CAPÍTULO II

El carruaje rodó sobre el empedrado de las angostas callejas de Whitechapel, y se aproximó a los docks.

La noche era húmeda, neblinosa y fría. Alrededor del negro vehículo, en la niebla, las luces de gas eran sólo manchas borrosas, blancuzcas y tristes. La vecindad de los muelles hizo más espesa la niebla, y también convertía la atmósfera en algo más pegajoso y hosco. En el río, para avisar de su presencia, barcazas y lanchas anunciaban su paso con sirenas o campanilleos apagados. El aire olía a humedad, a basuras y a humo.

—¿Está seguro de que seguimos el camino adecuado, señor Strange? —dudó el médico, mirando hacia el exterior por las ventanas, sin ver más que el apelmazado borrón de la bruma sucia en los vidrios del carruaje.

—Muy seguro, doctor Devlin —cortó secamente el dueño del vehículo—. Mi criado, Burns, conoce perfectamente la ruta hacia mi casa. Al menos, hacia la casa que ahora ocupo, doctor. ¿Acaso es que teme algo de mí?

—¿Temer? —Devlin rio soezmente, como en él era habitual. La claridad difusa de un farol cercano, cuando pararon frente a los rectángulos de luz de unos vidrios de colores, reveló el tono sucio de sus feos dientes, y la barba descuidada, salpicando su rostro—. No, no temo nada de usted. Tampoco Beverly, ¿no es cierto, preciosa?

—Claro que no —ella miró desde el asiento de enfrente a Strange, despectiva. Se arrebujó mejor en su capa, por el húmedo frío reinante, pero procuró no ocultar la prominencia de su exuberante torso, revelado por la amplitud de su exagerado descote—. El señor Strange sabe muy bien que no puedo temerle… Siempre me prodigó caricias, y no malos tratos. Caricias que sin duda disgustarían mucho a su prometida, la señorita Reed, si ella las conociese.

—Ya basta —cortó secamente Strange—. ¿Qué se proponen, exactamente, con su visita, doctor?

—Lástima, Beverly, preciosa… —suspiró el médico—. Tus encantos ya no impresionan al señor Jason Shelley… digo, al señor Strange. Tampoco necesita ya de un buen médico que le ayude a ser viudo… y rico, ¿no es cierto?

—Creo entenderle demasiado bien, Devlin. Chantaje. Es eso, ¿no?

—Oh, por Dios. Para ser un caballero de la buena sociedad londinense, emplea un tono demasiado brusco. Y palabras muy fuertes, amigo mío. Digamos, simplemente, que queremos cambiar impresiones con usted… Pasamos un mal momento Beverly y yo, ¿comprende? El Colegio Médico me sorprendió en un asunto no demasiado correcto… y me expulsó. Ahora me dedico a practicar la medicina ilegalmente, y eso da poco y es peligroso. Beverly me ayuda cuanto puede, que no es poco… Usted, mientras tanto, prospera rápidamente. Negocios, dinero, buena sociedad… y dinero. Dinero de la señora Shelley, dinero de los Reed. Sí, amigo mío. El dinero le viene de todas partes. Es justo que ayude a un buen amigo en la estacada, ¿no le parece?

—Evidentemente, es un sucio chantaje —replicó él fríamente—. Supongamos que no puedo prestarles ayuda alguna, Devlin. ¿Qué ocurriría?

—Oh, entonces… —el médico adoptó una expresión maligna—. Entonces, mi querido amigo, me vería obligado a hablar con el señor Red amistosamente, quizá con el inspector Lockwood, de Scotland Yard, que es muy amigo suyo, y a quien vi entrar en esa fiesta.

—Asqueroso rufián —se enfureció Strange—. Debí imaginar que no era buena cosa confiar en un tipo como usted. Ni en una fulana como su enfermera, Pero entonces me urgía todo aquello… y no poseía demasiada experiencia en ciertos asuntos, Devlin, malditos sean los dos.

