Para no tener que dar detalle de ese suceso excepcional a los alumnos de las clases inferiores que en ese momento llenaban el pasillo, todos entramos en el aula.
—Es un idiota, un verdadero idiota —dijo Stein, apoyando m el hombro de Yag su mano blanca que sobre el negro paño parecía una mancha de nata.
—No, Stein, amigo, no te metas en eso —dijo Yag, apartándose de él—. Entiéndelo: no afecta a la interpretación del Talmud; por tanto, no debes preocuparte.
Cuando Stein se retiró ofendido a su pupitre, Yag se dirigió en voz baja al agitado grupo reunido en torno a la ventana.
—No deja de sorprender —exclamó— hasta qué punto nuestros judíos idolatran al clero. Dios os guarde de tocar a un pope: todos los judíos se sublevarían.
—Que coincidencia —dijo Takadzhiev sacudiendo la cabeza, pero nadie se rió. En el grupo se produjo un apasionado intercambio de opiniones. No obstante, nadie podía expresar sus ideas hasta darles término, porque los otros le interrumpían con intemperancia, le contestaban, le refutaban. Unos decían que Burkievits tenía razón, que nadie necesitaba la guerra, que ésta era nefasta y sólo beneficiaba a los generales y los intendentes. Otros consideraban que la guerra era gloriosa y que de no ser por ella no existiría Rusia, que no había lugar para las sensiblerías y que era necesario luchar. Los terceros juzgaban que, aunque la guerra era algo terrible, en el momento presente no podía evitarse; que si un cirujano, durante una operación, se siente decepcionado de la medicina, eso no le da derecho a abandonar al enfermo y marcharse sin terminar la operación. Los cuartos exclamaban que, aunque la guerra nos había sido impuesta y nuestra condición de gran nación no nos permitía hablar de paz, el pensamiento de Burkievits era acertado y que el clero de todo el mundo, partiendo de los principios universales del cristianismo, estaba obligado, sin pensar siquiera en el peligro de las sanciones previstas por las leyes militares, a protestar y luchar contra la prolongación de la guerra. Yag se manifestó en contra de esa última opinión.
—Eh, muchachos —dijo—. Pero ¿de qué principios cristianos estáis hablando? Si tanto le importan a Burkievits esos principios cristianos, ¿por qué, permitidme que os lo pregunte, no nos ha dirigido la palabra durante tres años? Durante tres años, nada menos. ¿Acaso le causamos algún mal cuando nos reímos? Hasta los caballos se hubieran reído si hubieran visto un moco semejante. Que Dios me perdone, pero no había visto un moco igual en toda mi vida. Entonces, ¿por qué nos mira como un lobo[8] y parece dispuesto a mordernos en cualquier momento? No, queridos amigos, se trata de otra cosa. Puede decirse que la guerra le resulta tan necesaria como el aire. No es el cristianismo lo que le preocupa, sino su violación, porque el muy cerdo está pensando en la rebelión. Así es.
Yo me mantenía a cierta distancia y pensaba para mí mismo: ¿cómo es posible que Burkievits, el mejor estudiante, el orgullo de nuestro instituto, el seguro destinatario de la medalla de oro, se haya condenado? Parecía evidente que se había condenado, porque en la planta de abajo, ese mismo día, probablemente en ese mismo momento, se convocaría el consejo pedagógico, que decidiría por unanimidad expulsarle con un pasaporte de lobo. Y en ese caso, adiós a la universidad. Además, qué ofensivo debía resultarle todo eso, especialmente cuando sólo quedaban diez días para los exámenes finales. (Siempre he tenido la sensación de que el hombre siente su desgracia con mayor intensidad cuanto más cerca se encuentra de ese objetivo final que de pronto se le escapa; aunque al mismo tiempo comprendía perfectamente que aproximarse al objetivo en absoluto significa que pueda alcanzarse con mayor seguridad que desde cualquier otro punto más alejado. Ahí era donde dentro de mí el sentimiento empezaba a separarse de la razón, la práctica de la teoría; ahí era donde el primero se mantenía al mismo nivel que la segunda y donde ambos —sentimiento y razón— eran incapaces de congraciarse y fusionarse, ni de imponerse uno a otra después de una lucha.)
