Muerto.
Jason Shelley estaba muerto. El certificado de defunción acompañaba a Yvette, su esposa. También un permiso de la policía de Londres, para trasladar el cadáver hasta su lugar de residencia y panteón familiar, en Ramsgate, condado de Kent.
El segundo ataque cardíaco había sido fatal. Sin remedio posible. Cuando el doctor Devlin acudió urgentemente al hotel, nada se podía hacer por el paciente. Nada, salvo extender el certificado correspondiente.
Después de eso, no quedaba mucho por hacer. El día antes de la muerte, Yvette había telegrafiado a su fiel servidor McLaren, el viejo y rudo escocés que llevaba casi toda su vida dedicada a servir a los Hastings y a su hacienda de Cliffs Manor, no lejos de los acantilados.
Al día siguiente a la muerte de Jason, McLaren estaba en Londres. No resultó difícil adquirir un buen fiacre de cuatro caballos, y emprender viaje de regreso a Ramsgate.
Naturalmente, con el cadáver.
Yvette no había regateado gastos. Nunca lo hacía, cuando se trataba de algo íntimo y familiar. Era distinta al viejo y difunto Hastings en ese aspecto. Ella sabía de la dura lucha en las Colonias, de las guineas obtenidas una a una, con sudor y trabajo. Pero sabía también que era inútil ser tan tacaño como lo fuera su padre. Ella, actualmente dueña de todo, como hija única, sin siquiera las posibles reclamaciones legales de su primo Roger, desaparecido acaso en alguna campaña hindú, frente a los rebeldes bengalíes, allá en las Colonias —reclamaciones que por otro lado ella hubiera atendido gustosa, pese a no estar muy de acuerdo con los gustos algo libertinos y alegres de su joven primo Roger—, no tenía ella por qué dar cuentas a nadie. Pero tampoco quería ser indigna del bueno y esforzado marido que tuvo, Jason Shelley.
Jason siempre había deseado algo en esta vida:
—Yvette, si algún día muriese antes que tú…, por favor, entiérrame en el panteón familiar de los Hastings. Sólo así, cerca de ti y de cuanto tú significas, reposaría en paz eternamente…
Es raro. Debió sospecharlo. Ahora, volviendo la vista atrás, recordaba que, en los últimos meses, Jason había insistido con sospechosa obstinación, cinco o seis veces cuando menos, sobre ese mismo tema. Presentía su próximo final. Le ocultó su inicial crisis en Londres, pero le sugirió claramente que aquello podía suceder. Y había sucedido.
—Estúpida de mí… —musitó Yvette, cuando el fiacre abandonó Londres, lanzándose al veloz trote de los caballos por el camino real de Kent—. ¿Por qué, Dios mío, por qué no imaginé lo que le sucedía, lo que podía llegar a ocurrir?
Las lágrimas corrieron de sus ojos negrísimos, centelleantes en la noche, bajo el azote inclemente de la tenue llovizna, de la neblina, del frío nocturno. El agua pulverizada y gélida salpicaba su rostro hermoso y sereno, pálido y casi virginal, pese al toldo negro, charolado, del fiacre lanzado hacia Dover.
A su lado, el corpachón sólido del pelirrojo McLaren, con sus riendas y la fusta en las manos, lanzado en la conducción del carruaje negro, era como una maciza protección contra la inclemencia del tiempo, contra la tremenda soledad de aquel viaje fúnebre, entre hileras de árboles altos y sombríos, como fantasmones erguidos en la siniestra niebla que todo lo envolvía. Y con el féretro golpeando a veces las paredes del carruaje, allá atrás en el compartimiento posterior del fiacre, pese a las ataduras aplicadas para su contención.
El féretro con el cuerpo de Jason…
Yvette cerró con amargura sus ojos. Respiró hondo. El carruaje rodó sobre el terreno abrupto, girando en una curva, entre remolinos de niebla espesa. McLaren la miró, con un resoplido.
—¿Le ocurre algo, señora? —indagó.
—No, nada —sacudió la cabeza, trémula—. Sólo… pensaba.
