Ese día en nuestra clase de último curso teníamos una hora libre. El profesor de literatura se había puesto enfermo y no se había presentado; los alumnos, tratando de no hacer ruido para no entorpecer las actividades de sexto y de séptimo, cuyas puertas exteriores daban a esa misma sección, paseaban en silencio por el pasillo. No había nadie en la dirección. El inspector, confiando en nosotros, a los que ahora llamaba «bachilleres menos cinco minutos», se había dirigido a un aula de la planta baja. Casi todos nosotros estábamos muy excitados, pues al cabo de diez días empezarían los exámenes finales: la última etapa del instituto.
Junto a la gran ventana de tres hojas que había al lado de la puerta se había reunido un pequeño grupo de estudiantes en torno a Yag, que contaba alguna anécdota en voz baja, pero con animación. En un determinado momento alguien le replicó y le interrumpió, por lo que Yag, visiblemente enfadado, olvidando la necesidad de no levantar la voz, le injurió con fuertes gritos.
En ese momento la mayoría de los estudiantes se dieron cuenta de lo que estaba pasando, y todo el grupo que rodeaba a Yag empezó a reconstruirse hasta acabar formando un semicírculo en torno al sacerdote del instituto. No obstante, nadie había oído cuándo y cómo éste había franqueado el umbral.
—¿No os da vergüenza, muchachos? —exclamó, esperando a que todos advirtieran su presencia, sin dirigirse a nadie en concreto, sino a todos, con su melosa y reprobatoria voz de viejo—. Pensad —continuó— que dentro de unos años entraréis como ciudadanos de pleno derecho en la vida social de la gran Rusia. Pensad que esas palabras humillantes que he tenido la desdicha de escuchar aquí encierran un significado terrible. Pensad que si el sentido de esa injuria no llega a vuestra conciencia, eso no os justifica, sino que os condena aún más, ya que demuestra que empleáis esas terribles palabras a cada momento, a cada minuto, que han dejado de ser para vosotros una injuria y se han convertido en un recurso expresivo de vuestro lenguaje. Pensad que habéis tenido la fortuna de escuchar la música de Pushkin y de Lérmontov, y que es esa música y no otra cosa lo que espera de vosotros nuestra desdichada Rusia.
A medida que hablaba, los ojos de los estudiantes que tenía enfrente se volvían inexpresivos e impenetrables; podría pensarse que en todos esos ojos había una falta absoluta de expresión, pero en verdad la inexpresividad significaba que ellos no habían proferido la injuria y que por tanto esas palabras reprobatorias no les concernían. Al mismo tiempo que los ojos y los rostros de todo el grupo se volvían cada vez más indiferentes y vacíos, los ojillos de Burkievits, que se acercó en silencio, se hacían cada vez más vivos y traviesos, sus labios se estiraban en una sarcástica sonrisa, y las palabras del sacerdote, como agujas lanzadas al semicírculo de aquellos ojos y rostros petrificados, se entrelazaban y se pegaban, independientemente de la voluntad de quien las profería, en el punto imantado de la sonrisa de Burkievits. Parecía como si hubiera sido Burkievits quien hubiera insultado, como si las últimas palabras sobre Pushkin y Lérmontov le concernieran por entero a él.
—Parece, padre —exclamó Burkievits en voz baja y terrible—, que usted sólo conoce a Pushkin y Lérmontov por las antologías oficiales y que considera innecesario tener de ellos un conocimiento más profundo, en la medida en que éste desmiente su opinión.
—Sí —respondió el sacerdote con firmeza—, en su caso, considero innecesario un conocimiento más profundo de esos escritores, igual que me parece indispensable quitar las espinas de una rosa antes de regalársela a un niño. Así es. Y ahora, permítanme que les recuerde una vez más a todos que las palabras injuriosas que he oído en este lugar son inadmisibles e indignas de un cristiano.
