«Hacía un mes de ello. Se cumplió el funeral. Yo sabía que esas cosas se hablan en la familia Hastings. Y acudí valientemente a Cliffs Manor.
»Quería estar seguro de que todo iba bien. No bastaba pon haber leído en los periódicos las diversas noticias sobre «la muerte penosa de la pobre señora Shelley, apenas unas fechas después de perder a su amado esposo». Ni tampoco sobre «la desaparición de su doncella, Muriel Nash, desaparición harto sospechosa, al producirse la noche en que falleció la señora Shelley, mientras una fuerte suma en metálico, en valores y en joyas, según declaración personal de Angus McLaren, fiel servidor de la familia, desaparecía de la caja de la señora».
»La policía había investigado en vano el asunto. Muriel no aparecía. Se sugerían posibilidades, harto plausibles, de que estuviese en el extranjero, posiblemente en el continente, disfrutando del robo cometido. Todo eso, mientras el cadáver de Yvette era depositado en el mausoleo de los Hastings, junto al de su esposo Jasan, cuyo féretro, naturalmente, no llegó a abrirse, como ella quería en su obsesión por imaginarse vivo a su amado marido.
»Eso tenía su ironía, y me hizo gracia.
»Yvette y Muriel… juntas. Mi esposa y mi amante. Mi víctima y mi cómplice. Mis dos víctimas en realidad. Juntas. Unidas en la muerte. Para siempre. Sin que nadie lo imaginase, además. Mientras todos imaginaban a la desdichada y estúpida Muriel dándose la gran vida en Europa, con el dinero de su señora.
»A veces, la gente es idiota. Ésta era una de esas situaciones que confirmaban tal aserto. Todo era al revés de como la voz popular, sensiblera y ridícula, podía imaginarlo. Bien. Que ideasen historias románticas y emotivas. Allá ellos con sus sueños sensibleros. Y allá la policía con sus teorías sobre Muriel, la muchacha de servicio buscada casi ferozmente por Scotland Yard, desde que el inefable y borrachín Thorley Hoper, el policía de los bigotes de morsa, informara a Londres del robo cometido en Cliffs Manor, aprovechándose del colapso mortal de la señora Shelley.
»Entretanto yo, yo mismo, estaba allí. En Ramsgate. Asistiendo al funeral. Como testigo de los oficios fúnebres por mi esposa… y por mí mismo.
»Es sorprendente lo que unas ropas diferentes, una barba bien estudiada, unos lentes de pinza, un tinte facial y un pelo teñido hacen con un hombre. Eso, y la inevitable niebla de Dover, hicieron el resto.
»Cierto que asistía lejanamente al oficio. No me atreví a más, Hasta la audacia de un hombre que se sabe en la mayor impunidad, tiene sus límites sensatos. No iba a dar un paso en falso a estas alturas. Y no lo di.
»En mi carruaje de dos caballos, recién adquirido en Londres, sentado en el pescante, solo, con mi renovado aspecto, con la bufanda, el sombrero de chimenea, de peluche color verde oscuro, el macferlán de igual color y los guantes, permanecía quieto, silencioso, como en respetuosa presencia, fuera del cementerio pequeño de los Hastings.
»Dentro, el reverendo Williams, con su pierna apoyada dificultosamente en tierra, ayudado por unas muletas, oficiaba la ceremonia en la niebla. Vi a los McLaren, a la señora Sanders, a Ritcher, al policía Hoper y a otros vecinos. Todos escuchando atentamente la cascada voz del reverendo, en su rutinario responso por los difuntos. Luego, cantarían en acción de gracias, y todo habría terminado.
»Ya hacía un mes. Un largo mes. Pensé en Yvette, en Muriel. En sus cuerpos, pudriéndose en la cripta. Me pregunté cuánto habría durado la agonía de la doncella, al despertar en aquel ataúd, sin recibir el aire que Devlin había dispuesto, allá en Londres, cuando cobró su parte para colaborar en el plan de mi «entierro» solemne. Me encogí de hombros. Todo eso habría terminado. Después de todo, no había recibido sino el justo castigo a su deslealtad con la mujer a quien servía.
»—¿No quiere entrar, señor?
»Me estremecí. Aquella voz llegaba de muy cerca. Giré la cabeza, en el pescante del calesín en que me hallaba, junto a la entrada del pequeño cementerio de los Hastings.
