III

El grupo de cabecillas de nuestra clase lo componían Stein, Yegórov y, según me gustaba pensar entonces, yo mismo.

Con Stein mantenía una buena relación, aunque advertía con constante inquietud que, en cuanto dejara de forzar ese sentimiento de amistad por él, acabaría odiándolo. Rubicundo, sin cejas, con una incipiente calvicie, Stein era hijo de un rico peletero judío y el mejor alumno de la clase. Los profesores rara vez le preguntaban, pues con el paso de los años se habían convencido de que sus conocimientos eran irreprochables. Pero cuando el profesor, mirando su libreta, decía «Ssstein», toda laclase guardaba un silencio particular. Stein se despegaba del pupitre con tanto ruido como si alguien lo retuviera, salía rápidamente de la fila y, sosteniéndose apenas sobre sus largas y delgadas piernas, se detenía lejos de la tarima, tan inclinado que, si se trazara una línea recta hacia arriba desde la punta de sus pies, pasaría por su hombro estrecho y delgado, junto al cual ponía sus manos enormes y blancas en actitud de plegaria. Se situaba de lado, descargando todo el peso sobre un pie, mientras el otro apenas rozaba el suelo con la punta de la bota (como si esa pierna fuera más corta), desequilibrado, desproporcionado, semejante a una campesina, pero en absoluto ridículo. Cuando respondía, su voz reflejaba una prisa que tiraba de él hacia delante y parecía motivada por la abundancia de sus conocimientos; aguardaba las preguntas que se le formulaban con descuidada condescendencia, daba su brillante respuesta y esperaba el benévolo «siéntese», siempre tratando de mirar más allá de la clase, hacia la ventana, al tiempo que parecía masticar o susurrar algo con los labios. Luego se despegaba del mismo modo del resbaladizo parqué, se dirigía con rápidos pasos a su lugar, se sentaba ruidosamente y sin mirar a nadie se ponía a escribir alguna cosa o rebuscaba en el pupitre hasta que la atención general se concentrara en la pregunta siguiente.

Cuando en el descanso algún alumno hacía un comentario gracioso, Stein, siempre que se encontraba en su pupitre en esos momentos de hilaridad general, echaba hacia atrás la cabeza, cerraba los ojos y arrugaba la cara, para expresar el sufrimiento que le causaban las risas, al tiempo que golpeaba rápidamente el pupitre con el borde de la mano, como si con ese gesto quisiera desembarazarse de esas risas que le sofocaban. No obstante, sus labios permanecían cerrados y no proferían sonido alguno. Luego, cuando los otros dejaban de reír, abría los ojos, se los secaba con un pañuelo y dejaba escapar un «uf».

Sus aficiones, de las que a veces nos hablaba, eran el ballet y la «casa» de María Ivánovna en el callejón Kosói. Su expresión favorita era la siguiente: «Hay que ser europeo». Utilizaba constantemente esa muletilla, ya viniera o no a propósito. «Hay que ser europeo», decía, apareciendo en la clase y señalando el reloj para mostrar que había llegado justo un minuto antes de la lectura de la oración. «Hay que ser europeo», exclamaba cuando contaba que la noche anterior había ido al ballet y se había sentado en un palco reservado.

«Hay que ser europeo», añadía, aludiendo a que después del ballet había ido a casa de María Ivánovna. Sólo más larde, cuando Yegórov empezó a importunarlo, Stein se desentendió de esa fórmula.

Yegórov también era rico. Hijo de un industrial maderero de Kazan, iba siempre muy arreglado y perfumado, tenía los dientes blancos, raya hasta el cuello y cabellos rubios, engomados y brillantes como madera bruñida, que al alborotarse se separaban por capas. Habría sido guapo de no haber sido por los ojos, acuosos y redondos, ojos vidriosos de ave que se volvían temerosos y asombrados en cuanto el rostro adoptaba una expresión seria. Durante sus primeros meses en el instituto, cuando Yegórov se mostraba campechano y sencillo, y se hacía llamar incluso Yagorushka, alguien le colgó el diminutivo de Yag, apodo con el que se quedó.

A Yag lo llevaron a Moscú cuando ya tenía catorce años, por eso entró directamente en cuarto curso. Lo trajo a clase el inspector una mañana, antes de las lecciones, y sin mayores preámbulos le propuso que leyera una oración, mientras veinticinco pares de atentos ojos le miraban sin descanso, buscando intensamente en él todos los rasgos que pudieran ser objeto de burla.

Por lo general, la oración era leída con voz rápida y monótona, y se acompañaba de la obligación ritual de levantarse, permanecer de pie durante medio minuto y volver a sentarse en medio del estrépito de los pupitres. Aquel día Yag empezó a leer la oración con claridad y una intensidad artificial, al tiempo que se santiguaba, pero no como todos los demás, que parecían ahuyentar a una mosca de la nariz, sino con fervor, cerrando los ojos y haciendo teatrales reverencias; luego, echando de nuevo la cabeza hacia atrás, buscó con los ojos empañados el icono de la clase, que colgaba a una gran altura. Enseguida se oyeron algunas risas, pues de todos se apoderó la sospecha de que aquello era una broma; la sospecha se convirtió en certidumbre y las aisladas risas en carcajada general cuando Yag, tras pronunciar las palabras de la oración, dirigió sobre todos nosotros una mirada de pollo asustado y confuso. El inspector se inquietó mucho y nos gritó a todos que si volvía a suceder algo parecido llevaría el asunto ante el Consejo. Sólo al cabo de una semana, cuando nos enteramos de que Yag procedía de una familia muy religiosa de viejos creyentes[2], ese misino inspector, un hombre ya viejo, enrojeciendo como un muchacho, se acercó a él después de las clases, le cogió por el brazo, lo miró de soslayo y le dijo con la voz entrecortada: «Por favor, Yegórov, perdóneme usted». Y sin añadir nada más, apartando con brusquedad la mano y encogiéndose, se alejó por el pasillo, haciendo gestos con los brazos como si estuviera cogiendo algo del techo y lanzándolo después con rabia al suelo, Yag, por su parte, se aproximó a la ventana, nos dio la espalda y estuvo un buen rato sonándose.

