La batalla comenzó desde el principio. Por un lado Vasili Burkievits y por el otro Eisenberg y Stein. A primera vista esa batalla parecía absurda: ninguno de los tres podía recibir otra nota que un cinco. Sin embargo, la lucha proseguía, intensa y encarnizada, en busca de una invisible superación de esa barrera, de una estima que sobrepasara la de esa nota y sirviera para determinar la supremacía, aunque ésta no podía quedar reflejada en el diario de la clase.
El profesor de historia prestó una atención especial a esa contienda, y en ocasiones sucedía que en el transcurso de una sola clase llamara uno tras otro a los tres: Eisenberg, Stein y Burkievits. Nunca olvidaré ese silencio electrizado que se producía en el aula, los ojos húmedos, ávidos y ardientes de los estudiantes, la agitación secreta y por tanto más tormentosa; tenía la impresión de que experimentábamos lo mismo que ante una corrida de toros, aunque no podíamos expresar nuestros sentimientos con gritos.
Eisenberg era el primero en salir. Ese pequeño y honrado trabajador lo sabía todo. Sabía todo lo que era necesario; sabía incluso más de lo que se le pedía. Exponía los argumentos de la lección mediante una enumeración seca de los acontecimientos históricos, aunque irreprochable, exacta y precisa, mientras aquellos que en absoluto se le exigían pero con los cuales deseaba brillar sólo constituían una anticipación de las lecciones venideras.
A continuación, con su habitual rapidez, salía Stein, torciendo toda la habitación con su silueta inclinada. Tras recibir la misma pregunta que Eisenberg, Stein se ponía a tamborilear con aire de entendido. Ya no era Eisenberg, tragando saliva y con sus toscos «mte» al comienzo de sus hermosas frases. En cierto sentido, las exposiciones de Stein eran brillantes. Crepitaba como un potente motor, las copiosas chispas de los términos extranjeros volaban sin ralentizar el discurso, las citas latinas se incrustaban como puentes bien construidos y su bruñida pronunciación llevaba todo eso a nuestros oídos, permitiéndonos descansar gratamente, sin obligarnos a aguzar la atención ni a hacer esfuerzos, y al mismo tiempo sin dejar que una sola gota de sonido se derramara en el vacío. A modo de conclusión, Stein, en un brillante resumen de su exposición, nos daba a entender claramente que él, hombre de su siglo, para contarnos esas cosas debía descender al nivel de esas gentes de épocas pasadas, a las que miraba con condescendencia. Que él, a cuyo servicio tenía los automóviles, los aeroplanos, la calefacción central y la sociedad internacional de coches cama, se consideraba plenamente cualificado para mirar desde arriba a las gentes que vivieron en la época de la tracción animal, y que sólo se ocupaba de ellas para cerciorarse una vez más de la grandeza de nuestro ingenioso siglo.
Finalmente era Vasili Burkievits el que debía responder a la pregunta. En sus primeras palabras Burkievits decepcionaba. Cuando nuestros oídos malacostumbrados esperaban el armónico tamborileo de la pronunciación de Stein, Burkievits se limitaba a señalar de manera un tanto seca el camino de su exposición. Pero al cabo de unos cuantos giros, como por casualidad, mencionaba un detalle insignificante de la vida de aquella época; era como si de pronto levantara la mano y arrojara una vaporosa rosa sobre los montículos de las tumbas históricas. A ese primer rasgo de la existencia cotidiana le seguía un segundo, tan solitario como una gota de agua antes de la tormenta, luego un tercero, más tarde muchos otros, y finalmente toda una lluvia, de modo que el desarrollo de los acontecimientos avanzaba de manera cada vez más lenta y difícil. Y las viejas tumbas, como decoradas con las flores depositadas sobre ellas, parecían recién excavadas, próximas, cercanas, frescas en la memoria. Ése era el comienzo.