»—No, gracias —rechacé, inclinando rápido la cabeza—. No soy de la familia.
»—No importa —dijo la voz juvenil—. Yo, sí. Entre, si lo desea.
»No lograba entender quién era aquel hombre alto, arrogante, erguido en la silla de un caballo del color de la noche, tan negra era su piel, tan de azabache su crin. Pero había surgido de repente, en la niebla, junto a mi carruaje, sobresaltándome con su presencia inesperada. Y me estaba invitando al ceremonial fúnebre… en nombre de los Hastings.
»—Le aseguro que no es necesario —objeté—. Ya se guía mi camino.
»—Es un cementerio particular, pero puede usted acercarse. Venga, se lo ruego. Los Hastings somos amigos de todo el mundo, señor. Un forastero, aquí, está en su propia casa.
»—Yo se lo agradezco muy de veras, pero no es mi intención.
»—¿Viene de muy lejos?
»—De…, de Folkestone —mentí con rapidez.
»—Ya. Y va a Londres, seguro —sonrió mi interlocutor.
»—Acertó —procuraba no hacerme demasiado visible La niebla no era ya tan densa, y la mirada de aquel alto joven de cabellos oscuros y rebeldes, de levita gris y pantalón azul marino, era harto penetrante—. Se hace tarde. Me detuve al ver la ceremonia, pero no debí hacerlo. Se hace tarde, usted me disculpará…
»—Por favor, no debe preocuparse por eso. Le será lo mismo asistir desde aquí, que desde allí dentro. La ceremonia está terminando ya y…
»—No, gracias —rechacé vivamente—. Buenos días, señor.
»Arranqué apresuradamente, forzando el trote de los dos caballos. A mi espalda, el joven desconocido voceó aún:
»—¡Buen viaje, señor! ¡Le aseguro que Roger Hastings nunca invita por simple cumplido!
»Dijo algo más, pero se perdió con él, en la distancia. El trote casi se hizo pronto galope, en medio de la niela que invadía el camino.
»Estaba deseando alejarme de allí. Y de Ramsgate. Había sido un error venir. Nunca debí hacerlo. Aquel hombre a caballo…
»Era él. Roger Hastings, El miembro díscolo de la familia. El primo de Yvette. No había muerto en la India, luchando contra los rebeldes. Estaba allí, en Cliffs Manor, Había vuelto.
»No me gustó que me viera. No me conocía, no sabía que era yo. Pero no era una idea cómoda saber que me había visto allí. Por muy cambiado que yo estuviera. No me gustaba Roger Hastings. Su cordialidad me irritaba.
»Sólo esperaba que me olvidase. Para siempre. Que no pensara en el hombre del calesín. El hombre que rechazó la invitación para entrar en el cementerio de los Hastings.
»Después de todo, para él, para los demás, para cuantos hubieran oído hablar alguna vez de Jason Shelley…, o estaba muerto.
»Muerto y enterrado. Junto a mi amante esposa Yvette.
»Eso ni siquiera Roger Hastings, el hombre llegado de la India, podía ponerlo en duda bajo ningún concepto.
»Para mí, era suficiente. Todo lo que necesitaba para sentirme impune. Para disfrutar de mis actuales bienes, de mi actual nombre falso, de mi nueva identidad e Londres, lejos de todo lo que recordase al oscuro Jason Shelley, casado con una mujer rica y hermosa.
»Yo había salido aquella noche de mi tumba.
»Y en mi segunda vida, todo resultaba bien. Maravillosamente bien…
»La presencia en Inglaterra de Roger Hastings no podía cambiar eso. Ni ninguna otra cosa…»
* * *
—¿Qué te ocurre, Roger, muchacho?
—No sé, señora Sanders… —el alto joven caminó junto a la hombruna y maciza mujer, con expresión pensativa, entre el cementerio y la hacienda—. Hoy vi un hombre en la puerta del cementerio, asistiendo al funeral por las almas de prima Yvette y de Jason. Parecía no querer ser visto. Se escondía de todos, e su carruaje. Y apenas le invité a entrar, puso un pretexto y huyó como alma que lleva el diablo.
—¿Sí? —la espiritista le miró, arrugando su ceño—. ¿Qué explicación le das a eso?
