CAPÍTULO I

«Anoche salí de la tumba.

»Había temido tanto por ese momento…

»Cuando uno muere y es amortajado, cuando la tapa del féretro se cierra encima, y se escucha el golpe seco de las cerraduras ajustando el fúnebre arcón, se sabe que de allí ya no va a salir el cuerpo, sino convertido en huesos salpicados de jirones de tejidos podridos, o acaso hecho carne corrompida, maloliente, con vello desordenado y los gusanos pululando en las vacías cuencas donde antes hubo unos ojos llenos de vida.

»Eso es la Muerte. De ella, no se vuelve. Nadie ha vuelto, que yo sepa.

»Yo, sí.

»Yo volví de mi ataúd para vivir una segunda existencia que nadie hubiese creído. Yo regresé de las tinieblas del panteón, como terrible emisario de ultratumba.

»Yo, Jason Shelley.

»Jason Shelley Scrag, nacido en Norfolk, educado en Londres. Y con residencia en Ramsgate, frente al estrecho de Dover, entre acantilados, rumor de oleaje, chillido agrio de gaviotas, nubes grises y tristes bosques corroídos por la humedad salitrosa.

»Jason Shelley Scrag, fallecido el día de gracia del 22 de noviembre del año 1870, víctima de un repentino ataque cardíaco.

»Ese soy yo. Ese fui yo.

»Yo, que anoche salí de la tumba…»

* * *

Las cosas empezaron justamente aquel 22 de noviembre de 1870. Al menos, empezaron para Yvette Shelley, esposa del difunto Jason Shelley Scrag.

Todo había comenzado mucho antes, pero eso ella no lo sabía. Sólo supo que, en el viaje de negocios a Londres, Jason se puso repentinamente enfermo, sufrió un ataque al corazón en plena calle, y hubo de ser trasladado urgentemente al hotel donde se alojaban. Allí fue atendido por el único médico cuyo nombre figuraba en la agenda de su esposo: un tal doctor Stanley Devlin.

El médico no se mostró en absoluto optimista, tras atender al paciente.

—Lo siento, señora. Es muy grave —dijo, cerrando su maletín tras auscultarle y extender una receta con mano firme.

Yvette Shelley pestañeó, alarmada.

—Muy grave… —musitó—. ¿Es posible? Jason…, mi esposo… es hombre saludable, fuerte…

—Lo he observado, señora. No ahora, sino en una ocasión en que me visitó en mi consultorio de Paddington…

—¿Le…, le visitó? —Yvette movió la cabeza de oscuros y lacios cabellos, con aire pensativo—. Es raro… Él nunca me dijo nada…

El doctor Devlin sonrió. No era una sonrisa agradable. Para ser médico, el hombre tenía un aspecto inquietante. Vestía bien, eso sí. Buena levita, bien cortada, de excelente paño gris. Pantalón negro, calzado charolado… En la percha colgaba un macferlán negro, largo y suntuoso, de forro de seda, sombrero de alta copa y reflejos aterciopelados. Su reloj de bolsillo, cruzando la cadena dorada el estampado de su chaleco, era de oro macizo. Un médico aparentemente próspero.

Pero tenía los dientes amarillentos y desiguales, como sí la más elemental higiene propia de un galeno, faltase en su aseo personal. Las patillas frondosas y oscuras eran algo desiguales, los gestos desmañados. Y sus manos… Su cabeza…

Tenía manos velludas, uñas grandes, largas, curvadas, casi siniestras. Sucias, además. Con la mugre de un mal curandero, como mínimo. La cabeza era grande, casi deforme, demasiado peluda, demasiado chata de cara, aplastada de facciones. A Yvette no le gustó. Pero Yvette no estaba habituada a deambular por Londres, como su marido. Londres era demasiado grande. Un laberinto para ella, habituada como máximo a las ciudades coloniales de la India, a las poblaciones siempre reducidas de las Colonias… o al provincianismo apacible y casi familiar de Ramsgate, no lejos de Cliffs Manor, la residencia de los Hastings. Porque Hastings era, después de todo, el apellido de soltera de Yvette. Yvette, única heredera de los Hastings. Con la excepción del loco y siempre ausente primo Roger, que ni deseaba ser heredero, ni gustaba de Dover, de las gaviotas, de Cliffs Manor o del chismoso y pueblerino Ramsgate.

