Un día de principios de octubre, yo, Vadim Másliennikov (tenía entonces diecisiete años), al dirigirme por la mañana temprano al instituto, olvidé el sobre con el dinero del primer semestre que mi madre había dejado en el comedor por la noche. Me acordé de él cuando había subido ya al tranvía y las acacias y las picas de la verja del bulevar, en continuo tropel, pasaban como una hilera ininterrumpida, y la carga que llevaba sobre los hombros me apretaba cada vez más la espalda contra una barra niquelada. En cualquier caso, ese olvido no me preocupó lo más mínimo. Podía entregar ese dinero al día siguiente y en casa nadie lo robaría; además de mi madre, en el apartamento sólo vivía mi vieja nodriza Stepanida, que llevaba con nosotros más de veinte años, y cuya única debilidad, casi una pasión, eran sus continuos cuchicheos, que sonaban como si alguien estuviera masticando pepitas de girasol; a falta de interlocutores, eso le permitía mantener largas conversaciones consigo misma, a veces incluso discusiones, que interrumpía de vez en cuando con exclamaciones en voz alta del tipo: «¡Pues claro!» o «¡sin duda!» o «¡espérate sentado!».
Una vez, en el instituto, me olvidé por completo del sobre. Ese día no me había aprendido las lecciones, algo que no sucedía con frecuencia, y tuve que prepararlas durante los descansos o ya con el profesor en el aula. Ese estado de intensa concentración en que todo se asimila con facilidad (aunque un día más tarde se olvida con pareja ligereza) contribuyó a apartar de mi memoria cualquier otra cuestión.
Cuando empezó el recreo y nos sacaron al patio, pues hacía un tiempo soleado y seco, aunque también frío, vi a mi madre en el rellano inferior de la escalera; sólo entonces me acordé del sobre y comprendí que no había podido contenerse y había venido a traérmelo. Con su gastada pelliza y su ridicula capucha de la que se escapaban algunos cabellos canosos (tenía entonces cincuenta y siete años), se mantenía apartada de todos y con una evidente inquietud, que de algún modo acentuaba su lastimoso aspecto, miraba con aire desvalido a los estudiantes que pasaban corriendo a su laclo, algunos de los cuales, riéndose, la miraban y comentaban alguna cosa con sus amigos. Cuando llegué a su altura, traté de pasar inadvertido, pero nada más verme esbozó una sonrisa tierna, aunque no alegre, y me llamó. A pesar de la terrible vergüenza que sentía ante mis compañeros me acerqué a ella.
—Vadichka, hijo mío —me dijo con su sorda voz de vieja, tendiéndome el sobre y rozando con prevención un botón de mi capote con su mano amarillenta, como si temiera quemarse—. Has olvidado el dinero, hijo mío. Pensé que te asustarías, así que he decidido traértelo.
Tras pronunciar esas palabras, me miró como si estuviera pidiendo limosna. Irritado por la vergüenza que me había hecho pasar, le dije en un envenenado murmullo que esas sensiblerías estaban de más en el patio y que, dado que no había podido contenerse y había traído el dinero, fuera a pagar ella misma. Mi madre me escuchó en silencio, bajando sus viejos y tiernos ojos con aire culpable y triste; cuando terminé de bajar la escalera ya desierta y abrí la pesada puerta, que absorbía ruidosamente el aire, me volví y la miré, aunque no lo hice porque me diera pena, sino por temor a que se echara a llorar en un lugar tan inapropiado. Mi madre continuaba en el descansillo superior; había inclinado tristemente su deforme cabeza y me seguía con la mirada. Cuando reparó en que la estaba mirando, agitó la mano con el sobre, como se hace en las estaciones; ese movimiento, joven y animoso, no hizo más que resaltar su aspecto avejentado, lamentable y harapiento.
Ya en el patio se me aceraron algunos compañeros y uno de ellos me preguntó quién era ese payaso con faldas con el que acababa de hablar. Respondí, riendo alegremente, que se trataba de una institutriz empobrecida que había ido a verme con cartas de recomendación; añadí que si querían podía presentársela. Al escuchar las carcajadas que suscitaron mis palabras, comprendí que había ido demasiado lejos y que no debía haberlas pronunciado. Cuando mi madre, una vez efectuado el pago, salió del edificio y, sin mirar a nadie, doblada como si intentara volverse aún más pequeña, se dirigió lo más deprisa que pudo a la cancela, haciendo sonar sus tacones gastados y curvos en el asfalto del sendero, sentí que se me encogía el corazón.