—No lo sé. Tal vez fuera solamente un forastero curioso, pero…
—Pero… ¿qué?
—Es una tontería, señora. Imaginé que…, que le conocía de algo, sin saber exactamente de qué.
—¿Le habías visto antes de ahora?
—Eso es lo raro. Estoy seguro de que nunca vi a ese hombre en persona, pero… —sacudió la cabeza, encogiéndose de hombros—. En fin, dejemos la cuestión. No vale la pena. Uno deja volar demasiado la imaginación, cuando vuelve de los sitios donde yo he estado.
—La India… —suspiró la señora Sanders—. Hermoso e inquietante país, muchacho.
—Sí, lo es. Yvette lo conoció muy bien. A ella le gustaban sus tradiciones y sus ritos. Quizá por ello le encontraba un encanto que yo no acabo de hallarle, aunque mi criado diga que es un mundo distinto, fascinante, lleno de misterio.
—¿Su criado es hindú, Roger? —se interesó Charlotte.
—Sí. Rahma nació en Bombay. Es un joven inteligente, que ha estudiado con nosotros, los británicos, aunque en lo político no esté totalmente de acuerdo con nosotros. Rahma considera que la India es única. Tal vez tenga razón, después de todo.
—Tal vez sí —aceptó Charlotte Sanders con énfasis. Se detuvo en su paseo y, deteniéndose junto a la verja de Cliffs Manor, contempló al alto joven de tez cobriza, llegado de Asia. Añadió, con voz grave—: Su prima Yvette creía en las ceremonias hindúes sobre la vida y la muerte.
—¿Sí? —Roger se encogió de hombros, arrugando el ceño—. Bueno, ella era mujer, e impresionable. Imagino que todo eso no son sino paparruchas para impresionarnos a los occidentales.
—Ella sabía de rituales que pueden volver la vida a los muertos, Roger.
—Oh, claro. Yo también oí hablar de eso —sonrió Roger Hastings. Meneó la cabeza—. Pero nunca lo he aceptado, señora Sanders. Sería preciso que me probaran semejantes cosas.
—Probar… —suspiró la dama—. Siempre se habla igual de esas cuestiones. Mi querido y joven amigo, yo probé a su prima, en una sesión de contactos espirituales con los difuntos, que su esposo no debía de hallarse entre los espíritus que gozan de la otra vida, porque incluso estuvo a punto de abrir esa tumba, de no haber sufrido el colapso que la mató.
—¿Eso iba a hacer Yvette? —se sorprendió Roger, perplejo.
—Exactamente, muchacho. Es más: yo que ella, la hubiera hecho, de haber tenido vida para ello. En otras varias sesiones que efectué, siempre sucedió lo mismo: Jason Shelley se resiste a aparecer… Nadie hasta ahora lo hizo.
—Insista —dijo Roger de buen humor—. Terminará lográndolo.
—No estoy tan segura de eso —rechazó sombríamente Charlotte Sanders—. ¿Sabe una cosa, Roger? Ni él ni Yvette han acudido jamás a mi llamada. Como si ninguno hubiera muerto realmente… Sin embargo, la otra noche, me visitó un espíritu inesperado. El de alguien a quien persiguen ahora por robo: Muriel Nash, la doncella de su prima.
—¿De veras? —Roger se mostraba escéptico, irónico ante la vieja excéntrica—. Eso querría decir, sencillamente, que Muriel está muerta.
—Exacto —afirmó la mujer—. Pero ella no sólo admitió eso, sino que afirmó… haber sido asesinada.
—¿Asesinada? —Roger enarcó las cejas, siempre risueño—. Eso suena raro, ¿no? A menos que tuviera un cómplice en su robo… y éste la matara para quedarse con todo.
—No lo sé —dijo muy seria la señora Sanders—. Muriel se ausentó al decir eso, y no he logrado atraerla de nuevo. No sé por qué, pero no acude nunca. Y sin embargo la siento muy cerca de nosotros, Roger.
Miró en torno, a la niebla de la mañana, y se persignó, Roger Hastings la vio partir, camino de su vecino alojamiento, a menos de una milla de Cliffs Manor. Esa distancia, con los grandes pies y los pesados zapatones de Charlotte Sanders, no significaba gran cosa.
