«—Amor… Jamás estuviste muerto, ¿verdad? Jamás llegaste a morir.
»Reí cínicamente, tras unos momentos dedicados a recuperar el aliento. Y, quizá, la noción de lo que me rodeaba. Que, por cierto, no era nada agradable.
»—No, claro —le confirmé—. Tú bien lo sabes. Nunca fue verdad nada de lo sucedido, pero la pobre Yvette lo creyó a pies juntillas, según parece. Por lo que veo, todo ha salido como esperábamos…
»—No todo —me respondió ella, trémula. Y volvió a inclinarse sobre mí, aplastándome con la opulencia de sus senos mientras me besuqueaba la boca lascivamente, entre jadeos que, dentro de la cripta, sonaban tétricamente—. Estuvieron a punto de echarlo a rodar todo esta misma noche.
»—¿Qué? —mascullé, saliendo del ataúd, al sacar una pierna tras otra, y desprenderme de mis oscuras prendas funerarias, toda la mortaja dispuesta por los funerarios londinenses—. ¿Ocurrió algo fuera de lo previsto, Muriel?
»La doncella me siguió. Creo que estaba tan impresionada como yo mismo, en aquel maldito encierro de piedra y mármol, entre los velones y luces apestando a aceites, a sebo, a grasas, a bálsamos. Eso, el ataúd, la mortaja, el lugar… Me estremecí, horrorizado. Un soporte metálico tras el crucifijo iluminado, me devolvió una terrible imagen de mí mismo, lívida y espectral, alargada y horrible.
»—Tu mujer… —la oí musitar—. La señora Sanders quiso hacer una sesión espiritista esta misma noche.
»—¡Esa vieja chiflada…! —mascullé con disgusto—. ¿No tuvo idea mejor?
»—Parece que Yvette misma la obligó. Falló lamentablemente. La señora Sanders dijo que…, que no veía tu espíritu. Que otros decían que tú no estabas muerto aún. Ella lo interpretó mal. Ya sabes que se dijo que su padre era cataléptico, aunque siempre he creído que eso no era cierto.
»—Yo también. Sigue. ¿Qué pasó? —la apremié.
»—Quiso verte en el féretro. Por suerte, se desvaneció. Imaginé que el efecto de la droga de ese medicucho londinense habría surtido ya sus efectos y estarías despertando. Por eso me he apresurado a venir, apenas le dimos un calmante. Ahora duerme. Cuando se recupere, es difícil que insista en su deseo de verte en el féretro, ¿verdad?
»—¿Difícil? —reí, contemplando los precintos especiales de mi nicho, preparados de antemano para ser abiertos sin dificultad por alguien que estuviera en el secreto. Ese alguien era una sola persona: Muriel. Y Muriel, por fortuna para mí, no había fallado. De otro modo, yo estaría aún allí dentro. Respirando el aire acumulado en el nicho, el que pasaría durante horas por el angosto conducto especial, dispuesto en la losa, en el féretro encargado por el doctor Devlin en Londres, según mi plan. Pero, de cualquier forma, muerto en vida, hasta agonizar por asfixia paulatina, por hambre… o por ser, que eran los peores modos de morir en un ataúd.
»—Quiero decir que ella… no pensará en abrir este panteón, querido —me susurró Muriel, envolviéndome en el lúbrico lazo de sus brazos y de sus caricias sensuales—. Y nunca sabrá que tú estás vivo… para ser mío, sólo mío desde hoy en adelante.
»—Eso es, Muriel —acaricié sus cabellos, su rostro, su cuello, su torso—. Eso es; desde hoy en adelante… He vuelto a la vida gracias a los buenos amigos de Londres, gracias a ese ataúd preparado, a este panteón habilitado por tus cuidados especiales. Mañana, mi querida esposa Yvette no será ningún problema para nosotros…, porque ella estará muerta, mi preciosa y fiel Muriel. ¡Muerta como tú misma!
»Y al tiempo que decía esto, aferré su cuello con ambas manos, subiendo mis dedos desde su descote. Ella me miró, pensando que bromeaba. Algo terrible debió de ver en mis ojos, porque la vi repentinamente aterrorizada, trémula, intentando zafarse de mi presión.
»La arrojé contra el altar, derribando un candelabro, cuyas velas saltaron, apagándose entre chisporroteos que apestaban a cera. La luz dentro de la cripta quedó reducida a la mitad. Nuestras sombras, dantescas, bailotearon en el techo, en el muro.
