y a mí otro. Cuando el brazo de Alberto estrechaba dulcemente el mío, un calosfrío discurría por mi cuerpo, sentía que el calor de ese brazo querido era el calor de mi alma y de mi corazón. Alberto me dirigió algunas palabras, a las cuales no pude responder, a causa de la turbación que me producía ese enajenamiento, ese éxtasis amoroso en que me hallaba. ¡Oh, qué hermoso, qué sublime es amar así, con el corazón, con el alma, con todas las fuerzas físicas y morales de nuestro ser! Mientras me duró la compañía de Alberto, me creí arrebatada a otra región superior, y sentí placeres de esos vivos, ardientes, desconocidos, que no pueden expresarse en ningún idioma del mundo, y que se experimentan poquísimas veces en el curso de nuestra vida. Preocupada con estas ideas llegué a mi casa, me quité el vestido de seda, y cuando al soslayo vi reflejar en el espejo mi imagen en un sencillo desabillé, cuando observé que mis pies no habían perdido su fina construcción y pequeñez; que mi seno estaba aún mórbido, y brillante y blanco como el alabastro; que en mi rostro, aunque pálido y un tanto extenuado, brillaban dos ojos negros y expresivos; un rayo de esperanza alumbró mi espíritu, y dije para mí: Aún soy bella, y Alberto puede amarme.
Metíme en la cama, y apenas puse la cabeza en la almohada, cuando la lánguida y casi mortesina luz de la veladora; el silencio que sólo interrumpía una que otra mosca descarriada, me despertaron otra clase de pensamientos. ¿Alberto me amaría? El haberme acompañado a mi casa, ¿debía atribuirlo a un acto de política, o a un interés que Alberto tenía en mí? Las palabras que me dijo en la calle, ¿se las dictaría su corazón, o serían esas galanterías vagas que los hombres dicen a todas las mujeres? Estas dudas crueles me atormentaban, y cuando pensé que podría no ser amada de Alberto, y que sin embargo necesitaba para mi dicha, para mi tranquilidad, para mi existencia, este amor, estuve a punto de saltar del lecho, gritar, correr y golpear mi frente contra las paredes. Al fin el sueño alivió algún tanto este vértigo; pero fue de esos sueños inquietos, en que ni se vela ni se duerme, y que en lugar de mitigar los dolores, aumentan los sufrimientos físicos y morales.
Al día siguiente me vi al espejo: estaba como si me hubiera levantado de la tumba.
Tenía la esperanza de encontrar a mi Alberto en la visita, lo que en efecto sucedió a cabo de algunos días. Volvió a ofrecernos su compañía, y al darme la mano para bajar la escalera, deslizó entre mis dedos un papelito. Maquinalmente lo tomé y lo oculté en mi seno. Luego que llegué a mi casa, me encerré en mi alcoba, y abrí temblando la carta. ¡Oh Dios mío! Era una carta de pocos renglones; pero tierna y expresiva. Alberto me amaba; Alberto había escrito con su misma mano el billete. ¡Oh! Enajenada de placer y de gozo, besé mil veces la carta; la leí una, dos, tres veces; la regué con mis lágrimas; la puse contra mi corazón. ¡Oh!… ¡Qué locuras!
Nuestra correspondencia se arregló perfectamente, y aun teníamos largas horas de conversación en la visita consabida. Alberto era cada vez más fino y más cumplido conmigo, y yo era feliz, muy feliz.
Una noche invitaron a mi madre a concurrir a un baile. Desde la aventura que referí a usted en mi conversación anterior, había concebido una especie de horror por este género de diversiones; así es que me resistí a ir, temiendo por otra parte que esto disgustara a Alberto. Mi madre se empeñó, y yo condescendí por darle gusto. Era el baile, aunque en una casa particular, bastante espléndido; así es, que luego que la música comenzó a tocar unas cuadrillas, y los concurrentes a animarse, se disipó mi mal humor. A poco rato divisé a Alberto entre un grupo de jóvenes, y esto colmó mi alegría. Alberto bailó conmigo, se rió, y estuvo afable; y yo pasé más de la mitad de la noche enajenada de placer.
—Mucho ha bailado usted, señorita —me dijo un joven sentándose a mi lado.
—Sí, señor —le contesté secamente; pero él, a pesar de esto, continuó dirigiéndome la palabra.
—¿Sabe usted, señorita, que a pesar de haber multitud de jóvenes en esta sala, usted es la más bella de todas?
