Los ojos fríos y serenos del desconocido se clavaron en ella.
—¿Señorita Reed? ¿Hazel Reed?
—Sí, yo soy —le contempló pensativa—. ¿Qué es lo que desea de mí?
—No estoy muy seguro de ello —sonrió él, inclinándose cortés—. Ante todo, felicitarla por su magnífica interpretación de esta noche. Me ha cautivado usted en escena, créame. Tanto por su belleza, como por su calidad de actriz.
—Es muy amable de su parte —arrugó deliciosamente el ceño ella—. ¿Solamente para felicitarme ha subido a mi camerino, señor?
—Para eso, y para saber si es cierto que va usted a casarse con un caballero muy conocido en la buena sociedad londinense. Me refiero a Bruce Strange.
—Los periódicos ya publican la noticia, señor —sonrió Hazel dulcemente—. De modo que no creo que necesite usted hablar conmigo personalmente, para…, para algo así.
—Debe perdonarme. Puedo parecerle un poco curioso, pero… —el visitante había extraído de su bolsillo un colgante de plata, que hacía oscilar mecánica, distraídamente, entre sus dedos, frente a la mirada curiosa de Hazel, que se fijó en el objeto aun sin querer.
—Pero ¿qué, señor? —replicó ella—. ¿Tiene su curiosidad alguna justificación?
—Me temo que la más tonta y vulgar de todas, a juicio suyo. Es una impertinencia, señorita Reed, pero siento que usted me atrae. No me gusta que esté prometida a Strange.
—Lo lamento —cortó ella, fría. Él seguía jugueteando con el colgante—. Si no tiene más que decirme…
—No, nada más. Sólo que parece usted cansada. Cansada… Cansada… ¿Por qué no descansa, señorita Reed? ¿Por qué no cierra sus ojos… y reposa?
Hazel Reed miraba fijamente el colgante, las oscilaciones de la luz de gas en él… Dócilmente, cerró los ojos, muy lentamente, en tanto él repetía sus palabras pausada, rítmicamente.
Por fin, supo que la tenía completamente sumida en el trance hipnótico. Se inclinó hacia ella. Preguntó en un murmullo:
—¿Me escucha bien, Hazel?
—Sí —musitó ella, impasible—. Le escucho bien.
—¿Va a hacer todo cuanto yo diga, Hazel?
—Haré todo cuanto usted diga.
—Bien… —la contempló satisfecho. Miró en torno, al camerino. Cerró la puerta con el pestillo, y regresó lentamente hasta ella—. Soy su amigo. Yo soy su amigo, Hazel.
—Sí. Usted es mi amigo…
—Quiero librarla de peligros. Librarla de un malvado.
—Quiere librarme de peligros. Y de un malvado. Sí, le escucho.
—Quiero que me responda sinceramente, Hazel. ¿Cuánto hace que conoce a Bruce Strange?
—Hace… meses. Ocho meses. Me cortejó. Es correcto, elegante, obsequioso. Se hizo muy amigo de papá.
—¿Se enamoró usted de él?
—No. Me parecía agradable, culto, simpático, cautivador… Tal vez me enamoré luego.
—¿Está segura de eso?
—No, no estoy segura. No sé si le amo. Pero me atrae. Me cautiva.
—Sí. Strange es seductor. Gusta a las mujeres. Debe estar segura de lo que siente por él, Hazel. ¿Nunca le ha hablado él de su pasado, de dónde vino, lo que hizo?
—No, nunca. No se lo he preguntado.
—No se lo pregunte. Pero no se fíe de él. ¿Me entiende?
—Sí. No me fiaré de él.
—No se lo demuestre, pero… dude. Ese hombre puede ser peligroso para usted. Puede desear incluso… su muerte, Hazel. ¿Recordará esto?
—Sí, lo recordaré.
—Está bien. Recuerde también que yo soy su amigo. Mi nombre es Roger. Roger Hastings. Confíe en mí. Recurra a mí, si se ve en peligro. ¿Lo hará?
—Lo haré, sí.
