El hacha descargó su golpe contundente. El filo hendió con un chirrido la nuca, alcanzó el cuello, quebró la garganta, y tras un chasquido brutal, entre un torrente de roja sangre, la cabeza saltó del cuello, se desplomó, rebotando, hasta el cesto que aguardaba al pie.
Una mujer gritó. Un jovenzuelo imberbe se echó a temblar apartando los ojos del verdugo de cabeza encapuchada y musculoso cuerpo, así como del hacha repentinamente enrojecida, goteante, y de la infortunada Ana Bolena, cuya hermosa cabeza reposaba inmóvil en el cesto, al lado de las cabezas de otras personas ajusticiadas por orden de Enrique VIII.
Zoltan Czek sonrió para sí. Era la reacción de siempre. A la gente le causaba horror todo aquello. Pero, invariablemente, era la zona más visitada de todo su pequeño museo. Estaba seguro de la naturaleza de las personas: les atraía todo aquello que más les aterrorizaba. Era una mezcla de insano terror y de complacencia en su propio miedo. Gracias a eso ganaba más dinero del previsible.
Consultó el reloj de pared. Ya era hora de cerrar. Los domingos siempre se concedía más tolerancia a los; visitantes en cuanto al horario, pero aun así era demasiado tarde. No podía mantener abierto por más tiempo.
—Por favor, señores —avisó a los visitantes—. Vamos a cerrar. Si hacen el favor… Si son ustedes tan amables…
Algunos protestaban, pareciéndoles poco la larga visita, el recorrido de sala en sala, por la módica suma de un chelín, pero finalmente todos acababan por marcharse dócilmente, a la invitación del propietario.
Cuando hubo salido el último visitante del museo de figuras mecánicas, Zoltan Czek cerró la puerta presurosamente. Apagó las luces de gas de la entrada y de los dos salones más amplios de su museo de inmóviles figuras articuladas, hechas de madera, cartón, escayola y cera, movibles desde la cabina, a medida que los visitantes accionaban sus engranajes depositando una moneda en la ranura correspondiente. Eso hacía funcionar los mecanismos rudimentarios pero eficaces. Y las figuras sonrosadas, de mejillas color carmín, de ojos de vidrio y pelo estropajoso, de ropas baratas, desvaídas, fingiendo el oropel histórico muy pálidamente, se ponían a funcionar, en macabra ficción de hechos pasados, des de las ejecuciones en la torre de Londres, hasta la quema de brujas en la Edad Media o las matanzas vandálicas de tiempos de barbarie.
Zoltan Czek estaba muy orgulloso de su museo. Pero el orgullo sólo no permitía eludir los problemas. Y el más grave de todos esos problemas se llamaba Bruce Strange.
El muy poderoso, rico e inexorable Bruce Strange.
—Hoy es día final del mes… —susurró entre dientes el húngaro creador de las marionetas animadas de su museo. Dirigió en torno una mirada a los rostros inanimados, de maniquíes en forzadas posturas, entre sangre, violencia y terror bien medidos. Todo pintura, ficción y trucaje. Pero todo eficiente para amedrentar a un público sencillo e ingenuo, como el que visitaba su barracón sombrío, allá en Billingsgate Market, ciertamente no lejos de la torre de Londres, en una de las zonas menos pobladas y edificadas de la orilla del río Támesis.
El recordar que era final de mes, amargó su estado de ánimo. Ya ni siquiera tenía objeto contar las monedas recaudadas entre el precio de la entrada y el funcionamiento de las diversas atracciones mecánicas. Sencillamente, todo eso no serviría de nada cuando el muy honorable Bruce Strange llegara allí con la orden judicial de desahucio y los policemen requeridos para que tal orden se cumpliese.