Pero ¿cómo podía haberle sucedido a Burkievits algo semejante? ¿Y qué había sido en realidad: cálculo premeditado o locura momentánea? Recordé la sonrisa provocadora con que Burkievits había atraído hacia él las palabras del padre y decidí: cálculo premeditado. Recordé la voz temblorosa de Burkievits y sus azogados pasos y determiné: locura momentánea.
Sentía un fuerte deseo de contemplar a Burkievits, y me daba cuenta de que en ese interés se entretejían finamente tres sentimientos: en primer lugar, la feroz curiosidad de observar a una persona a la que le ha sucedido una gran desgracia; luego, una suerte de osadía provocada por la singularidad de mi acción, ya que nadie en la clase había pensado siquiera en acercarse a quien se consideraba ya un apestado; y finalmente un sentimiento que infundía fuerza a los otros dos: el convencimiento de que mi acercamiento e incluso mi conversación con Burkievits no me crearía ningún problema con la dirección. Según el reloj, sólo quedaban dos minutos para que acabara el recreo. Salí de la clase, me abrí paso por el pasillo, llenó de informes ruidos de pies, rumores de voces y gritos, y me dirigí al descansillo de la escalera. Cerré la puerta detrás de mí, con lo que los gritos y los pasos, engañando al oído, se aquietaron y no volvieron a percibirse hasta al cabo de un rato, en forma de sordo y espeso rumor. Miré a mi alrededor.
En la parte inferior de la escalera, cerca de la puerta de la celda de castigo, que no había sido utilizada en los últimos diez años, se encontraba Burkievits. Estaba sentado sobre los peldaños, de espaldas a mí. Tenía las piernas abiertas, los codos sobre las rodillas y la cabeza apoyada en las manos. Con lentitud y suavidad, avanzando de puntillas, empecé a bajar los peldaños en dirección a él, sin dejar de mirar su espalda, que parecía encorvada, y en la que los dos omoplatos resaltaban como dos objetos puntiagudos por debajo de la tirante tela; esa espalda torcida y esos omoplatos salientes denotaban impotencia, resignación y desesperación. Me acerqué en silencio a él por detrás, tratando de que no me viera, y puse mi mano sobre su hombro. No se sobresaltó ni descubrió su rostro. Sólo su espalda se dobló aún más. Sin dejar de mirar su espalda, pasé con cuidado mi mano de su hombro a sus cabellos. Apenas tuve tiempo de rozar su tibio pelo, cuando sentí agitarse dentro de mí algo que me habría hecho sentir vergüenza si alguien lo hubiera visto. Miré a mi alrededor disimuladamente y tras convencerme de que no había nadie en la escalera, pasé mi mano suavemente por sus ásperos rizos de color chocolate. Fue una sensación agradable. De pronto sentí tal ligereza y ternura, que volví a pasar otra vez mi mano por sus cabellos. Sin apartar las manos del rostro y por tanto sin ver quién se había acercado a él y le estaba acariciando los cabellos, Burkievits exclamó de pronto, con una voz sorda a través de las manos: «¿Vadim?», Sintiendo un nudo en la garganta, me agaché y me senté a su lado. Burkievits había dicho «Vadim», me había llamado por mi nombre; que lo hubiera hecho sin ver quién se había aproximado a él significaba que, por primera vez, alguien había reparado no en mi rudeza y osadía, sino en la sensibilidad y ternura de mi corazón. Mis dedos se contrajeron y apretaron sus ásperos cabellos rizados, calientes a la altura de la raíz; tirando con decisión, arranqué el rostro de Burkievits de la concha de sus manos ahuecadas, lo volví hacia el mío y le miré a los ojos.