—Entiendo —Angus McLaren escudriñó cuanto pudo ante sí, en la torva noche sin visibilidad, que los caballos y él recorrían más por instinto que por buena orientación—. Ha debido ser un rudo golpe, señora…
—Muy rudo. Apenas tres años de casados… y ocurre esto…
—Usted es todavía muy joven, señora —comentó el servidor—. Con el tiempo…
—No, Angus —cortó ella, incisiva—. Eso, nunca. Fui esposa de Jason. Lo perdí. Le guardaré eterno recuerdo. Y respeto. No podría tener otro esposo, sentir a otro hombre en casa, verlo sentado en mi mesa, tendido junto a mí en el mismo lecho… No, eso nunca, Angus.
McLaren no dijo nada. Los caballos avanzaban desconfiados en la densa bruma. Sus crines oscuras eran como fantasmas negros, agitándose en la noche. Alrededor de ellos, la ruta real hacia Kent, era un helado sudario de niebla.
Detrás, el féretro emitió un golpe seco primero. Un sordo crujido después. Yvette se irguió, sobresaltada.
—¿Oyes eso, Angus? —musitó—. Es…, es como si el ataúd fuera a abrirse… y el señor quisiera salir de él, lleno de vida, para rodearme con sus brazos…
McLaren se persignó, presuroso. Azuzó a los caballos. Uno relinchó, y corrieron todos con mayor premura.
—No lo querrá Dios, señora —dijo el fervoroso escocés—. Los muertos… muertos están. No salen nunca de la tumba…
—¿Quién puede asegurar eso? —se encogió ella de hombros, con extraña entonación.
McLaren la miró con rapidez, de soslayo. Sus patillas frondosas y pelirrojas, parecían erizadas en este momento.
—Nunca salió nadie con vida de un ataúd —jadeó—. A menos que fuese…, fuese… Bueno, que padeciese esa enfermedad que algunos dicen que padecen, y les hacen parecer prematuramente muertos, sin estarlo realmente. Pero tampoco sobre eso hay seguridad, señora…
—¿Catalepsia? —musitó ella lentamente, la vista negra, fulgurante, fija en la senda de niebla y de oscuridad, de silencio y de negrura.
—Sí… Sí… Catalepsia dicen que se llama —convino el escocés.
—Ése es un mal hereditario —recitó la voz de Yvette—. Un médico, en la India, me dijo que papá lo sufría. Pero no era cierto. Él murió. Yo dispuse para él un panteón especial. Le visitaba cada día, podía ver su rostro, su cuerpo, sus manos cruzadas, con un rosario, bajo la mirilla de vidrio. Nunca, nunca, llegó a moverse. Nunca se alteró la hermosa serenidad de sus facciones… La última vez que le vi…
Se estremeció. Se mantuvo callada unos momentos. McLaren tragó saliva tan bruscamente, que la nuez, al subir y bajar, produjo un ruido casi cómico. Sin embargo, nadie rio por eso.
—La última vez… ¿qué, señora? —musitó el supersticioso McLaren.
—Los gusanos empezaban a hacer presa en él —tembló ella, vibraron sus labios pálidos y convulsos, en el rostro tremendamente lívido, que contrastaba con el negro de sus cabellos y ojos, a la luz tenue del farol del fiacre, en el pescante—. No era agradable ver el espectáculo de un padre comido por…, por la corrupción de la carne mortal. Grité y me desvanecí al ver brotar de sus ojos las formas de los gusanos pegajosos… Bajo los párpados no había nada. Nada, salvo nidos de microbios fétidos… No, McLaren El médico de Lahore se equivocó. Papá no era un cataléptico. Murió, realmente.
—Ya lo ve, señora —resopló McLaren, molesto por el tema de la conversación, escudriñando en torno, nada tranquilo, la masa de tinieblas brumosas—. No existe nada, cuando uno ha muerto. Sólo el silencio, el olvido…
—Yo no hablé antes de catalepsia, Angus. Me refería a…, a otra cosa. Cuando se ha vivido tantos años en la India, una se acostumbra a ver cosas insólitas, anormales. Cosas que nunca sucederían en otros lugares del mundo. Los sacerdotes hindúes, tienen conocimientos extraños sobre la vida y la muerte… Dicen que aprendidos de viejos lamas, tibetanos, de religiones prohibidas… Dicen que allí es posible la resurrección de los muertos, e incluso hacer bailar cadáveres a la luz de antorchas, mientras emiten cánticos de su liturgia…
—Es un tema que haría feliz a la señora Sanders, pero no a mí —se estremeció McLaren, aprensivo.
