Subimos por una escalera muy amplia, blanca y luminosa, con una claraboya anaranjada en lugar de techo; los peldaños se sucedían formando un semicírculo y nosotros avanzábamos por ellos en medio de un impresionante silencio de centro de negocios; Yag nos condujo hasta su habitación a través de una sala sonora, en la que los sillones, el piano y la araña estaban cubiertos de fundas blancas. En el patio aún era de día, pero en la habitación de Yag, en la que no incidía de lleno el sol poniente, reinaba ya la luz del crepúsculo, y por la puerta entornada del balcón se veían los panzudos postes de la balaustrada, perfilados por destellos de color albaricoque.
—No —dijo Sonia, cuando Yag, situándose detrás de un sillón de terciopelo de color frambuesa, con arrugas negras de tanto uso, se agarró al respaldo con la misma decisión que si se dispusiera a lanzarlo con fuerza hacia Sonia—. No —exclamó Sonia—, vamos allí, a ese lugar maravilloso —y señaló al balcón con un gesto de la cabeza—. Se puede, ¿no? —preguntó a Yag, que había cogido una mesilla redonda, con un mantel de encaje, galletas, un licor verde en una botella de cristal y vasos rojos que parecían gorros turcos boca abajo, y la arrastraba ya en dirección al balcón.
—Pues claro, Sofía Petrovna —dijo Yag, volviéndose hacia ella con la mesilla en la mano; luego la dejó en el suelo y extendió los brazos.
En el balcón, el sol poniente, abombado como la yema de un huevo crudo, seguía siendo visible en su totalidad, a pesar de que había alcanzado ya el tejado y parecía estar quemándolo de parte a parte; los rostros se cubrieron de un intenso color rojo.
—Permítame que le sirva, Sofía Petrovna. Es un licor estupendo —dijo Yag y, tras indicarnos que tomáramos asiento, llenó los rojos vasos, se sostuvo el codo con la otra mano y armó un fuerte estrépito en la hojalata abultada que cubría el suelo del balcón—. Ni siquiera sabía que se veía usted con Vadim, cuando al parecer son ustedes incluso amigos. Pruébelo, haga el favor.
Y, tras recibir de Sonia una cortés inclinación de cabeza a modo de respuesta, se sentó en el borde de una silla, colocó la garrafa sobre las rodillas y la sujetó por el cuello, como un violinista que estuviera descansando.
Sonia, con el rojo vaso junto al rojo rostro, seguía mirando el suelo y sonreía, como queriendo animarle: «Bueno, diga algo más».
—Aquella noche, Sofía Petrovna —continuó Yag, reparando en su sonrisa—, nos echó usted con cajas destempladas, por decirlo de una manera suave; a decir verdad, tenía usted toda la razón… Yo no me habría atrevido a saludarla. Y, de repente, mire qué situación.
—¿Qué situación? —preguntó Sonia, sonriéndole al vaso.
—Pues ésta —y Yag hizo un gesto como si lanzara algo sobre la mano y tratara de determinar su peso—. En una palabra, no sé cómo se las ingenió Vadim. ¿La llamó por teléfono? ¿Le escribió una carta? Después de esa noche, yo no me habría atrevido.
Sonia, con el vaso junto a los labios, tragó y emitió un «mmm» de protesta, como si se atragantara, hizo un gesto con la mano y, sin separarse del vaso e inclinándose con él hacia la mesa, para que no goteara, lo dejó allí.
—Nada de eso —dijo riendo, con los labios todavía húmedos—. ¿De dónde se ha sacado esa idea? A la mañana siguiente le envié una nota y unas flores. Eso es todo.
—¿Flores? —preguntó Yag.
—Ajá —asintió Sonia.
—¿A él? —preguntó Yag, separando el dedo gordo del puño y señalándome.
—¿A él? —le imitó Sonia, apartando los ojos de Yag y mirándome directamente a mí. La penetrante mirada de su rostro sonriente (así se mira cuando, bromeando, se quiere asustar a un niño) parecía decirme: «El amor me obligó entonces a hacer lo que ahora cuento; el amor me obliga ahora a contar lo que hice entonces».
Yag guardó silencio durante unos instantes, mirándome tan pronto a mí (yo le respondía con una sonrisa feliz y estúpida) como a Sonia. Pero sus ojos acuosos, que se habían dilatado después de la confesión de Sonia, se volvieron poco a poco ausentes, gracias a un esfuerzo interior, y a continuación adoptaron una expresión de astucia.