Vi muy cerca de mí esos pequeños ojos grises, extrañamente transformados por la piel estirada hacia la nuca, donde mi mano sujetaba sus cabellos. Durante un segundo esos ojos me miraron con su sombrío sufrimiento y finalmente, sin poder contener las duras lágrimas de hombre, desaparecieron detrás de los párpados, dibujando un pliegue cruel entre las cejas. En ese momento, nada más cerrar los ojos, oí una voz desconocida que decía:
—Vadim. Eres tú. Amigo. Eres el único. Tú me crees. Qué duro es esto. Yo. Con toda mi alma. Tú me crees.
Sintiendo por primera vez cómo unos fuertes brazos de hombre abrazaban y estrechaban mi espalda, cómo por primera vez apretaba mi mejilla contra una mejilla de hombre, exclamé con voz ruda y seca:
—Soy Vasia, tu… tu… —quería añadir «amigo», pero, si bien me sentía capaz de decir «am», tenía miedo de echarme a llorar al pronunciar «igo». Me aparté bruscamente de Burkievits, con lo que osciló su rostro, que, con sus ojos cerrados, su palidez y su nariz chata, se parecía a la máscara en yeso de Beethoven, y, reconociendo con indiferente pavor que me disponía a cometer un acto terrible, me precipité escaleras abajo. Lo hice como aquel que se lanza en busca de un médico para un amigo moribundo, no porque el médico pueda salvarle, sino porque con ese movimiento, con esa búsqueda, trata de apaciguar el deseo de experimentar en sí mismo los sufrimientos cuya visión ha despertado ese sentimiento de compasión absolutamente insoportable.
Termino de bajar por la escalera. En el refectorio del sótano los pies se adaptan al deslizamiento por las baldosas blancas y azules. Un rayo de sol, procedente de la última ventana, roza mis ojos; a continuación entro en la oscura humedad del guardarropa: en su suelo de asfalto las suelas se pegan con la fuerza de un tornillo. De nuevo subo por una escalera. Ya sé cómo empezar: «Como verdadero cristiano, pongo en su conocimiento»; la continuación no era importante, sería como coser y cantar, cómo coser y cantar; al tiempo que me digo esas palabras, subo los escalones de tres en tres y cada vez que apoyo el pie jadeo: como coser y cantar.
Para salvar peldaños de tres en tres, sobre todo cuando son tan altos como los del instituto, es necesario extenderse casi sobre la escalera, inclinando mucho la cabeza. Por eso no advertí que en el descansillo superior me miraba con sus ojillos de serpiente el director del instituto, Richard Sebastiánovich Keiman, vestido con su levita de luto. Sólo cuando faltaban unos peldaños, vi delante de mí los postes crecientes de sus piernas, que me rechazaron como si me hubieran disparado sin alcanzarme.
Durante un rato me miró en silencio con su cara de color frambuesa y la punta negra de su barba.
—¿Che le pasa? —preguntó finalmente. Desde hacia ocho años, cada vez que le oíamos ese «che» despectivo y hostil en lugar de «qué», pronunciado con los labios hacia afuera, como si se dispusiera a dar un beso, se nos encogía el corazón.
Yo me sentí intimidado y no acerté a responder.
—Qué le pasa —repitió Keiman, y su despectiva voz de barítono se transformó en un grito de tenor inquieto y agitado.
Me temblaban los pies y las manos. Tenía en el estómago esa sensación de frío tan conocida. Guardaba silencio.
—Hágama sabar ca la pasa —gritó Keiman con penetrante voz de falsete, cambiando todas las vocales en «a» para no forzar el tono. Sus estridentes alaridos se alejaban por el techo de piedra y ascendían oscilando por la escalera de mármol.