Ese dolor, que en un primer momento me afectó con tanta fuerza, no duró mucho; no obstante, su final absoluto, es decir, su curación definitiva, tuvo lugar como en dos fases, pues, cuando regresé a casa del instituto, entré en el recibidor y atravesé el estrecho pasillo de nuestro pobre apartamento, que olía fuertemente a cocina, ese dolor, aunque había dejado de hacer daño, seguía presente en mi ánimo, recordándome su intensidad de una hora antes; más tarde, ya en el comedor, cuando me senté a la mesa enfrente de mi madre, que servía la sopa, ese dolor no sólo no me inquietaba, sino que me resultaba difícil imaginar que en algún momento hubiera podido perturbarme.
Apenas empezaba a sentirme aliviado, cuando una gran cantidad de amargas consideraciones volvieron a soliviantarme. Una mujer tan vieja debía comprender que sus ropas me causaban vergüenza, que había ido al instituto con el sobre sin ninguna razón, que me había obligado a mentir, que me había privado de la posibilidad de invitar a mis compañeros a casa. Observé cómo comía su sopa, cómo levantaba la cuchara con mano temblorosa, cómo vertía parte de ella en el plato; miré sus mejillas amarillentas, su nariz enrojecida por el calor de la sopa y advertí que después de cada cucharada lamía la grasa con la lengua; en ese momento sentí por ella un odio intenso y brutal. Cuando reparó en que la estaba observando, mi madre, con su ternura de siempre, me miró con sus ojos castaños y descoloridos, dejó la cuchara y, como si esa mirada tuviera que ir acompañada de algún comentario, preguntó:
—¿Está buena?
Pronunció esas palabras con cierto aire de niña, sacudiendo la cabeza con gesto interrogativo.
—Está «puena» —dije, sin afirmar ni negar, con la única intención de imitarla. Solté esa palabra con un gesto de repulsión, como si tuviera ganas de vomitar, y nuestras miradas —fría y hostil la mía; cálida, sincera y afectuosa la suya— se encontraron y se fundieron. Esa situación se prolongó durante un buen rato; advertí que la mirada de sus bondadosos ojos se empañaba, adquiría un matiz de perplejidad y luego de pena, pero cuanto más evidente se hacía mi victoria, menos perceptible y comprensible me parecía ese sentimiento de odio —a cuya fuerza debía esa victoria— por esa persona vieja y afectuosa. Por eso, probablemente, acabé cediendo, fui el primero en bajar los ojos, tomé la cuchara y me puse a comer. Una vez apaciguado en mi interior y con ganas de hacer algún comentario intrascendente, volví a levantar la cabeza, pero no dije nada y sin quererlo me puse en pie de un salto. Una de las manos de mi madre, la que sostenía la cuchara, descansaba directamente sobre el mantel. En la palma ríe la otra apoyaba la cabeza. Sus finos labios se estiraban hacia las mejillas, deformando el rostro. De las órbitas oscuras de sus ojos cerrados, con arrugas que se extendían como abanicos, brotaban lágrimas. Había tanta indefensión en esa cabeza amarillenta y vieja, tanto dolor amargo y sin rencor, y tanta desesperación en esa repugnante vejez que nadie necesitaba, que la miré de soslayo y le dije con una voz en la que se transparentaba la rudeza:
—Bueno, no hace falta. Bueno, déjalo. No es necesario.
—Sentí deseos de añadir «mamá», e incluso de acercarme y besarla, pero en ese momento la nodriza, viniendo del pasillo y balanceándose sobre una bota de fieltro, golpeó la puerta con el otro pie y entró con un plato. No sé a causa de qué ni de quién, pero en ese momento descargué un puñetazo sobre el plato; el dolor de mi mano herida y los pantalones empapados de sopa me convencieron de mi razón y de mi justicia, sentimientos que se vieron confusamente reforzados por el extremo pavor de la nodriza; finalmente, lanzando un insulto amenazador me dirigí a mi habitación.
Poco después mi madre se vistió, se marchó y no regresó a casa hasta la noche. Cuando la oí pasar del recibidor al pasillo, aproximarse a mi habitación, llamar a la puerta y preguntar si podía entrar, me precipite sobre el escritorio, abrí apresuradamente un libro y, tras sentarme de espaldas a la puerta, le respondí con indiferencia: «Adelante». Atravesó la habitación y con pasos inseguros se acercó a mí de lado; yo aparentaba estar sumergido en la lectura, pero alcancé a ver que llevaba aún su pelliza y su ridicula capucha negra. Mi madre, sacando la mano de su seno, puso sobre la mesa dos billetes de cinco rublos, arrugados como si a causa de la vergüenza quisieran volverse más pequeños. Tras acariciarme la mano con su manita encogida, exclamó en voz baja:
—Perdóname, hijo mío. Tú eres bueno. Lo sé. —Me acarició los cabellos y se quedó pensativa, como si quisiera añadir alguna otra cosa; pero al cabo de unos instantes, sin decir nada más, salió de puntillas y cerró cuidadosamente la puerta tras ella.