—Si, al menos, pudiera convencerle de que espere todavía un mes más… —gimió el húngaro, angustiado—. Mi pequeño negocio, mis muñecos… Miró todo con pesar, con amargura. Acarició a un terrible inquisidor de ojos llameantes, y casi había pasión en su modo de contemplar las formas de Lucrecia Borgia, hermosa y a la vez deshumanizada por sus exageradas exuberancias en cartón y cera, con mejillas coloradas y aire de muñeca vieja y deslucida. Como todo lo de aquel museo que, en realidad, sólo podía fascinar ya a Zoltan y a su inocente público dominguero, nada exigente por cierto.
—Si pudiera salvaros a todos, amigos míos… —jadeó—. Y salvar éste, que es vuestro hogar y el mío a la vez.
Unos recios golpes en la puerta le arrancaron de su abstracción. Medroso, giró la cabeza, escuchó aquella llamada. Pareció encogerse el pequeño húngaro, entre sus figuras de ficción, como buscando protección en ellas. Pero ni Cromwell ni el siniestro Ricardo III parecían dispuestos a ayudarle. Tampoco el obispo de Loudon, quemándose en la hoguera inquisitorial.
—Es él… —jadeó—. Es Strange.
—¡Abran! —sonó una voz rotunda—. ¡Abran en nombre de la ley! ¡Es una orden judicial!
Zoltan Czek respiró hondo. Ahogó un sollozo en su garganta. Fue hacia la máquina mecánica, que ponía en funcionamiento al verdugo de Enrique VIII. Echó la moneda en la ranura. Luego, mientras no cesaban de golpear una y otra vez en la puerta, con reciedumbre y aumentando los requerimientos legales, el pequeño, miserable y triste Zoltan Czek, el artífice húngaro del barracón de Billingsgate, junto al Támesis, se inclinó, se puso de rodillas, la cabeza en el tronco del cadalso, bajo el hacha centelleante del encapuchado creado por sus propias manos.
El mecanismo actuó. El hacha descendió. Su afilado borde de acero bien pulido, impresionante en el juego inocente de los muñecos y las cabezas articuladas, cayó sobre la nuca de Zoltan.
Esta vez, hubo un sonido diferente en la oquedad vacía del museo mecánico. Saltó una cabeza más al cesto. Pero ahora no era la de Ana Bolena. Ni la de víctima alguna de Enrique VIII.
Y la sangre que fluyó tumultuosa, no era simple pintura del trucaje…
Así encontraron a Zoltan Czek los policemen y el honorable señor Bruce Strange al entrar en el sórdido museo, entre las repelentes figuras de madera, cartón y cera. Sobre el cadalso. Enrojeciéndolo todo con sangre humana, que escapara hirviente de sus carótidas seccionadas…
—Pobre diablo —dijo un policeman—. Debió sufrir un accidente.
—No —negó Bruce Strange fríamente, mirando en torno—. Se mató él mismo. Vean. Basta ponerse bajo ese hacha… y echar una moneda. Por cinco peniques… una muerte rápida. ¿Hay algo más barato?
Y rio desagradablemente, mientras recorría el local que ya era suyo, al no poder pagar Zoltan Czek la hipoteca que gravaba su negocio. Poco después, el museo se precintaba provisionalmente, hasta esclarecer la muerte de su dueño anterior. Pero todo eso, no alteraba ya el hecho de que tenía un nuevo dueño el triste barracón truculento de Billingsgate: el caballero Bruce Strange, con mandamiento judicial de desahucio a su favor.
* * *
—Bruce, querido… ¡Eres el mejor de los hombres!
—Me suena a auténtica música esa frase en tus labios, cariño —musitó Bruce Strange, mirando con ternura a la joven Hazel Reed, la famosa y triunfante Hazel Reed, primera actriz del Royal Theatre, y una de las más seductoras muchachas de Londres—. Pero me gustaría que, realmente, fuese digno de esa estimación tuya.
—Bruce, creo que no puede haber nadie más digno que tú —sonrió ella, iluminándose su suave óvalo, bajo el nimbo dorado de sus cabellos ondulados. Los ojos azules, límpidos y profundos, revelaron su admiración hacia el elegante caballero que la acompañaba en el camerino—. Pero tendrás que salir ahora, o no llegaremos nunca a esa fiesta que da papá, y en la que tú y yo… anunciaremos nuestro compromiso.