—Eh, rico, no vengas ahora con monsergas —habló la enfermera, soez—. Entonces te gusté lo bastante, y lo pasabas tan ricamente a mi lado, mientras preparabas lo de tu querida mujercita, ¿no es verdad? No te las des de caballero, Jason. Siempre has sido un piojoso sin conciencia, y porque has medrado crees que…

Jason se inclinó, descargando un bofetón sobre la mejilla de la enfermera. Ella se dispuso a replicar, con sus uñas bien afiladas. La contuvo vivamente Devlin:

—¡Beverly, quieta! —farfulló—. No quiero jaleos. Que el señor Strange decida. Tiene dos caminos a seguir. Por cierto, sobre este camino… me parece Whitechapel. Y eso de allá el río… No pretenderá decirme que vive por aquí un caballero como usted, ¿eh?

—No sea imbécil, Devlin —masculló Jason, furioso—. ¿Cree que iba a llevarle a mi casa particular? Su aspecto no es el más adecuado para pasar como un amigo de Bruce Strange. Ahora no soy un pueblerino casado con una dama rica, de Dover, sino un caballero londinense de la mejor sociedad. Jason Shelley ha muerto. Y Bruce Strange ha de manejar ciertos asuntos con pies de plomo. Si quiere dinero, va a tenerlo. Ahora. Esta misma noche, Devlin.

—¿De…, de veras? —los ojos del médico brillaron, codiciosos—. Te lo dije, Beverly. El señor Shelley es muy generoso.

—No sé lo que tengo disponible en metálico, pero no serán más de quinientas o seiscientas guineas, Devlin.

—Poca cosa es… Necesitará más para comprar nuestro silencio, amigo.

—Conforme. Mañana podrán volver aquí, a la casa que poseo ahora para mis negocios… digamos turbios. Y recibirán más dinero. Ahora, sólo podré darle lo que tengo. Tómelo o déjelo, Devlin.

—Sí, sí. Lo tomaremos —se apresuró a afirmar Devlin—. El sitio me importa muy poco, si hay dinero en efectivo: Volveremos mañana, o cuando usted diga, no se preocupe. Su amigo Devlin es comprensivo.

—No siga hablando así. Cada vez que se titula amigo mío, me da náuseas —silabeó Strange, iracundo.

Devlin se mordió el labio inferior y no dijo nada. El carruaje se detuvo. La voz del cochero sonó en el exterior, a través de la ventanilla de arriba:

—Hemos llegado, señor…

—Bien, Skelton —habló Strange—. Es todo, gracias. Puede esperar aquí. Yo terminaré en seguida con estos señores.

—Sí, señor. No me moveré.

Bajó del carruaje. También Devlin. Y la opulenta doncella. Se quedaron mirando el tétrico lugar, junto a [las aguas negras y brumosas del Támesis. El aire era fétido, y el paraje tan solitario y triste como un cementerio.

—¿Ese caserón? —señaló Devlin la mancha negra y sólida del edificio alargado—. Parece una barraca, Strange.

—Fue una barraca —afirmó el caballero fríamente—. Ahora me sirve de punto de reunión con gente como ustedes. Vamos adentro, si quieren ese dinero. Mi tiempo no me sobra.

—Está bien, no se impaciente. En cuanto nos pague esa suma a cuenta, no le molestaremos más… por hoy —rio entre dientes el médico.

Strange hizo girar una llave en la cerradura. Apartó un cerrojo. Empujó la puerta, rechinante. Entró, accionando un graduador. Prendió un mechero de gas. Una luz lechosa se extendió por el local. Cerró, tras haber entrado allí Devlin y la enfermera.

—Diablo… —jadeó ella—. ¿Dónde estamos? ¿Qué son esas figuras?

—Muñecos —dijo secamente Strange—. No hacen nada. Sólo se mueven si se echa una moneda en la ranura correspondiente.

—Eh, esto parece una atracción de feria —rio Devlin, nervioso.

—Es una atracción de feria. Pero eso no les importa. Vamos ya.

Avanzaron hacia el interior. Strange prendió otra luz de gas, de pantalla rojiza. La claridad infernal dio tintes sangrientos a la llamada cámara de horrores. La Borgia, Ana Bolena, el verdugo… Todo cobró una espantosa y a la vez triste dimensión. La exuberante Beverly se encogió, cubriendo incluso su torso, como si sus formas pudieran ser una tentación para el hacha del verdugo.

