—No, eso no es posible… —se enjugó Jason Shelley el frío sudor de su frente, y miró asombrado al Inspector Lockwood, de Scotland Yard.
—Pues la testigo insiste en ello. Sufre una impresión terrible, y tiene que recibir calmantes sin descanso. La pobre mujer está horrorizada. Y dice que las dos mujeres salían de este piso, y bajaban la escalera como en trance.
—Dos mujeres… ¡Pero mi criado Skelton no hubiera recibido nunca a ninguna mujer en mi ausencia! —rechazó el supuesto Bruce Strange—. Y menos… a dos mujeres de esas señas. Debían ser terriblemente desagradables para que esa mujer esté así… ¿Cómo las describe ella, inspector?
—Bueno, la suya es una descripción algo extraña y poco de fiar —sonrió Lockwood, escéptico—. Asegura que una vestía un deshabillé blanco, con encajes y lazos. Era alta, pálida, de pelo y ojos negros.
—Cielos… —las manos de Shelley temblaron. Aquella descripción… Nervioso, saltó con apremio— ¿Qué más? ¿Y la otra, cómo era?
Lockwood le miró curioso, enarcando las cejas, Pero no hizo comentario alguno. En vez de ello, expuso lentamente los detalles:
—Eso es peor. La otra dice que parecía un cadáver descompuesto, arañado, espantoso. Una mujer ligeramente rubia, de ojos grises, de figura vulgar y opulenta…, pero con el aspecto de un cuerpo que empieza a pudrirse, Strange. Como verá, nada sensato.
La mente de Shelley trabajaba activamente. El horror lo rechazaba su razón, pero estaba allí una extraña evidencia, en labios de una mujer desconocida: las descripciones de Yvette y de Muriel.
Las dos mujeres enterradas en el mausoleo de Ramsgate.
—No, no tiene sentido —jadeó al fin, sacudiendo la cabeza—. Mi…, mi criado debió enloquecer de repente, para arrojarse por la ventana… O acaso sufrió un accidente, no sé.
—Es posible, señor Strange —convino el inspector—. Pero ¿y las dos mujeres? A menos que la testigo viera visiones…, eso no tiene explicación aún.
—Ni la tendrá. Esa mujer debía de estar borracha —dijo abruptamente Shelley.
—¿Borracha? No, el médico dice que no había probado ni una gota. Lo comprobó inmediatamente apenas la atendió.
—Pues no lo entiendo, inspector.
—Yo tampoco, amigo mío. Me preocupa el asunto porque usted es el futuro esposo de Hazel y, por tanto, es deber mío ayudarle en todo. Nuestro común amigo Bernard Reed es la otra razón para que trate de cooperar con usted y evitarle problemas, Mis hombres están inspeccionando ahora el piso y…
Lockwood se detuvo. Ya dos agentes de uniforme salían de la vivienda de Strange, con algo en sus manos. Shelley, inquieto, les miró. Un sudor helado invadió su cuerpo cuando vio en las manos de uno de los policías… el retrato oval. Con él y con Yvette.
—Encontramos esto en un cajón —dijo el policía—. ¿Es suyo, señor Strange, verdad?
—Sí, sí… —tembloroso, él tomó el retrato vivamente—. Es un viejo retrato familiar. Una prima mía… y yo.
—No, por favor —el policía recuperó con cierta brusquedad el retrato. Se lo dio a Lockwood, que escuchaba todo atentamente—. Perdone, señor Strange, pero el inspector debe ver ese retrato. La dama de ahí coincide exactamente con la descrita por la testigo.
—Es cierto —Lockwood miró a Yvette. Luego, alzó sus fríos ojos hacia Shelley—. ¿Cómo se lo explica usted?
—Oh, no tiene sentido —rechazó Jason, forzando una mueca—. Es…, es una prima ya fallecida. No puede tener relación con todo esto.
—Hay algo más, inspector —habló un policeman.
—¿Qué?
—Huellas de…, de descomposición en la alfombra. Como si un cuerpo humano, en estado de putrefacción, hubiera sido movido sobre esa alfombra.
Los cabellos de Jason se erizaron. Y el inspector Lockwood puso un gesto de profunda sorpresa.
* * *
Roger Hastings estaba asombrado.
Tanto, que no atinaba a despegar los labios. Y ella, Hazel Reed, había terminado ya su increíble relato.
La contempló, asombrado. Caminó hasta la puerta del camerino. Descorrió el pestillo. Regresó junto a Hazel, y la despertó con suaves pases hipnóticos. Luego, fingió estar inclinado todavía sobre el hermoso ramo de rosas que había llevado al teatro esa noche.
