Moscú, septiembre, 1916
¡Mi querido y amado Vadim!
Me apena y me entristece pensar en ello, pero estoy segura de que ésta es la última carta que te escribo. Tú mismo sabes que después de aquella velada (ya te imaginas a cuál me refiero) nuestra relación se ha hecho muy difícil. Ese tipo de relaciones, una vez establecidas, no pueden cambiarse y volver a su estado anterior; peor incluso: cuanto más se prolongan, cuanto más insisten una y otra parte en fingir la antigua intimidad, con mayor fuerza se siente esa terrible hostilidad que nunca se crea entre extraños, que sólo surge entre personas muy próximas. En ese tipo de relación es suficiente que uno diga la verdad, toda la verdad —me refiero a una verdad completa— para que ésta se convierta en acusación.
Proclamar esa verdad, expresar con absoluta sinceridad toda la repugnancia por ese amor falso, ¿no significa obligar al otro a que la reconozca tácitamente, y entonces todo ha terminado, o a que mienta doblemente, a sí mismo y al otro, por temor a ese final? Me he decidido a escribirte para contarte esa verdad y te pido, te suplico, querido mío, que no mientas, que dejes esta carta sin respuesta, que seas sincero conmigo aunque sea con tu silencio.
En primer lugar me referiré a tu supuesta indisposición en casa de Yag. (Se me ocurre que indisposición tiene algo en común con simulación). Todo comenzó con eso, o dicho con mayor exactitud, todo empezó con mi incredulidad hacia esa indisposición. Desde el primer momento comprendí que sólo era una manera de escapar de una situación desagradable para tu amor propio y ofensiva para mi amor. Observaré de pasada que esa primera suposición incluía la sospecha de que quizá estuvieras realmente enfermo, proposición que rechacé por completamente impropia (no imposible, sino equivocada).
Como sabes, esa noche cuidé de ti lo mejor que supe: te traje agua, una toalla húmeda, fui cariñosa contigo, pero todo eso era ya una mentira. Pensaba ya en ti en tercera persona, en mis pensamientos te habías convertido en «él»; ya no me dirigía a ti directamente, sino que parecía hablar con alguna otra persona, con alguien que se había vuelto más próximo a mí que tú, y ese «alguien» era mi razón. Así fue como me convertí en una extraña para ti. Esa noche mentí, no te dije, no podía decirte, la verdad que te escribo ahora: estaba ofendida. Cuando una persona ofende a otra, la ofensa puede ser de dos tipos: premeditada o involuntaria. La primera no es tan terrible: se responde a ella con una disputa, un insulto, un golpe o un disparo, y por muy grosera que sea siempre ayuda; además, ese tipo de ofensa se lava fácilmente, como la suciedad en el baño. En cambio, la ofensa causada de manera involuntaria, sin premeditación, sin intención, es horrible, ya que al responder con un insulto, una disputa o simplemente con una actitud ofendida, no sólo no la debilitas, sino que te ofendes a ti misma hasta límites insoportables. La ofensa causada de manera involuntaria se distingue por la siguiente particularidad: no sólo no se puede responder a ella, sino que, por contra, hay que tratar de demostrar por todos los medios que no se ha reparado en ella (y qué duro es eso). Por esa razón esa noche no te dije nada y mentí.
