DAUDET
Alfonso Daudet nació en el mediodía de Francia, país de literatura amena y clima benigno, semejante por esto a nuestra Andalucía. La templada atmósfera, el claro sol y la vegetación floribunda de las zonas meridionales parecen reflejarse en el carácter de Alfonso Daudet, en su chispeante fantasía y feliz complexión literaria. Su hermano Ernesto, en el libro titulado Mi Hermano y Yo, descubre la precocidad del talento de Alfonso, y afirma que su primer novela, escrita a los quince años de edad, sería digna de figurar en la colección de sus obras actuales, observando también que la crítica no ha podido encontrar inferioridad relativa entre los distintos libros que publicó, ni elegir y señalar una obra suya superior a las restantes, como hizo con los Goncourt, Flaubert y Zola.
Azarosos fueron los prodromos de la historia literaria de Alfonso Daudet. Luchó de un modo heroico contra la estrechez en que poco a poco se vio envuelta su familia —estrechez que llegó a rayar en pobreza—; entró de inspector en un colegio, acogióse después a la prensa, y desde su asilo comenzó a trabajar modesta y valerosamente para formarse una reputación. Su primer libro fue un tomo de versos, Las enamoradas, por el cual la crítica le dijo, con hiperbólico encarecimiento, que había recogido la pluma del difunto Alfredo de Musset; luego se dedicó a la prosa, empezando por componer cuentecillos breves, estudios ligeros sobre cualquier tema, descripciones de lugares y tipos de su país, y de estas acuarelas fue pasando a cuadros de caballete, o sea novelas de costumbres, hasta que por último se atrevió a cubrir de color vastos lienzos, grandes novelas sociales: grandes digo, no por las dimensiones, sino por la profundidad de observación que encierran.
No falta quien excluya a Alfonso Daudet de la escuela realista y naturalista, fundándose en ciertas dotes poéticas de su ingenio. Yo pienso que entre los realistas debemos clasificar sin género de duda al autor de Numa Roumestan. En efecto: los procedimientos de Alfonso Daudet, su método para componer e idear, son del todo realistas. Antes de acostarse, apunta minuciosamente los sucesos y particularidades que notó durante el día (a imitación de Dickens, con el cual tiene muchos puntos de contacto), y bien se puede asegurar que no hay pormenor, carácter ni acontecimiento en sus novelas que no esté sacado de esos cuadernos o del rico tesoro de su memoria. Zola dice acertadamente que Daudet carece de imaginación en el sentido que solemos dar a este vocablo, pues nada inventa: solamente escoge, combina, dispone los materiales que de la realidad tomó. Su personalidad literaria, lo que Zola llama temperamento, interviene después y funde el metal de la realidad en su propia turquesa. ¡Notable engaño el de los que creen que, por ajustarse al método realista, abdica un autor su libre facultad creadora, y lo afirman con tono doctoral, lo mismo que si formulasen irrecusable axioma de estética!
Daudet ve las cosas a su modo y las estudia, no con la severa impersonalidad de un Flaubert, no con la intensa emoción artística de los Goncourt, no con la lucidez de visionario de un Balzac, sino con sensibilidad ingenua, con esa velada y suave y honda ironía que conocen bien los asiduos lectores de Dickens. No es frío analizador, no es el médico refiriendo con glacial indiferencia los síntomas de una enfermedad, ni tampoco el artista que busca ante todo la perfección; es el narrador apasionado, que simpatiza con unos héroes y se indigna contra otros, cuya voz tiembla a veces, cuyos ojos anubla furtiva lágrima.
Sin hablar incesantemente de sí propio, sin cortar el relato para dirigir al que lee reflexiones y advertencias, Daudet sabe no ausentarse jamás de sus libros; su presencia los anima. Una de sus novelas, Le Petit Chose, está tejida con sucesos de la infancia y adolescencia del autor, y sus personajes son individuos de la familia Daudet; pero aun cuando no concurra en ellas esta misma circunstancia, todas las obras de Daudet conmueven, porque sabe practicar el si vis me flere… del modo discreto que lo consiente el arte contemporáneo; no por medio de exclamaciones y apóstrofes, sino con cierto calor en el estilo, con inflexiones gramaticales muy tiernas, muy penetrantes, que llegan al alma. Conocemos, aunque el autor no se tome el trabajo de advertírnoslo, que profesa afición a éste o aquel personaje; escuchamos la risa melodiosa y sonora con que se burla de los pícaros y de los necios; mas todo esto lo distinguimos al trasluz, y gozamos del placer de adivinarlo. Mientras Stendhal cansa, como cansaría una demostración matemática, y los Goncourt excitan los nervios y deslumbran la pupila, y Flaubert abruma y causa esplín y misantropía; Daudet consuela, refresca y divierte el espíritu, sin echar mano de embustes y patrañas como los idealistas, con sólo la magia de su amorosa condición y simpático carácter. Aquella nota festiva, ligera a veces, que en la vida no falta y sí en las novelas de Zola, la posee el teclado de Daudet. Es su talento de índole femenina, no por lo endeble, sino por lo gracioso y atractivo.