Hazel despertó apaciblemente. Sonrió, mirándole. Movió la cabeza, risueña.
—Son preciosas las flores, señor Hastings… Se lo agradezco de veras. Me quedé tan absorta contemplándolas que…, que ni siquiera advertí otra cosa.
—Sí, comprendo —Roger procuró dominar sus emociones, mostrándose trivial—. Señorita Reed, me complace que acoja usted mi visita de hoy con simpatía.
—Es usted un caballero amable y cortés. ¿Por qué no habría de recibirle? —Hazel puso un gesto delicioso—. Además, ya le dije que simpatizo con usted. Espero que perdone mi posible frialdad inicial, pero recibe una visitas de tantos inoportunos a veces.
Roger se disculpó un momento después, ausentándose. Rápidamente, se reunió en la calle con Rahma, su servidor hindú, que esperaba en el carruaje detenido ante el teatro. Partieron hacia el hotel.
—Ocurre algo grave, Rahma —dijo Hastings.
—¿Grave, señor?
—E increíble, además. Hazel Reed me ha referido lo que su padre sabe a través del inspector Lockwood, de Scotland Yard. Es la historia más fantástica que jamás escuché.
—Cuéntemela, por favor —pidió el hindú seriamente, mirándole.
Roger lo hizo. El relato de la muerte del criado de Bruce Strange, y de lo que viera una testigo casual, pareció hacer profunda mella en el hindú. Quizá demasiado profunda, a juicio de Roger.
—Ya lo tengo… Era eso… —musitó el oriental, gravemente.
—¿Qué es lo que tienes, Rahma? —se intrigó Roger.
—Algo fuera de lo normal. Algo inexplicable. Algo siniestro que anda cerca de nosotros, en la niebla que nos rodea… —señaló hacia las brumas callejeras, más allá del carruaje—. Señor, creo que algo espantoso se ha desencadenado de repente.
—Pero… ¿el qué?
—No lo sé aún. Recuerde los ritos religiosos del Tibet, señor. Los secretos de algunas sectas de mi país… Cadáveres que andan… Muertos vivos…
—¡Zombies! —se estremeció Roger, palideciendo.
—Llámelos como quiera. Alguien que tiene poder sobre los muertos, hace de ellos deambulantes horribles.
—Sí, pero ¿quién? —jadeó Roger. De repente, sus ojos brillaron—. A menos que…
—Sé lo que está pensando, señor —Rahma entornó los ojos negros, centelleantes—. A menos que… la señora Shelley, su prima Yvette…, hubiese recordado los ritos en los que se inició, allá en la India, siendo rechazada por mis compatriotas.
—Yvette… —la voz de Roger se quebró—. Pero prima Yvette murió.
—Tal vez salió también de la tumba. Su descripción coincide con ella… Una de esas dos mujeres de otro mundo puede ser Yvette Shelley, que ha vuelto para vengarse del esposo desleal.
—Dios mío, es alucinante —gimió Roger—. No puedo creerlo.
—¿No puede creer en muertos que caminan? —se extrañó Rahma.
—Lo creería allí, en tu país… ¡Pero aquí, en Londres…!
—Algo ha movido en sus tumbas a esas dos mujeres… Acaso el común deseo de la venganza más allá de la muerte. Han vuelto, no le quepa duda.
—Espera… Espera, Rahma —musitó Hastings, sudoroso. Empezó a enumerar—: Imaginemos que Jason provocó la muerte de Yvette…, de acuerdo con Muriel, que sería la encargada de sacarle a él de su féretro… Luego, pagó esa complicidad asesinando a Muriel. La introduciría en el ataúd. Ella despertó sepultada allí… Se arañó, se destrozó, hasta llegarle la horrible muerte, enterrada en vida. A su lado, se puso el féretro de prima Yvette. Y luego, con el tiempo, ambas vuelven de la tumba, vienen a Londres, en busca del hombre que las traicionó… Cielos, no. Aun así, suena demasiado inverosímil todo. ¿Quién pudo mover las fuerzas sobrenaturales, los poderes de ultratumba para…, para hacer que anden los muertos, Rahma?
—No lo sé, señor. Pero algo es evidente: si ése es el caso que nos ocupa, otras personas aparte de Jason Shelley están en peligro.
—¡Hazel! —estalló Roger—. Ella…, ella va a ser la esposa de Jason… Para unos seres surgidos de la tumba, tal vez el hecho de que esa boda se vaya a efectuar siguiendo los planes perversos de Jason, no cuente demasiado. Son mujeres, Rahma. Mujeres que odian y desean venganza desde sus ataúdes abandonados… Mujeres que destruirán a Hazel, si ello les es posible.
