—Usted, señora Sanders…
—Sí, hija, yo —afirmó Charlotte Sanders, sacudiendo de barro sus grandes zapatones. Miró con disgusto al exterior, y se quitó el pañuelo de la cabeza—. Condenada lluvia… Parece que no caiga una gota. Y ese agua pulverizada, acaba empapándola a una… ¡Uf, los caminos están intransitables, mi querida Yvette!
—No debió salir de su casa en una noche así —meneó a cabeza Yvette Shelley, con reproche—. Podría sufrir un accidente…
—No creo que eso ocurra, hija —rio la mujerona, sacudiendo su canosa cabeza de cabello abundante y descuidado—. La vieja Charlotte es dura de pelar. No me he caído ni siquiera después de las nevadas invernales, cuando el frío aumenta y se convierte todo en hielo resbaladizo…
—Por favor, siéntese —rogó Yvette—. Ya iba a retirarme cuando usted llamó. Pero en realidad es porque me sentía muy sola. Únicamente por eso…
—Mi querida Yvette, entiendo muy bien lo que debe sentir —puso una de sus recias manazas en el hombro de la joven viuda—. Jason era un gran marido. Y un gran tipo, sí señor. Siento de veras lo ocurrido. Pero hay que hacerse a la idea. Y pensar que ellos nunca nos abandonan del todo. Ahí tiene a mi marido. Murió hace quince años… y cada semana viene a verme y hablar conmigo.
—¿Que él viene y…? —recordó de repente, saliendo de su abstracción, y afirmó—: Oh, sí, entiendo, señora Sanders…
—No, no entiende, hija. No puede entender. La gente cree que eso son paparruchas y tonterías de vieja chiflada. Pero nadie conoce ese otro mundo maravilloso, donde los seres humanos podemos comunicarnos, más allá de la vida y de la muerte…
—Yo lo entiendo. Yo sé que usted puede hacerlo…
—Sí —suspiró la vieja y excéntrica señora Sanders—. Veo que usted es la única que me comprende, aunque no esté de acuerdo conmigo en eso de…, del espiritismo.
—Espiritismo… —sacudió Yvette Shelley su cabeza de negro cabello largo, sedoso—. No, señora Sanders. No tengo fe en las cosas del espíritu, sino solamente en aquello que es tangible: el cuerpo humano. Creo en que un ser difunto pueda volver… tal y como era en vida. Pero no su espíritu, a través de una invocación… Y perdone que me exprese así, señora…
—Está disculpada, hija —los ojos bonachones, vivaces y enigmáticos, de la dama de pelo grisáceo y descuidado, revelaron cierta picardía. Se acomodó en el amplio salón de los Hastings, estirando sus piernas, enfundadas en medias de recio algodón, y descalzando sus zapatones fangosos—. Estoy tan habituada a los insultos y a la estupidez de la gente que un comentario así me halaga. Está razonado, cuando menos. Tenemos ideas diferentes. Yo creo en una forma de vida, más allá de la que todos conocemos. Usted, también. Si, no me mire así. No diga nada. Sé que me entiende en el fondo, aunque pensemos de diferente manera. Es cuestión de matices, señora Shelley. Pero hay otra vida, no lo dude. Es posible que usted, o alguien como usted, logre un día dar vida a un hombre muerto. De momento, no he visto nada así, aunque sé que ocurren cosas raras en nuestras Colonias. Pero esto es Inglaterra. Al puro y simple espíritu, amiga mía, que nunca muere.
—Puede ser… —los ojos negros de Yvette recorrieron las paredes amplias, las luces de los candelabros, del petróleo… En Cliffs Manor no había gas. Sólo en las ciudades. En Londres. También en Ramsgate. Pero no allí, en la campiña, frente a los acantilados, el oleaje gris y violento, las nieblas marinas y las gaviotas estridentes.