Pero eso fue sólo al principio. Según la dirección, en los últimos cursos Yag se había corrompido mucho y se había aficionado a la bebida. Al llegar por la mañana a clase, daba a propósito un rodeo, se acercaba al pupitre de Stein y lanzaba un eructo terrible, como si fuera el humo de un cigarrillo caro, sobre su nariz. «Hay que ser europeo», les explicaba a los demás. Aunque Yag vivía completamente solo en Moscú, donde había alquilado unas lujosas habitaciones en un hotel, aunque recibía mucho dinero de su casa y se dejaba ver en coches de punto acompañado de mujeres, estudiaba con regularidad y de forma satisfactoria y estaba considerado uno de los mejores alumnos; pocas personas sabían que en casi todas las asignaturas contaba con la ayuda de repetidores.

Podría decirse que toda la clase se adhería a nosotros tres —Stein, Yag y yo, los cabecillas de la clase, como nos llamaban— como los dos extremos de una herradura a una barra imantada. En uno de sus extremos la herradura se unía a nosotros por su mejor alumno, y alejándose por el semicírculo de la herradura, siguiendo las notas decrecientes de los estudiantes, volvía a unirse a nosotros por el otro lado, donde se encontraba el peor alumno, un verdadero holgazán. Nosotros, los cabecillas, reuníamos los rasgos fundamentales de uno y otro extremo: sacábamos las notas del mejor, pero ante la dirección teníamos la reputación del peor.

Por el lado de los buenos alumnos se nos unía Eisenberg; por el lado de los holgazanes, Takadzhiev.

Eisenberg o «el silencioso», como le llamaban, era un muchacho judío muy discreto, aplicado y tímido. Tenía una extraña costumbre: antes de decir algo o responder a una pregunta, tragaba saliva, empujándola con una inclinación de la cabeza, y a continuación decía «mte». Todos consideraban indispensable burlarse de su abstinencia sexual (aunque nadie pudiera confirmar la veracidad de esa insinuación y él mismo no la confirmara); a menudo, durante el recreo, se veía rodeado por una multitud que le decía: «Vamos, Eisenberg, muéstranos a tu última amante», y le examinaban atentamente las manos.

Cuando Eisenberg hablaba con alguno de nosotros, inclinaba siempre la cabeza, miraba bizqueando con sus ojos de color ortiga y se cubría la boca con la mano.

Takadzhiev era el muchacho de mayor edad y más alto de la clase. Ese armenio gozaba de la estima general debido a su sorprendente capacidad para desviar el blanco de las burlas de su propia persona a la mala nota que había recibido; además, a diferencia de los otros, no guardaba rencor al profesor y él mismo era el que más se divertía. Lo mismo que Stein, tenía una expresión favorita que había surgido en las siguientes circunstancias: en una ocasión, durante el reparto de los trabajos corregidos, el profesor de literatura, el bondadosos e inteligente Semiónov, al entregar el cuaderno a Takadzhiev, le miró con malicia y le anunció que, a pesar de que la composición estaba bien escrita y sólo tenía una pequeña falta —una coma colocada de manera incorrecta—, se veía obligado a ponerle un cero, en virtud precisamente de esa pequeña falta. La razón de esa nota, a primera vista tan injusta, se debía a que la composición de Takadzhiev repetía palabra a palabra la de Eisenberg; hasta tal punto llegaba esa concordancia —y eso resultaba especialmente misterioso— que en ambas aparecía esa coma mal colocada. Tras añadir su frase favorita: «Al halcón se le reconoce por su vuelo y al niño por sus mocos», Semiónov le entregó su cuaderno. Takadzhiev lo cogió y se quedó parado junto a la tarima. Preguntó una vez más a Semiónov cómo era posible todo aquello, si había comprendido bien, y cómo explicar la coincidencia de esas dos comas erróneamente colocadas. Tras recibir el cuaderno de Eisenberg para comparar, lo hojeó durante largo rato, verificándolo y cotejándolo con una expresión de creciente sorpresa; finalmente, totalmente perplejo, nos miró primero a nosotros, que estábamos a punto de soltar la carcajada, luego volvió lentamente hacia Semiónov sus ojos desencajados por la sorpresa y susurró con aire trágico, al tiempo que alzaba los hombros y bajaba las comisuras de los labios: «¡Qué coincidencia!». El cero estaba puesto, el precio había sido pagado, pero Takadzhiev, que en realidad dominaba a la perfección la lengua rusa, simplemente había aprovechado la situación para divertirse, divertir a sus amigos e incluso al profesor, que, a pesar de la rígida severidad de sus notas, gustaba de reír.

Ésos eran nuestros puntos de unión con los extremos de la herradura de la clase, cuyos restantes alumnos parecían más alejados e incoloros a medida que se aproximaban al centro de la herradura, y por tanto se veían abocados a una eterna lucha entre el dos y el tres. En ese punto medio alejado y ajeno se encontraba Vasili Burkievits, un muchacho de baja estatura, lleno de espinillas y con el cabello revuelto, cuando fue protagonista de un suceso muy singular en la vida tranquila y estrictamente regulada de nuestro viejo instituto.