Su estilo parece labrado sin violencia ni esfuerzo, con grato abandono, aunque sin descuido. Y no obstante, si Julio de Goncourt murió extenuado y hasta loco de puro adelgazar la frase para imprimirle intensa vibración nerviosa; si Flaubert sudaba y gemía al limar sus páginas como el leñador a cada golpe que descarga sobre el árbol; si Zola llora de rabia y se trata de idiota al releer lo que escribe, y otra vez lo pone en el yunque y vuelve a martillarlo hasta darle la apetecida forma, Ernesto Daudet asegura que al redactar alguna página suelta, armoniosa, donde la frase fluye majestuosamente a modo de río que rueda arenas de oro, su hermano, exigente consigo mismo, lidia, sufre y palidece, quedando enfermo de cansancio para muchos días. ¡Ésta es la difícil facilidad por tantos deseada y obtenida por tan pocos!
No atesora Alfonso Daudet la portentosa cultura especial de los Goncourt, ni menos la vasta erudición de Flaubert. Sabe lo que necesita saber, ni más ni menos; el resto se lo figura, y en paz. Ni alardea de filósofo, ni se precia con exceso de estilista y gramático, ni sería capaz de sujetarse a los severos estudios que pide una obra como Salambona, por ejemplo. Sus viajes de exploración los hace al través del mundo social, recorriendo a París en todas direcciones, escudriñándolo todo con sus ojos miopes que concentran la luz, y observando cuantas variadas y curiosas escenas se desarrollan en la vida de la gran capital, donde ni faltan comedias, ni escasean dramas, ni deja a veces la tragedia de surgir, puñal en mano, sobre la trama, vulgar en apariencia, de los sucesos.
Ofrece Alfonso Daudet un fenómeno, revelador de su naturaleza de artista: gústale, sobre todo, estudiar los tipos raros y originales, las costumbres extrañas y pintorescas que un momento se dibujan, como muecas rápidas, en la fisonomía mudable y cosmopolita de París. Prefiere estas contracciones pasajeras al aspecto normal, y goza en fotografiar instantáneamente —y estereotiparlas después— esas existencias de murciélago, entre luz y sombra, esos tipos sospechosos que se llamaron un tiempo la bohemia; aventureros de la ciencia, de la banca, del arte; figuras heteróclitas, que hunden los pies en el fango y levantan a los cielos del lujo y de la celebridad su frente; gentes de quienes hablan hoy todos los periódicos y mañana se enterrarán quizá en la fosa común. En alguna de las novelas de Daudet, el Nababo por ejemplo, casi todos los personajes son de esta ralea: el médico norte-americano Jenkins, mezcla de Locusta y Celestina; Felicia Ruys, mitad artista excelsa y mitad cortesana; el nababo Jansoulet, la ex-odalisca su mujer, todos son personajes extraordinarios, hongos que brotan en la podredumbre de una sociedad vieja, de una capital babilónica, y cuya forma singular y ponzoñosos colores atraen la mirada y la cautivan más que la belleza de las rosas.
Fue el Nababo la primer novela de Daudet que ganó a su autor celebridad inmensa: y la causa de su éxito —¡triste es decirlo!— se debió en gran parte a que la novela estaba salpicada de indiscreciones, o sea de noticias anecdóticas referentes a cierto período del segundo imperio, y a elevados personajes que en él figuraron. Triste es decirlo, repito, porque el hecho atestigua que el público es incapaz de interesarse por la literatura sola y sin aditamentos, y que si un autor se hace célebre de golpe y vende edición tras edición de un libro, es que supo espolvorearlo con la sal y pimienta de la crónica escandalosa. Cuando se dijo que el Nababo tenía clave; cuando se supo que Alfonso Daudet, comensal y protegido del duque de Morny lo exhibía en los mínimos detalles de su vida privada, hubo quien se escandalizó tratando al autor de desagradecido y vil; yo me escandalizo más aún de las gentes que por esa ingratitud y esa vileza, y no por el resplandor de su hermosura, conocieron entonces el ingenio de Daudet.