De modo que el doctor Devlin estaba allí, atendiendo a Jason, pese a su aspecto simiesco, desaseado e ingrato. Y su apacible respuesta de ahora le trajo una aclaración nada convincente sobre el caso:

—Es natural, señora, que un hombre no hable de una afección repentina que le preocupó. No tiene por qué asustar a su mujer con lo que considera una pequeñez, pero…

—Pero… ¿qué? —indagó ella, tensa.

—Pero esto no es una pequeñez. Se lo advertí entonces.

—¿Qué sucedió entonces? —insistió Yvette.

—Bueno, algo más leve que ahora. Una punzada, un desvanecimiento… El señor Shelley se alojaba entonces en el hotel Las Armas de Kent…

—Recuerdo eso. Debió ser… hace un año, aproximadamente.

—Once meses —el médico sonrió, inclinando la cabeza, acaso para que la luz de gas de los globos decorados de la estancia no revelase el amarillo sucio de sus dientes—. Soy hombre de buena memoria, señora.

—Ya lo veo. Once meses… Bien —suspiró lentamente Yvette Shelley—. ¿Qué pasó entonces?

—La dirección del hotel me avisó, y le presté cuidados, recomendándole una consulta más minuciosa. Vino a verme a mi consultorio, Le examiné.

—¿Y…?

—Y le dije la verdad: debía cuidar su corazón. No está todo lo bien que debiera estar. Cualquier día, puede darle un serio disgusto. Ocurre muchas veces en personas físicamente fuertes, acostumbradas a la buena mesa, los buenos vinos, el brandy de calidad, la vida agitada de los negocios…

—Los negocios son míos —suspiró ella—. Pero Jason los lleva. Dios mío, nunca debí depositar semejante carga sobre él. Si yo lo hubiera sabido…

—Señora, él lo sabía —miró al paciente, tendido en el lecho, en aparente reposo—. Pero no quiso revelar la verdad. Tal vez cometió un error irremediable…

Golpearon suavemente en la puerta. Yvette giró la cabeza. También el médico, que invitó en nombre de ella con un seco «¡Sí, pase!».

Entró la persona que llamaba. A Yvette no le gustó. Era un sentimiento muy femenino. Nunca le gustaron las mujeres más bonitas que ella. Tal vez la que entraba ahora no fuese así. Pero lo parecía. Cuando menos, lo que podía faltarle en distinción, en elegancia, en serena belleza, le sobraba en atractivos físicos. Era opulenta, y realzaba sus curvas cuanto podía. Intensamente pelirroja, de ojos muy verdes y maliciosos, de pechos desarrollados, enhiestos, que su descote, demasiado profundo, exhibía con descaro. Caderas ampulosas, cimbreantes andares… Por un instante, pensó en un error. Alguna ramera procaz se había metido en la alcoba del hotel.

Las palabras del doctor Devlin, el muy desagradable doctor Devlin, le sacaron de su error:

—Adelante, señorita Maddern… —se volvió a Yvette e indicó—: Es mi enfermera, Beverly Maddern. Señorita, ésta es la señora Shelley, esposa del paciente…

—Es un placer, señora —se inclinó, ceremoniosa, e Yvette celebró que su esposo estuviera inconsciente en el lecho. Ese gesto lo único que hacía, era llevar el descote de la enfermera hasta límites intolerables para la moralidad de una perfecta dama británica de la mejor sociedad victoriana. Retiró sus ojos de aquella descocada visión exuberante, y se limitó a un gesto de salutación.

La enfermera acudió junto al doctor. Ambos celebraron un conciliábulo susurrante, en torno al lecho del inconsciente Jason. Seguía siendo buena cosa que él no estuviese consciente. Yvette se preguntó si semejante clase de enfermera habría atendido a su marido en la consulta de Paddington, once meses antes. Rechazó la idea por ridícula. No era lógico sentir celos de Jason. Era un esposo ideal. Además de arrogante, culto, inteligente, sensato y sobrio, era afectuoso, enamorado, tierno y dulce con ella. Un marido ideal, en suma.

Ahuyentó todas esas locas ideas de su cabeza, para preocuparse de la situación de su marido, de su salud, de su reacción al medicamento que ahora le aplicó Beverly Maddern, la enfermera.

Fueron unas tabletas amarillas. Tres, con un sorbo de agua.