Se incorporó. El vestido negro, de terciopelo pesado, de sedoso brillo, de encajes suaves, color marfil, daba a su figura alta y esbelta una arrogancia increíble, una presencia dominadora y llena de autoridad y elegancia. El cabello negro se peinaba ahora en sobrio moño alto, sobre su óvalo pálido, triste, igual al de un medallón o un camafeo. Se expresó lentamente, con frialdad:
—Señora Sanders, me gustaría tanto…
—¿El qué, hija? —la mirada de la anciana fornida se clavó en ella, expectante.
—Ver…, ver o…, o hablar, o sólo sentir cerca a mi Jason…
—Señora Shelley… —se sorprendió la vieja dama—. Señora… ¿de verdad… dijo eso?
—Sí —afirmó Yvette—. De verdad. Lo dije. Pero sé que eso… no puede ser…
—¿Cómo dijo eso? Claro que puede ser, hija… —afirmó enfática la señora Sanders.
—Solamente… saber si…, si está bien ahora…, esté donde esté su alma… —musitó con voz tensa Yvette—. No tengo demasiada fe en el espiritismo, en las invocaciones, pero…
—No siga. La entiendo. No diga nada, hija. Solamente deje que yo, esta misma noche, invoque a Jason Shelley…
—Dios mío… —Yvette bajó los ojos al suelo—. Es una locura. Nunca debí decir eso…
—¿Por qué no? Así es posible que su espíritu se sienta también mejor, hija mía.
—No, no puede ser ése el camino. Mi mente desvariaba. Jason no puede…, no puede… acudir ahora… Ni siquiera siendo cierto todo lo que usted dice… me sentiría mejor al saber que algo de Jason… está entre nosotros.
—No juzgue, querida. Deje que esta misma noche, antes de ir a descansar… pueda usted establecer contacto con Jason… y saber cuán tranquilo y descansado está allí donde él se encuentra ahora…
Había apretado sus fuertes dedos nudosos en torno a la muñeca de Yvette. Ella trató de resistirse, pero no supo hacerlo. Le temblaban las rodillas. Las manos se estremecían, y el llanto se cuajaba en sus ojos.
Pero su deseo de sentir de nuevo, cerca de ella, en alguna forma, al desaparecido Jason, prestó fuerzas a su voluntad. No quiso volverse atrás en la intención inicial. Deseó, realmente, que Charlotte Sanders invocase el alma del difunto en una de sus sesiones espiritistas…
Y no replicó a la mujer. Afuera, la lluvia se hacía más densa. La niebla rodeaba la finca en los acantilados. Dentro de la casa, amplia, suntuosa, extrañamente vacía y silenciosa ahora, las dos mujeres se dirigieron a un gabinete más recogido, donde iniciar su fantasmal experiencia…
Una experiencia más allá del mundo de los vivos. En sombras, con un velador, y unas manos unidas.
Esperando al espíritu del difunto Jason Shelley…
* * *
No.
No resultaba. Todo era inútil.
La señora Sanders resopló. Sus manos se crisparon en la mesa bruñida. El sudor las hizo resbalar. Respiraba agitadamente. Sacudió la canosa cabeza con energía, realmente disgustada consigo misma. Y con todo lo Que estaba sucediendo.
—No es posible —masculló—. Siempre dio resultado. Esto no puede ocurrirme a mí…
Yvette la contemplaba fijamente desde la sombra. Parecía flotar muy lejos. Buscaba algo en la oscuridad, sólo rota por el resplandor de un farol exterior, en la galería porcheada, enfrentada al jardín. Un farol que se agitaba, movido por la fuerte brisa marina, y también por ráfagas de agua en la noche. La luz, así, entraba por la rendija de los cortinajes, bailoteando grotescamente, dibujando y borrando sombras que parecían seres vivientes, llegados de ultratumba.
El ambiente era perfecto. Pero la invocación repetida de la señora Sanders no surtía efecto alguno. Alrededor, continuaba el silencio. La calma más absoluta acogía las palabras susurradas por la médium en la extraña sesión espiritista de Cliffs Manor. Jason no acudía. No respondía. No daba señales de…, de vida, o lo que pudiera ser aquello, más allá de la propia existencia humana natural.