Pronunció esas últimas palabras con aspereza, enderezando con su vieja mano temblorosa la cruz sobre su sotana morada. «Por qué sigue de pie, por qué no se marcha», pensaba yo, pero en ese momento miré a Burkievits y comprendí. La cara de Burkievits en cierto modo había enflaquecido, se había vuelto verde y se había contraído; sus ojos miraban fijamente, con penetrante odio, la cara del sacerdote. «Va a golpearle», pensé. Burkievits se llevó convulsivamente las manos atrás, como si quisiera atrapar a alguien que tuviera a su espalda, dio un paso hacia delante y con una sonoridad inesperada y decidida exclamó:
—Las palabras injuriosas, como muy bien ha señalado usted, son indignas de un cristiano. Nadie lo discute. Pero, como usted, servidor de Dios, se ha propuesto dirigirnos por el camino de la verdad, no se moleste si le hago una pregunta: ¿dónde, cuándo, cómo y en qué ha dado pruebas usted mismo de esas dignidades cristianas desconocidas para nosotros, cuyo respeto ha decidido inculcarnos? Y a propósito, ¿dónde estaba usted con sus dignidades cristianas cuando hace diez meses una multitud sedienta de sangre con atuendos multicolores marchaba por las calles de Moscú, multitudes de supuestas personas, cuya ferocidad y embotamiento no son dignas siquiera de un rebaño de bestias salvajes? ¿Dónde estaba usted, servidor de Dios, en esa jornada terrible para nosotros? ¿Por qué usted, defensor del cristianismo, no reunió a sus hijos, como nos llama, aquí, entre estas paredes, en esta casa en la que ha cometido usted la audacia de enseñarnos los mandamientos de Cristo? ¿Dónde estaba usted, permítame que le pregunte, y por qué guardo silencio entonces, el día de la declaración de guerra, el día de la promulgación de esa ley que incitaba al fratricidio? Y de pronto se pone a usted a discursear por haber escuchado aquí una injuria. ¿Acaso el fratricidio no es tan contrario y opuesto a su concepción de la dignidad cristiana como el juramento pronunciado aquí? Lo reconozco: un juramento como el que aquí se ha proferido es inadmisible en un cristiano y tiene usted razón en su protesta. Pero ¿dónde estaba usted, servidor de Cristo, dónde estaba usted durante estos diez meses, cuando cada día y a cada minuto arrancaban con violencia a los padres de sus hijos y a los jóvenes de sus madres, se los llevaban por la fuerza y los enviaban al fuego, el asesinato y la muerte? ¿Dónde estaba usted todo este tiempo y por qué no protestaba en sus sermones contra esos crímenes como ha hecho usted aquí cuando ha oído ese juramento? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Acaso todos esos horrores no son igualmente contrarios a la dignidad cristiana? ¿Por qué usted, digno guardián del cristianismo, tuvo la insolencia de reírse y asentir con su santa cabeza cuando una vez, al pasar por el patio del instituto, vio que a nosotros, sus hijos, nos enseñaban diariamente el manejo de las armas, el arte del fratricidio? ¿Por qué sonrió con tanta satisfacción al vernos? ¿Por qué calló? ¿Acaso enseñar a sus hijos el manejo de las armas no hiere su dignidad cristiana? ¿Y cómo se ha atrevido, amparado en el nombre de Cristo, a despreciar premeditadamente los mandamientos de Aquél cuyo luminoso nombre quisiera usted que justificara su lamentable vida? ¿Cómo se ha atrevido a rezar, óigame bien, a rezar para que el hermano mate al hermano, para que el hermano subyugue al hermano, para que el hermano mate a un enemigo? ¿De qué enemigo habla ahora? ¿No será de aquel al que hace un año proclamaba usted con dulce vocecilla que debíamos amar y perdonar? ¿O acaso esa oración en favor del sometimiento y la violencia, del asesinato y la aniquilación de una persona por otra no es también contraria a su concepción de la dignidad cristiana? Recapacite, lamentable funcionario de la Iglesia, embrutecido y alimentado a costa del pueblo; recapacite y no se justifique apelando a que sacerdotes de su misma religión arriesgan su vida en los campos del horror, dando la comunión a los moribundos y apaciguando a los que se desangran. No se justifique con eso, ya que ellos saben perfectamente, lo mismo que usted, que su misión, su deber de cristianos no es apaciguar a los enfermos que se desangran, sino a los hombres sanos que marchan con la única misión de matar. No hagan como el médico que cura las llagas de la sífilis con una simple crema y no traten de justificarse alegando que apoyan esta horrorosa situación por lealtad al monarca o al gobierno, por amor a la patria o al llamado ejército ruso. No se justifiquen, ya que saben que su monarca es Cristo; su patria, la conciencia; su gobierno, el Evangelio; y su ejército, el amor. De modo que recapaciten y actúen. Actúen, ya que cada instante es precioso; a cada minuto, a cada segundo hay gente que dispara, mata y cae. Recapaciten y actúen, ya que esas gentes, madres, padres, hijos, hermanos, todos esperan de ustedes, precisamente de ustedes, servidores de Cristo, que sacrifiquen intrépidamente sus vidas, intervengan en esta ignominia y, levantándose en medio de los dementes, griten con fuerza, con fuerza porque son muchos, tantos que pueden gritarle al mundo entero: «¡Hombres, deteneos! ¡Hombres, dejad de matar!». Ésa, ésa, ésa es su tarea.
Viendo cómo Burkievits, agitando de manera extraña el brazo, echando hacia atrás la cabeza, temblando terriblemente y tambaleándose, pasaba junto a nosotros y salía a la escalera, se apoderó de mí un único pensamiento: «Estás perdido, pobre Vaska, estás perdido».
Al cabo de un momento, volviéndome en dirección contraria, vi cómo la sotana morada desaparecía detrás de la puerta, acariciando el marco con sus hermosos pliegues.
En ese mismo instante, cuando nos abalanzábamos unos sobre otros, hablando de manera agitada y gesticulando con los brazos, en la planta de abajo se produjo un sordo rumor, que fue creciendo de manera amenazante, como una masa de agua que hubiera entrado en el edificio y se dirigiera hacia arriba, haciendo temblar las ventanas, las paredes y el suelo; finalmente, ese rumor estalló también en nuestro pasillo con un estruendo ensordecedor a través de las puertas abiertas de las aulas de sexto y séptimo. Las clases habían terminado.