—Permítame, Sofía Petrovna —exclamó, y tras coger un vaso y tomar un trago de licor, hizo un gesto con las mandíbulas como si se estuviera enjuagando con un elixir dental que después fuera a escupir—. Permítame. Ha dicho usted que le envió flores, una nota y todo eso. Pero la dirección, ¿cómo sabía la dirección? ¿Acaso lo conocía usted de antes? ¿No? —volvió a preguntar, traduciendo a palabras con interrogativa incredulidad la sonrisa de Sonia—. Pero, en ese caso, ¿cómo lo hizo?
—Es muy sencillo —dijo Sonia—, escuche. No sabía absolutamente nada ni de usted ni de Vadim. Y así fue como me informé: a la mañana siguiente, muy temprano, llamé a Nelly, la reprendí y le dije que si volvía a producirse un escándalo semejante, las echaría inmediatamente. «¿Cómo es posible, cómo se les pudo ocurrir traer en plena noche a unos desconocidos a mi apartamento? ¿Eh? ¿Qué le parece? Dígame, ¿qué le parece? ¿Y quién me asegura a mí que no eran ladrones? Pero qué estoy diciendo: seguro que lo eran. ¿No lo cree así? ¿Acaso los conocía? ¿Y qué es lo que sabía de ellos?».
—Sin embargo, permítame, Sofía Petrovna —la interrumpió Yag—, esa misma Nastiu… esa Nelly… no sabía nuestros apellidos ni las direcciones.
—Es verdad —confirmó Sonia—, sobre eso no pudo informarme. Pero en cambio sabía que uno de ustedes, el que llevaba una chaqueta del instituto, se llamaba Vadim, y el que vestía de civil, Yag. Además, el pasado invierno, cuando trabajaba para Mür, los vio a menudo y reparó en que llevaban, según su expresión, un uniforme bastante singular, muy semejante al de los universitarios, pero con botones plateados, no dorados, y sin águilas. Nelly no sabía nada más de ustedes, pero eso era suficiente para mí. En primer lugar, sabía lo que me interesaba: se llamaba Vadim; en segundo lugar, ese uniforme del instituto, tan parecido al de los universitarios, con la diferencia señalada de los botones, me resultaba conocido: en ese instituto estudia el hijo de mi prima; en tercer lugar, me parecía evidente que, si en el invierno pasado una persona llevaba todavía el uniforme del instituto, y ahora, en verano, lucía la chaqueta de universitario, es que había terminado en primavera el instituto. Busqué en la guía telefónica la dirección del instituto y allí me dirigí. En el lugar sólo encontré al portero; una vez que le hube proporcionado una sucinta explicación de nuestras relaciones, me dejó ver la lista de estudiantes que habían terminado el instituto esa primavera. Tuve suerte: entre las dieciocho personas de la lista sólo había un Vadim. Así es como supe su apellido, y el portero me consiguió enseguida la dirección.
—Extraordinario —exclamó Yag con admiración, sacudiendo con fuerza la cabeza. En ese momento, como para liberarle de la necesidad de seguir alabándola, Sonia, acercando la muñeca a la oreja, escuchó con atención su reloj de pulsera y luego se quedó mirándolo. Aprovechándose de ese momento de distracción, Yag me lanzó con inquietud una señal: «Me marcho ahora mismo».
Cuando Yag se fue, había caído ya la noche y se había levantado viento. En un rincón de la calle se alzó una nube de polvo en forma de arco, que como un pequeño huracán envolvió el mantel, nos hizo cerrar los ojos con una mueca, pasó de largo y se esfumó, dejando en nuestros dientes un polvo que crujía como azúcar; más arriba, como procedente del tejado, una hoja de otoño, revoloteando en el sereno aire como una mariposa de color plátano, caía y caía; meciéndose suavemente, llegó hasta la mesa y se posó sobre un vaso rojo, como una pluma de ganso sobre un arenero. De pronto lamenté que Yag se hubiera ido; era como si hubiera desaparecido de ese balcón la sorpresa de otra persona contemplando mi felicidad, tan agradable para mí; era como si mi felicidad fuera un traje nuevo que perdiera parte de encanto cuando no se mostraba ante los otros. Sonia se levantó, atravesó el balcón y se sentó a mi lado.