Yo no le contesté, y volví la cara a otro lado; mas el insufrible charlatán continuó:
—Todos dicen que Adelina es la más guapa y linda de todas; pero yo insisto en afirmar que usted es la reina del baile. Mire usted, qué orgullosa y qué pagada de sí misma va la tal Adelina.
Volví el rostro por curiosidad, y vi que Alberto daba el brazo a una criatura de blanca frente, ojos de estrella, hermosa y fantástica como una maga. El abanico se me cayó de las manos, una nube turbó mi vista, y la sala toda me pareció que giraba en una danza infernal.
El galán que estaba a mi lado alzó mi abanico, y con una sonrisa expresiva me lo dio, diciéndome: —¿Se halla usted mal?… ¿Algún accidente?…
—No es nada, caballero —le contesté aparentando mucha calma—, pero, dígame usted, ¿quién es esa Adelina?
—¡Toma! ¿No la conoce usted? Pues es una muchacha muy fastidiosa, muy presumida, muy insufrible, que va a casarse con Alberto Segura, que es ese joven que la conduce…
—¿A casarse? —interrumpí yo.
—Y muy pronto; ya las diligencias están practicadas, y pronto…
—Es imposible contesté yo, disimulando cuanto fue posible mi emoción.
—¿Por qué ha de ser imposible?
—Porque yo sé que ese caballero, Alberto, tiene otra muchacha.
—¡Ah! ¡Ah! Ya caigo, me contestó con risa insolente; ésa es una coqueta de quien él se quiere vengar… Ésa debe ser aventura curiosa.
La sangre me subió al rostro. Ardía en cólera, rabiaba de celos. El joven charlatán se apartó riéndose de mi lado, y se puso a charlar con un grupo de elegantes.
En cuanto la oportunidad me lo permitió, tomé a Alberto de una mano, y lo arrastré a una de las piezas solas.
—¡Alberto! —le dije con una voz melancólica—, ¿es verdad que me has traicionado?
Alberto me miraba fijamente sin responderme.
En este momento se presentó ante mi imaginación la figura pálida y convulsa de Arturo, como la imagen de un remordimiento.
—¡Alberto! ¡Alberto! —exclamé llorando—. ¿Es cierto que me has traicionado? ¿Que te vas a casar con otra?
—Señora —me contestó con voz hueca y sepulcral—: tenía yo un amigo que os amó con todo su corazón, con toda la fuerza de su alma juvenil. En una noche como ésta, en que estabais embriagada con el placer del baile, llena de aromas y de brillantes, vino ante vos el pobre muchacho, desolado, agonizante, a pediros una palabra, una mirada que le diera la vida; pero vos, teníais muchos amantes, y un corazón de coqueta, insensible, frío, y lo dejasteis partir sin una palabra de consuelo. Arturo, sin gusto, sin esperanza, con el corazón comprimido y doliente, se marchó de México, y se hizo matar en la guerra.
—Piedad, Alberto, piedad —exclamé arrojándome a sus pies, y bañando sus rodillas con mi llanto.
—Levantad, señorita, y concluyamos. El pobre Arturo era mi amigo, y juré vengarlo. ¿Comprendéis ahora?
—¡Eso es una infamia, Alberto!
—Ponedle el nombre que queráis.
—¡Alberto!
—Os aborrecía con todo mi corazón: en este momento os compadezco; pero nada puedo hacer por vos. Adelina, esa criatura de corazón virgen, de alma sencilla, que pronto ha de ser mi mujer, me aguarda para que la acompañe a su casa. Adiós, señora.
Alberto me volvió las espaldas.
—¡Susana! ¡Susana! —exclamé yo—. ¿Y vivís aún? ¿Y estáis tan alegre?
—¿Qué quiere usted? —me contestó enjugando con su pañuelo una lágrima que temblaba en sus párpados—; el tiempo va cicatrizando poco a poco las heridas del corazón; pero os explicaré el sistema que después he seguido.
—Hablad.
—Cuando recibí este golpe terrible, una segunda enfermedad me asaltó; pero extenuada y débil como estaba, me encerré en un convento; y allí, en la soledad del claustro, lloré amargamente, ante los pies del Salvador, mis errores pasados. Después de un año, mi madre murió, y me dejó dueña de una fortuna inmensa. Ya más resignada, salí del convento, y he vivido en el mundo, admitiendo la amistad de cuantos hombres me la conceden; pero rehusando siempre el amor de todos. Así he logrado vivir tranquila.
—Pero no feliz —le interrumpí.
—Es verdad, no soy feliz —me contestó.
Creo que la segunda conversación de doña Susana no necesita comentarios. ¡Cuidado con la coquetería, niñas!