»Era una fuerte chica Muriel. No sólo poseía busto desarrollado, sino firmes brazos musculosos, propios de su condición de moza. Casi me derribó en una ocasión, cerca de los escalones de acceso al exterior. Eso hubiera sido terrible. Si ella escapaba, todo estaría perdido para mí.
»Logré rehacerme, trompicado. Luché desesperadamente con ella. Yo era alto. Y bastante fuerte. Logré acabar con ella y la sepulté allí mismo.
»Todo estaba bien ahora. Me enjugué el sudor del rostro. Era frío, pegajoso. Como podía serlo el de un muerto. Pero yo, Jason Shelley, distaba mucho de estar muerto.
»Me moví hasta el candelabro caído en tierra. Lo tomé, depositándolo en el altar de nuevo. Recogí las velas apagadas. Las puse, una a una. Y una a una, las encendía.
»Estaba en la última cuando sentí el frío aliento en mi nuca… y la mano huesuda me tocó la nuca, como si un esqueleto de los primeros Hastings se dispusiera a vengar la profanación de su cripta funeraria.
»La vela última cayó de mis manos, y sentí un auténtico frío de muerte en mi piel.»
* * *
«—¿Cómo lo hiciste, hermano? —jadeó la voz ahogada, junto a mi oído—. Esto sí que es hacer bien las cosas…
»El aliento helado de antes, ahora apestaba a licor barato. Mi escalofrío de horror, dentro del panteón, se convirtió en un espasmo de asco, de náusea. Me revolví, sobresaltado.
»Al ver mi palidez cadavérica, el hombre se asustó. Era mucho más gordo y colorado que yo. Tenía dientes desiguales y sucios, cara desaseada, aspecto de truhan, ropas oscuras y raídas. Me recordó el aspecto entre saludable y tétrico del sepulturero. Y en cierto modo debía serlo. Sólo que… al revés. Él desenterraba lo que otros sepultaban.
»—¿Qué dices? —susurré.
»—Que debes ser un competidor temible —masculló el desconocido, echándose atrás, algo alarmado, y soltando mi cuello, con aire de inquietud—. ¿Cómo pudiste entrar en este panteón donde yo nunca pude conseguir nada, hermano? Hay en él buenos cadáveres. Con dentaduras de oro, con joyas en los dedos… Tal vez tengamos que cortar alguna mano que otra, o arrancar encías de cuerpos sin pudrir, pero valdrá la pena… Buen botín, sí. Y para los dos… si no te importa —susurró, poniendo un arma contra mi pecho. Miré la pistola que me encañonaba. Era un negro revólver amartillado. Si hacía fuego con aquel arma, moriría de verdad en mi propio panteón. Sin trucos con medicuchos pervertidos, enfermeras o doncellas prostitutas y cosas así.
»Conocí la especie. Me dio más asco y horror que los propios difuntos que me rodeaban. Le contemplé, irritado, Mi cara seguía sin gustarle, era obvio. Mi mirada tampoco. Reí de pronto, sorprendiéndole.
»—Estás loco —musité con voz ronca—. ¿Crees que entro aquí? ¿Es que no te das cuenta, necio? Yo salgo ahora de la cripta. Yo estuve ante en uno de esos nichos…
»—Oye, hermano, soy mayorcito para burlas de ésas —rezongó el rufián. Sorbió sus mocos y juró entre dientes—. Vayamos a medias en esto… o de verdad te dejaré con los muertos para siempre. Y no bromeo.
»Yo me limité a mirarle fijamente. Luego, de repente, recordé algo. Le hablé fríamente:
»—Tú sabes que hoy hubo un entierro aquí… —dije, calmoso.
»—Claro —rio él, sarcástico—. El tipo que era dueño de todo esto. El marido de la señora. Un caballerete llamado Jason Shelley…
»Alcé mis manos extendidas, sin intentar tocar nada Él las miró, asustado. Oprimió con más fuerza el cañón del arma contra mi pecho. Dispararía a la menor señal de alarma para él.
»—¡No te muevas! —chilló.
»—No hago nada —dije, sarcástico—. Mira mi rostro Mis ropas… Estos gemelos que llevo en los puños… Una inicial es la J, la otra es la S. ¿Lo entiendes? Shelley. Jason Shelley. Soy yo. ¡Yo, que vuelvo de la tumba!