Aun así, estaba probando de nuevo. Presentes en la reunión, la señora McLaren, fervorosa creyente en las prácticas espiritistas de la señora Sanders; Muriel Nash, en cuyo nacarino descote tumultuoso se reflejaban los vaivenes de luz amarilla del exterior… La propia médium, la viuda Shelley…
Cuatro personas esperando la llegada de alguien que no quería acudir. Y que no acudió.
—¡Imposible! —jadeó por fin, con desaliento, la señora Sanders. Resopló, retirando sus manos de la | mesa—. Señora Shelley, lo siento. No puedo hacer más. Se acabó la sesión. Enciendan las luces, por favor.
—¿Por qué? —musitó—. ¿Por qué Jason no ha querido venir?
—No lo sé, querida mía —rezongó con mal disimulado disgusto la médium—. A veces creí que él se acercaba a nosotros, que iba a entrar en nuestro círculo… e inmediatamente, esa sensación se perdía definitivamente. No sé. Es como…, como si no le fuera posible hacerlo. Luego, sentí…
Se detuvo sin terminar. Yvette la miró, interrogante. Parecía que, de repente, la señora Sanders se hubiera arrepentido y no quisiera terminar la frase iniciada.
—Sintió… ¿qué? —quiso saber la viuda.
—No, no sabría explicarlo, pero…, pero fue como si un espíritu, uno ajeno, surgido de alguna parte, me dijera algo…
—¿Algo? ¿Entendió lo que le dijo?
—Pues… sí. Pero, naturalmente, debí equivocarme. O él era uno de esos espíritus burlones que una a veces se encuentra en ocasiones parecidas… —hizo un vivo ademán, como quitando importancia a todo aquello—. En resumen, señora, no creo que tuviera la menor importancia…
—Prefiero que me diga lo que le dijeron. O lo que, cuando menos, usted creyó que le decían…
—Es que… no tenía sentido, señora —confesó rotunda la señora Sanders—. Ningún sentido.
—Aun así… ¿qué era ello?
Charlote Sanders meneó la cabeza. Miró en torno, a las sombras que empezaban a disiparse, a medida que Muriel encendía los candelabros y quinqués de la sala. Sus palabras sonaron incongruentes en aquel repentino silencio:
—Bueno, hubo un espíritu que me insinuó que…, que el alma del señor Shelley no estaba aún con ellos, porque…, porque él… no había muerto.
A Muriel se le cayó de las manos la luz con que prendía velas y quinqués. La señora Shelley emitió un grito agudo, lleno de horror. Después, corrió hacia la salida, gritando:
—¡Jason, Jason, amor mío! ¡Estás vivo! ¡Vivo! ¡No has muerto! ¡Yo te sacaré de la tumba, vida mía, antes de que sea demasiado tarde!
* * *
Las manos golpeaban abruptamente en los vidrios, en los hierros.
Les costó retirarla de allí, bajo la lluvia menuda y fría. Los rostros, ateridos y húmedos, eran como máscaras lívidas en la noche, flotando en torno al mausoleo de los Hastings. Más allá, el cementerio familiar era una sucesión de altos árboles sombríos y cruces y lápidas de parientes, amigos, vecinos e incluso sirvientes leales.
—Señora, es mejor que razone —habló apagadamente Angus McLaren, forcejeando con ella trabajosamente—. Su esposo está muerto. No va a encontrar ahí dentro nada que cambie las cosas…
—¡Déjenme entrar! —gemía ella, desgarrada—. ¡Déjenme…! ¡Necesito verle, verle dentro de su ataúd! ¡Él está vivo, seguro! ¡Está vivo, sufre de catalepsia, como mi difunto padre! ¡Tengo que volverle a la vida, evitar que se destroce dentro del féretro!
—Señora, su padre murió, pero no padeció ningún ataque cataléptico, recuerde —silabeó el escocés, mirando en torno con aprensión—. Usted misma me lo contó. Y el señor Shelley no tiene por qué ser diferente, créame. Recuerde: un médico de Londres certificó su muerte.