—¿Charlotte Sanders? —suspiró Yvette Shelley—. Sí, es posible. Pero ella es sólo una simple espiritista. Cree en algo más allá de lo humano, pero solamente espiritualista, no material. Yo me refiero a otra cosa, Angus. A… dar vida a los difuntos. A levantar cadáveres…
—¡Señor! —jadeó McLaren, persignándose de nuevo, sudoroso el ancho rostro, pese al húmedo frío reinante.
—No, no temas —los exangües labios de ella casi dibujaron una diluida y triste sonrisa al proseguir—: No es cosa del diablo, sino de los hombres y su sabiduría… Hay quien llama zombies a los muertos que viven. No importa cómo les llamen. Hay medios increíbles de hacerlos revivir, siquiera sea temporalmente… Pero todo eso ocurre en la India. Yo intenté a veces asistir a una de esas sesiones alucinantes… No me autorizaron. Un iniciado me miró profundamente. Me dijo que era posible que una mujer como yo tuviera poderes capaces de ser dirigidos, a juzgar por mis ojos. Pero que una mujer occidental no debía mezclarse en sus ritos. Para mí, era algo prohibido. Intenté que no lo fuese. Incluso leí, hice ritos propios… hasta que un fiel y viejo servidor nuestro me pidió, por su propia vida, que no insistiera. Nunca supe por qué lo hizo. Le prometí que no volvería a probar fortuna en ese terreno que está más allá de la vida. Y él… pareció tranquilo. Muy tranquilo. Me dio las gracias por ello. Una semana más tarde, estaba muerto. Era un hombre viejo y enfermo. Pero yo le hice una promesa. Y no la rompí. Nunca más me preocupé de todo eso…
—Pues hágame caso, señora —suplicó entre dientes su compañero de viaje—. Siga igual. Se lo ruego.
—No…, no sé —miró ella atrás. Incluso entre jirones de niebla, la forma caoba del féretro, con su crucifijo de plata y sus cierres herméticos, era visible, bailoteando entre las ligaduras, a causa del trote rápido de los caballos—. Llegué a tener la loca idea de…, de recordar algo de aquellos ritos. De intentar… resucitar al señor Angus…
—¿Resucitarlo? —con los cabellos rojos convertidos casi en rígidos alambres, McLaren miró atrás, a la forma oblonga. Sus ojos azules revelaron un terror ostensible—. Cielos, señora por lo que más quiera… En nombre mismo de Dios, no piense otra vez esa locura. No se le ocurra… por nada del mundo… semejante atrocidad…
—Locura… Atrocidad… —los ojos negros de Yvette Shelley vagaron en la niebla indecisos. Suspiró. Se arrebujó mejor en su capa oscura, con un escalofrío. Acaso para protegerse de la fría noche viscosa. Acaso para cubrirse del propio frío interior… Tras un silencio, añadió, susurrante—: Sí… Quizá sea lo mejor de todo…
El fiacre negro, con sus dos viajeros vivos y su viajero muerto dentro de la caja oblonga color caoba, estremeciéndose a golpes allá atrás, siguió su nocturno viaje hacia las costas de Dover, frente al estrecho.
* * *
Muriel Nash les recibió en la entrada de Cliffs Manor.
Como siempre sucedía, cuando ellos volvían de viaje. O cuando salían de excursión a alguna ciudad próxima a Ramsgate.
En esta ocasión, Yvette Shelley no se sintió complacida por la presencia de Muriel en las cercas de Cliffs Manor. No supo en principio la razón exacta de todo ello. Luego, meditándolo más despacio, creyó hallarle la solución al enigma.
Muriel se parecía demasiado a una mujer a quien había visto escasamente, pero que le resultó tremendamente odiosa: la enfermera Beverly Maddern, allá en Londres.