En los intervalos en que el director no gritaba, mientras trataba infructuosamente de despertar en mí ese sentimiento de piedad por Burkievits —cada vez más incomprensible y más seco— que me había llevado hasta allí, se iba apoderando de mí una furia salvaje y creciente contra aquel rojizo Keiman, que no dejaba de gritarme. Advertí con alegría que esa ira me proporcionaría la embriaguez necesaria para no avergonzarme y pronunciar las palabras que quería decir; imaginaba confusamente que, aunque las palabras fueran las mismas, la razón por la que iba a proferirlas, debido a la mudanza de mis sentimientos, había cambiado: antes quería decirlas para infligirme un dolor a mí mismo; ahora, para herir y ofender a Keiman. Mediante la expresión del rostro y el sonido de la voz, que daba a cada palabra el significado de una airada bofetada en el rostro rojizo del director, exclamé: «Como verdadero cristiano…»; pero en ese momento, cuando mi rabioso odio comenzaba a sofocarme, me interrumpió el cálido peso de una mano en mi nuca. Me volví y vi un pecho de color morado, sobre el que subía y bajaba el martillo de oro de una cruz.
—Perdone que me inmiscuya, Richard Sebastiánovich —dijo el padre, cuyo viejo rostro de nariz chata, al contemplarlo yo de soslayo, pareció desdoblarse y flotar—. Este joven ha venido a verme a mí.
Una vez dichas esas palabras, me rodeó los hombros con un brazo, bajó los ojos hasta mí, luego dirigió una mirada al director y frunció el ceño con aire significativo.
—Tenemos pendiente un pequeño asunto que nada tiene que ver con el instituto. Es a mí a quien venía a ver.
Keiman perdió de pronto su aspecto de director y adquirió el de un vividor.
—Por el amor de Dios, padre, no lo sabía. Perdóneme, por favor.
Y, con un amplio gesto de hospitalidad, como si estuviera invitándome a una mesa repleta de manjares, Keiman nos dio la espalda, se desabrochó la levita, metió las manos en los bolsillos, se dirigió a la escalera de mármol bamboleándose y arrastrando los pies, como si se acercara a una dama con la que se dispusiera a bailar un vals, y empezó a subir por ella inclinándose penosamente.
Entre tanto, el padre me obligó a volverme hasta que me tuvo justo enfrente y entonces apoyó ambas manos en mis hombros, uniéndome a él con ese movimiento como con unas barras paralelas de las que colgaban, cual banderas enrolladas, las anchas mangas de su sotana. Ahora estaba de espaldas a Kleiman, que había iniciado su ascenso; cuando advertí que los ojos del padre se dirigían de soslayo a la escalera, me di cuenta de que esperaba a que el director acabara de subir y desapareciera tras un recodo.
—Dígame —me dijo por fin el padre, dejando de mirar la escalera y dirigiendo sus ojos hacia mí—, dígame, hijo. ¿Por qué quería usted hacer eso? —Y al pronunciar la palabra «eso», apretó ligeramente mis hombros con sus manos. Pero yo, calmado ya y por tanto desconcertado, me limité a guardar silencio—. Calla usted, hijo mío. Bueno. Permítame entonces que conteste por usted y le diga que no le ha parecido admisible salir indemne mientras su amigo se sacrificaba, según piensa usted, por la verdad de Cristo, ya que esa verdad le resulta más cara que las comodidades de la vida. ¿No es así?
Aunque en ese momento pensé que aquello en absoluto era así e incluso sentí vergüenza de esa suposición, una compleja mezcla de cortesía y respeto por ese viejo me impulsó a confirmar sus palabras con un gesto de cabeza.
—Seguramente se ha decidido usted a dar un paso parecido —continuó—, porque estaba convencido de que yo no tardaría en quejarme e informar de todo lo que había sucedido allí arriba. ¿No es así, hijo mío?