—Menudo enfado —dijo, y adoptó una expresión entre traviesa y malhumorada: con el gesto de malhumor trataba de imitarme y con su mueca de niña traviesa mostraba su actitud hacia mi enfado. Tímidamente, como un muchacho que hace rabiar a un perro, extendió hacia mí su dedo índice y empezó a moverlo arriba y abajo por mis labios, que emitieron unos ruidos tan sonoros y alegres que inmediatamente me eché a reír.
—Por el modo en que te rías —exclamó Sonia— o apartes con rabia mi mano, sabré siempre en el futuro tus sentimientos. No obstante —añadió, después de una pausa—, ya ves cómo somos las mujeres: el efecto que logramos al decir en voz alta nuestras observaciones nos importa más que la utilidad que podríamos extraer de ellas si nos las calláramos.
Entre tanto, había oscurecido rápidamente y el creciente viento había creado una sensación de inquietud. Sólo en el lugar en que se había puesto el sol, encima del tejado negro de la casa, se veía una estrecha banda de color mandarina; pero un poco más arriba todo estaba en tinieblas, y las nubes, como chorros de tinta diluidos en agua, se desplazaban con tanta rapidez en el viento que, cuando levanté la cabeza, el balcón y la casa empezaron a avanzar en silencio, amenazando con aplastar la ciudad entera. Más allá de la esquina, las hojas de los árboles rugían como el mar; luego, en el momento de mayor tensión de ese ruido húmedo, algo se quebró con estruendo, al parecer en las ramas; en ese momento, en un lugar próximo, una ventana se cerró con sordo ruido y, en el silencio que se instauró después, el cristal arrancado del marco se estrelló ruidosamente contra la calzada.
—¡Uf! —exclamó Sonia—. No se está nada bien aquí. Vamos dentro.
En comparación con el balcón, en la habitación de Yag el ambiente era tranquilo y sofocante, como si estuviera encendida la calefacción. A través de las puertas cerradas del balcón el mantel blanco ondulaba en la oscuridad como un pañuelo de despedida en una estación. Después de coger a Sonia por el brazo, empecé a buscar el interruptor, palpando con la mano el empapelado y produciendo un susurro seco y silbante, pero la mano de Sonia me retuvo suavemente. En ese momento la abracé, la apreté contra mí y traté de dirigirme a una columna que en la oscuridad parecía ligeramente blanca y como aplastada, detrás de la cual, según recordaba, estaba el sofá. Sonia caminaba de espaldas, lentamente, apoyándose con dificultad en la punta de sus zapatos.
Pero mientras avanzaba en la oscuridad, apretando a Sonia contra mí, tratando por todos los medios de despertar en mí una reacción viril y animal, que tan indispensable me resultaba en ese momento, presentí con angustia y terrible claridad mi deshonor, porque incluso entonces, allí, en la habitación de Yag, en esos momentos decisivos, los besos y la proximidad de Sonia me hacían demasiado tierno, demasiado sensible para despertar mi sensualidad. Qué hacer, qué hacer, qué hacer, pensaba desesperado, pues sabía perfectamente que Sonia era una mujer a la que había que tomar espontáneamente y al instante, y que era necesario hacerlo precisamente así, no porque Sonia pudiera oponer resistencia, sino porque si trataba de despertar mi sensualidad, muy debilitada en esos momentos, mediante un largo proceso de caricias obscenas, al tiempo que salvaría la reputación de mi virilidad, destruiría para siempre y de manera irreparable la belleza de nuestras relacione. Entre tanto, habíamos llegado ya a la columna. Qué podía hacer, qué podía hacer, me repetía, pensando con angustia que iba a pasar tanta vergüenza que la vida se me haría insoportable; en medio de la desesperación me daba cuenta de que precisamente la percepción de esa vergüenza me privaba de la última posibilidad de despertar ese lado animal que podía sofocarla. Y sólo en el último segundo, cuando, como sobre un negro barranco, nos desplomábamos sobre el sofá, que crujió vulgarmente con todos sus muelles, se me ocurrió una salida: como había visto hacer en el teatro, emití un repentino y claro quejido y, mientras trataba de arrancarme el ajustado cuello de paño, gemí:
—Sonia. Me encuentro mal. Dame agua.