—Es todo, Hazel. Repose. Descanse. Dentro de unos segundos abra los ojos. Retenga todo eso. Pero olvide que yo se lo aconsejé —volvió a abrir la puerta—. Ya…
Hazel suspiró. Pestañeó. A los cinco o seis segundos, miraba fijamente a Hastings, que sonreía cortés.
—¿Qué me sucedió? —musitó ella—. ¿Me he dormido acaso?
—Cielos, no —sonrió Roger—. Se quedó abstraída un momento, como pensando en algo. Eso ha sido todo. Creo que debe perdonarme. Tiene usted muchas cosas en qué pensar, para preocuparse de un admirador más que desearía seguirla viendo soltera, señorita Reed. Buenas noches, y disculpe.
Fue hacia la puerta. Ya en ella, Hazel le hizo una pregunta:
—Un momento… ¿Cuál es su nombre, señor?
—Hastings —suspiró él—. Roger Hastings.
—Bien, señor Hastings. Buenas noches —le dirigió una suave sonrisa—. Y no estoy molesta con usted, puede creerlo. En absoluto.
Él la miró, risueño. Inclinó la cabeza.
—Gracias —murmuró. Y abandonó el camerino.
Avanzó por el corredor de camerinos del Royal. Descendió la escalera hacia la salida del escenario. Al abrir la puerta, se quedó parado en seco. Ante él, un hombre alto se disponía a entrar, con un bello ramo de fiord. Un caballero de barbita recortada, traje gris y ojos helados.
Ambos hombres se midieron con ojos glaciales, inexpresivos. Parecían dominar sus respectivas reacciones, sus sentimientos interiores.
—Perdón —sonrió Hastings—. ¿Nos conocemos acaso, señor?
—No —negó fríamente Bruce Strange—. En absoluto señor. ¿Me permite pasar?
—Claro. Pase —se hizo a un lado. El otro siguió hacia el escenario, con sus flores. Hastings, con tono cortante, afilado, fingió recordar entonces. Y descargó su golpe sobre el caballero de las flores—: Juraría que le vi una vez… en un cementerio, señor.
Strange fingió no oírle. Siguió con su paso firme, dándole la espalda. Roger sonrió, cáustico. Y abandonó el teatro, hundiéndose en la fría niebla.
Strange subía las escaleras hacia los camerinos. Estaba ahora bastante pálido. Su mano tenía un leve temblor, igual que sus ojos glaciales.
—Roger Hastings en Londres… y aquí —silabeó—. No puede ser casual. Algo busca. Me ha recordado en seguida. Sabe que soy el hombre que vio en el calesín, el día del funeral. ¿Sabrá o sospechará quizá algo más?
Meneó la cabeza, y continuó para sí, remachando sus pensamientos:
—Tendré que encargar a Skelton que se ocupe de él… de una vez por todas.
* * *
—¿No será peligroso el juego, señor?
—Claro que lo es, Rahma —suspiró Hastings, paseando por la habitación. Miró de reojo a su fiel servidor hindú. Bajo el turbante de seda blanca, la piel de Rahma parecía bronce vivo. Los ojos eran dos cuentas de azabache centelleante—. Pero quiero llegar al fondo de todo esto. Sea el que sea. Sabes que lo he decidido así.
—Sí, señor, pero me pregunto cuál será ese fondo.
—Yo también. Cuando lo alcance, podré decírtelo.
Rahma no dijo nada. Paseó por la estancia también.
Ceñudo, se detuvo ante un ventanal asomado a la noche, a la niebla gris. Habló lentamente, abstraído:
—Usted me dijo que sospecha algo horrible. Un crimen, por ejemplo.
—Sí, Rahma. Puede haber más crímenes, si es cierto algo de lo que sospecho. Si Bruce Stranger es Jason Shelley, hubo un complot siniestro del que fue víctima mi prima. Eso significó dinero abundante para Jason. Y una nueva identidad. Y la impunidad absoluta.
—¿No se atreve a ir a Scotland Yard con todo eso, señor?