—No me sorprendería, señor —dijo apagadamente el hindú, afirmando con la cabeza.
* * *
Bernard Reed se sentía satisfecho.
Hazel estaba algo nerviosa últimamente. Los preparativos de boda, los extraños sucesos de dos noches atrás, en casa de su prometido, Bruce Strange… Todo eso había contribuido a desquiciar un poco su equilibrio habitual.
Aprovechando el día que no había función en el Royal, Bernard Reed había dado a su hija un buen consejo; debía irse al campo, cerca de Londres, con sus tías Agatha y Claire. Él se quedaría en casa, ultimando preparativos para la inminente boda.
Entre ellos, el traje de novia.
Acababan de traerlo de la principal casa de modas de Londres. Un bello modelo blanco, vaporoso y sugestivo, que el maniquí lucía bellamente, pero que sobre la delicada anatomía de Hazel sería mil veces más atractivo y lleno de elegancia.
Bernard Reed contempló una vez más el vestido de novia en su maniquí, y se apresuró a encaminarse a su despacho, para ultimar las tarjetas de invitación a la ceremonia y a la recepción nupcial.
Quería que para la siguiente semana, cuando tuviera lugar el enlace, todo estuviese a punto. Strange había prometido venir a ayudarle en los detalles finales, pero sin duda el trágico e inexplicable fin de su criado le había trastornado un poco. Era ya muy tarde esa noche, y Strange no parecía que fuese ya a acudir.
—Tal vez me equivoqué —dijo sonriendo Reed, parándose en la puerta del despacho. Escuchó los pasos por la gran escalera ascendente desde el vestíbulo y sacudió la cabeza—. No espero a nadie, de modo que debe ser él.
Entró en el despacho. Se sentó, llamando a través de la puerta abierta:
—¡Puede pasar, Bruce, querido amigo! Estoy preparando las invitaciones… No creí que viniese, siendo ya tan tarde.
Strange no contestó, pero los pasos suaves sonaron más cercanos sobre la espesa alfombra. Reed siguió rellenando tarjetones, con su caligrafía cuidada. La luz del gas osciló sobre su cabeza. Levantó los ojos, intrigado, y observó que no había corriente de aire alguna.
—Tal vez el conducto del gas ande obstruido —se dijo, encogiéndose de hombros. Y agregó en voz alta—: Vamos, Bruce, no sea tan lento, muchacho. Entiendo que debe sentirse un poco aturdido, pero… Eh… ¿Qué significa? ¿Quién es usted, quién la dejó llegar hasta aquí y…?
Los ojos dilatados de Bernard Reed contemplaban a la mujer hierática que acababa de surgir, como un espectro, en el umbral.
Una mujer de negro pelo y negros ojos, de pálida faz, de labios sin color. De ropas amplias, blancas, crujientes, con lazos y encajes.
Tras ella… una hedionda forma de mujer en pie, descomponiéndose en purulencias increíbles…
—¡Dios, no! —aulló Reed, incorporándose de un salto, y derribando su silla—. ¡Ustedes son…, son las mismas mujeres que vieron en casa de Strange…! ¿Qué significa esta fea broma?
El aire despedía ahora un fuerte hedor a corrupción, a carne podrida… El gas se apagó, con una oscilación violenta, en la lámpara de la pared.
Las dos siniestras mujeres avanzaron hacia Bernard Reed. Despacio, sigilosas, como sombras rígidas…
—¡No sé lo que pretenden, pero ésta es mi casa y tengo derecho a defenderme! —rugió Reed.
Su mano fue rápida a la gaveta de su mesa de trabajo. Tiró de ella. Aferró un revólver, que levantó contra sus espectrales visitas nocturnas. Disparó dos veces a bocajarro.
El estruendo de las detonaciones invadió la casa. Los fogonazos restallaron ante las dos mujeres.
No sucedió nada. Ellas siguieron avanzando, avanzando… Bernard Reed creyó morir de asco al sentir aquel olor de náusea. Unas manos viscosas, medio podridas, tocaron su piel. Retrocedió hasta el muro, angustiado.
Disparó de nuevo. Las balas atravesaron a ambas mujeres, sin resultado alguno al parecer.
Enloquecido Reed trató de forcejear con ellas. Espantado, miró hacia la puerta, la única salida que tenía, caso de desasirse de aquellas dos criaturas infernales.
¡Había allí nuevos monstruos!
Dos cuerpos humanos bañados en sangre, hendidos por enormes tajos de hacha… Un hombre y una mujer… ¡sin cabeza!