—¡El doctor Devlin! —jadeó ella, luchando contra] McLaren, contra su fornida esposa, contra Ritcher, contra Muriel—. ¡Un matasanos odioso, un hombre sucio y repulsivo; que no hubiera distinguido un cadáver de un hombre desmayado! ¡Debí comprenderlo así! ¡Exijo que se abra la tumba, que saquen de nuevo a Jason de ese horrible nido de muerte y de putrefacción!
Se miraron todos entre sí, como si la juzgaran loca. McLaren meneó la pelirroja y maciza cabeza, emitiendo cuando menos un comentario compasivo:
—Pobre señora. Ha padecido tanto… La muerte, el viaje, el funeral… Creo que deberíamos evitarle obsesiones.
Más allá, la voz de la señora Sanders surgió de la niebla empapada de llovizna, antes que ella misma y su desmañado aspecto físico. Sus palabras sonaron firmes:
—El viejo Angus tiene razón, como casi siempre… ¿Por qué no llama alguien a Hoper… y se comprueba que, realmente, el señor Shelley está muerto en su tumba?
—Eso llevará tiempo —jadeó Muriel. Se separó de su señora y se arregló el cabello—. Digamos que…, que será preciso ir al pueblo, llamar a Hoper, pedir al juez un certificado de exhumación de restos… En caso contrario, sería ilegal. Y todos sabemos que vamos a encontrar al señor… difunto.
Esto último fue dicho en voz baja, de forma que Yvette Shelley no pudiera escucharlo. Todos miraron a Muriel. La doncella tenía razón. Estaban seguros de eso, pero querían evitar a la viuda una crisis grave.
—No sé… —comenzó a gruñir McLaren, rascándose el cabello. Luego, se quedó mirando a Yvette. Ella misma acababa de darle la solución, Se había desvanecido, ante la puerta de la cripta funeraria. Todos parecieron pensar una misma cosa. Y McLaren la materializó en palabras concretas—: Es mejor que la señora vuelva a casa. Acuéstala, Muriel. Dale el sedante que la recetó el doctor de Londres… Está en su bolsa de viaje. Dormirá tranquilamente hasta mañana. Entonces, si insiste, pediremos a Hoper el certificado judicial. Con esta noche infernal no hay modo de ir hasta Ramsgate decentemente… Bien, creo que es todo. Ya hemos pasado demasiadas dificultades por esta noche. Volvamos a casa.
Y la fúnebre comitiva reunida en el cementerio, se dispersó lentamente, bajo la llovizna, entre ramalazos de niebla pegajosa y fría. De regreso a Cliffs Manor.
Atrás, quedó el cementerio familiar, con su verja de hierro en torno. Con su panteón familiar de los Hastings, Cerrado a cal y cantó. Con un hombre muerto en su cripta. Un hombre llamado Jason Shelley. Muerto de ataque cardíaco en Londres.
Un hombre del que una espiritista decía que aún no había muerto realmente. De quien la esposa esperaba el regreso a la vida.
De quien nadie se preocupaba demasiado esa noche lluviosa en Dover, porque los muertos nunca salían de sus tumbas.
Pero…
* * *
«Pero yo salí de la tumba.
»Anoche. Fue anoche.
»Yo, Jason Shelley, volví al mundo de los vivos. La misma noche en que una vieja estúpida afirmaba que mi espíritu no volvía del mundo de las sombras, para establecer contacto con los que quedaban en la Tierra; la misma noche en que lloviznaba glacialmente sobre Kent, y una mujer, la mía, lloraba desgarradoramente a la puerta del hermoso y suntuoso mausoleo de los Hastings.
»Esa noche, yo abandoné mi féretro. Regresé del tétrico y espeluznante reino de las tinieblas. Volví de la Muerte misma. En suma: salí de mi nicho funerario.
»Todo fue tan sencillo, que la señora Sanders y sus paparruchas espiritistas hubieran quedado demolidas. Las imaginaciones macabras de Yvette hubiesen sufrido un tremendo quebranto. Todos se hubieran horrorizado al verme. Y, a la vez, hubiesen comprendido que yo, Jason Shelley, muerto en Londres de un colapso… jamás había estado realmente muerto.
»Cuando menos, eso es lo que dijo Muriel, besándome la boca en mi ataúd.»