Mil veces me hice la misma pregunta, pero no podía, o mejor, no quería, encontrar una respuesta. Mil veces me planteé esa cuestión: ¿qué pasó?, y mil veces recibí la misma respuesta: él no te deseaba. Me inclinaba ante la veracidad, ante el carácter irrevocable de esa respuesta, pero seguía sin comprender. Está bien, me decía, no me deseaba, pero en ese caso ¿por qué hizo todo eso? ¿Por qué preparó nuestro encuentro en casa de Yag? ¿Por qué se condujo de manera que sus actos y su comportamiento le obligaran a tomarme y luego no lo hizo? ¿Por qué? Sólo había una respuesta: probablemente porque su voluntad consciente me deseaba, mientras su cuerpo, oponiéndose a su voluntad, se apartaba con repugnancia de mí. Al pensar en ello sentía lo mismo que debe sentir un leproso cuando le besa en la boca un hermano cristiano y ve cómo éste vomita después del beso. En tus actos, Vadim, sentía lo mismo: por un lado, estaba la aspiración de tu voluntad consciente, que te justificaba plenamente; por otro, la insubordinación asqueada de tu propio cuerpo, que me ofendía de manera especial. No me interpretes mal, Vadim, y comprende que todas las consideraciones razonadas que despiertan el deseo de poseer a una mujer son profundamente ofensivas para ella, con independencia de que las dicten consideraciones caritativas, y por tanto altamente espirituales, o razones suciamente mercantiles. Sí. Un desatino cometido de manera razonable es una bajeza.
Como sabes, mi marido debía regresar al día siguiente. Te había dicho que fueran cuales fueran los espantos que me esperaban, le contaría con sinceridad y franqueza todo lo que había sucedido ese último tiempo. Pero no lo he hecho. Después de esa noche no me consideraba con derecho a actuar así; y lo que es más: sentí por mi marido recién llegado una nueva y agradecida ternura que me aproximaba más a él. Sí, Vadim, así es, y tú debes y puedes comprenderlo, ya que para el corazón de una mujer leprosa el beso sensual de un negro es más preciado que el beso cristiano de un misionero dominado por la repugnancia.
Ya sabes lo que sucedió después. Viniste a vernos en calidad de invitado, como un extraño. Naturalmente, yo comprendía que de ninguna manera te sentías así, que sólo fingías esa sensación, que estabas convencido de que no eras un extraño para mí, sino la persona más cercana del mundo. Sabía que pensabas así; también sabía que estabas profundamente equivocado. ¿Y sabes, Vadimushka? De pronto sentí pena por ti, una enorme pena por esa seguridad tuya, un enorme dolor.
Mi marido, al que te presenté y al que le gustaste, como pudiste apreciar, me cogió del brazo y, con su habitual falta de tacto, te llevó a ver nuestro apartamento.
Debes saber que mi marido no es celoso. Esa ausencia de celos se explica por su exceso de confianza y su falta de imaginación. No obstante, esos mismos sentimientos que le impiden ser celoso despertarían en él una extraordinaria crueldad si se enterara de mi traición. Mi marido está convencido de que él y sólo él constituye ese punto en torno al cual giran las demás personas. No es capaz de comprender que todo ser vivo piensa de la misma manera y que, desde el punto de vista de cualquier otra persona, él, mi marido, deja de ser ese punto en torno al cual se produce la rotación y a su vez comienza a girar. Mi marido no puede comprender que en el mundo hay tantos puntos centrales, en torno a los cuales gira el mundo, como criaturas vivas existen. Mi marido reconoce y comprende el yo humano como el centro, como el ombligo del mundo, pero sólo concibe la presencia de ese yo en su propia persona. Todos los demás no tienen ni pueden tener ese yo. Para él todos los demás son «tú», «él» y más en general «ellos». De ese modo, aunque considera su yo altamente humano, mi marido no comprende que en realidad ese yo es puramente animal, que ese yo es admisible acaso para una boa que devora un conejo o para el conejo al que la boa devora. Mi marido no comprende que la diferencia entre un yo animal y otro humano estriba en que, para el animal, reconocer un yo ajeno significa reconocer su den ota, consecuencia de la debilidad de su cuerpo y, por tanto, de su nulidad; en cambio, para un ser humano, reconocer un yo ajeno significa festejar la victoria de sus propias fuerzas espirituales y, por tanto, de su grandeza. Así es mi marido; por eso lamento tanto que el giro de los acontecimientos me haya obligado a quedarme con él. El golpe que habría propinado a su estupidez el conocimiento de mi traición, de mi preferencia por otro, le habría sido muy beneficioso.