Strange asintió, risueño. Sus manos oprimieron la de ella, pequeña y delicada. Besó aquellos dedos esbeltos, sensitivos, capaces de transmitir por igual las emociones de la escena a los espectadores londinenses, y las de su ternura personal al hombre amado.
—Termina de arreglarte —musitó—. Te espero afuera, querida. No me impaciento. Sólo siento impaciencia por anunciar la buena nueva a todo Londres, amor…
Y se encaminó a la salida, acariciando con mecánico movimiento de su zurda la barbita bien cuidada, oscura y recortada, en el rostro curtido, de ojos profundos y expresión vivaz.
Su alta, arrogante figura enjuta, vestida impecablemente de gris, abandonó el camerino. La puerta se cerró suavemente tras él.
Hazel Reed se desnudó velozmente ante el espejo que reflejaba las luces de gas del camerino en el Royal Theatre. Se dirigió un beso a sí misma. Se sentía profundamente alegre, feliz por completo.
—Adorable —musitó—. ¡Bruce es el más adorable y magnífico de todos los hombres!
El espejo le devolvió la imagen virginal y delicada de su desnudez tersa, suave, armoniosa y plena de juvenil vitalidad. Luego, las ropas fueron cayendo sobre ella con rapidez. También con natural elegancia, con suave distinción.
* * *
—… Y en este momento, mi muy estimado amigo Bruce Strange queda así prometido oficialmente a mi hija Hazel.
Las palabras finales del breve discurso de Bernard Reed fueron acogidas con murmullos amables, curiosos, o simplemente de circunstancias de la brillante representación social londinense, presente en la fiesta que se celebraba en la suntuosa residencia de los Reed, en Bloomsbury.
Unos aplausos tibios y cordiales sonaron en algunos rincones de la sala. Más de un joven caballerete contempló con envidia al hombre capaz de unirse en matrimonio no sólo a la más bonita y joven actriz de los escenarios de todo Londres, sino al mismo tiempo a la rica heredera de la saneada fortuna de los Reed.
Hazel era uno de esos raros ejemplos en que la vocación artística se une a una generosa dote económica, motivo de su excelente posición en la sociedad de su tiempo. No todas las actrices, por brillantes que fuesen en la escena recitando a Shakespeare o representando triviales comedias de sociedad, procedían de las altas esferas. Y no todas las ricas muchachas de la mejor sociedad británica, llegaban a exhibir su belleza en un escenario ante la complacencia paterna.
En Hazel se reunían ambas virtudes. Era una joven y maravillosa actriz, cuya Ofelia, en Hamlet, sólo podía ser superada por la dulce Julieta del drama de los amantes de Verona, o por alguna heroína de las tragedias griegas o de las comedias livianas e intrascendentes de los autores contemporáneos. Su padre, Bernard Reed, empresario teatral, dueño de negocios y locales, apasionado por las cacerías, gustosamente puso su fortuna al servicio de las dotes artísticas de su hija. Ahora, parecía haber culminado todo ello con un matrimonio ventajoso: el de Hazel, la bella y admirada actriz, con Bruce Strange, caballero rico, hombre de negocios y auténtico gentleman a juicio de todo el que le trataba.
—Oh, Bruce, es una noche maravillosa —musitó Hazel, oprimiendo las manos de su prometido y besando sus mejillas—. La mejor de mi vida.
—Di más bien que es la primera noche maravillosa de nuestras vidas, cariño —rectificó él suave, tiernamente—. Vendrán muchas iguales y mejores. Será la más feliz unión que jamás haya existido, estoy seguro.
—Mi enhorabuena por Hazel… y por todo lo que ello significa, señor Strange —sonó cercana la voz de uno de los invitados—. Scotland Yard se suma complacido a la futura vida matrimonial de la señorita Reed. Sólo lamentaremos que se gane una joven esposa feliz… y se pierda una actriz como ella, puede creerlo.