—Es un lugar horrible —dijo ella.

—Digno de gentuza como vosotros —silabeó Strange. Se detuvo junto al verdugo. Un leve empujón a la barandilla donde se abría la ranura para la moneda, hizo que repentinamente las figuras se pusieran en funcionamiento entre chirridos de mal engrasadas articulaciones.

Beverly emitió un chillido, angustiada. Se apartó. Strange rio entre dientes, despectivo. La mirada de Devlin a los muñecos era inquieta, vacilante.

—Está todo tan viejo, que ni moneda necesitan para moverse —comentó Strange—. Todo anda mal aquí. Pronto voy a hacerlo derribar. Este lugar me da náuseas.

Se inclinó tras las figuras. Buscó algo en un mueble. Reapareció con una caja oscura, metálica, del tamaño de un joyero. La tendió fríamente a Devlin.

—¿Es… el dinero? —jadeó el médico, tembloroso del codicia.

—Claro. Cuéntelo, a ver lo que hay. Y fijaremos la segunda y última cantidad a percibir. No pierda tiempo. Ya le dije que tengo prisa.

—Ven, Beverly… —susurró el viejo médico indigno— Contemos.

Ella, tan ávida de dinero como él, se inclinó, asintiendo. Abrieron la caja metálica. Había billetes de diferente valor, amontonados allí. Empezaron a contarlo, de espaldas a Strange.

Éste estaba parado junto al cadalso de Ana Bolena.

Estiró despacio el brazo. Tomó el hacha de largo mango y afilada hoja. La quitó de los dedos del verdugo. La enarboló con lentitud.

Luego, de repente, avanzó unos pasos hacia Devlin y la enfermera Maddern. Alzó el hacha con ambas manos… Beverly fue quien le vio. Desorbitó sus ojos, aullando. Soltó los billetes.

—¡Cuidado! —gritó—. ¡Doctor, mire eso! ¡No, Jason, no…!

Strange, antes Jason Shelley, descargó la siniestra herramienta sobre el doctor y su enfermera repetidas veces.

* * *

Skelton Burns cojeaba pronunciadamente, arrastrando una pierna rígida. También tenía un ojo vaciado, y en su lugar brillaba el vidrio redondo e inexpresivo de un ojo artificial. Era un hombre enjuto, huesudo, pálido, desagradable y vestido enteramente de negro, con guantes ciñendo sus manos de largos y huesudos dedos.

Pero Skelton Burns era silencioso, eficiente y leal. No preguntaba nunca el porqué de las cosas. Si Bruce Strange, su amo, le ordenaba matar, mataba. Si le ordenaba callar, su boca no se despegaba en absoluto.

Esta vez, no fue ninguna excepción.

—Ya está todo hecho, señor —dijo lentamente.

—Bien… —Jason miró en torno, complacido. Respiró hondo—. Bien, Skelton. Ni rastro de sangre… Los cuerpos mutilados, al fondo del río, por esa trampa que hay atrás de este barracón, justo sobre las aguas. ¿Llevaban suficiente lastre?

—El necesario para no salir a la superficie en mucho tiempo. Cuando lo hagan, será lejos de aquí. Y no los reconocería ni su propio padre —sonrió siniestramente Skelton, centelleándole el ojo de vidrio con la roja luz de la sala demoníaca.

—Eso, lo creo. ¿En cuanto a las cabezas…?

—Ésa ha sido una buena idea —afirmó, señalando el cesto del verdugo en el cadalso. Rio burlón el servidor de Strange—. Usted tuvo una idea brillante, señor. Cabezas de verdad para la atracción de Ana Bolena. Un leve baño de cera… y las caras de ese Devlin y su enfermera debajo. Si este negocio se explotara, nadie imaginaría lo real, lo tremendamente real que es ahora esa atracción…

—Está bien. Vamos ya —miró impaciente en derredor—. Mañana hay mucho por hacer. Y hoy debo descansar. Ese maldito doctor alteró mis nervios… En marcha, Skelton. A casa.

—Como usted ordene, señor.