No es que el parecido fuese real. Ciertamente, sus rostros, aunque vulgares ambos, no tenían nada semejante entre sí. Verdes eran los ojos de la enfermera, grises los de Muriel. Pelirroja la ayudante del doctor Devlin, de pelo castaño, ligeramente rubio, la doncella de Cliffs Manor. Más alta ésta que aquélla. Más vulgar quizá. Pero igualmente exuberante de formas. Era curioso: hasta ahora, Yvette nunca se había fijado en la exuberancia de los pechos y de las caderas de su doncella Muriel. Tampoco en que el uniforme, quizá, trazaba su curva de encajes demasiado ampliamente, en torno al nacimiento de aquellos senos espléndidos y macizos, que ella exhibía con desparpajo.
Pero era ridículo pensar en todo eso. Los celos no tenían ya el menor sentido. Jason estaba muerto. Y Muriel, solícita siempre, con aquel afable y dulzón tono suyo, propio de las campesinas de Surrey, estaba ayudándola a descender, con lágrimas incluso en sus grises pupilas, vestida de gris y negro, aunque sin renunciar a su profundo descote.
—Señora, Dios sea loado… —susurró—. Hamilton trajo el telegrama de Angus justamente esta mañana. Por eso supimos… lo ocurrido al señor en Londres. No sabe cómo sentimos…
—Lo sé, Muriel —gimió entre dientes Yvette. Incluso la miró con gratitud olvidando sus ridículos celos anteriores, e incluso sin dar importancia a las opulencias pectorales de la sirvienta. Más allá, la esposa de Angus, el bueno de Ritcher… Todo el servicio de la casa, esperándola con gesto de circunstancias—. Bajad el féretro —rogó a McLaren—. Que Ritcher te ayude. Creo que para que el funeral sea legal, debe estar presente el agente Hoper…
—Thorley llegará de un momento a otro —hubo un destello procaz en los ojos de la doncella al mencionar al policía de Ramsgate, e incluso arregló coquetonamente sus ropas y cabellos, sin que Yvette se diera cuenta de ello—. Ya está avisado, y traerá el certificado firmado por el juez Bromberg. Está con artritis en casa, y no cree necesario desplazarse para comprobar la legalidad absoluta del funeral. Después de todo, tratándose del señor y la señora Shelley…
—Está bien —musitó la viuda, inclinando la cabeza—. Entonces, vamos hacia el cementerio. Todo debe estar preparado para cuando se lleve a cabo el funeral definitivo del señor…
Alrededor de ellos, la niebla de la tarde formaba una tenue cortina grisácea como si fuese humo brotando del suelo húmedo, reptando entre las piernas de los presentes. Ritcher y McLaren eran fuertes. Cargaron con la caja oblonga color caoba. La luz lívida de aquel atardecer trémulo, tras casi un día de viaje desde la capital, trazó destellos fríos en la plata del crucifijo.
La lenta y espectral comitiva se puso en marcha hacia el pequeño y tradicional cementerio vecino. El recinto funerario de los Hastings, a menos de trescientas yardas de Cliffs Manor…
* * *
Era una hermosa estructura de piedra y mármol.
Los ángeles formaban guardia a ambos lados de la puerta de vidrio y hierro forjado. Arriba, sobre la cúpula, una gran cruz de piedra con el nombre de la familia: HASTINGS.
Más allá de la puerta, abierta ahora, los escalones descendentes hacia la cripta. En ella, algunos nichos con nombres, fechas, cruces, epitafios en latín o en inglés… Incluso dos mausoleos de mármol, con efigies de los Hastigns, fallecidos en 1750. Los fundadores de Cliffs Manor. Los auténticos iniciadores de la estirpe familiar.
Candelabros de seis brazos. Velones. Luz oscilante, amarilla. Luz de velas. Olor a cera. También a incienso. Un hueco sobre un soporte o nicho alargado, con lápida ajustable sobre unos goznes de metal dorado.
El policía Thorley Hoper, grande y obeso, colorado por el whisky de la cantina de Ramsgate, con bigote de morsa, sostenía solemnemente el certificado judicial en la mano. Todo era legal ya. El entierro de Jason Shelley era realidad. Pronto la lápida de piedra cerraría el compartimiento mural reservado a la caja de caoba con cruz de plata.
—Hay que inscribir el nombre y el epitafio —dijo sordamente Yvette, en el silencio con agobiante olor a cera y a incienso. El humo de velones y candelabros, ensuciaba el bajo y agobiante techo de la cripta familiar. En medio de todo ello, un flaco Cristo exhibía su rictus de dolor en una cruz de mármol negro. Debajo, flores. Muchas flores.