Aunque esa suposición se aproximaba mucho más a la verdad que la primera, esa mezcla de cortesía y respeto me impidió esbozar el mismo gesto que antes. Le miré a los ojos expectante, sin confirmar la exactitud de su suposición con un movimiento de la cabeza o una expresión del rostro.
—En ese caso —exclamó el padre, mirándome con unos ojos extraordinariamente abiertos—, en este caso se ha equivocado usted, hijo mío. Por tanto, vaya a ver a su amigo y dígale que soy un sacerdote —en este punto me apretó los hombros—, pero no un delator. —Y el padre, como si de pronto hubiera envejecido y perdido toda su fortaleza, añadió con una voz cada vez más débil—: Ya él… que lo juzgue Dios por haber ofendido a un viejo; pues en ésta —esto lo dijo en voz muy baja, como si me estuviera comunicando un secreto— he perdido —y añadió ya sin voz, susurrando con los labios——… a mi hijo.
Al principio, cuando el padre empezó a hablar, la proximidad de su rostro barbudo, a la que me obligaban las manos apoyadas en mis hombros, me resultaba desagradable y tenía la impresión de que sus manos me atraían hacia él. Más tarde me pareció sentir que esas manos me rechazaban: tan intenso era mi deseo de aproximarme más. El padre, de pronto, retiró las manos de mis hombros, apartó con enfado sus ojos cubiertos de lágrimas y, pasando junto a la escalera, se alejó rápidamente por el pasillo.
Dos sentimientos, dos deseos se agitaban en mi interior: el primero, apretarme contra el rostro del padre, besarle y derramar tiernas lágrimas; el segundo, correr en busca de Burkievits, contárselo todo y estallar en salvajes carcajadas. Esos dos deseos eran como un perfume y un hedor: ninguno aniquilaba al otro y ambos se reforzaban mutuamente. Su diferencia consistía únicamente en que el deseo de apretarme contra el rostro del padre se debilitaba a medida que éste se alejaba por el pasillo, mientras el acuciante deseo de divulgar la alegre nueva y desempeñar el papel de héroe aumentaba según iba subiendo las escaleras en dirección al lugar en el que se encontraba Burkievits, Aunque sabía perfectamente que un apresuramiento exaltado y excesivo perjudicaría mucho mi dignidad de héroe, no pude contenerme y en cuanto me acerqué a Burkievits se lo conté todo en tres palabras. Pero Burkievits pareció no comprender y, mirando por encima de mí de una manera lejana, fatigada y dolorida, me pidió como por cortesía y con cierta distracción que se lo repitiera. Entonces, ya con mayor tranquilidad y detalle, empecé a narrarle lo que había sucedido. En ese momento, mientras yo hablaba, le sucedió algo que ya había visto yo una vez, observando una partida de ajedrez: mientras uno de los jugadores, inclinado sobre el tablero, se devanaba los sesos y preparaba su jugada, el otro, sin mirar el tablero, visiblemente agitado e indignado, conversaba con algunas personas sentadas a su lado y gesticulaba con las manos; alguien le interrumpió para decirle que su contrario había realizado su jugada, y entonces él se calló y se puso a mirar las piezas. Al principio aún brillaba en sus ojos un destello de las ideas que no había terminado de exponer; pero cuanto más miraba el tablero, más tensa se volvía su mirada, y la atención, como agua en un papel secante, iba ocupando su rostro. Sin apartar los ojos de las fichas, fruncía el ceño, se rascaba la nuca, se cogía la nariz, adelantaba el labio inferior, alzaba las cejas asombrado, se mordía el labio, se enfurruñaba. Su rostro cambiaba a cada momento, flotaba en alguna parte, hasta que finalmente se tranquilizó, puso fin a su esfuerzo y esbozó una sonrisa de maliciosa complicidad. Aunque yo no sabía nada de ajedrez, al mirar a ese hombre comprendí que con esa sonrisa rendía homenaje a su contrincante, pues en el juego se había producido una contingencia inesperada, importante e insuperable que le impedía ganar.