—No. Aún no. Hay otra muchacha por medio: una hermosa y rica joven, famosa por su labor teatral y su belleza. Un buen bocado para Jason Shelley, si es él. Quiero llegar a la verdad por sus pasos contados, Rahma, ya te lo dije.
—La verdad… —repitió sordamente el hindú—. ¿Y cuál es la verdad, señor?
—Ya te dije que sólo tengo sospechas, no evidencias. Hay que esperar.
—No me refería a eso, señor —Rahma se volvió bruscamente. Los ojos eran insondables, enigmáticos—. Yo me estaba preguntando ahora… ¿Es todo tan sencillo como parece? ¿Tiene todo una explicación real?
—No te entiendo… —frunció el ceño Hastings—. ¿A qué te refieres ahora, Rahma?
—No sé… Es algo que percibo. Algo que intuyo… Quisiera saber qué puede ser ello, y no logro centrar mis pensamientos.
—Es la primera vez que me hablas así de este asunto —se sorprendió Roger.
—Cierto, señor. Hemos llegado a Londres siguiendo todo lo investigado, y estaba seguro de que su teoría es cierta, y ese hombre está aquí, con otra identidad, preparando una nueva felonía. Desenmascarándolo, todo terminaría. Hasta ahí, las cosas parecían tal y como eran, pero…
—Pero ¿qué, Rahma? Tú siempre has tenido cierta percepción especial, un sexto sentido o cosa parecida, para ciertas cosas. Dime ahora: ¿qué intuyes o sospechas?
—Quisiera…, quisiera saberlo, señor —miró la niebla, y se estremeció. Cerró los ojos con un suspiro—. Es…, es algo. Algo que está ahí afuera, acechando en la niebla… Lo presiento. Lo sé. Casi puedo notar su proximidad, pero… no veo bien lo que ello sea. En cierto modo es…, es intangible. Acaso solamente una sombra…, algo de más allá de la misma vida.
Roger Hastings frunció el ceño, pensativo. Sacudió luego la cabeza.
—No sé, Rahma —suspiró—. Este misterio tiene mucho de macabro, pero todo es porque ese hombre debió fingir su muerte para provocar la de Yvette… No le veo ninguna otra cosa fuera de este mundo.
—Yo sí —se tocó las sienes—. Lo noto cerca. Se aproxima a nosotros, señor, Quisiera decirle algo más…, pero no puedo. No puedo… y lo siento.
Hastings contempló preocupado a su servidor hindú. Estaba habituado a fiar de su sensibilidad extrema, de su intuición para cosas más allá del entendimiento normal. Quizá por ello, se sintió incómodo, alarmado.
Y lo malo es que ni siquiera sabía de qué.
* * *
Skelton Burns sonrió. Su ojo único se movió malignamente en su órbita. Brilló el de vidrio como el de un muñeco. Arrastrando su pierna rígida, llegó a la cómoda, cuyo cajón superior abrió. De entre una serie de pliegues de ropa, extrajo un afilado y largo cuchillo. Su sonrisa se alargó, siniestramente.
—Roger Hastings —dijo—. No ha sido difícil dar con él en ese hotel de la City… Y ahí le sorprenderá la muerte, maldito puerco entrometido. Es la orden del patrón… y Skelton siempre cumple sus órdenes.
Contempló, entre las ropas, el retrato oval que guardaba siempre su amo, como único nexo con su vida anterior. Skelton estaba habituado a ver allí al que entonces era Jason Shelley, junto a su bella esposa, la morena y arrogante Yvette. Sacudió la cabeza, cerrando la gaveta de nuevo.
—No sé por qué guarda esas cosas —refunfuñó—. Si la policía o su primo lo encontrasen, podrían darle un buen disgusto… Aunque por su querido primo de la India, no tendrá que preocuparse ya por mucho tiempo.
Guardó la hoja de acero bajo sus ropas. Tomó un macferlán y un sombrero. Se dispuso a salir. Entonces giró la cabeza, sorprendido.
—Es raro —dijo—. Juraría que oí abrirse la puerta del piso.
Escuchó. No. No se había equivocado. Un rumor de pasos se aproximaba hacia la alcoba donde se encontraba. No había dudas sobre la persona que llegaba. Solamente su patrón tenía llave para entrar sin llamar.