»Mi aspecto, el color de mi piel, el brillo de mis ojos, el aire mismo de mis ropas oscuras, debió de impresionarle. El pobre diablo emitió un gemido ronco. Se echó atrás, y me miró igual que se mira a un aparecido. Luego, su mirada cayó en el altar, junto al crucifijo de plata Me sorprendí yo mismo. Y comprendí el porqué de su repentino, súbito e inesperado alarido de pavor.
»Alguien, quizá Yvette, o acaso Angus McLaren o su esposa, había dejado allí un retrato oval con mi efigie Y con él, un lazo negro de terciopelo y un ramillete de frescas flores silvestres. Algo que sólo se hacía con los muertos…
»El ladrón de tumbas intentó salir a la carrera del mausoleo. Yo no podía permitírselo en modo alguno por si gritaba y provocaba la alarma, diciendo que había visto, resucitar, al señor de Cliffs Manor. Aunque, por la cuenta que le tenía, eso no era nada fácil que sucediera.
»Intenté aterrarle, evitar su fuga. Logré sujetar su raída capa de lana sucia, color pardo. Se quedó entre mis manos, sin que pudiera evitar su carrera. Ni siquiera se volvió una sola vez a mirarme. Despavorido, pensando acaso que, por vez primera, habíase hallado ante un cadáver viviente, dispuesto a vengar sus felonías, el repugnante ladrón escapó en la noche.
»Cuando asomé a la puerta de la cripta, solamente percibí sus pasos lejanos en la niebla. Buscarle era una tarea perfectamente inútil, sobre todo si conocía bien el terreno que pisaba, como era de prever, dado su siniestro oficio.
»Renuncié a seguirle. Cerré la puerta del mausoleo cuidadosamente. Muriel había dejado allí el juego de llaves especial que yo dejara en su poder para esta ocasión. Todo había estado bien medido. Todo salió como se calculara. Al menos, por mi parte. Para Muriel, las cosas habían cambiado un poco. Pero nuestra propia coartada era válida ahora para que nadie diera en extrañarse de su ausencia.
»Sonreí, tomando el papel que ella llevara consigo a la cripta. Escrito de su puño y letra, con su inconfundible caligrafía de criada. Una despedida respetuosa de su señora, alegando que no podía soportar tal ambiente depresivo en la casa, y se ausentaba definitivamente de ella, tras la muerte de su señor. Era algo que yo la dicté, antes de preparar mi «muerte aparente», en complicidad con mi buen compinche de Londres, el miserable doctor Devlin.
»Aquel texto, en lugar visible, justificaría su ausencia.
»La que ella, pobre desgraciada, había imaginado que sería en mi compañía, para disfrutar de los bienes materiales de Yvette.
»Claro que los bienes de Yvette serían míos esta misma noche en que yo volvía de la tumba. Hasta su última guinea en efectivo, en valores y acciones al portador, obtenidas en Londres antes de ausentarse con mi «cadáver».
»Pero no en la forma en que Muriel Nash imaginó. Yo no compartía una fortuna obtenida tan ingeniosamente, con una vulgar sirvienta, por dócil y servicial que hubiera sido conmigo en todos los terrenos. Las ambiciones de Jason Shelley iban más lejos. Mucho más, lejos…
»Pero nada estaba logrado aún. Faltaba lo más importante.
»Era ya madrugada. Me sentía más fuerte y despejado, tras pasar los efectos de la droga del doctor Devlin, la que su enfermera Beverly me administrara en el hotel londinense, para provocar la muerte aparente.
»Ahora era el momento supremo de mi plan.
»El momento de acabar con mi amada esposa Yvette de una vez por todas.
»Ella, sí. Ella era la verdadera víctima de aquel plan. La persona destinada a ser el único cadáver de la familia Hastings.
»Cuando alcancé la casa, ésta aparecía totalmente en sombras, en medio del jardín, de la llovizna fría, de la niebla viscosa y turbia.
»Mi mano encontró fácilmente el arma que había previsto, previsoramente dejada por la dulce Muriel, en un cobertizo inmediato a la vivienda: un hacha no demasiado grande, de largo mango. No demasiado grande, pero sí ligera, manejable, de sólida hoja de acero… y tremendamente afilada por la propia Muriel, algunas semanas atrás.
»Empuñando el hacha con la que iba a descuartizar el cadáver de Yvette, apenas le descargase el primer golpe en la cabeza, partiéndosela por la mitad como un fruto maduro, avancé en las sombras de la vivienda, recto hacia la escalera.
»La escalera que conducía al dormitorio de Yvette, y que crujió débilmente bajo mis zapatos, manchados todavía con barro del cementerio…»
* * *
«Tuve suerte.