Luego, Jason durmió apaciblemente. Ese sueño duró unas horas. Tuvo fiebre primero. Luego, se calmó. Al despertar, estaba completamente tranquilo, con temperatura correcta, con buen aspecto en general.

Los dos esposos se miraron. Estaban a solas ambos. El poco agradable doctor Devlin y su descocada enfermera, se habían ausentado ya. Afuera, la noche londinense era un amasijo de niebla, frío húmedo y lechosas luces de gas que apenas si difuminaban la bruma en las esquinas. De vez en cuando, las ruedas de un carruaje y los cascos de sus animales de tiro, hacían trepidar los vidrios y rebotaban en el empedrado de la calle.

—Jason… —murmuró Yvette, al ver abrir los ojos a su marido.

El hombre enjuto, joven aún, bien parecido, de sienes levemente plateadas, como sus patillas cuidadas, sonrió débilmente desde el embozo y almohadas del lecho del hotel londinense.

—Hola, cariño —musitó.

—Jason, ¿estás mejor? —indagó ella, anhelante.

—Mucho mejor, parece —respiró hondo, tocando su pecho a la izquierda, con gesto preocupado—. Seguramente… te di un buen susto, ¿no?

—Muy grande, Jason. Debiste decirme… la verdad.

—¿La verdad? —arrugó él su ceño, sin perder por ello su aire afectuoso.

—El doctor Devlin me contó todo —habló humildemente Yvette.

—¡Devlin! —reveló sorpresa Jason—. ¿Quién te hizo llamar precisamente a ese doctor?

—Tenías su nombre en tu agenda. No sabía qué hacer cuando perdiste el conocimiento en la calle. Un policeman me ayudó. Devlin vino a atenderte. Me contó… lo de la otra vez.

—El viejo charlatán… —se irritó Jason Shelley, malhumorado. Sacudió la cabeza—. Lo siento de verdad, cariño. No hubiera querido inquietarte con una tontería así…

—¿Una tontería? Jason, el corazón es algo muy serio. El doctor dice que padeces algo crónico. Tienes que cuidarte. Nada de viajes, de negocios, de preocupaciones ni esfuerzos violentos. Nada de cacerías, nada de trabajo excesivo.

—Pero… ¡pero querida, tienes negocios, dinero invertido! —protestó Jason—. Es preciso que alguien cuide de todo ello. Tú no eres una mujer para esas labores…

Los negros ojos de Yvette brillaron profundamente. Su boca carnosa reveló un mohín de amor, de ternura. Se sentó en el lecho, rodeó con sus brazos los hombros de su marido.

—Querido mío… —susurró—. Si no sé llevar los negocios que papá dejó en Londres antes de su muerte en las Colonias…, yo…, yo lo abandonaré todo.

—¡No, Yvette! —protestó vivamente él, irguiéndose.

—Por Dios, Jason, cariño —le retuvo ella—. No te excites. No sufras sobresaltos. Está decidido. Voy a liquidarlo todo mañana mismo. En dinero efectivo, en valores o en lo que sea. Nada de negocios, nada de preocupaciones. Nos sobra dinero para vivir con la fortuna personal de papá. Eso es todo.

—No, no es todo —rechazó Jason—. Aún debo rehacer mi propia hacienda quebrantada, mis bienes en litigio…

—Olvida todo —cortó ella, tajante—. Nuestra renta será superior a las diez mil libras anuales. Demasiado dinero, incluso para ti, para mí… y para diez hijos que vinieran. Si es que vienen alguna vez…

Inclinó la cabeza de negro, terso, lacio cabello abundante, que golpeaba sus hombros. Había tristeza en Yvette. La mano ruda, grande y afectuosa de Jason, acarició esos cabellos amorosamente.

Al día siguiente, Yvette había liquidado todos sus negocios en Londres. Un abultado fajo de billetes, de acciones al portador y de valores bancarios, pasaron a su poder, a cambio de todo aquello.

Lo malo es que no sirvió de mucho. Aquel mismo día, al atardecer, cuando los faroleros prendían el gas en el alumbrado público de las neblinosas calles de Londres…, el doctor Devlin examinaba a Jason Shelley, tras un segundo ataque imprevisto.

Su diagnóstico fue rotundo, definitivo, sin dejar lugar a dudas:

—Señora, lo lamento mucho… Su esposo ha muerto.