—¿Es usted, señor? —preguntó—. Creí que estaba hoy de compras con la señorita Reed.
Los pasos seguían aproximándose a él. Y Shelley —o Strange— no contestó a su criado y esbirro fiel. Eso no era habitual en él.
—Todo está a punto, señor —dijo en voz alta—. Ya me marchaba. ¿Necesita algo más de mí?
La puerta chirrió levemente. Skelton se volvió para decir algo, sorprendido de su silencio. Emitió un grito ronco, y se le erizaron los cabellos.
Aquella mujer…
Permanecía erguida en la puerta, sus ropas blancas flotaban, entre encajes y lazos. Estaba pálida. Muy pálida. Demasiado pálida. Y aquellas ojeras, aquellas sombras en torno a los ojos negros.
El pelo negro, como ala de cuervo… La belleza pálida.
—Señora… —jadeó, estremecido—. ¿Quién es usted? ¿Qué desea? Se equivocó, sin duda.
Ella no hablaba. Nunca hablaba, al parecer. Se movió. Se movió hacia él. Andaba…, andaba descalza, sobre la alfombra. El roce era pausado, lento.
Las luces de gas temblaron. Skelton tuvo miedo por primera vez, sin saber por qué. Dio un paso atrás. Incluso cometió el error de extraer bruscamente su largo, afilado cuchillo. El que iba destinado a Roger Hastings…
—No… ¡no se acerque! —jadeó—. ¡No lo haga, señora, o… la mato!
Ella le miró extraña, alucinada, De repente, sus labios exangües se abrieron. Una larga carcajada demencial escapó de aquella boca. Los cabellos de Skelton se erizaron.
Detrás…, detrás de la mujer aquélla, morena y fantasmal, venía alguien más… ¡Otra mujer avanzaba hacia él, con paso de espectro!
Skelton Burns entendió de repente. Reconoció a la mujer de ropaje blanco como una mortaja funeraria. Recordó el retrato oval, en el cajón de la cómoda.
—¡Usted! —aulló—. ¡No, no puede ser! ¡Usted…, señora Shelley!
Y despavorido, enloquecido de horror, miró también a aquella otra mujer que iba en pos de Yvette Shelley… Aquella mujer de cabello castaño claro, de formas exuberantes alguna vez.
Tenía la cara arañada, los brazos desgarrados… Una expresión pavorosa, como la tendría una mujer enterrada viva al querer salir de su féretro… Se movía espectral, lenta, solemne, fija su mirada vidriosa, en unas cuencas profundas, en torno a las cuales la carne humana era ya algo putrefacto, goteando pus o materia hedionda. Un fuerte hedor a muerte, a panteón, a carne podrida, hirió el olfato del aterrorizado Burns.
Éste, completamente despavorido ya, se arrojó contra la ventana que había tras de sí. Los vidrios se quebraron en mil pedazos, su cuerpo saltó a la calle, sumergiéndose en la niebla, que lo engulló. Abajo, en el empedrado, su cabeza sonó como una calabaza resquebrajada. Y todo terminó para él.
Arriba, la luz de gas osciló de nuevo, se apagó al soplo del frío aire del exterior… o acaso porque las dos mujeres surgidas de la tumba, Yvette Shelley y el espectro purulento de la doncella Muriel Nash, enterrada en vida por Jason, daban media vuelta sobre sí mismas, impávidas y espectrales, para dirigirse de nuevo a la salida.
Del cuerpo de Muriel se desprendía a la alfombra un rastro apestoso a corrupción humana.
En el piso vacío, no quedó ni luz ni existencia humana alguna. Una puerta crujió al cerrarse. Unas figuras rígidas se perdieron en un corredor desolado, apagándose las luces de gas acá y allá.
Una mujer de mediana edad subía las escaleras cuando se cruzó con los espectros. Exhaló un largo alarido de pavor, y escapó escaleras abajo, tirando sus compras y emitiendo gritos de horror.
Las mujeres alucinantes ni siquiera le prestaron atención.