Roger Hastings se quedó solo ante la puerta de Cliffs Manor, Sonrió, moviendo la cabeza, y echó a andar hacia la casa.
Repentinamente, tuvo la impresión de que unos ojos le miraban fijamente desde la niebla, a espaldas suyas. Se volvió, con vivacidad.
No vio a nadie. Sólo brumas, reptando como humo, enroscándose en árboles y peñascos, en arbustos y verjas. Como algo vivo, frío y sutil, que viniera sin embargo del mundo silencioso de los muertos: el vecino cementerio familiar.
Roger Hastings suspiró hondo. Siguió adelante, por el desolado jardín. La casa, grande y señorial, emergió de la niebla como una forma sólida y dominante. La pizarra gris de sus tejados, las enredaderas haciendo verdear espesamente algunos muros de ladrillo, las vidrieras y galerías asomadas indistintamente al jardín y a las verjas posteriores que delimitaban la propiedad.
Sin saber por qué, recordó de nuevo al hombre barbudo del calesín, siempre eludiendo su mirada. Trató de identificar aquella leve sensación de familiaridad en su recuerdo, pero no lo logró. Sacudió la cabeza, adelantándose, con paso firme, hacia la entrada a la vivienda.
Entró en la casa utilizando la llave que McLaren le había proporcionado, apenas llegó a Inglaterra, tras ser localizado por el representante diplomático inglés en Saharanpur. Cruzó varias estancias, hasta detenerse en seco en una de ellas.
Se quedó contemplando un gran cuadro mural, representando a su prima Yvette, con los acantilados detrás, en pie junto a un hermoso caballo castaño. Apoyando un pie en una roca, un hombre acompañaba a Yvette.
Roger lo estudió atentamente, en silencio. La señora McLaren pasó calladamente, con una bandeja y unos servicios, hacia la cocina. Él la detuvo.
—Señora McLaren, ¿quién acompaña ahí a mi prima? —interrogó, señalando el cuadro.
—¿Ahí? —la esposa de Angus pareció sorprendida de la pregunta—. Cielos, señor. Es el difunto señor Shelley, ¿es que no lo sabía acaso?
—Lo imaginaba, simplemente —sonrió Roger, pensativo—. Había visto ya antes este cuadro, pero no pregunté quién era él, porque imaginé que era, justamente, quien usted acaba de decirme.
—¿Quién había de ser, si no? Ese cuadro lo pintó el señor Sommers, de Southampton, durante el pasado verano… El señor Sommers es un conocido pintor, y estuvo descansando cerca de aquí. Por eso rogó hacer ese cuadro a la señora.
—Sí, sí, entiendo. Prima Yvette está sorprendentemente parecida en ese óleo. ¿Cree que también el señor Shelley está… bueno, está fielmente captado por el pincel del señor Sommers?
—Cielos, a la perfección. Nunca le vi más parecido que ahí a como él era en vida, pobre señor Shelley —musitó la esposa de Angus McLaren, contemplando el lienzo—. A veces… parece incluso como si estuviera vivo.
—¿Vivo? —Roger Hastings la miró, con expresión sombría, como si algo le preocupase interiormente. Luego, desvió sus ojos penetrantes, reflexivos, hacia las figuras pintadas en el óleo. Especialmente, estudió el afilado perfil del hombre alto, pálido y arrogante, retratado junto a su prima.
Tras un largo silencio, musitó para sí:
—Vivo… Es un comentario interesante, señora McLaren. Sobre todo, después de haber oído decir a la señora Sanders que el espíritu de Jason Shelley se niega a acudir a sus invocaciones.
—¿La señora Sanders? —la mujer hizo un gesto expresivo—. ¡Bah, paparruchas de esa vieja chiflada! No creo ya en sus patrañas espiritistas, señor Hastings.
Roger no contestó a eso. Estaba meditando, la cabeza inclinada, como si en la punta de sus zapatos de charol puntiagudos, o en la alfombra espesa y de color grana, hubiera algo realmente importante que ver.
Luego, entre dientes, se le escapó un comentario que la señora McLaren fue incapaz de entender:
—Ahora recuerdo… Ahora recuerdo dónde había creído ver antes a aquel hombre del cementerio…
Y sus ojos volvieron a clavarse, expectantes, en la figura de Jason Shelley, reproducida por los notables pinceles del pintor Sommers.