Apenas la fuerza de ese comienzo nos había aproximado a las casas y las gentes de antaño y a las actividades de las épocas pasadas, cuando quedaba desmentido el punto de vista de Stein, que anteponía los tiempos actuales a los pasados con el argumento de que un expreso de lujo podía recorrer en veinte horas la distancia que a un coche de caballos le llevaría más de una semana. Mediante un cotejo hábil y poco premeditado de las costumbres de los tiempos actuales y los pasados, Burkievits, sin afirmarlo, nos hacía comprender que Stein estaba equivocado. Que la diferencia entre las gentes que habían vivido en los tiempos de la tracción animal y las de esta época de perfeccionamientos técnicos, diferencia que, según suponía Stein, le daba al hombre de los tiempos presentes el derecho a situarse por encima de sus predecesores, en realidad no existía, y que era precisamente esa falta de diferencias lo que explicaba la sorprendente semejanza entre las relaciones humanas de entonces, cuando la superación de la distancia requería una semana, y las de ahora, cuando esa distancia podía cubrirse en veinte horas. Igual que ahora los hombres muy ricos, vestidos con ropas caras, viajan en coches cama internacionales, en aquel entonces, aunque de otra manera, gentes ataviadas con opulentos ropajes viajaban en carrozas forradas de seda y se arropaban con pieles de marta; igual que ahora hay personas, si no muy ricas, al menos muy bien vestidas, que viajan en segunda clase y su fin en la vida consiste en llegar a viajar algún día en un coche cama, también entonces había gentes que viajaban en carruajes menos caros y se arropaban con pieles de zorro, cuyo mayor sueño consistía en adquirir un carruaje más caro, y sustituir las pieles de zorro por otras de marta; igual que ahora hay personas que viajan en tercera clase, no tienen con qué pagar el precio de la velocidad y están condenadas a soportar las duras tablas de los trenes correo, también entonces había personas que no tenían dinero ni posición y debían dormir en el sofá de una estación de postas, devorados por los chinches; igual que ahora hay gentes hambrientas, desdichadas y harapientas que caminan por las traviesas del ferrocarril, también entonces había personas hambrientas, desdichadas y harapientas que vagaban por los caminos de postas. Hacía tiempo que las sedas se habían podrido, las carrozas se habían desmoronado y resquebrajado y la polilla había devorado las pieles de marta, pero las gentes, como si siguieran siendo las mismas, como si no hubieran muerto, con el mismo orgullo mezquino, con las mismas envidias y rencores, habían entrado en los tiempos presentes. Había desaparecido ese ridículo pasado de Stein empequeñecido por la locomotora y la electricidad, porque el pasado que la fuerza de Burkievits nos acercaba adoptaba de manera manifiesta los rasgos de nuestra propia época. Pasando de nuevo a los acontecimientos, introduciendo en ellos rasgos de la vida cotidiana y cotejándolos con caracteres y actos de individuos aislados, Burkievits incidía con obstinación y convencimiento en los aspectos que le interesaban. La curva de su relato, después de muchas y cortantes coincidencias, sin entrar en afirmaciones y por tanto logrando un mayor poder de convicción, desembocaba en la conclusión —que él mismo no formulaba, dejando que lo hiciéramos nosotros mismos— de que en el pasado, en ese lejano pasado, no podía dejar de advertirse, no podía dejar de apreciarse una indignante y ofensiva injusticia: la disparidad entre las dignidades de unos y las necesidades de otros; entre las pieles de marta de unos y los andrajos de otros. Eso era el pasado. Al presente ni siquiera hacía alusión, como si fuera plenamente consciente de que conocíamos a la perfección la indignante injusticia de nuestra a época. Pero la tela de araña ya estaba tejida. Todos seguíamos a Burkievits por sus barras de acero, enmarañadas e irrompibles, y llegábamos al íntimo convencimiento de que lo mismo que antes, en los tiempos de la tracción animal, también ahora, en la época de las locomotoras, al hombre estúpido la vida le resultaba más fácil que al inteligente y al astuto mejor que al honrado; que el avaro llevaba una vida más desahogada que el bueno; que el cruel era más apreciado que el débil; que el autoritario adquiría mayores riquezas que el pacífico; que el mentiroso se saciaba más que el justo; que el voluptuoso lograba mayores placeres que el continente. Que así había sido siempre y así seguiría siendo, mientras quedara en el mundo un solo ser humano.
La clase contenía la respiración. En el aula había casi treinta personas, pero yo oía perfectamente en el bolsillo de mi compañero el tictac de su reloj, cuya posesión las autoridades escolares prohibían. El profesor de historia seguía sentado en la tarima, arrugaba sus cejas rojizas sobre el diario de clases, y a veces fruncía el ceño y se rascaba la barba con sus cinco dedos como si pensara: «Menudo tipo».
Burkievits terminaba su exposición con un recuerdo de la enfermedad que había empezado a desarrollarse muchos siglos antes, había ido apoderándose poco a poco de la sociedad humana y, finalmente, en esa época de perfeccionamientos técnicos, había contaminado en todas partes al ser humano. Esa enfermedad era la trivialidad. Esa trivialidad que consiste en la capacidad del hombre para despreciar todo aquello que no comprende, y cuya magnitud aumenta a medida que crece la inutilidad y la insignificancia de los objetos, cosas y acontecimientos que despiertan la admiración de ese hombre.
Y nosotros comprendíamos. Era una piedra lanzada de manera certera contra la cara de Stein, que precisamente en ese momento rebuscaba con premura alguna cosa en su pupitre, sabiendo que todos los ojos se volvían hacia él.
Comprendíamos contra quién se arrojaba esa piedra, pero también reparábamos en otra cosa: la injusticia a la que aludía Burkievits, al parecer desesperada, establecida durante siglos en las relaciones humanas, en absoluto lo hundía en la desesperación, ni en el furor, sino que actuaba como una sustancia inflamable, preparada especialmente para él, que fluía hasta sus entrañas sin producir una explosión destructiva, que ardía con un fuego regular, tranquilo y poderoso. Mirábamos sus pies embutidos en sus zapatos sucios y con los tacones gastados, sus pantalones raídos con feas bolsas en las rodillas, sus pómulos gruesos como bolas, sus diminutos ojos grises y su huesuda frente bajo rizos de color chocolate, y sentíamos de manera aguda e intensa que en su interior se agitaba y bullía esa terrible fuerza rusa que no conoce barreras, ni muros, ni obstáculos, una fuerza solitaria, sombría y metálica.