Flores nuevas, frescas, silvestres. Flores para Jason Shelley.
—Descuide, señora —habló McLaren roncamente—. Todo se hará en seguida. Mañana mismo, si el escultor Winkle quiere ir de prisa y olvidarse de la ginebra unas pocas horas…
Se musitó silencio por parte de alguien, quizá el policía Hoper, que luego carraspeó.
—¿Y el reverendo? —quiso saber Yvette—. Debía de estar aquí ahora, ¿no creen?
—El reverendo Williams se rompió una pierna el pasado sábado, yendo a caballo con los hermanos Lambeth —explicó Ritcher, con una tos—. Pidió que le disculparan, y prometió venir en cuanto pudiera a pronunciar un sermón por el difunto.
—Está bien —suspiró Yvette—. Terminen. Lo antes posible.
Asintió Ritcher. McLaren y él pusieron el ataúd en el hueco destinado al efecto, debajo del mausoleo de los primeros Hastings. Luego, tomaron la lápida para aplicarla. Fue la señora McLaren, con voz quebrada, quien se interesó:
—Un momento, señora… ¿No quiere ver por última vez a su esposo… antes de que el nicho se cierre definitivamente?
Vaciló Yvette. Se estremeció. A su mente acudió un horrendo recuerdo. Su padre, los párpados agrietados, abriéndose, para dejar paso a brillantes, húmedos gusanos…
—Dios mío… —gimió. Cerró los ojos. Luego se irguió, se llenó de valor. Afirmó—: Sí, por favor…
Se tambaleó un poco al andar. Muriel la sujetó con firmeza. Se movió con ella hacia el féretro. McLaren tomó la llave plateada que ella le diera en Londres, tras recibirla del empleado de pompas fúnebres. En el silencio que reinaba en la agobiante cripta de techo bajo, de aire fétido por la cera quemada y por el incienso, acaso también por la muerte y la humedad que reinaban en ella durante años y años, el chirrido de la llave en las cerraduras del lujoso ataúd, fue como un doble estallido de metal agrio.
Finalmente, McLaren se hizo a un lado. Hizo un gesto al agente Hoper y al empleado del cementerio. El policía soltó un inoportuno eructo con hedor a whisky barato, y miró avergonzado a todos. Nadie pareció preocuparse demasiado del incidente. Hoper fue a la caja y la alzó. La madera chirrió. Yvette tembló. McLaren tragó saliva, con desesperado ascenso y descenso de su abultada nuez. Eludió mirar al interior del ataúd.
—Señora… —habló tímidamente el agente Hoper, Yvette avanzó. Muriel no se despegó de ella, sujetando con fuerza su brazo. Ambas mujeres miraron al interior del féretro.
Jason Shelley parecía dormir. Su rostro terso, ceniciento, era una máscara apacible de muerte y de descanso también. El rosario en las manos yertas, la mortaja amoratada, los oscuros cabellos, los mechones de plata, la arrogancia viril del difunto…
La viuda gimió entre dientes. Estiró una mano engarfiada, trémula.
—¡Jason, mi vida! —sollozó—. ¡Jason, vuelve a mí…!
Luego, se desplomó, pese al apoyo de Muriel Nash, su doncella. Había perdido el conocimiento.
Los demás se miraron entre sí. McLaren resopló. Hoper se persignó.
—Es bastante —dijo—. Cierren el féretro y el nicho.
Le obedecieron, mientras conducían a Yvette Shelley desde el panteón de los Hastings hasta la casa.
Jason Shelley yacía ya en su hermético ataúd. Tras un muro de mármol ajustado también de modo perfecto. Luego, al salir los asistentes al funeral, la puerta de hierro y vidrio se cerró con un chasquido sordo. Se cerró el pestillo, se ajustó el candado, se giró la llave en la barra de hierro que aseguraba el acceso al recinto funerario.
Los muertos nunca salían de sus tumbas. Pero los ladrones de tumbas ricas como la de los Hastings…
Ahora, nadie podía entrar en la cripta. Ni salir tampoco.
Y Jason Shelley tenía que salir.
Nadie lo sabía. Nadie podía imaginarlo siquiera, pero aquel cadáver estaba obligado a abandonar su tumba lo antes posible.
Aquella misma noche…