Sin duda recuerdas el momento en que, en el curso de esa visita al apartamento, llegamos a la puerta de nuestro dormitorio. Recuerdas también cómo yo me oponía, cómo me resistía a que mi marido abriera la puerta, y cómo éste, enfadado y sin comprender nada, acabó abriéndola, me empujo y, franqueándote la entrada, dijo:
—Entre, entre, éste es nuestro dormitorio; como ve, todo es de caoba.
Tú miraste, contemplaste la cama sin hacer, terriblemente desordenada a las nueve de la noche, y comprendiste. Lo sé: en esos momentos, de pie en nuestro dormitorio, sentiste los celos, el dolor y la amargura de un amor ultrajado y profanado. En ese momento supe que estabas experimentando todos esos sentimientos. Pero sólo más tarde me di cuenta de que el ultraje de tu amor coincidió con el nacimiento de tu sensualidad. ¡Qué pena haberlo comprendido demasiado tarde!
Ya sabes lo que pasó después. Seguí viéndome contigo a espaldas de mi marido, pero esos nuevos encuentros ya no eran como los de antes. Me llevabas a un tugurio cualquiera, te arrancabas la ropa y me la quitabas a mí, y cada vez me tomabas de forma más grosera, despiadada y cínica. No me reproches que te permitiera comportarte así. Soportaba esa depravación como un enfermo una medicina: él piensa en salvar la vida; yo pensaba en salvar mi amor. Los primeros días, aunque advertía, aunque comprendía que tu sensualidad se exacerbaba a medida que se enfriaba tu amor, concebía alguna esperanza, aguardaba alguna novedad. Pero ayer sentí, ayer comprendí, que ni siquiera quedaba en ti ya deseo, que estabas saciado, que yo estaba de más, que no era posible continuar así. Recuerda que ni siquiera me besaste, ni me abrazaste, ni me dirigiste una palabra de bienvenida; en silencio, con la tranquilidad de un funcionario inmerso en su tarea, empezaste a desnudarme. Te veía delante de mí, vestido con una ropa interior que, perdóname, no estaba muy limpia; doblaste cuidadosamente los pantalones y luego te acercaste al lavabo, cogiste la toalla y la pusiste previsoramente bajo la almohada; después, después de todo lo demás, sin preocuparte por nada, sin ni siquiera volverte hacia mí, te secaste, me propusiste que hiciera lo mismo, me diste la espalda y encendiste un cigarrillo.
—¿Y éste era el amor —me preguntaba— por el que estaba dispuesta a abandonarlo todo, a destrozar y destruir mi vida?
No, Vadim, no, querido, eso no es amor; eso es un lodo turbio y abyecto. Ya tengo bastante lodo de esa clase en mi casa, de modo que no veo la necesidad de transportarlo desde mi dormitorio conyugal, donde «todo es de caoba», a la habitación mohosa de un tugurio. Y aunque esto te parezca cruel quiero decirte que a la hora de elegir entre mi marido y tú, no sólo doy la preferencia a los ambientes, sino también a las personas. Sí, Vadim, a la hora de elegir entre mi marido y tú, aparte de todo ambiente, prefiero a mi marido. Compréndelo. La erótica de mi marido es el resultado de su pobreza espiritual: en él es consustancial a su persona y por tanto no ofende. Tu forma de tratarme es una especie de caída ininterrumpida, una suerte de impetuoso empobrecimiento de los sentimientos que, como todo empobrecimiento, me humilla tanto más dolorosamente cuanto más grande era mi riqueza en el pasado.
Adiós, Vadim. Adiós, mi amado, mi querido muchacho. Adiós, sueño mío, ilusión mía, esperanza mía. Créeme: eres joven, tienes toda la vida por delante y aún tendrás ocasión de ser feliz. Adiós, pues.
SONIA