Alegó Alfonso Daudet, para lavarse de la mancha de ingrato, que él no había desfigurado ni afeado el perfil del duque de Morny ni de ninguna de las personas que retrataba; que la opinión general se las representaba muchísimo más feas, y que si ellas viviesen, a buen seguro que le agradecerían los rasgos que les prestó. Como artista, expuso otra razón más poderosa: su absoluta incapacidad para inventar, y la fuerza invencible con que el modelo vivo se le incrustaba en la memoria, en términos de no permitirle reposo hasta que los trasladaba al papel.
Realmente es arduo el problema. ¿Por qué hacer al novelista de peor condición que el pintor? Va éste, supongamos, a una sociedad o a un festín, adonde le convidan; mira en torno suyo; se fija en la cabeza del anfitrión, en las formas de alguna señorita que se sienta a su lado; vuelve a casa, coge los pinceles, y sin el menor escrúpulo pasa al lienzo lo que vio, y nadie le tacha de ingrato ni le califica de miserable. Pero que un escritor realista se resuelva a aprovechar el más mínimo detalle observado en casa de un amigo, hasta de un indiferente o enemigo jurado y diránle que rasga el velo de la vida privada, que viola el sagrado del hogar, y todo el mundo se dará por ofendido, y hasta le pondrán pleito, como a Zola, por el apellido de un personaje.
Claro está que el novelista digno de este nombre, al coger la pluma, no obedece a antipatías ni a rencores, ni ejerce una misión vengadora, ni es siquiera el satírico que aspira a clavar en la picota al individuo y a la sociedad. Su propósito es muy diverso: obedece a su musa, que le ordena estudiar, comprender y exponer la realidad que nos rodea. Así es que, volviendo a Daudet, lo que éste toma indistintamente de sus amigos o de sus adversarios, no es aquella verdad nimia que aun los biógrafos desdeñan, sino ciertos datos que son como el trozo de madera o hierro llamado alma en que los escultores apoyan y sustentan el barro al modelarlo: la armazón, digámoslo así. El nababo Jansoulet, por ejemplo, existió; pero Daudet, al escribirlo, conservó el fondo y modificó hartos pormenores.
Si en alguna novela de Daudet hay intención satírica, es en Los Reyes en el Destierro. El autor se propuso allí demostrar, y no sé si demostró; sé que el propósito se transparenta. Sin embargo, a fuer de consumado artista, evitó la caricatura y diseñó el nobilísimo y augusto contorno de la Reina de Iliria. El monárquico más monárquico no haría cosa tan bella.
Además del mundo parisiense descuella Daudet en describir su provincia con donaire singular. Conoce a los meridionales; y ya nos cuente la burlesca epopeya de Tartarín de Tarascón el Quijote de Gascuña, que sale de su villa natal resuelto a matar leones en las africanas selvas, y sólo consigue cazar a un pollino y rematar a un león viejo, ciego y agonizante; ya perfile con trazos tan genuinos y fisonomía tan regional al tamborilero de Numa Roumestan, o al mismo Numa, carácter soberano que lleva el sello indeleble de una localidad, siempre nos hará sonreír Daudet, y nos conmoverá siempre.
Opina Zola que Daudet está providencialmente destinado a reconciliar al público con la escuela naturalista, mediante las dotes con que se capta las simpatías del lector, y las cualidades que le abren puertas cerradas para Zola; las del hogar doméstico, las de la elegante biblioteca de palo de rosa, adorno del gabinete de las damas. Tengo para mí que esas puertas no se franquearán jamás a todas las obras de Zola, aunque envíe delante a cien Daudets allanando obstáculos. Daudet pertenece a la misma escuela que Zola, es cierto; pero se contenta con acusar la musculatura de la realidad, mientras el otro la desuella con sus dedos de hierro y la presenta al lector en láminas clínicas. Pocos estantes de palo de rosa gemirán bajo el peso de Pot-Bouille.
Alfonso Daudet posee una colaboradora, que es su mujer, autora también de algún libro. ¿Quién sabe si a tan blando influjo se deberá el que Daudet huya de extremar el método naturalista y se mantenga —según reconoce con generosa imparcialidad Zola— en el punto crítico donde acaba la poesía y comienza la verdad?