Los cuerpos decapitados se movían, avanzaban hacia él también, siguiendo en paseo delirante a las dos mujeres que iban delante. Aquel dantesco desfile causó la locura a Bernard Reed, que chilló y chilló, manoteando contra las mujeres malditas, intentando salir de allí de alguna forma.
Los brazos de mujer, los de la hembra y el individuo decapitados, todos ellos se unían como una red, como una telaraña, para encerrarle en agobiante horror.
Y así, lentamente, de modo asfixiante, Bernard Reed se veía impotente para salir, manchado de purulento líquido verdoso, nauseabundo, que goteaba de aquellos cuerpos en estado de descomposición… Sólo la mujer de pelo negro parecía intacta, hermética, lejana y terrible a la vez.
Dejaron en el suelo, agonizando, desangrándose, al padre de Hazel. Se movieron hasta el traje de novia, que sufrió los mordiscos, zarpazos y desgarrones de la enfurecida, rabiosa, babeante Yvette Shelley…
Cuando dejaron el traje colgando del maniquí, aquél no eran sino jirones ensangrentados o fétidos, salpicados de verdoso caldo de cuerpo humano en descomposición.
Pausadamente, los seres demoníacos iban recorriendo la casa, como si buscaran a alguien. Alguien que ese día no estaba allí.
Dos mujeres y dos seres decapitados de diferente sexo. Un cuarteto de pesadilla inconcebible, deambulando en silenciosa, mortal procesión.
En el despacho, Bernard Reed no era ya sino un cuerpo agónico, sobre un auténtico mar escarlata.
Poco más tarde, la niebla de Londres recibía de nuevo al horror andante.
Y entonces, un alarido de horror sin límites brotó del inesperado testigo de la escena terrorífica.
Las figuras espectrales se volvieron inmediatamente. Los ojos de Yvette eran como la muerte misma, contemplando al ser odiado desde más allá de la tumba.
Y Jason Shelley, ahora Bruce Strange, emitió otro alarido terrible, extendió sus manos, dejando de ir hacia la vivienda suntuosa de los Reed, y retrocedió vivamente, con el pavor y la incredulidad en su rostro.
—¡Yvette, Muriel, Devlin, Beverly…! —jadeó, convulso, reculando hacia la niebla nocturna—. ¡Vosotros…! ¡Vuestros cuerpos nauseabundos, Dios mío! ¡Eso no puede suceder! ¡No es posible, cielos!
Y los cuatro seres abominables caminaban hacia él. Rectos hacia él.
En ese momento, la aparición de los carruajes de caballos y el repetido silbato de la policía, puso en el ambiente una nota de virulencia.
Los muertos vivientes se detuvieron fríamente, Ojos inexpresivos y fríos contemplaron a los que llegaban en gran número. Dos cuerpos sin cabeza se movieron pesadamente, dudando.
Luego, como de común acuerdo, los cuatro monstruos se hundieron en la niebla, en una calle mal alumbrada. Unas farolas de gas cercanas oscilaron violentamente, antes de extinguirse.
—¿Se encuentra bien, Strange? —preguntó la voz tensa del inspector Lockwood, junto al lívido, descompuesto Jason Shelley.
—Sí, sí… Creo que sí… ¿Ha…, ha visto eso, inspector? Salieron de…, de casa de Hazel… ¡Eran cuatro, y dos no llevaban siquiera…!
—Lo sé. Lo he visto. Señor Strange, parecían ir hacia usted ahora. De no llegar nosotros, no sé lo que hubiera sucedido. Un agente oyó disparos y avisó… ¿Va a contarnos qué es lo que sucede realmente?
—Sí, sí… —sollozó ahogadamente el falso Strange—. Creo que sí lo haré, inspector… Cualquier cosa será mejor que…, que esto que he visto ante mis ojos esta noche.
Sollozaba aún, cuando le condujeron casi a rastras a uno de los carruajes policiales.
Los policías se desplegaban por doquier, haciendo sonar sus silbatos, y utilizando linternas de petróleo para buscar a los desaparecidos espectros.
Todo era en vano. No hallaron absolutamente a nadie. Lockwood se frotó el mentón, pensativo. Luego, sacudió la cabeza con aire desorientado.
—No, no es posible —masculló—. Debe tratarse de algún truco efectista, puro teatro. Esas cosas no suceden en la realidad.
—¡Inspector, aquí! —llamó otro agente—. ¡El señor Reed…!
Corrió Lockwood al interior de la casa. Cuando se encontró primero ante el traje de novia despedazado, temió ya lo peor. Y eso se confirmó al entrar en el despacho del padre de Hazel y encontrar su cadáver.
—Dios mío —susurró—. ¿Pero qué horror anda suelto por Londres estos días?