»Mucha suerte. Ni siquiera necesité descargar el primer hachazo, el que yo esperaba que hendiría en dos la cabeza morena de Yvette, y encharcaría de sangre su femenino y pulcro dormitorio de mujer.
»Sencillamente, algo falló en el calmante administrado a mi «viuda». Y, cuando llegué y abrí la puerta, ella estaba despierta ya.
»Confieso que me tomó por sorpresa el hecho. Me dejó petrificado. Tanto, que mi mano soltó el hacha. Me quedé mirando a Yvette a través del alto espejo de doble cuerpo de su armario.
»A través de ese espejo… ella me vio.
»Nunca olvidaré su alarido. Fue corto, ronco, pero terrible. Su boca se convulsionó, sus ojos negros se desorbitaron, con un centelleo angustiado. Quiso gritar, reír, acaso llorar. No sé lo que intentó, pero se arrojó del lecho, se movió en pie por la habitación, flotante su camisón blanco y ocre, saturado de encajes y lazos.
»Iba descalza. Se movió sobre la alfombra. Me miró ahora, cara a cara, sin espejos por medio.
»—Lo sabía… —jadeó. Sus labios se amorataban extrañamente—. Sabía que… volverías de la muerte, amor mío… ¡Jason!
»Estiró sus brazos hacia mí. Vi temblar sus manos. Me dispuse a recoger mi hacha y comenzar la sangrienta labor…
»No hizo falta.
»Repentinamente, Yvette exhaló un gemido. Se tambaleó. Osciló sobre sus pies desnudos y terminó cayendo de bruces en la alfombra. Se quedó inmóvil.
»Recogí de nuevo el hacha. Tenía que dejarla muerta, mutilada. Sin lugar a dudas. Había muchos salteadores y bandidos por aquellas regiones, en época invernal. ¿Quién culparía jamás a su esposo, ya fallecido?
»Avancé sobre ella. Alcé el arma. El filo apuntó a su nuca para decapitarla, como principio de la sangrienta tarea. No era agradable, pero sí necesaria.
»Yvette no se movía. Me incliné. Toqué su nuca. Su cuello. Raro. No sentí palpitar sus arterias vitales. Probé luego en su pecho, girándola en redondo. El pelo negro rodó por la alfombra, disperso como una crin de caballo. Estaba lívida. Blanca. Como muerta. El corazón no respondió. No palpitaba ya.
»Pensativo, medité junto a ella. Pensé que todo eso podía inducir a error. Aún había algo por probar. Fui a su tocador. Tomé un espejo de mano. Lo acerqué a su boca. Esperé, paciente.
»Nada. No se empañó. No respiraba.
»Estaba muerta.
»Esperé un tiempo. Probé de nuevo todos esos métodos. Especialmente, el espejo. No había lugar a dudas. Yvette, mi esposa, era cadáver.
»Me incorporé. Recogí el hacha. No valía la pena una carnicería. No con un cadáver. A Yvette le había fallado el corazón. Estaba muerta. Eso resolvía todo más tranquilamente. Un simple colapso. El dolor de la pérdida sufrida y todo eso. Era una coartada excelente para mí.
»Tomé la llave de la cadena de su cuello. Sabía dónde buscar las cosas de Yvette. Y las encontré justamente allí. Era lo previsible.
»Joyas valiosas, fajos de billetes hasta de cien guineas, valores al portador, documentos bancarios fácilmente negociables… Una fortuna en efectivo. La liquidación de sus negocios. Ni siquiera había tenido ocasión de ingresar todo aquello en Ramsgate.
»Lo recogí en un maletín. Salí en silencio de su dormitorio, el que había sido de ambos, tras comprobar, una vez más, su condición de cadáver.
»Aun así, no me alejé demasiado de Cliffs Manor. Al Denos, no hasta el amanecer.
»Cuando las primeras y turbias luces del día asomaron entre la niebla, oí voces en la casa. Voces de la señora McLaren, de Ritcher, de Angus…
»—¡Dios mío! ¡La señora! ¡Está muerta! ¡Llamen al doctor, al reverendo! ¡Avisen al agente Hoper…! ¡Pobre señora! ¡Debió fallarle el corazón! ¡Ha muerto durante la noche! ¿Y Muriel? ¡Esa chica sin aparecer cuando más falta hace! ¡Pobre señora, cielo santo…!
»Era cuanto esperaba oír. Sonreí. Y me alejé definitivamente, en la grisácea neblina matinal.»