Aquí terminan, o más exactamente se interrumpen, las anotaciones de Vadim Máslennikov, que durante las heladas de 1919 fue trasladado en un estado de delirio a nuestro hospital. Tras volver en sí y ser examinado, Máslennikov reconoció que era cocainómano, que muchas veces había tratado de luchar consigo mismo, aunque siempre sin éxito. No obstante, gracias a su obstinado empeño, había logrado abstenerse de probar la cocaína durante uno o dos meses, a veces incluso tres, tras de lo cual inevitablemente había vuelto a reincidir. De su confesión se deducía que su afición a la cocaína era ahora más dolorosa, pues en los últimos tiempos la droga ya no producía en él la exaltación de antes, sino una simple irritación psíquica. Dicho con mayor precisión: si en un principio la cocaína había exacerbado la claridad y la agudeza de su conciencia, ahora sólo causaba una confusión mental y una inquietud que llegaban a provocarle alucinaciones. De ese modo, cuando ahora recurría a la cocaína, siempre lo hacía con la esperanza de despertar en él esas primeras sensaciones inducidas por la droga, aunque estaba convencido de que éstas no volverían a manifestarse, fuera cual fuera la dosis. Cuando el médico jefe le preguntó por qué, de todos modos, seguía recurriendo a la cocaína, si sabía de antemano que ésta sólo le procuraría confusión mental, Máslennikov, con temblorosa voz, comparó su estado de espíritu con el de Gógol cuando trataba de escribir la segunda parte de sus Almas muertas. Del mismo modo que Gógol sabía que las alegres fuerzas de sus primeros tiempos de escritor estaban completamente agotadas, y a pesar de ello volvía a enfrentarse cada día con su labor de creación (impulsado por la conciencia de que sin esa actividad su vida carecía de sentido), no sólo no interrumpiéndola, a pesar de las torturas que le causaba, sino multiplicándola, así él, Máslennikov, seguía recurriendo a la cocaína, aunque sabía de antemano que sólo le proporcionaría una desesperación salvaje.
Durante el examen Máslennikov presentó todos los síntomas de una intoxicación crónica con cocaína: degradación del aparato digestivo, debilidad, insomnio crónico, apatía, agotamiento, una especial coloración amarillenta de la piel y una serie de alteraciones nerviosas y al parecer psíquicas, cuya existencia era indudable, pero cuya comprobación exigía una observación más detenida.
Resultaba evidente que ingresar a ese enfermo en nuestro hospital militar carecía de sentido. Nuestro médico jefe, hombre de gran humanidad, le comunicó esa consideración inmediatamente, aunque, sufriendo por la imposibilidad de ayudarle, añadió que debía dirigirse no a un hospital, sino a un buen sanatorio psiquiátrico; no obstante, en nuestros tiempos socialistas no resultaba fácil ingresar en un centro de ese tipo, ya que en la admisión de los enfermos primaba no tanto la enfermedad como la utilidad que el enfermo había ofrecido o, en último término, podía ofrecer a la revolución.
Máslennikov escuchaba con aire sombrío. Sus párpados hinchados cubrían sus ojos de manera siniestra. Cuando el médico jefe le preguntó con preocupación si no tenía familiares o allegados que pudieran recomendarle, respondió que no. Tras una pausa, añadió que su madre había fallecido, que su vieja nodriza le había ayudado de manera heroica todo este tiempo, pero que ahora ella misma estaba necesitada de ayuda; que su condiscípulo Stein se había marchado poco antes al extranjero y que desconocía el paradero de otros dos compañeros suyos, Yegórov y Burkievits.
Cuando pronunció ese último nombre, todos intercambiaron una mirada.
—El camarada Burkievits —exclamó el médico jefe— es nuestro superior inmediato. ¡Una palabra suya sería suficiente para salvarle!
Máslennikov pasó largo rato haciendo preguntas, temiendo que se tratara de un malentendido, de una simple coincidencia de apellidos. Se mostró muy emocionado y, al parecer, alegre, cuando se convenció de que el camarada Burkievits era el mismo hombre al que él conocía. El médico jefe le indicó que la sección dirigida por el camarada Burkievits se encontraba en la misma calle que nuestro hospital, pero que debería esperar hasta la mañana siguiente, pues por la noche no encongaría allí a nadie. Tras escuchar esas palabras y rechazar la proposición de pernoctar en el hospital, Máslennikov se marchó.
A la mañana siguiente, pasadas las once, tres ordenanzas de la sección de Burkievits trajeron a Máslennikov en brazos. Era ya tarde para salvarlo. Sólo pudimos constatar un agudo envenenamiento por cocaína (indudablemente premeditado, pues la cocaína había sido diluida en un vaso de agua y después ingerida) y la muerte por parada respiratoria.
En el pecho, en el bolsillo interior de Máslennikov, encontramos: 1) un viejo saquito de calicó al que habían sido cosidas diez monedas de plata de cinco kopeks y 2) un manuscrito en cuya primera página, con grandes letras de trazo irregular, habían sido garabateadas estas cuatro palabras: «Burkievits se ha negado».