—Oh, inspector Lockwood —brillaron los ojos celestes de la muchacha, y una sonrisa iluminó sus labios bien dibujados, suavemente rojos, suavemente carnosos—. Gracias por sus palabras. ¿Es el amigo de papá, o el policía quien habla?
—Creo que ambos, mi querida amiga —sonrió el caballero de alta estatura, cabello canoso y penetrantes ojos grises, inclinándose cortés—. Estoy convencido de que el señor Strange se lleva lo mejor de nuestro bendito Londres.
—No me cabe de ello ninguna duda, comisario Lockwood —dijo Strange con tono correcto, aunque algo frío—. Ahora, si nos disculpa…
—Oh, ¿cómo no, mis jóvenes amigos? —suspiró Edgar Lockwood, de Scotland Yard, buen amigo de Bernard Reed, e invitado a su fiesta de anuncio de esponsales—. La noche es suya. Como su vida toda, por fortuna para ambos…
Se retiraron Strange y la joven. Los músicos iniciaban un vals. Bailaron ambos, saliendo al centro de la pista. Las miradas de todos confluían en la feliz pareja, destinada a formar el matrimonio más envidiable de todo Londres. Las damas también sentían atracción por la arrogancia sobria y enigmática del caballero Strange. Pero sabían que no podían competir en absoluto con los encantos y la juventud de Hazel.
Era una batalla perdida de antemano. Para todos y para todas. A Hazel se la veía muy enamorada del hombre de ojos ardientes, elegante porte, barbita cuidada y ademanes aristocráticos.
El baile continuó.
Solamente cuando ellos se apartaron de la pista donde se confundían las parejas, bajo la gran araña formada por docenas de brazos iluminados, un criado se aproximó respetuosamente a Bruce Strange. Habló en tono bajo, discreto:
—Un caballero desea verle, señor Strange. Le espera afuera. Ha preferido que sea así, y me parece mejor.
—¿De veras? —Strange enarcó las cejas, sorprendido. Miró al criado, de suntuosa librea color grana y oro—. ¿Por qué dice eso?
—Bueno, el caballero no tiene un aspecto demasiado… re… recomendable. Y la dama que le acompaña, menos aún —el criado miró de soslayo a Hazel, que hablaba con unas invitadas—. Si prefiere que los despida…
—No, no —suspiró Strange—. Iré a verlos. Tal vez sean colonos de mis fincas. Los pobres no tienen demasiada buena apariencia, y hay asuntos urgentes relacionados con ellos. Al menos, es lo que imagino… Hazel, discúlpame un instante. Un asunto de negocios requiere mi atención. No tardaré mucho.
—Querido, ¿negocios ahora? Es nuestra noche, y me prometiste que…
—Sé lo que te prometí —tomó su mano y la besó suavemente—. En menos de dos minutos estoy contigo, no lo dudes. Palabra de tu futuro esposo. Tan cierto como que me llamo Bruce, amor mío. Cada minuto lejos de ti, es una auténtica eternidad, créeme.
Se ausentó presuroso. Salió al vestíbulo, Se quedó mirando a la pareja que deambulaba por el amplio salón, dándole la espalda. Habló, con voz acerada, sin atinar a descubrir la identidad de sus visitantes, tras las capas de amplio vuelo de hombre y mujer.
—¿Y bien, señores? Mi tiempo es muy valioso. ¿Qué se les ofrece de mí?
Se volvió el hombre primero. Luego, la mujer.
Ahora sí pudo reconocerlos Bruce Strange. Y los reconoció sin duda, porque su rostro se tornó lívido.
—Vaya, mi querido señor Strange… —habló apaciblemente el hombre, con un guiño de sus ojos y una sonrisa que exhibió sus feos dientes amarillos—. Está muy cambiado. Pero no pudo engañar al viejo amigo Devlin, su bueno y leal amigo el doctor Stanley Devlin, ¿recuerda, señor Strange? ¿O prefiere que le llame por su nombre de entonces…, señor Shelley?